El enemigo era poderoso y peligroso.
Estados Unidos debía defenderse a toda costa.
Sin embargo, resultaba imposible rastrear aquellos mensajes de amenaza. Al menos no hasta el sitio correcto. Su increíble tecnología no tardaba en proporcionarles la dirección IP del remitente o su número de teléfono, pero cuando investigaban, resultaba que la información era errónea. Cuando la oscura voz de un hombre advertía por teléfono a las autoridades norteamericanas que no debían ser tan arrogantes ni acosar a ciudadanos decentes cuyo único delito era tener un padre palestino, resultaba que la llamada provenía del aparato telefónico de una anciana de setenta años de Lake Placid, Nueva York. En el momento en que la llamada llegaba a las oficinas del FBI en Manhattan, resultaba que la mujer estaba reunida con cuatro amigas tan encantadoras como ella, que tomaban el té en su casa. Ninguna de ellas había usado el teléfono, podían jurarlo por Dios, y el extracto de la compañía telefónica local indicaba que las viudas tenían razón: nadie había utilizado ese aparato telefónico a la hora en cuestión.
El té ya no estaba tan caliente. Warren bebió. Durante un instante se le empañaron las gafas, como por un aliento.
Pasó deprisa por la parte más técnica del informe. No se enteraba de gran cosa, pero los detalles de esa sección tampoco le interesaban especialmente. Lo que estaba buscando eran las conclusiones, que encontró en la página 173.
No era imposible manipular los remitentes del modo en que se había hecho.
«Una conclusión bastante innecesaria —pensó Warren—. ¡Ya habéis documentado el fenómeno con 130 casos!»
Intentó colocar mejor un cojín detrás de su cabeza antes de seguir leyendo.
Una manipulación de este tipo exigía medios ingentes. Que sí. Nadie piensa que esto lo haya hecho un don nadie.
Y probablemente un satélite de comunicaciones propio, o al menos acceso a uno. Alquilado o robado.
¿Un satélite? ¿Una puta nave espacial?
A Warren le estaba entrando frío. Al parecer 15 grados Celsisus eran bastante fresco. Volvió a levantarse para corregir la temperatura. Esta vez apostó por 20 grados, y luego se sentó de nuevo en la cama para seguir leyendo.
Dado que los satélites de este tipo estaban en órbita estacionaria a unos cuarenta mil kilómetros de distancia de la Tierra, los sucesos eran compatibles con el uso de un satélite árabe. Varias de las llamadas y de los correos electrónicos estaban vinculados con teléfonos y ordenadores de la costa Este de Estados Unidos.
Era difícil que un satélite árabe pudiera adentrarse en el país más allá de eso.
Pero la costa Este sí podían manejarla.
«Rastread —pensó Warren, que siguió hojeando con impaciencia—. Con todos los miles de millones de presupuesto que tenemos, con todos los poderes y la tecnología de la que disponemos, ¿qué ha pasado con el rastreado y la reconstrucción de las llamadas y los correos?»
Warren Scifford era un
profiler.
La técnica le infundía respeto, al igual que los muchos años que había pasado buscando a asesinos en serie y a sádicos asesinos sexuales le habían dotado de un profundo respeto por los forenses y su magia con la química y la física, la electrónica y la tecnología. A veces incluso veía a escondidas algún capítulo de
C.S.I.,
debido a su profundo respeto por la materia.
Pero él no entendía de eso. Podía encender un ordenador, aprenderse unos códigos y darse por satisfecho de que otros se encargaran de la tecnología.
Su especialidad era el alma.
Y ésta no se la podía imaginar.
Siguió leyendo.
Las pistas y los chivatazos se habían interrumpido bruscamente a las 09.14 de la mañana,
eastern time.
En el momento exacto en que el FBI se personó en la primera dirección que habían averiguado. Según el registro de la NSA, alguien había llamado a los cuarteles generales del FBI en Quantico desde una casita de Everglades, Florida, advirtiendo de que Estados Unidos estaba a punto de caer.
En la casa vivía un hombre mayor que veía mal y que oía peor. Su aparato telefónico ni siquiera estaba conectado. Lo tenía en el sótano cubierto de polvo, pero todavía pagaba la línea porque tenía un hijo en Miami que le pagaba las facturas, sin pensárselo muy bien, por lo que se veía. Probablemente hacía años que no visitaba al viejo.
Y en ese instante se interrumpieron las llamadas.
Desde entonces no habían vuelto a tener noticias.
El informe terminaba diciendo que estaban analizando la voz y el idioma de las grabaciones. Por ahora, la investigación de las cintas con las grabaciones de las llamadas y de los casi sesenta correos electrónicos no había aportado nada valioso. Las voces estaban manipuladas, así que no era bueno albergar demasiadas esperanzas. Lo único que se podía decir con cierta seguridad era que todos los que habían llamado eran hombres. Por razones evidentes, resultaba más difícil determinar el sexo de los remitentes de los correos electrónicos.
Fin del informe.
Warren tenía hambre.
Cogió una chocolatina del minibar y abrió una botella de Coca-Cola. Ni lo uno ni lo otro le supieron bien, pero le ayudó a subir el nivel de azúcar en sangre. El leve dolor de cabeza que le provocaba la falta de sueño desapareció.
Volvió a tenderse en la cama. El grueso documento cayó al suelo. Las instrucciones decían que debía de ser destruido de inmediato. Tendrían que esperar. Cogió el delgado montón de papeles y lo sostuvo en el aire durante unos segundos. Luego apoyó el brazo en el edredón.
Aquel pequeño informe era una obra maestra.
El problema era que nadie parecía especialmente interesado en leerlo, y mucho menos en actuar conforme a él.
Warren se lo sabía casi de memoria, aunque sólo lo había leído dos veces. El informe había sido elaborado por la BS-Unit en Washington, y él mismo había contribuido tanto como le había sido posible desde aquel país dejado de la mano de Dios al que llamaban Noruega.
Warren añoraba su país. Cerró los ojos.
Últimamente se sentía mayor, cada vez con más frecuencia. No sólo mayor, sino realmente viejo. Estaba cansado y había asumido más de lo que podía al aceptar el nuevo trabajo. Quería volver a Quantico, a Virginia, con su familia. Con Kathleen, que se había mantenido a su lado a pesar de sus múltiples y humillantes aventuras durante todos aquellos años. Con sus hijos ya adultos, que tenían sus propias casas en las cercanías de la vivienda de su infancia. A su propia casa y a su jardín. Quería volver a casa; sentía una fuerte presión por debajo de las costillas que no desaparecía aunque tragara saliva varias veces.
El delgado informe era un perfil.
Como siempre, habían empezado a trabajar por las acciones y los sucesos. La BS-Unit se movía a lo largo de líneas del tiempo y en profundidad, contextualizaban los acontecimientos y analizaban las relaciones causales y los efectos. Estudiaban minuciosamente los gastos y la complejidad. Cada detalle de la sucesión de acontecimientos era contrastado con las soluciones alternativas, para así poder empezar a aproximarse a los motivos y a las actitudes de quienes estaban detrás del secuestro de
Madame Président.
La imagen que se dibujaba a lo largo de las veinte páginas asustaba a Warren y sus leales colaboradores de la BS-Unit, al menos tanto como el grueso informe que tenía aterrorizado al resto del FBI.
Habían creído que tenían que dibujar el perfil de una organización, de un grupo de personas, una célula terrorista. Posiblemente un pequeño ejército en guerra santa contra la obra satánica: Estados Unidos.
Sin embargo, intuían el contorno de un único hombre.
Un único hombre.
Era obvio que no podía trabajar solo. Todo lo que había sucedido desde que la BS-Unit por primera vez viera vagos indicios de Troya, seis semanas antes, indicaba que el número de personas implicadas era alto.
El problema era que no parecía que estuvieran juntos, de ningún modo. En vez de acercarse a la descripción de una organización terrorista, la BS-Unit había avistado un único actor que utilizaba a la gente del mismo modo en que otros utilizan herramientas, y que tenía la misma falta de lealtad, u otras emociones humanas, hacia sus colaboradores que otros hubieran tenido hacia sus herramientas.
No se había hecho nada para proteger posteriormente a los diversos cómplices. Una vez que cumplían su función, no había ningún aparato de protección. Gerhard Skrøder fue arrojado a los leones, del mismo modo que el limpiador pakistaní y todas las demás piezas del enorme rompecabezas.
Cosa que necesariamente tenía que significar que no tenían la menor idea de para quién trabajaban.
Warren bostezó, sacudió la cabeza y abrió los ojos como platos a fin de detener las lágrimas. La mano que todavía sostenía el informe pesaba como el plomo. Se sobrepuso, alzó la mano y pasó los ojos por la primera página.
La primera hoja estaba coronada por un título discreto:
«The Guilty. A profile of the abductor».
El Culpable.
Warren no estaba seguro de que le gustara el nombre que habían escogido. Por otro lado, al menos era lo suficientemente neutral, sin connotaciones étnicas o nacionales. Una vez más intentó acomodarse y siguió leyendo.
I.i. The abduction.
Acostumbraban a tomar como punto de partida el suceso nuclear.
El propio secuestro de la presidenta ya proporcionaba marcadas indicaciones sobre el perfil del autor de los hechos. Desde el mismo momento en que un alterado agente lo despertó en su piso de Washington DC para contarle que al parecer la presidenta había sido secuestrada en Noruega, Warren se sentía muy aturdido. Durante todo el vuelo a Europa había estado esperando, casi deseando, encontrarse al llegar con la noticia de que la
Madame Président
había sido encontrada muerta.
El que pudieran encontrarla con vida quedaba completamente descartado.
La cuestión principal había sido todo el tiempo responder a una pregunta: ¿por qué un secuestro? ¿Por qué no mataron a Helen Bentley? Conforme a todas las medidas estándares, era mucho más sencillo llevar a cabo un atentado; era, además, por tanto, menos arriesgado. Era obvio que ser la
Commander in Chief
de Estados Unidos era una profesión de riesgo, pues era imposible proteger totalmente a un persona de los atentados repentinos y mortales de otras personas, a no ser que se la aislara por completo.
El secuestro debía de tener un valor propio. Tenía que suponer una gran ventaja mantener a Estados Unidos en la incertidumbre, antes que permitir que los norteamericanos se unieran en el luto y horror común provocado por el asesinato de una presidenta.
Una consecuencia evidente de la desaparición era que el país se volvía más vulnerable a los ataques.
Sólo de pensarlo, Warren se estremecía.
Pasó a la hoja siguiente antes de agarrar la botella de Coca-Cola y beber. Seguía teniendo un nudo en el estómago que no era capaz de definir del todo y, por un momento, se preguntó si tendría que encargar algo de comer para ver si se le pasaba. Pero el reloj del teléfono móvil indicaba las seis menos tres minutos, y renunció a la idea. Empezarían a servir el desayuno una hora más tarde.
Emplear al agente del Secret Service Jeffrey Hunter fue tan genial como sencillo. Aunque en teoría tal vez habría sido posible secuestrar a la presidenta sin ayuda de dentro, resultaba casi imposible imaginarse cómo se podría hacer algo así en la práctica. El hecho de que el Culpable contara con un apoyo en Estados Unidos capaz de llevar a cabo dos secuestros de un niño autista para asustar a un agente profesional de la seguridad a fin de que colaborara, se añadía a la serie de elementos que hacían el perfil cada vez más visible. Y al mismo tiempo, más aterrador.
Sonó el teléfono.
El ruido le pilló tan desprevenido que se le volcó la botella de Coca-Cola que tenía sujeta entre los muslos. Bramó una maldición, consiguió salvar el resto del negro líquido pegajoso y agarró el teléfono.
—Hola —jadeó mientras secaba el edredón con la mano libre.
—Warren —dijo una voz a lo lejos.
—¿Sí?
—Soy Colin.
—Ah, hola, Colin. Te oigo muy lejos.
—Tengo que ser rápido.
—Da la impresión de que estás susurrando. ¡Habla más alto!
—Joder, Warren, escúchame. No tenemos muy buena prensa en estos momentos.
—No, yo también me doy cuenta.
Colin Wolf y Warren Scifford llevaban diez años trabajando juntos. El agente especial tenía su misma edad y había sido su primera opción cuando Warren montó la BS-Unit. Colin era de la vieja escuela. Tenía el aspecto de un oso y era minucioso, tranquilo y objetivo. En aquellos momentos su voz sonaba un poco más aguda de lo normal y era evidente que el desfase en el sonido le ponía nervioso.
—No quieren escucharnos —dijo Colin—. Ya se han decidido.
—¿A qué? —preguntó Warren, aunque sabía la respuesta.
—Han decidido que es alguna organización terrorista islamista la que está detrás de todo el asunto. Ahora están empeñados en volver a la pista de Al Qaeda. ¡Al Qaeda! Esos no tienen más que ver con este asunto que el IRA, joder…, o que los
boy-scouts.
Y ahora les han puesto la miel en los labios. Por eso te llamo.
—¿Qué ha pasado?
—Ha aparecido una cuenta bancaria.
—¿Cuenta bancaria?
—Jeffrey Hunter. Han transferido dinero a su mujer.
Warren tragó saliva. La mancha marrón en la entrepierna era repugnante. Tiró del edredón con la mano pegajosa para cubrirse.
—¿Hola?
—Sigo aquí —dijo Warren—. Me cago en la hostia.
—Sí. Y además es demasiado bueno para ser verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Escúchame, tengo que ser rápido. Pero quiero que te enteres de esto. Son 200.000 dólares. Naturalmente, han filtrado el dinero a través de los canales habituales para que carezca de identidad, pero a pesar de eso hemos conseguido rastrearlo hasta el remitente. A los chicos de Pensilvania no les llevó más de cinco horas averiguarlo.
—¿A quién llegaron?
—Agárrate.
—Estoy tumbado en una cama.
—Al primo del ministro del Petróleo de Arabia Saudí. Que vive en Irán.
—Mierda.
—Sí, puedes decirlo así.
Warren cogió el informe de la BS-Unit. El papel se le pegaba a la mano. Aquello no encajaba. No podía encajar. Ellos tenían razón; Colin, Warren y el resto del pequeño grupo de
profilers
de élite a quienes nadie quería escuchar.