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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Una mañana de mayo (26 page)

BOOK: Una mañana de mayo
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—Abdallah —dijo uno de ellos riéndose—. Tú que eres tan jodidamente listo, y que no eres de aquí, ¡siéntate, hombre! ¡Toma una cerveza!

—No, gracias —había respondido Abdallah.

—Pero escucha —insistió el chico—. Aquí Danny, que además es un puto comunista, si me preguntas a mí…

Los demás rugieron de risa. El propio Danny sonrió y se colocó la desaliñada cabellera detrás de la oreja, a la vez que alzaba la botella de cerveza en una especie de brindis sin fuerza.

—Éste sostiene que todo eso que se dice sobre los valores estadounidenses no es más que
bullshit.
Dice que nos importa una mierda la paz, la familia, la democracia, el derecho a defendernos con armas… —A su memoria se le acabaron los valores centrales y dudó un momento antes de agitar su botella de cerveza—.
Whatever.
Danny-boy sostiene que…

El chico hipó. Abdallah recordaba que se quería ir, que quería salir de allí. Aquél no era su sitio, del mismo modo que en realidad nunca se le incluyó en nada en territorio estadounidense.

—Dice que nosotros, los norteamericanos, en el fondo sólo necesitamos tres cosas —dijo el chico tirando de la manga de la chaqueta de Abdallah—. Que son el derecho a ir en coche adonde nos dé la gana, cuando nos dé la gana y por poco dinero…

Los demás se rieron tan alto que otra gente empezó a acercarse para comprobar lo que pasaba.

—Y luego el derecho a ir de compras adonde te dé la gana, cuando te dé la gana y por poco dinero…

Dos de los chicos se habían tirado al suelo y se agarraban la tripa con un ataque de risa. Alguien había bajado un poco la música; en torno a Abdallah se había formado un grupito que intentaba averiguar qué es lo que estaba provocando que aquellos estudiantes de segundo curso casi se murieran de risa.

—Y la tercera es… —gritó el chico intentando que los otros lo acompañaran.

—Ver la tele cuando nos dé la gana, ver lo que nos dé la gana y por poco dinero —corearon los tres.

Varios se rieron. Alguien volvió a subir la música, aún más alto que antes. Danny se había levantado. Hizo una reverencia profunda y elocuente, con un brazo pegado a la tripa y la mano izquierda en torno a la botella de cerveza.

—¿Y tú qué dices, Abdallah? ¿Así es como somos, o qué?

Sin embargo, Abdallah ya no estaba allí. Se había retirado sin que nadie lo notara, entre las chicas risueñas y borrachas que lanzaban miradas de curiosidad a su cuerpo y que le hicieron volver a casa antes de lo que tenía planeado.

Aquello fue en 1979; nunca lo había olvidado.

Danny había dado en el blanco.

Abdallah tenía hambre. Nunca comía por la noche, no era bueno para la digestión. Pero en ese momento notaba que tenía que comer algo para tener alguna oportunidad de seguir durmiendo. Cogió un teléfono que estaba empotrado en la cama. Abdallah dio una orden en voz baja y colgó.

Volvió a recostarse en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca.

Danny-boy, un agudo estudiante melenudo y poco aseado, había visto la realidad con tanta claridad que sin saberlo le había proporcionado a Abdallah la fórmula que emplearía un cuarto de siglo más tarde.

Abdallah al-Rahman conocía la historia de la guerra. Al verse obligado a entrar tan pronto en el gran imperio comercial de su padre, la carrera militar había quedado descartada. Pero soñaba constantemente con la vida de soldado, especialmente cuando era más joven. Durante un periodo había leído hasta la saciedad a viejos generales. Sobre todo le fascinaba el arte de la guerra chino. Y el más grande de los grandes era Sun Tzu.

Siempre tenía cerca de la cama un ejemplar bellamente encuadernado de
El arte de la guerra,
un libro de más de 2.500 años de antigüedad.

Lo cogió y empezó a hojearlo. Había hecho que se lo tradujeran al árabe. El libro que sostenía en la mano era uno de los tres ejemplares que había mandado hacer. Todos eran posesión suya.

«Lo mejor es conservar intacto el estado del enemigo. Destruirlo es sólo lo segundo mejor. Librar cien batallas y obtener cien victorias no es la suprema eficacia. No luchar y, de todos modos, dominar las fuerzas del enemigo es la obra del eficiente», leyó.

Pasó la mano por encima del grueso papel hecho a mano. Luego cerró el libro y lo dejó delicadamente en su sitio habitual.

Osama, su viejo compañero de la infancia, sólo quería destruir. El propio Bin Laden pensaba haber ganado el 11-S, pero Abdallah sabía que se equivocaba. La catástrofe de Manhattan fue una tremenda derrota. No destruyó a Estados Unidos, se limitó a transformar el país.

A peor.

Abdallah había notado las consecuencias con amargura. Más de dos millones de dólares de su fortuna habían sido bloqueados inmediatamente en bancos norteamericanos. Le había llevado varios años e increíbles cantidades de dinero liberar la mayor parte del capital, pero las secuelas con el parón total y duradero de sus dinámicas compañías habían sido catastróficas.

No obstante, consiguió superarlo. Su dinastía comercial era ecléctica, tenía muchos pies sobre los que apoyarse. Hasta cierto punto, las pérdidas en Estados Unidos se habían podido compensar por medio del alza del precio del petróleo y las exitosas inversiones en otras partes del mundo.

Abdallah era un hombre paciente, cuyos negocios iban por delante de todo lo demás, a excepción de sus hijos. Pasó el tiempo. La economía norteamericana no podía mantenerse separada eternamente de los intereses árabes. No podía soportarlo. A pesar de que después del año 2001 había empleado varios años en retirarse del mercado estadounidense, apenas un año antes había concluido que había llegado el momento de volver a apostar por el país. Esta vez la apuesta era más alta, más arriesgada y más importante que nunca.

Helen Bentley era su oportunidad. Aunque nunca confiaba del todo en un occidental, había percibido cierta fuerza en sus ojos, algo distinto, la ráfaga de una decencia por la que había decidido apostar. En noviembre de 2004, Helen Bentley parecía encaminarse hacia la victoria y parecía una persona razonable. El hecho de que fuera mujer nunca le importó. Al contrario, al abandonar la reunión había sentido una admiración involuntaria por aquella señora fuerte y brillante.

Lo traicionó una semana antes de las elecciones, porque vio que era necesario ganar.

El arte de la guerra era destruir sin luchar.

Intentar luchar contra Estados Unidos al modo tradicional era inútil. Abdallah comprendió que los norteamericanos sólo tenían un enemigo real: ellos mismos.

«Si a un estadounidense medio le quitas el coche, las compras y la televisión, le quitas las ganas de vivir», pensó. Apagó la pantalla de plasma. Por un momento volvió a ver ante sus ojos a Danny en Stanford, con una sonrisa torcida y la botella de cerveza en la mano: un norteamericano que se comprendía a sí mismo.

«Si le quitas a un norteamericano las ganas de vivir, se pone furioso. Y la furia sube desde abajo, desde el individuo, desde el agotado, desde aquel que trabaja cincuenta horas a la semana y que aun así no puede permitirse tener más sueños que los que emanan de la pantalla del televisor.»

Así pensaba Abdallah. Cerró los ojos.

«En ese caso no cierran filas, en ese caso no dirigen su furia contra los otros, los que están ahí afuera, los que no son como nosotros y no nos quieren mal. En ese caso empiezan a morder hacia arriba. Se levantan contra los suyos. Dirigen su agresividad contra quienes son responsables de todo el asunto, del sistema, responsables de que las cosas funcionen y los coches anden y siga habiendo sueños a los que aferrarse en una vida, por lo demás, triste. Y allí arriba lo que hay es caos. El general supremo ha desaparecido y sus soldados dan vueltas sin dirección ni objetivos, sin liderazgo, en el vacío que surge cuando el líder no está ni vivo ni muerto. Simplemente está desaparecido. Un golpe en la cabeza que los deja aturdidos. Después el golpe mortal contra el cuerpo. Elemental y efectivo.»

Abdallah alzó la vista. El criado entró silenciosamente con una bandeja. Dejó junto a la cama fruta, queso, un pan redondo y una jarra con zumo de naranja. Se fue con un breve saludo de la cabeza. No había dicho nada y Abdallah no le había dado las gracias.

Faltaba día y medio.

Jueves, 19 de Mayo de 2005
Capítulo 1

Helen Lardahl Bentley abrió los ojos; al principio no era capaz de recordar dónde estaba.

Se sentía incómoda. Tenía la mano derecha aprisionada bajo la mejilla y se había quedado dormida. Se incorporó con cuidado. Tenía el cuerpo entumecido y tuvo que agitar un poco el brazo para despertarlo. Al cerrar los ojos a causa de un mareo repentino, recordó lo que había pasado.

El mareo se calmó. Aún sentía la cabeza rara y ligera, pero tras estirar con cuidado los brazos y las piernas, se dio cuenta de que no podía tener lesiones graves. Incluso la herida de la sien parecía estar mejor; al pasarse los dedos por el chichón sintió que era más pequeño que cuando se durmió.

¿Se durmió?

Lo último que recordaba era haberle estrechado la mano a la mujer inválida. Le había prometido…

¿Me quedé dormida de pie? ¿Me desmayé?

En ese momento se dio cuenta de que seguía sucia. De pronto el hedor se volvió absolutamente insoportable. Entonces, apoyando la mano izquierda contra el respaldo del sofá, se levantó. Tenía que lavarse.

—Buenos días,
Madame Président
—dijo una voz de mujer en el vano de la puerta.

—Buenos días —dijo Helen Bentley, aturdida.

—Estaba en la cocina haciendo un café.

—¿Lleva… aquí toda la noche?

—Sí.

La mujer de la silla de ruedas sonrió.

—Pensé que tal vez tuviera una conmoción cerebral, así que la he movido un par de veces. No le ha sentado muy bien. ¿Quiere?

La
Madame Président
dijo que no con la mano libre.

—Me tengo que duchar. Si no recuerdo mal… —Por un momento pareció confusa y se pasó la mano por los ojos—. Si no recuerdo mal me ofreciste ropa limpia.

—Por supuesto. ¿Puede andar sola o despertamos a Marry?

—Marry —murmuró la presidenta—. ¿Esa era… la asistenta?

—Sí. Y yo me llamo Hanne Wilhelmsen. Seguro que se le ha olvidado. Puede llamarme Hanne.

—Hannah —repitió la presidenta.

—Está bien.

Helen Bentley probó a dar unos pasos. Las rodillas le temblaban, pero las piernas aguantaron. Miró a la otra mujer.

—¿Dónde tengo que ir?

—Venga conmigo —dijo Hanne Wilhelmsen amablemente, y maniobró hacia una puerta.

—¿Tiene…? —La presidenta se interrumpió a sí misma y la siguió.

El albor al otro lado de la ventana indicaba que aún era temprano, pero aun así ya llevaba allí bastante tiempo. Debían de ser varias horas. Era evidente que la mujer de la silla de ruedas había mantenido su promesa. No había extendido la alarma. Helen Bentley aún podía hacer lo que tenía que hacer antes de salir a la luz. Todavía tenía una posibilidad de solucionarlo todo, pero para eso nadie debía saber que seguía viva.

—¿Qué hora es? —le preguntó a Hanne Wilhelmsen cuando ésta abrió la puerta del baño—. ¿Cuánto tiempo he…?

—Las cuatro y cuarto —dijo Hanne—. Has dormido algo más de seis horas. Seguro que no es bastante.

—Es mucho más de lo que suelo dormir —dijo la presidenta, y se forzó a sonreír.

El baño era magnífico. Una bañera de anchura doble dominaba la habitación. Estaba más baja de lo normal y podía recordar a una pequeña piscina. En un gabinete de ducha mucho más grande de lo normal, la presidenta vio algo que parecía una radio y algo que definitivamente era una pequeña pantalla de televisión. El suelo estaba cubierto de mosaicos con dibujos orientales; el gigantesco espejo que coronaba los dos lavabos de mármol tenía un grueso marco de madera cubierta de pan de oro.

A Helen Bentley le parecía recordar que la mujer había dicho estar jubilada de la Policía. En aquel piso no había mucho que indicara un sueldo de policía, a no ser que este país fuera el único lugar del mundo donde pagaban a los policías como se debería en realidad.

—Adelante —dijo Hanne Wilhelmsen—. Hay toallas en ese armario de ahí. Te dejo la ropa al otro lado de la puerta, así puedes cogerla cuando acabes. Tómate el tiempo que necesites.

Salió del baño y cerró la puerta.

La mujer se desvistió con calma. Aún tenía los músculos sensibles y doloridos. Por un momento dudó qué hacer con la ropa manchada, pero luego vio que Hanne había dejado una bolsa de basura plegada junto a uno de los lavabos.

«Una mujer extraña. Pero ¿no eran dos? ¿Tres con la asistenta?», pensó.

Ya estaba desnuda. Metió la ropa en la bolsa y la cerró atándola con un buen nudo. Lo que más le apetecía era darse un baño, pero la ducha parecía más sensata teniendo en cuenta lo sucia que estaba.

El agua caliente salía con potencia. Helen Bentley jadeó, en parte de agrado, en parte por el dolor que le recorrió el cuerpo cuando echó la cabeza hacia atrás para que el agua le cayera sobre la cara.

La noche anterior había otra mujer. Helen Bentley lo recordaba perfectamente. Una que quería avisar a la Policía. Las dos mujeres habían hablado en noruego y no había entendido más que una palabra que sonaba parecido a
«police».
La mujer de la silla de ruedas debía de haber ganado en la discusión.

Aquello le estaba sentando bien.

Era como una limpieza en sentido doble. Abrió el grifo al máximo y la presión aumentó. Los rayos de agua se convirtieron en flechas que le masajeaban la piel. Abrió la boca, se la llenó de agua hasta que ya casi no podía respirar y entonces escupió. Dejó que todo corriera y se restregó con fuerza con un guante de crin cuyo tacto vasto contra la mano le gustaba. La piel se le enrojeció, primero por el agua caliente y luego por el guante. Cuando el agua alcanzaba las heridas abiertas le escocía intensamente.

Eso mismo había hecho aquella noche de otoño de 1984, la noche que nunca había compartido con nadie y de la que, por tanto, nadie sabía nada.

Al volver a casa se había duchado durante casi cuarenta minutos. Era medianoche, lo recordaba perfectamente. Se había restregado con una esponja hasta sangrar, como si pudiera quitarse la impresión visual de la piel y así conseguir que desapareciera para siempre. El agua caliente se acabó, pero ella siguió bajo el chorro de agua fría hasta que Christopher apareció sorprendido y le preguntó si no quería ayudar a Billie con el aseo de la noche.

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