La sonrisa que le dedicó cuando cerró las esposas no era ni fría ni irónica. Era compasiva.
Silje Sørensen no recordaba la última vez que se había sentido como una completa idiota. Aunque era aún peor que hubiera una vía de escape en el hotel Opera sobre la que nadie sabía nada, aparte de un agente del Secret Service que se había quitado la vida.
«Probablemente por vergüenza», pensó, notando cómo ella mismo se sonrojaba.
Sin embargo, lo peor de todo era que les hubiera llevado día y medio encontrarla.
—Puta puerta —murmuró la mujer, aunque ella nunca decía tacos. Subió por la escalera detrás de las anchas espaldas de Khalid Mushtak—. Nos ha llevado cuarenta horas encontrar una maldita puerta. ¿Qué otras cosas no habremos encontrado aún?
—Una puerta. Se ha encontrado una puerta.
Warren Scifford se puso la mano sobre los ojos. Daba la impresión de tener el pelo húmedo, como si se lo acabara de lavar. Había cambiado el traje por unos vaqueros y una holgada sudadera azul oscuro. Sobre el pecho ponía Yale con grandes letras. Los botines parecían ser de auténtica piel de serpiente. Con aquella ropa parecía mayor que con el traje. La incipiente piel colgante del cuello se hacía más visible con el jersey suelto. La piel morena ya no provocaba una impresión de salud y buena forma. Al contrario, con aquella ropa juvenil, toda su figura adquiría un aire forzado, que se veía intensificado por el hecho de que el color de la piel tenía un tono oscuro que resultaba artificial en aquella época del año. Mantenía una pierna cruzada sobre la otra, y la punta de la bota que quedaba encima se columpiaba nerviosamente. Por añadidura, casi daba la impresión de que estaba a punto de quedarse dormido, tenía el codo apoyado sobre el reposabrazos y estaba más tumbado que sentado en la silla.
—Una puerta que está demostrado que inspeccionó el Secret Service —dijo Yngvar Stubø—. Lo hizo Jeffrey Hunter. ¿Cuándo descubristeis que había desaparecido?
Warren Scifford se enderezó despacio. Hasta ese momento, Yngvar no se había dado cuenta de que se había hecho un feo corte, la sangre había empapado una tirita junto a su oreja izquierda. El olor del
aftershave
era algo fuerte.
—Dijo que estaba enfermo —respondió finalmente el estadounidense.
—¿Cuándo?
—La mañana del 16 de mayo.
—¿Así que ya estaba aquí antes de que la presidenta llegara a Noruega?
—Sí. Era el responsable principal de cerciorarse de la seguridad del hotel. Llegó el 13 de mayo.
El comisario jefe Bastesen removía su café, mientras estudiaba fascinado el remolino en la taza.
—Yo creía que esos tipos eran completamente insobornables —murmuró en noruego—. No me extraña que hayamos estado atascados.
—
Pardon me
—dijo Warren Scifford visiblemente irritado.
—Así que dijo que estaba enfermo. —Yngvar se apresuró a intervenir—. Tenía que ser algo bastante serio, ¿no? Eso de que el principal responsable de la seguridad del edificio donde se va a alojar la presidenta se dé de baja doce horas antes de su llegada tiene que ser muy poco habitual. Yo supondría…
—El Secret Service tenía gente de sobra —lo interrumpió Warren—. Además, todo estaba ya encaminado. El hotel había sido inspeccionado, los planes estaban trazados, parte del hotel había sido clausurado y el protocolo había sido decidido. El Secret Service nunca hace chapuzas. Tiene las espaldas guardadas para casi todo, por muy impensable que sea.
—En este caso sí que habrá que decir que se ha hecho una chapuza —dijo Yngvar—. Cuando uno de vuestros propios agentes especiales colabora en el secuestro de la presidenta de Estados Unidos.
La habitación quedó en silencio. El jefe de Vigilancia, Peter Salhus, desenroscó la tapa de una botella de Coca-Cola. Terje Bastesen, por fin, había dejado la taza.
—Esto nos parece muy serio —dijo finalmente, intentando atrapar la mirada del norteamericano—. En un punto muy temprano de la investigación tenéis que haber entendido que uno de los vuestros estaba implicado. Que no nos lo…
—No —lo interrumpió Warren con brusquedad—. No sabíamos…
Se contuvo. Volvió a pasarse la mano por los ojos. Daba la impresión de que los ocultaba adrede.
—El Secret Service no se dio cuenta de que Jeffrey Hunter había desaparecido hasta ayer por la tarde —dijo tras una pausa tan dilatada que a un secretario le había dado tiempo de traer aún otra pizza templada, además de una caja con botellas de agua—. Tenían otras cosas en qué pensar. Y sí, la enfermedad parecía seria. Prolapso. El hombre no se podía mover. Intentaron atiborrarlo de calmantes la mañana del 16 de mayo, pero no fue capaz de levantarse de la cama.
—Eso es lo que decía, por lo menos.
Warren miró a Yngvar y asintió levemente.
—Eso es lo que decía.
—¿Lo vio un médico?
—No. Nuestro personal tiene grandes conocimientos médicos. Un prolapso es un prolapso, y no se puede hacer gran cosa aparte de descansar y, en el peor de los casos, operar. Pero eso hubiera tenido que ser después de la visita de la presidenta, en todo caso.
—Una radiografía lo hubiera delatado.
Warren no se molestó en contestar, sino que acercó la cabeza a la pizza, hizo una mueca y no se sirvió.
—Y por lo que respecta a nosotros, los del FBI… —dijo cogiendo una botella de agua—. No supimos nada hasta que me enseñasteis la cinta. Esta tarde. Después de eso, hemos hecho nuestras averiguaciones, naturalmente, y las hemos comparado con lo que ha averiguado el propio Secret Service…
Warren se levantó y se acercó a la ventana. Se encontraban en el despacho del comisario jefe, en la séptima planta de la Comisaría General, con magníficas vistas a la grisácea noche de mayo. Las luces de la gente de los medios de comunicación sobre el césped habían crecido en intensidad, cada vez eran más. Sólo faltaba una hora para el momento más oscuro de la noche, pero la pradera estaba bañada en luz artificial. Los árboles a lo largo del paseo que conducía a la penitenciaría se habían convertido en un muro contra la oscuridad del otro lado del parque.
Bebió un poco de agua, pero no dijo nada.
—¿Pudo ser algo tan sencillo como el dinero? —preguntó Peter Salhus en voz baja—. ¿Dinero para la familia?
—Si aún hubiera sido tan sencillo —dijo Warren hablando para su propio reflejo en el cristal de la ventana—. Fue por los niños. En una zona residencial entre Baltimore y Washington DC, se encuentra en estos momentos una viuda destrozada que se da cuenta de que tanto ella como su marido han hecho algo terrible. Tienen tres hijos. El menor es autista. Dadas las circunstancias, le va bastante bien, porque recibe educación especial, aunque eso es muy caro. Probablemente Jeffrey Hunter tenía que aprovechar cada centavo para que el dinero alcanzara para todo, pero nunca ha aceptado dinero ilegal. Nada parece indicar eso. Pero en los últimos meses, en cambio, han secuestrado al niño pequeño dos veces, con toda discreción. En ambas ocasiones volvía a aparecer antes de que se diera la alarma, pero después de que los padres empezaran a sentir pánico. El mensaje era claro: haz lo que se te pida en Oslo o tu chico desaparecerá para siempre.
Peter Salhus parecía honestamente conmocionado cuando preguntó:
—Pero ¿un agente experimentado del Secret Service se dejaría presionar por algo así? ¿No podría haber conseguido que protegieran a su familia? Si alguien es capaz de defenderse de una amenaza así, tendría que ser un agente del Estado, ¿no?
Warren seguía dándoles la espalda. La entonación de la voz era plana, como si apenas tuviera fuerzas para asumir la historia.
—La primera vez, al chico se lo llevaron del colegio, cosa que en principio es imposible. Tanto en los colegios públicos como en los privados, que era el caso, están bastante histéricos con lo que respecta a la seguridad de los niños. Pero alguien consiguió hacerlo. Entonces mandaron al chico a casa de una vieja compañera de colegio de la madre, en California, para esconderlo. Allí le daban clases dentro de la casa y nadie, ni siquiera sus propios hermanos, sabía dónde estaba. Una tarde desapareció también de allí. Al cabo de cuatro horas estaba de vuelta, pero ni la amiga ni nadie pudieron explicar cómo había sido posible que pasara. Pero el mensaje estaba más claro que el agua —con una risa seca y breve, Warren por fin se giró y regresó a su silla—: encontrarían al chico, hicieran lo que hicieran. Jeffrey Hunter debió de sentir que no tenía elección, pero no pudo vivir con la traición, es natural, con la vergüenza. Era completamente consciente de que antes o después saldría a la luz que estaba implicado, que a alguien en algún momento se le ocurriría comprobar la cinta de la cámara de vigilancia de después del secuestro.
—Así que deambuló por las calles de Oslo hasta que se hizo lo bastante tarde como para coger un autobús que lo llevara hasta el bosque —recapituló Bastesen—. Desde la parada caminó un rato, se escondió en una zanja y se quitó la vida con su propia arma reglamentaria. Debe de haberlo pasado bastante mal, el pobre. Caminar hacia Skar sabiendo que no le quedaban más que unos minutos de vida, que nunca más podría…
Yngvar sintió un leve sonrojo por la torpe elegía del comisario jefe y se apresuró a interrumpirlo:
—¿Puede el suicidio de Jeffrey Hunter ser la explicación de que no hayamos sabido nada de los secuestradores? Porque en la nota que dejaron en la suite decían que se pondrían en contacto.
—Lo dudo —dijo Warren—, puesto que Jeffrey Hunter no ha sido más que una herramienta. No existe el menor indicio de que estuviera implicado en algo más que en sacar a la presidenta del hotel.
—Tengo que contradecirte un poco —dijo Yngvar—. La información sobre la ropa de la presidenta tiene que haber venido de dentro, no veo otra explicación.
—¿Qué quieres decir? ¿Ropa?
—Esas dos fotografías que se repartieron por ahí… —Yngvar se interrumpió a sí mismo—. Por cierto, también hemos encontrado al chófer del segundo coche. Hemos conseguido sacarle tan poco como a Gerhard Skrøder. El mismo tipo de granuja
lowlife,
el mismo modo de operar, el mismo pago desorbitado.
—Pero la ropa —dijo Warren—. ¿Qué pasa con eso?
—La chaqueta roja, los elegantes pantalones azules. La blusa de seda blanca. Son los colores nacionales tanto de Estados Unidos como de Noruega. Quien sea que esté detrás del secuestro tenía que saber lo que se iba a poner. Las dobles llevaban la misma ropa que ella, no exactamente igual, pero sí se parecían lo suficiente como para que la operación de confusión tuviera éxito. Desperdiciamos una cantidad increíble de tiempo buscando a unos fantasmas. —Yngvar se encogió de hombros, vaciló y continuó—: Doy por supuesto que la
Madame Président
viaja con un peluquero y con alguien que la ayude con la ropa. ¿Qué dicen ellos?
Era evidente que Warren Scifford estaba en un aprieto. La cara de póquer que solía permitirle mentir sin pestañear se había disuelto en un gesto exhausto y abatido. La boca parecía más pequeña. Yngvar vio cómo se le tensaban los músculos de la cara.
—La verdad es que me impresiona bastante cómo consigues infravalorarnos sistemáticamente —dijo Yngvar en voz baja—. ¿No entiendes que hace ya mucho que nos planteamos esta pregunta? ¿No entiendes que desde muy pronto empezamos a temernos que podía tratarse de un
inside job?
¿No te das cuenta de que tú, al empeñarte en jugar a ser Mister Secret, has estado echando leña al fuego?
—La ropa de la presidenta se introduce en un sistema informático —dijo Warren en voz baja.
—¿Al que tiene acceso cualquiera?
—No. Pero su secretaria lleva el control. Ella se lleva muy bien con Jeffrey Hunter. Son…, eran amigos, así de sencillo. Ya a principios de mayo, durante un almuerzo informal en la Casa Blanca, habían estado hablando del… Día Nacional este que celebráis aquí…, en el país. Hemos interrogado a la secretaria, por supuesto, pero es incapaz de recordar quién de los dos sacó el tema. En todo caso hablaron de que la presidenta se había comprado ropa nueva con ocasión de su primera visita oficial al extranjero, entre otras cosas una chaqueta que iba a usar el Día Nacional y que tenía exactamente el mismo color rojo que la bandera noruega. Alguien nos había informado de que sois bastante… sensibles con estas cosas.
Una fugaz sonrisa cruzó su cara, sin ser correspondida por ninguno de los demás.
—¿Y estáis totalmente seguros de que no hay más de los vuestros implicados en esto? ¿De que Jeffrey Hunter trabajaba solo?
—Tan seguros como se puede estar —dijo Warren Scifford—. Pero, con todos mis respetos, me tenéis que permitir que diga que no me acaba de gustar el tono que ha tomado esta reunión. Yo no he venido aquí para que me echéis la bronca. He venido para daros la información que necesitáis para encontrar a la presidenta Bentley, y para averiguar cómo va vuestra investigación, por supuesto.
La voz tenía un leve matiz de ironía cuando enderezó la espalda. Terje Bastesen carraspeó y dejó la dichosa taza sobre la mesa para decir algo. Yngvar se le adelantó.
—Ni lo intentes —dijo.
El tono de la voz era amable, pero estrechó los ojos lo suficiente como para que Warren tuviera que pestañear.
—Nosotros te informamos de todo —dijo Yngvar—, tan pronto como conseguimos dar contigo, cosa que ha resultado bastante complicada, por cierto. Tenemos a dos mil personas… —se interrumpió, como si acabara de entender la enorme magnitud de la cifra—, dos mil personas trabajando en este caso, sólo en las organizaciones policiales. Además de eso está la gente de los ministerios, las direcciones generales y, hasta cierto punto, el Ejér…
—Nosotros tenemos en total a sesenta y dos mil norteamericanos que —lo interrumpió Warren sin elevar la voz—, en estos momentos, están intentando averiguar quién secuestró a la presidenta. Además…
—¡Esto no es una competición!
Todos miraron a Peter Salhus, que se había levantado. Warren e Yngvar intercambiaron las miradas de dos niños a los que el director del colegio ha pillado peleándose en el patio.
—Nadie pone en duda la prioridad absoluta de este caso en ambos países —dijo Salhus, con la voz aún más oscura de lo habitual—. Ni que los estadounidenses estén buscando una conspiración y un contexto mayor que el nuestro. Tanto la CIA como el FBI y la NSA han tenido una… actitud, llamémoslo así, bastante diferente durante la última jornada, en lo que se refiere al intercambio de información. No nos cuesta ver en qué dirección estáis trabajando. Los servicios de inteligencia de toda Europa están siguiendo lo que sucede. Nosotros también tenemos nuestras fuentes, como seguramente sabréis. Y, como es obvio, es sólo cuestión de tiempo que los periodistas norteamericanos se enteren de los métodos que estáis poniendo en práctica.