Una mañana de mayo (20 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Una mañana de mayo
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—Ahora tenemos que llamar —dijo Inger Johanne, desesperada, y se puso en cuclillas junto a la presidenta desmayada—. ¡Al menos tenemos que conseguir un médico!

Capítulo 27

La noche de mayo se había extendido por Oslo.

Las nubes eran de un gris negruzco y pasaban tan bajo sobre la ciudad que la última planta del hotel Plaza desaparecía. Daba la impresión de que el esbelto y severo edificio se disolvía en la nada contra el cielo. El aire era fresco, pero algunas ráfagas de aire más cálido proporcionaban la promesa de un mañana mejor.

Yngvar Stubø nunca se acababa de llevar bien con la primavera. No le gustaban los contrastes del tiempo: pasar del tórrido calor del verano a tres gélidos grados sobre cero, de la lluvia helada hasta las temperaturas para bañarse, todo por bruscas oleadas e imprevisibles giros. Era imposible vestirse con sensatez. Por la mañana iba al despacho con jersey para protegerse del frío, y a la hora del almuerzo estaba empapado en sudor. La impulsiva propuesta de celebrar una fiesta con barbacoa que por la mañana parecía una buena idea, por la tarde podía convertirse en una pesadilla de frío.

La primavera olía mal, le parecía a él. Sobre todo en el centro. El clima cálido desvelaba la basura del invierno, la podredumbre del otoño anterior y los excrementos de incontables perros que no deberían vivir en la ciudad.

A Yngvar lo que le gustaba era el otoño, sobre todo noviembre. Lluvia sin pausa, con una temperatura en homogéneo descenso y que, en el mejor de los casos, traía la nieve a principios del Adviento. Noviembre sólo olía a humedad y a frío, y era un mes tristísimo y previsible que le ponía enseguida de buen humor.

Mayo, en cambio, era otra historia.

Se sentó en un banco e inspiró hondo. El espejo de agua del Parque Medieval se rizaba delicadamente con el leve viento. No se veía un alma. Incluso los pájaros, que en esta época del año montaban un jaleo tremendo de la mañana a la noche, se habían retirado por aquel día. Un pequeño grupo de patos descansaba junto a la orilla con el pico bajo el ala. Únicamente un rechoncho pato macho deambulaba contento por ahí, haciendo guardia para la familia.

No sólo daba la impresión de que los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas habían extenuado a la ciudad, sino también al resto del mundo. Yngvar había conseguido ver un telediario por la tarde. Nadie recordaba haber visto jamás las calles de Nueva York tan desiertas. La ciudad que nunca duerme se había aletargado, en un adormecido estado de expectación contenida. En Washington y Lillesand, en las metrópolis y en las ciudades de provincias, en todas partes parecía que la desaparición de la presidenta era el augurio de algo peor, de algo espantoso que estaba por venir y que aconsejaba encerrarse en las casas y echar las cortinas.

Cerró los ojos. El invariable zumbido de la gran ciudad y algún que otro camión sobre el puente, al otro lado del estanque, le recordaban que se encontraba en medio de una capital. Por lo demás, podría haber estado en cualquier otro sitio. Se sentía solo en el mundo.

Llevaba más de una hora intentando contactar con Warren Scifford. No tenía sentido volver a casa antes de hablar con él. Había dejado mensajes dos veces, tanto en la embajada como en el contestador del teléfono móvil. En el hotel afirmaban no haber visto a Warren Scifford desde primera hora de la tarde.

El cadáver de Jeffrey William Hunter, el agente del Secret Service, fue encontrado sólo una hora después de que un alterado taxista acudiera a la comisaría de guardia con una identificación que había encontrado en el bolsillo de su difunta madre. Dado que el servicio de ambulancias pudo informar inmediatamente sobre el lugar en que recogió a la mujer, sólo hubo que empezar a buscar por ahí.

Encontraron al hombre a doce metros del lugar. Estaba tirado en una zanja justo al lado de la carretera. Tenía el cráneo agujereado por una bala de 9 milímetros proveniente de la SIG-Sauer P229 que sostenía en la mano. Quienes investigaron el lugar de los hechos, se sorprendieron en un principio de que tuviera el brazo derecho parcialmente oculto, aprisionado entre dos grandes piedras. A primera vista podría parecer difícil de hacer para un hombre muerto. La reconstrucción rápida e informal de la caída, sin embargo, los convenció de que se trataba de un suicidio. Eso mismo pensaba el forense, con todas las reservas que le provocaba el hecho de que pasarían varios días antes de que pudieran llegar a una conclusión definitiva.

Eran casi las diez y media, Yngvar bostezó largamente. Estaba cansado y despierto al mismo tiempo. Por un lado estaba deseando irse a la cama, tenía el cuerpo pesado y exhausto. Por el otro, sentía una inquietud que le imposibilitaría dormir.

La Comisaría General se había convertido en un lugar insoportable. Todo el mundo había dejado de hablar de horas extra ilegales y de cuándo terminarían los eternos turnos. La gente daba vueltas como en un hormiguero. Daba la impresión de que llegaba cada vez más gente a la gran construcción curva, sin que nadie pareciera abandonarlo. Los pasillos estaban repletos. Todos los despachos estaban ocupados. Incluso se había empezado a emplear algún que otro trastero como espacio para los oficinistas.

Y el edificio estaba como sitiado. El pueblo sobre la gran pradera de la ladera que bajaba hacia la calle Grønland crecía constantemente. Un par de canales de televisión suecos habían escogido instalarse en el otro lado de la sede de la Comisaría General. Durante un tiempo habían tenido bloqueada la calle Åkerberg con dos unidades móviles, después los habían enviado a la calle Borg, junto a la iglesia de Grønland, pero la calle era tan estrecha que los coches de Policía no conseguían salir del patio. Los suecos llevaban ya tres cuartos de hora peleándose con el Departamento de Orden cuando Yngvar llegó a la conclusión de que no aguantaba más. Tenía que tomar el aire.

Llevaba toda la tarde ingiriendo comida en cada oportunidad que se presentaba. Antes de irse de la Comisaría General se había servido con voracidad de una pizza de Peppe's. Las cajas planas estaban por todas partes. En apenas dos días, la Policía de Oslo se había convertido en el mayor cliente de la historia de la cadena.

Aún tenía hambre.

Se acarició la tripa. Hacía mucho que no se podía llamar a sí mismo corpulento. Sin saber con exactitud cuándo pasó, del mismo modo en que había perdido pelo, Yngvar se había puesto gordo. La barriga colgaba pesadamente por encima del cinturón que se desabrochaba en cuanto pensaba que nadie le leía. Se había escaqueado de la última revisión médica en el trabajo aduciendo falta de tiempo. No se atrevía a ir. En su lugar dio las gracias en su interior por el mal funcionamiento del cuerpo, que le aseguraba que no volverían a llamarlo hasta el año siguiente. De vez en cuando, al despertarse por la noche para ir al baño, podía literalmente sentir cómo el colesterol se le pegaba a las paredes de las venas como una repugnante baba que amenazaba su vida. Tenía la sensación de notar arritmias y leves pinchazos tanto en el corazón como en el brazo izquierdo, y por primera vez en su vida podía pasarse la noche en blanco preocupándose por su mala salud.

Cuando por fin llegaba la mañana, comprendía aliviado que sólo eran imaginaciones suyas y desayunaba huevos con beicon, como siempre. Era un hombre corpulento y tenía que comer de verdad. Además pronto iba a volver a empezar a hacer deporte. En cuanto tuviera algo más de tiempo.

Sonó el teléfono.

—Inger Johanne —susurró, y se le cayó al suelo.

La pantalla quedó contra el suelo y no la miró cuando recogió el teléfono y dijo:

—¿Hola?

—Hola. Soy Warren.

—Ah, hola. He estado intentando dar contigo.

—Por eso te llamo.

—Mentiste sobre el hombre de la cinta de la cámara de vigilancia.

—¿Ah, sí?

—Sí. Sabías quién era. El hombre del traje era un agente del Secret Service. Mentiste. Y eso no nos gusta nada.

—Lo entiendo perfectamente.

—Lo hemos encontrado. Jeffrey Hunter.

El silencio en la otra punta era total. Yngvar mantenía la mirada fija en el pato, que contoneó las plumas de la cola unas cuantas veces antes de echarse sobre un montículo a un par de metros de la familia, como una torre de vigilancia. El reflejo de una luz alcanzó el ojo negro azabache. Yngvar intentó cubrirse mejor con el abrigo, pero le quedaba pequeño. Le dio a Warren el tiempo que necesitaba.


Shit
—dijo por fin el norteamericano.

—Puedes expresarlo así. El hombre está muerto. Suicidio, pensamos. Pero supongo que ya te lo imaginabas.

Volvió a quedarse callado.

El pato no le quitaba la vista de encima a Yngvar. Parpaba repetidamente y en voz baja, como si quisiera advertirle que aún seguía en guardia.

—Creo que lo mejor sería que tuviéramos una reunión —propuso de pronto Warren.

—Son casi las once.

—Los días como éstos no acaban nunca.

Entonces le tocó a Yngvar no querer contestar.

—Una reunión dentro de diez minutos —insistió Warren—. Salhus, tú y yo. Nadie más.

—No sé cuántas veces tengo que explicarte que ésta es una investigación policial —dijo Yngvar, cansado—. El comisario jefe o uno de sus hombres debe estar presente.

—Si tú lo dices —dijo Warren con frialdad; Yngvar tenía la impresión de ver cómo se encogía de hombros con indiferente arrogancia—. ¿Quedamos a las once y cuarto?

—Ven a la Comisaría General. Yo estaré allí dentro de diez minutos. Y ya veremos si el comisario jefe y Salhus están disponibles.

—Será mejor que lo estén —dijo Warren, que colgó.

Yngvar se quedó mirando el teléfono. La pantalla se oscureció al cabo de unos segundos. Sentía un extraño enfado. El estómago se le encogió en un pinchazo. Tenía un hambre canina y estaba furioso. En principio era él quien tenía motivos para estar cabreado con Warren, a pesar de ello, el norteamericano había conseguido invertir la situación de algún modo inexplicable. Yngvar volvió a ponerse sumiso. Era como si Warren, en el fondo, no se sintiera dependiente de nadie, exactamente igual que el país del que provenía, y que por eso no creía tener que avergonzarse por que lo pillaran en una mentira flagrante.

El teléfono volvió a sonar.

Yngvar tragó saliva cuando vio el nombre de Inger Johanne brillar en azul sobre el teléfono. Lo dejó sonar cuatro veces. Le pitaban los oídos, literalmente sentía cómo le subía la tensión sanguínea. Intentó respirar con tranquilidad y cogió el teléfono.

—Hola —dijo en voz baja—. Llamas muy tarde.

—Hola —respondió ella, también en voz baja—. ¿Cómo estás?

—Voy tirando. Estoy cansado, claro, pero supongo que así estamos todos.

—¿Dónde estás?

—¿Dónde estás tú?

—Yngvar —dijo ella calladamente—. Siento tanto lo de esta mañana. Me sentí tan dolida y triste y furiosa y…

—No pasa nada. Lo más importante ahora es que me digas dónde estáis. Y cuándo vuelves a casa. Puedo ir a buscaros dentro de… una hora, o así. Tal vez dos.

—No puedes venir.

—Quiero…

—Ya son las once, Yngvar. Te das cuenta de la bobada que es despertar a Ragnhild a estas horas de la noche.

Yngvar se puso el pulgar contra un ojo y el índice contra el otro, y apretó. No dijo nada. Círculos y puntos rojos danzaban contra la vacía oscuridad detrás de los párpados. Se sentía más pesado que nunca, era como si toda la grasa sobrante de su cuerpo se hubiera transformado en plomo. El banco le hacía daño en la espalda y la pierna derecha estaba a punto de quedársele dormida.

—Al menos tienes que decirme dónde estáis —dijo.

—Francamente, no te lo puedo decir.

—Ragnhild es hija mía, tengo el derecho y el deber de saber dónde está. En todo momento.

—Yngvar…

—¡No! No te puedo obligar a volver a casa, Inger Johanne. También tienes razón en que es una tontería despertar a Ragnhild en medio de la noche. Pero quiero… ¡Quiero saber dónde estáis!

El pato parpó y se pavoneó ligeramente con las alas. Se despertaron un par de patos más que empezaron también a graznar.

—Ha pasado algo —dijo Inger Johanne—. Algo que…

—¿Estáis bien?

—Sí —se apresuró a responder en voz alta—. Nosotras dos estamos muy bien, pero es que no te puedo contar dónde estamos, por mucho que quiera. ¿De acuerdo?

—No.

—Yngvar…

—Ni hablar, Inger Johanne. Nosotros dos no somos así. No nos largamos con los hijos y luego nos negamos a decirnos dónde están. Eso no somos nosotros, así de sencillo.

Ella se quedó callada.

—Si te digo dónde estoy —dijo finalmente—, ¿me prometes por lo más sagrado que no nos vas a venir a buscar antes de que te avise?

—Para serte sincero, estoy hasta las narices de las promesas estas que me exiges cada dos por tres —dijo intentando respirar con calma—. ¡Las vidas de los adultos no son así! Pasan cosas que lo cambian todo. No se puede andar prometiendo a diestro y siniestro…

Se interrumpió al darse cuenta de que Inger Johanne estaba llorando. Los callados sollozos en el teléfono se transformaban en ruidos rasposos, y sintió un escalofrío en la columna vertebral.

—¿Ha pasado algo malo de verdad? —preguntó con el aliento entrecortado.

—Ha pasado algo —sollozó ella—. Pero he prometido no contarlo. No tiene nada que ver conmigo ni con Ragnhild, así que puedes…

El llanto se apoderó de ella. Yngvar intentó levantarse del banco, pero el pie derecho se le había dormido por completo. Hizo una mueca, se apoyó sobre el respaldo y consiguió levantarse para sacudir la pierna hasta despertarla.

—Cariño —dijo con suavidad—, te lo prometo. No voy a ir a buscaros hasta que me avises, y ya no te voy a preguntar más. Pero ¿dónde estás?

—Estoy en casa de Hanne Wilhelmsen —dijo ella gimoteando—. En la calle Kruse. No sé el número de la calle, pero seguro que lo puedes averiguar.

—¿Qué…? ¿Qué cojones haces en casa de…?

—Lo has prometido, Yngvar. Me has prometido no…

—Está bien —dijo apresuradamente—. Está bien.

—Buenas noches, entonces.

—Buenas noches.

—Adiós.

—Que estés bien.

—Te amo.

—Mmm.

Mantuvo el teléfono sobre la oreja un buen rato después de que ella hubiera colgado. Había empezado a lloviznar levemente. Todavía tenía la sensación de tener la pierna llena de hormigas. La familia de patos se había echado a nadar, ya no se atrevían a tenerlo cerca.

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