Algo cayó del bolsillo.
Dobló meticulosamente la chaqueta y la dejó junto a los objetos de la mochila. Luego se agachó para coger lo que había caído al suelo.
¿Una cartera?
Era de cuero y bastante pequeña, aunque era sorprendente lo que pesaba. La abrió y se echó a reír en voz alta.
No debía reírse, carraspeó y abrió los ojos de par en par para no llorar.
La risa no quería soltarlo y empezó a tener problemas para respirar.
Su terca madre se había enfrentado a la muerte con una identificación del Secret Service en el bolsillo.
La cartera se abría como un pequeño libro. El lado derecho estaba ornamentado con una placa de metal dorado en la que un águila desplegaba las alas sobre un escudo con una estrella en el medio. Le recordaba el emblema de
sheriff
que le había regalado su padre unas navidades, cuando tenía ocho años, y ya no se reía.
En el lado izquierdo, en un bolsillo transparente, había una tarjeta de identidad. Pertenecía a un hombre que se llamaba Jeffrey William Hunter. Un tipo apuesto, a juzgar por la fotografía. Tenía el pelo corto y espeso, y un gesto serio en sus grandes ojos.
El hombre de mediana edad que acababa de perder a su madre era taxista. Hacía ya rato que había comenzado su turno y el coche estaba aparcado ante el edificio. No había mandado aviso de no estar disponible, dar vueltas por la ciudad en el taxi le había parecido igual de triste que quedarse solo en casa y sentir su pena. Pero ya no estaba tan seguro. Estudió el historiado emblema dorado. Por muchas vueltas que le diera, no conseguía comprender por qué su madre había estado en posesión de algo así. La única solución que se le ocurría era que lo hubiera encontrado en el bosque. Tenía que habérsele perdido a alguien.
Había muchos agentes de ésos en la ciudad. Él mismo los había visto, en torno al castillo de Akershus durante la cena oficial celebrada la noche antes del Día Nacional.
Volvió a estudiar el rostro del desconocido.
Estaba muy serio, parecía casi triste.
El taxista se levantó de pronto. Dejó que las cosas de la madre se quedaran sobre la mesa y cogió las llaves del coche del gancho junto a la puerta.
Una identificación del Secret Service no se podía mandar por correo. Tal vez fuera importante. Iba a acudir directamente a la Policía.
En ese mismo momento.
—Tú eres y serás siempre un tipo muy particular —dijo Yngvar Stubø.
Gerhard Skrøder estaba más tumbado que sentado en su silla. Mantenía las piernas muy separadas, la cabeza reclinada para mostrar su falta de interés y la mirada fija en algún punto del techo. Las ojeras hacían un sorprendente contraste con la palidez del resto de la piel y provocaban que la nariz pareciera aún más grande. El hombre apodado el Canciller no había tocado ni el café ni la botella de agua mineral que había sacado Yngvar Stubø.
—Me pregunto… —dijo el jefe de sección tirándose despacio de la oreja—. De veras que me pregunto si tenéis claro lo estúpido que es en realidad ese consejo. ¡No te columpies!
Las patas de la silla resonaron contra el suelo.
—¿Qué consejo? —preguntó Gerhard Skrøder, reacio; luego cruzó los brazos sobre el pecho y miró al suelo; los dos hombres aún no se habían mirado a los ojos.
—Esas chorradas que os dicen los abogados sobre mantener silencio en los interrogatorios policiales. ¿No te das cuenta de lo estúpido que es?
—Me ha funcionado otras veces. —El hombre se rio y se encogió de hombros sin enderezarse en la silla—. Joder, además no he hecho
ná
malo. No está prohibido darse unas vueltas en coche por Noruega.
—¿Lo ves?
Yngvar se rio. Por primera vez se insinuó algo que podría parecer interés en los ojos de Gerhard Skrøder.
—¿Qué coño quieres decir? —preguntó agarrando la botella.
Esta vez miró directamente a Yngvar Stubø.
—Siempre os calláis como muertos. Por eso sabemos que sois culpables. Pero con eso sólo conseguís picarnos, ¿sabes? Vosotros no nos dais nada gratis, pero eso nos predispone para ir a por vosotros con todas nuestras armas. Y como entenderás… —se encorvó sobre la vieja mesa que los separaba—, en un caso como éste, en el que fantaseas con la idea de que no has hecho nada punible, no vas a poder contenerte. A la larga no. Me ha llevado… —echó un vistazo al reloj de la pared— veintitrés minutos conseguir tentarte para que hables. ¿No te das cuenta de que hace siglos que hemos descifrado esa idiotez de código que tenéis? El que es inocente habla siempre. El que habla, con frecuencia, es inocente. El que calla siempre es culpable. Sé qué estrategia elegiría yo, por decirlo así.
Gerhard Skrøder se pasó un dedo índice sucio por el puente de la nariz. Tenía la uña morada y mordisqueada. De nuevo empezó a columpiarse con la silla, adelante y atrás. Se estaba inquietando y se caló la gorra sobre los ojos. Yngvar se estiró para coger un cuaderno de tamaño DIN A4, agarró un rotulador y empezó a escribir sin decir nada más.
No había resultado difícil encontrar a Gerhard Skrøder. Estaba pasando un buen rato con una prostituta lituana en un edificio del barrio de Grunerløkka. El piso aparecía en el extenso registro de la Policía sobre lugares en los que se alojaban los criminales en Oslo; la patrulla que enviaron a buscarlo dio en el blanco al tercer intento. Lo detuvieron a las pocas horas de que Yngvar lo reconociera en la grumosa cinta de la cámara de vigilancia de una gasolinera que abría las veinticuatro horas del día. Había pasado un par de horas macerándose en la comisaría, y luego maldijo en voz alta al ver que era Yngvar Stubø quien venía a buscarlo.
A partir de ahí había guardado silencio, hasta este momento.
Era evidente que el silencio le resultaba más difícil de llevar que todas las preguntas, acusaciones y referencias a pruebas fotográficas de Yngvar. Gerhard Skrøder se mordisqueaba la uña de un pulgar de la que apenas quedaba ya nada. Le temblaba uno de los muslos. Carraspeó y abrió la botella de agua. Yngvar siguió dibujando un patrón psicodélico con rayas y estrellas rojas.
—En todo caso quiero esperar a que venga mi abogado —dijo finalmente Gerhard, que se enderezó en la silla—. Y tengo derecho a saber qué es eso tan malo que creéis que he hecho. Yo no he hecho más que dar vueltas en un coche, con un pasajero ¿Desde cuándo es eso ilegal?
Yngvar le colocó la tapa al rotulador con mucho esmero y lo dejó sobre la mesa. Seguía sin decir nada.
—¿Y dónde cojones está Ove Rønbeck? —se lamentaba Gerhard, que al parecer había arrojado a la basura su estrategia inicial—. ¡No tienes derecho a hablar conmigo sin que esté presente mi abogado, ya lo sabes!
—Claro que sí —dijo Yngvar—. Claro que tengo derecho. Puedo por ejemplo preguntarte si quieres que te cambie ese café. No lo has tocado y se ha quedado frío.
Gerhard negó con la cabeza con acritud.
—Y además puedo hacerte otro favor —intervino Yngvar levantándose.
Dio unos pasos a lo largo de la mesa antes de sentarse sobre el canto, le daba parcialmente la espalda a Gerhard.
—¿Qué favor? —murmuró el arrestado, que parecía hablarle a la botella.
—¿Te parece bien que te haga un favor antes de que llegue tu abogado?
—¡Joder, Stubø! ¿De qué estás hablando?
Yngvar moqueó y se pasó la manga de la camisa por debajo de la nariz. En la habitación hacía más frío de lo normal. El sistema de ventilación debía de estar mal programado, o tal vez lo hubieran hecho adrede, para ahorrarle el calor al inusual número de policías que estaban trabajando en el edificio las veinticuatro horas del día.
Por lo general, a esas horas, sobre las siete y media de la tarde, los pasillos solían estar desiertos y las puertas cerradas, pero aquella tarde se oían pasos y jaleo, voces y tintineo de llaves, como en una ajetreada mañana de viernes de junio.
Su chaqueta colgaba del respaldo de la silla. Se bajó de la mesa y la cogió. Sonrió mientras se la ponía despacio y dijo:
—Nunca me has gustado, Gerhard.
El hombre se hurgaba la costra de una herida sin decir nada.
—Y tal vez por eso —continuó Yngvar, a la vez que se colocaba las solapas de la chaqueta—, por una vez, me alegra que guardes silencio.
Gerhard abrió la boca para decir algo. Tardó demasiado en cambiar de idea, y la palabra que emitió antes de apretar las mandíbulas se convirtió en un curioso gruñido. Volvió a recostarse en la silla a la vez que se rascaba nerviosamente la entrepierna.
—Me alegra bastante —repitió Yngvar, que lo saludó con la cabeza; le daba la espalda al detenido, como si estuviera hablando a una tercera persona imaginaria—. Porque no me caes bien. Y tal y como te estás comportando, lo mejor que puedo hacer es soltarte. —Se volvió bruscamente y extendió la mano hacia la puerta cerrada—. Puedo dejar que te vayas, porque los que están ahí afuera emplean medios muy distintos a los que puedo usar yo. Muy distintos.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que tal vez ya me he decidido —dijo Yngvar, y volvía a dar la impresión de que le hablaba a alguien que no fuera Gerhard—. Así me ahorro todas estas chorradas. Así me voy a mi casa y no trabajo más por hoy.
Se palpó la chaqueta, como para asegurarse de que las llaves y el monedero estaban en su sitio antes de irse.
—Y además me ahorro volver a verte nunca más. Un sinvergüenza menos en el que gastar las fuerzas de la Policía.
—¿De qué cojones estás hablando?
Gerhard estampó los dos puños contra la mesa.
—Has dicho que querías esperar a tu abogado. —Yngvar sonrió—. Y aquí te puedes quedar a esperarlo, tú solito. Me aseguraré de que no tenga mucho que hacer. Te soltamos cuando esté arreglado el papeleo. Que tengas buena noche, Gerhard.
Se dirigió a la puerta, abrió el cerrojo y estaba a punto de salir.
—Espera. ¡Espera!
Yngvar seguía con la mano sobre el pomo de la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—¿A quién te refieres? ¿Quién se supone que podría…? ¿De qué cojones estás hablando?
—Pero bueno, Gerhard. A ti te llaman el Canciller, ¿no es verdad? Se pensaría que con semejante título tendrías cierta idea de cómo funcionan las cosas a nivel internacional.
—Joder, yo…
Una fina capa de sudor se había extendido sobre su cara macilenta y, por fin, se quitó la gorra de un tirón. Tenía el pelo aplastado y graso, un mechón le caía sobre los ojos. Intentó apartarlo soplando.
—¿Estás pensando en los norteamericanos? —preguntó.
—Bingo. —Yngvar sonrió—. Buena suerte.
Bajó del todo el pomo.
—Espera. ¡Espera, hombre, Stubø! Los estadounidenses no tienen la puta autoridad como para…
Yngvar se rio en voz alta. Echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó. Las paredes desnudas de la árida habitación hacían que la risa sonara punzante y cortante.
—¿Autoridad ellos? ¿Los norteamericanos?
Se reía tan violentamente que apenas podía hablar. Soltó el pomo y se llevó la mano a la barriga, agitó la cabeza y le faltaba el aire.
El detenido lo miraba con la boca abierta. Tenía mucha experiencia con la Policía y ya había perdido la cuenta de cuántas veces lo había interrogado algún madero idiota. Pero nunca había visto nada como aquello. El pulso empezó a acelerársele. Sentía cómo la sangre latía en sus orejas, se le hizo un nudo en la garganta. Empezaron a salirle manchas rojas bajo los ojos. Se aferraba a la gorra con las manos. Cuando Yngvar Stubø tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse al suelo del ataque de risa, Gerhard Skrøder empezó a rebuscar febrilmente en los bolsillos para encontrar un inhalador. Es lo único que le habían dejado conservar al registrarlo y quitarle todas sus pertenencias. Se lo llevó a la boca. Le temblaban las manos.
—Hacía mucho que no me lo pasaba tan bien —dijo Yngvar secándose los ojos.
—Pero ¿qué me podrían hacer los norteamericanos? —dijo Gerhard Skrøder, la voz sonó tan aguda y débil como la de un niño—. Estamos en Noruega…
Intentó volver a meterse el inhalador en el bolsillo, pero no acertó y se le cayó al suelo. Se agachó para cogerlo y cuando se incorporó Yngvar tenía los puños plantados sobre la mesa y la cara a pocos centímetros de la suya. La barriga y la inusual anchura de los hombros hacían que el policía recordara a un gorila rubio, y no había ni rastro de humor en sus ojos azul pálido.
—Tú te crees muy listo —susurró Yngvar—. Te crees que tienes buena estrella ahí afuera. Te piensas que eres uno de los tíos grandes, sólo porque te mueves en la zona limítrofe de la mafia rusa. Te crees que te las puedes apañar. Te crees lo bastante macho como para manejarte con los cabrones de los criminales albanos y la demás chusma de los Balcanes. Pues olvídalo. Es ahora…, es ahora… —Levantó el dedo índice y lo llevó hasta las narices del arrestado, el volumen de la voz aumentó varios decibelios—. Es ahora cuando te vas a dar cuenta de que eres un mierda. Si de verdad te crees que los norteamericanos se van a quedar tranquilamente sentados viendo cómo soltamos a un gilipollas como tú, es que no tienes ni puta idea. Todos los días, incluso varias veces al día, les informamos de los avances en la investigación. Saben perfectamente que estás aquí en estos momentos. Saben lo que has hecho y quieren…
—Pero si yo no he hecho nada —dijo Gerhard Skrøder, le silbaba la respiración y era evidente que tenía problemas para respirar—. Pero si…, si yo sólo…, sólo…
—Cálmate —dijo Yngvar con sequedad—. Tómate algo más de medicina.
Retrocedió un poco y bajó el dedo.
—Quiero saberlo todo —dijo, mientras el preso inhalaba del bote azul y circular—. Quiero saber quién te encargó este trabajo. Cuándo, dónde y cómo. Quiero saber cuánto te dieron a cambio, dónde está ahora el dinero, con quién más has hablado que esté relacionado con el caso. Quiero los nombres y las descripciones. Todo.
—¿No pueden…? —dijo Gerhard pugnando por tomar aire—. ¿No me pueden llevar a Guantónomo, no?
—Guantánamo —lo corrigió Yngvar mordiéndose en el labio para no soltar una risotada que en este caso sería auténtica—. Quién sabe. Quién coño sabe, en estos tiempos que corren. Han perdido a su presidenta, Gerhard. A efectos prácticos, te consideran un… terrorista.
Yngvar hubiera jurado que las pupilas de Gerhard se dilataron. Por un momento pensó que el detenido había dejado de respirar. Pero luego ahogó un grito y tomó aire a grandes bocanadas. Se pasaba una y otra vez el dorso de la mano por la frente, como si pensara que tenía la funesta palabra escrita en la frente con grandes letras.