—Terrorista —repitió Yngvar chasqueando la lengua—. No es el mejor sello que te pueden poner en Estados Unidos.
—Voy a hablar —dijo Gerhard Skrøder, con el aliento entrecortado—. Lo voy a contar todo, pero entonces me quedo aquí. Me quedo aquí, ¿verdad? ¿Con vosotros?
—Por supuesto —dijo Yngvar con amabilidad y dándole unas palmaditas en el hombro—. Nosotros cuidamos a los nuestros, ya lo sabes. Mientras colaboréis. Ahora nos vamos a tomar una pausa.
El reloj de la pared indicaba que faltaban diecinueve minutos para las ocho.
—Hasta las ocho —dijo sonriendo—. Para entonces seguro que ya ha llegado tu abogado. Y luego lo hablamos todo tranquilamente. ¿De acuerdo?
—Está bien —murmuró Gerhard Skrøder, que ya respiraba con más facilidad—. Está bien. Pero yo me quedo aquí, eh. Con vosotros.
Yngvar asintió con la cabeza, abrió la puerta y se fue, tras cerrar la puerta poco a poco.
—¿Cómo ha ido? —preguntó el comisario jefe Bastesen, que estaba recostado sobre la pared leyendo una carpeta de documentos que cerró en cuanto apareció Yngvar—. ¿Lo de siempre? ¿No suelta prenda?
—Pues parece que sí —dijo Yngvar—. El tipo está listo para cantar. Nos lo va a contar todo a las ocho.
Bastesen se rio entre dientes y cerró el puño en un gesto de triunfo.
—Eres el mejor, Yngvar. De verdad que eres el mejor.
—Parece que sí —murmuró Yngvar—. Al menos soy el mejor haciendo teatro. Pero ahora el ganador del Oscar necesita algo de comer.
Y cuando avanzaba por el pasillo arrastrando los pies, en busca de algo que llevarse a la boca, ni siquiera se dio cuenta de que la gente empezaba a aplaudir a medida que se extendía la noticia de que Gerhard Skrøder se había derrumbado.
Inger Johanne aún no había llamado.
La mujer que avanzaba por el largo pasillo del sótano, maldiciendo, perjurando y agitando las llaves para ahuyentar a los fantasmas, fue en su momento la más vieja de las prostitutas callejeras de Oslo. En aquellos tiempos se llamaba Harrymarry; de forma milagrosa, se había mantenido en pie durante más de medio siglo.
—Que las fuerzas del bien vengan en mi apoyo —murmuraba mientras se dirigía al fondo del eterno pasillo arrastrando su pierna coja—. Y que todos los demonios acaben en el hoyo. Rayos y truenos.
Desde la noche de enero de 1945 en que Harrymarry nació en el remolque de un camión en la región de Finnmark, entonces arrasada por la guerra, la mujer no había dejado de desafiar los constantes intentos del destino de acabar con ella. No tenía padres y nunca se adaptó a la familia de acogida que le impusieron. Después de pasar un par de años en un orfanato, se escapó a Oslo para arreglárselas sola. Tenía doce años. Sin ninguna formación, con el nivel de lectura de un niño de seis y un aspecto físico que podría espantar a cualquiera, la profesión llegó por sí sola. En cuatro ocasiones había traído niños al mundo, todos ellos fueron meros accidentes laborales y se los quitaron inmediatamente después del parto.
En el cambio de siglo, la suerte le sonrió a Harrymarry por primera vez en su vida.
Conoció a Hanne Wilhelmsen.
Harrymarry era la testigo clave en un caso de asesinato y, por causas que ninguna de las dos supo más tarde explicar, se mudó a casa de la detective. Desde entonces había sido imposible sacarla de allí. Recuperó su auténtico nombre y se convirtió en aplicada cocinera y asistenta. A cambio sólo quería tres cosas: metadona, una cama limpia y un paquete de tabaco de liar a la semana. Nada más. Al menos hasta que nació la hija de Hanne y Nefis. Entonces Marry dejó de fumar y exigió que se sustituyera la provisión de tabaco por un taco de tarjetas de visita. En un cartón dorado con el canto ribeteado ponía: «Marry Olsen. Institutriz».
Ella misma había elegido el tipo de letra. Ni número de teléfono ni dirección. Y tampoco es que le hicieran falta, puesto que nunca salía y jamás había recibido una visita. El taco de tarjetas se quedó sobre su mesilla; cada noche cogía la primera, la besaba levemente y luego cerraba los ojos a la vez que presionaba la tarjeta contra el pecho y murmuraba su rezo nocturno, siempre el mismo: «Te doy las gracias, querido caballero del Cielo. Te doy las gracias por Hanne y por Nefis y por mi princesita Ida. Soy útil para alguien. Y te lo agradezco. Buenas noches, Dios».
Y luego dormía profundamente durante ocho horas, todas las noches.
Por fin Marry estaba llegando al trastero correcto, tenía la llave lista.
—Habrase visto, qué bobada —se reñía a sí misma—. Una vieja como yo y resulta que le da miedo el miserable sótano. ¡Anda que…!
Extendió su raquítico brazo como para ahuyentar el miedo.
—Ahora vas a entrar en el trastero —se dijo con tono chillón—. Y vas a coger unos edredones y unas cosas para Inger Johanne. Aquí no hay peligros, mujer. ¡Marry, por Dios! Anda que no has visto tú peores fantasmas que los que pueda haber aquí abajo.
Por fin atinó con la cerradura.
—Tanto pijerío… —dijo Marry abriendo la puerta—. ¡No podrían tener trasteros como los de todo el mundo en los barrios buenos! Pues no, qué va…
Tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz.
—Aquí lo que quieren son habitaciones cerradas, con puertas de verdad, y con paredes y de
tó. Ná
de rejillas de corral y
candaos,
qué va.
El trastero tenía más de veinte metros cuadrados. Era rectangular y las paredes largas estaban cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo. Estaban llenas de cajas, maletas y multicolores cajones de embalar de IKEA. Todos estaban meticulosamente marcados. Fue Marry la que lo sistematizó todo. Las letras no eran su fuerte, pero a los números y la lógica siempre les encontraba el sentido. Como solía liarse con el alfabeto, las cosas estaban ordenadas por su importancia. En los estantes más cerca de la puerta, estaban guardadas las latas de conservas y la comida desecada que se podía almacenar, por si estallaba una guerra atómica. Luego venía la ropa de invierno, en grandes cajas con agujeros de ventilación. La ropa de bebé de la pequeña Ida estaba guardada en una caja rosa en la que había dibujado un osito; cuando Marry abrió un poquito la tapa y rozó los suaves tejidos con los dedos, comprobó que olía a lavanda.
—Esa es mi chica, Marry, mujer. Gatita mía.
Estaba susurrando. El aroma de la ropa guardada de Ida la tranquilizaba. Avanzó arrastrando los pies hasta alcanzar el fondo, junto a la pared más pequeña, donde los esquís de Nefis y el trineo de Ida estaban amarrados a la pared: «EDREDÓN PÁ INVITAOS».
Tiró de la gran caja y levantó la tapa. El edredón estaba enrollado y amarrado con dos gruesas gomas rojas. Marry se lo metió debajo del brazo, volvió a poner la tapa en su sitio, colocó la caja en el estante y retornó cojeando hasta la puerta.
—Muy bien, muy bien —murmuró aliviada—. Ahora cogemos y nos volvemos al dulce seno del piso.
Estaba a punto de cerrar cuando le pareció oír un ruido.
Un latigazo de adrenalina le hizo contener la respiración.
Nada.
Y luego volvió a sonar. Un estallido sordo, o un golpetazo. Distante, pero esta vez perceptible. Marry soltó el edredón y se cogió las manos presa del pánico.
—Ay, Dios todopoderoso, en nombre de Jesús —exclamó.
Volvió a sonar.
En las profundidades del cerebro de Marry quedaba el último resto de la existencia que había llevado durante casi cincuenta y cinco años, hasta que su vida pegó tan sorprendente giro y todo pasó a ser bueno y luminoso. La huérfana Marry con lo fea y flaca que era, sobrevivió contra todo pronóstico porque era lista. La Marry joven y malhablada consiguió salir con vida de las calles de la prostitución de Oslo en la década de 1960 porque era astuta. La vieja puta Harrymarry había sobrevivido a una existencia de humillaciones y drogas por una única razón: simple y llanamente no se dejaba machacar.
Pero allí en el sótano tenía tanto miedo que creía que se le iba a reventar el corazón. Estaba empezando a marearse. Estaba tentada de sentarse a esperar a que el fantasma viniera y se la llevara, a que la cogiera el demonio, que era lo que ella, en el fondo de su corazón, pensaba que se merecía.
—Y una mierda. Todavía no.
Tragó saliva y apretó las mandíbulas. Y el ruido volvió a sonar.
Era como si alguien estuviera intentando aporrear una puerta, pero no lo consiguiera del todo. Los golpes tenían un aire arrítmico y cojo, pero desde luego no daban la impresión de ser agresivos.
Marry recogió el edredón del suelo de hormigón.
—Resulta que por fin he encontrado la felicidad —se dijo a sí misma—. Y ahora no voy a dejar que venga nadie a darle un susto de muerte a esta vieja chatarra.
Empezó a caminar hacia las escaleras del sótano.
Pong. Pong. Pong.
Marry ya no estaba segura. El sonido salía de la puerta ante la que se encontraba, que estaba pintada de rojo, a diferencia de todas las demás, que eran blancas e iguales. A la altura de la cara habían pegado un cartón con cinta adhesiva amarillenta. Estaba medio arrancado y el texto era prácticamente ilegible, al menos para Marry.
Tenía la sensación de estar oyendo una voz, muy bajito, tal vez fueran sólo imaginaciones suyas.
Para su sorpresa, ya no estaba tan asustada. Un furioso sentimiento de rebeldía había reprimido el miedo. Ésta era su casa y su sótano. Había escogido llevar una vida de aislamiento en la calle Kruse para mantener a los viejos demonios a raya, y no había vivo ni muerto capaz de robarle eso.
Ya no, y nunca más.
—Hola —dijo en voz alta, y llamó a la puerta—. Hola, ¿hay alguien ahí dentro?
Su escuálida mano golpeó la puerta. Hubo un silencio total. Luego retornaron los golpes, fue tan brusco que retrocedió un paso.
El sonido de una voz parecía llegar desde algún sitio muy lejano. Resultaba imposible distinguir las palabras.
—Me cago en… —murmuró Marry, que se rascó la barbilla antes de colocar la oreja contra la puerta—. Ésta tiene que ser la puerta más rara de la ciudad. Abre el cerrojo —gritó contra la superficie de la puerta—. ¡Sólo hay que girar el cerrojo, hombre!
Los golpes continuaron.
Marry estudió la cerradura. Se necesitaba una llave para abrirla, como en todos los demás trasteros. En el interior tenía que haber un pomo, para que no pudiera uno quedarse encerrado en el sótano, o encerrar a alguien.
Tenían que haber manipulado la puerta de algún modo. A Marry ya no le quedaba duda de que había alguien ahí dentro. Ciertos recuerdos pugnaban por salir del fondo de su memoria, experiencias que había intentado dejar fuera, en el mundo que ya no le interesaba y del que nunca jamás quería volver a formar parte.
Ser una puta de la calle no era sólo ser puta. Lo peor era estar a merced de la calle. Marry cerró los ojos para ahuyentar las imágenes de basureros y trasteros, pestilentes colchones en callejones y leñeras, mamadas rápidas en coches sucios que olían a tabaco, comida grasienta y cerdo viejo.
Marry no sabía el número de veces que la habían violado. A medida que fue cayendo en la jerarquía de las prostitutas, fue expulsada de su esquina, le quitaron los clientes, las prostitutas de importación le escupieron —esas malditas rusas—, los jóvenes la humillaron y sus coetáneos la abandonaron; porque se fueron muriendo a su alrededor, uno detrás de otro, y en 1999 Harrymarry era una muerta viviente. Cogía los trabajos que no quería nadie, ni siquiera las chiquillas lituanas que saboteaban el mercado aceptando cincuenta coronas por un polvo sin preservativo.
Harrymarry recordaba un sótano. Recordaba a un hombre.
—Joder, que no pienso recordar nada de nada —chilló Marry y aporreó la puerta roja con las manos—. ¡Te voy a sacar de ahí, mi niña! ¡Espera y verás! ¡La Marry te va a ayudar!
Volvió a su propio trastero arrastrando los pies, lo abrió y cogió la gran caja de herramientas que Nefis constantemente rellenaba con nuevas herramientas que nadie sabía con exactitud para qué servían.
—Ya voy —berreó Marry, y arrastró la caja entera hasta la puerta roja—. ¡Ya voy, cariño!
Marry Oslen estaba en los huesos, pero era fuerte. Y en aquellos momentos además estaba furiosa. Primero arrancó los tapajuntas con un escoplo y arrojó al suelo los restos destrozados de la madera. Luego cogió un martillo y arremetió contra el pomo de la puerta, como si fuera su propio pasado con el que estuviera saldando las cuentas.
El pomo se partió y la puerta seguía igual de cerrada.
—Mierda —gruñó Marry antes de sonarse los mocos con los dedos y limpiarse en la falda de flores—. Aquí hacen falta medios más contundentes.
Marry vació la caja de herramientas. El ruido del metal cayendo contra el suelo de hormigón fue atronador. Cuando volvió el silencio, se oyó el débil eco de los golpes al otro lado de la puerta.
—Ya voy —dijo Marry cogiendo una enorme palanca que había estado en el fondo de la caja.
Con enorme fuerza, introdujo el extremo doblado de la palanca entre la puerta y el marco, junto a la cerradura. Empleó el martillo para ganar unos milímetros y poder empujar, y luego se situó de espaldas a las escaleras, agarró la barra de hierro con las dos manos y tiró con todas sus fuerzas.
La madera crujió. No ocurrió nada.
—Una vez más —jadeó Marry.
La madera cedió. La puerta seguía sin moverse.
—Tal vez por el otro lado —dijo Marry y repitió la operación en el lado opuesto de la puerta.
La cerradura cedió. La puerta se atascó. Estaba torcida y Marry introdujo de nuevo la palanca en la grieta, que ahora era más grande y le permitía fijarla mejor.
—Y ahora tirrraaaaaaamos —chilló, y pegó un respingo cuando la puerta de pronto se abrió unos diez o quince centímetros.
Se le cayó la palanca. Y los oídos le pitaron cuando alcanzó el suelo. Sin vacilar, agarró la puerta y tiró hasta que consiguió agrandar la abertura.
—Ya está, ya está —le dijo a la persona que la miraba desde dentro, sentada en el suelo—. Que ya sé yo cómo son estas cosas. Ahora voy a…
—
Help
—dijo una mujer con la voz ronca.
«Una zorra rusa», pensó Marry negando con la cabeza.
—Pues yo te voy a ayudar de todas todas —dijo agachándose para agarrar a la amoratada mujer por la cintura—. No voy a permitir que los hombres hagan lo que les salga de los cojones, y se acabó. Menudo cabrón es éste, ¿eh? Y te ha
atao
y
tó
. Mira…