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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Una mañana de mayo (30 page)

BOOK: Una mañana de mayo
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—Eso simplemente no puede ser verdad —dijo Warren en voz baja—. El Culpable nunca hubiera hecho algo tan poco profesional como dejar que se rastreara el dinero.

—¿Cómo?

—¡Que no puede ser verdad!

—¡Claro que no! ¡Por eso te llamo! Es demasiado sencillo, Warren. Pero ¿qué pasa si lo ponemos todo cabeza abajo?

—¿Cómo? No te oigo…

—Si lo ponemos todo cabeza abajo —gritó Colin—. Supongamos que la pista de Arabia Saudí ha sido puesta a propósito y que la idea fuera que encontráramos el dinero y averiguáramos de dónde venía…

«Entonces las piezas encajan —pensó Warren Scifford tomando aire—. Así es como trabaja el Culpable. Esto es lo que quiere. Quiere el caos, quiere causar una crisis, es…»

—¿Lo entiendes? ¿Estás de acuerdo?

La voz de Colin sonaba muy distante.

Warren no le escuchaba con mucha atención.

—No va a pasar mucho tiempo antes de que esto se filtre —dijo Colin, la conexión era cada vez peor—. ¿Has estado siguiendo la evolución de la bolsa?

—Un poco.

—Cuando se conozca la conexión con Arabia Saudí e Irán…

«El precio del petróleo —pensó Warren—. Se va a disparar como nunca antes en la historia.»

—… dramática caída en el Dow Jones, y sigue cayendo en picado…

—Hola —gritó Warren.

—¿Hola? ¿Sigues ahí? Tengo que colgar, Warren. Me tengo que ir corriendo…

El ruido de la línea era molesto. Warren mantenía el auricular a dos centímetros de la oreja. De pronto, Colin estaba de vuelta. La conexión era cristalina por primera vez.

—Están hablando de cien dólares por barril —dijo lúgubremente—. Antes de que acabe la semana que viene. Eso es lo que él quiere. Es cierto, Warren. Es todo cierto. Me tengo que ir corriendo. Llámame.

La línea se cortó.

Warren se levantó de la cama. Tenía que volver a ducharse. Se dirigió a la maleta con las piernas arqueadas para que los muslos no se rozaran.

Todavía no la había deshecho.

«El Culpable es un hombre con un enorme capital y profundos conocimientos sobre Occidente —decía el informe—. Tiene una inteligencia muy por encima de la media, y se caracteriza por una extraordinaria paciencia y la capacidad para planificar y pensar a largo plazo. Ha construido una impresionante red de colaboradores internacionales increíblemente complicada, es probable que por medio de amenazas, capital y costosos cuidados. Hay motivo para creer que muy pocos de ellos saben quién es. Si es que lo sabe alguno.»

Warren no encontraba ningún calzoncillo limpio. Desanimado, empezó a buscar en los bolsillos laterales de la maleta. Sus dedos toparon con algo duro. Vaciló un momento antes de sacar el objeto por la estrecha apertura.

¿El reloj?

Verus amicus rara avis.

Lo daba por perdido. Le había tenido más preocupado de lo que quería confesarse a sí mismo. Le gustaba ese reloj, y le enorgullecía que se lo hubiera regalado la
Madame Président.
Nunca se lo quitaba.

A excepción de cuando practicaba el sexo.

El sexo y el tiempo no iban bien juntos, por eso siempre se lo quitaba.

En el fondo se había temido que la mujer del pelo rojo se lo hubiera robado. Ya no se acordaba de cómo se llamaba, aunque no hacía más de una semana que se conocieron. En un bar. Trabajaba en publicidad, creía recordar. O tal vez fuera en el cine.

«Whatever»,
pensó, enganchándose la correa.

No había más calzoncillos en la maleta.

Tendría que apañárselas sin ellos.

«Es muy probable que no sea norteamericano», era como si Warren oyera una voz, como si tuviera una cinta en la cabeza con el contenido del informe. «En caso de que sea musulmán, es más bien secular que fanático. Probablemente resida en Oriente Medio, pero también puede tener un lugar de residencia provisional en Europa.»

Eran las 6.33, y Warren ya no tenía nada de sueño.

Capítulo 3

Al acercarse a la habitación de invitados, Al Muffet miró el reloj de pared por encima de la barandilla de la segunda planta. Eran las 12.33. Le parecía haber leído en alguna parte que el momento en que el ser humano dormía con más profundidad era entre las tres y las cinco de la mañana. Pero dado lo borracho que había estado su hermano por la tarde, Al se atrevió a suponer que ya dormía profundamente.

No tenía paciencia para seguir esperando.

Procuró no hacer ruido al pisar las tablas del suelo, que crujían. Iba descalzo y se arrepentía de no haberse puesto unos calcetines. La humedad bajo las suelas provocaba un débil sonido de succión contra la madera. Aunque Fayed no se despertara, las niñas, sobre todo Louise, tenían un sueño muy ligero. Les pasaba desde que murió su madre, a las tres y diez de una madrugada de noviembre.

Por suerte había conseguido controlarse la noche anterior, cuando el comentario de Fayed sobre el lecho de muerte de su madre lo dejó completamente destrozado. Después de pasar por el baño, donde se había lavado la cara y las manos con agua helada, había conseguido bajar a reunirse con el hermano y las hijas, y proseguir más o menos calmado. Mandó a las chicas a la cama a las diez, levantando grandes protestas, y se alegró cuando al cabo de media hora Fayed anunció que se quería acostar.

Al Muffet se acercó a la puerta de la habitación donde dormía su hermano.

La madre nunca había confundido a los dos hijos.

Por un lado estaba la diferencia de edad. Pero, por otro, Ali y Fayed tenían personalidades muy distintas. Al Muffet sabía que su madre lo encontraba a él mucho más parecido a ella misma, con un carácter amable y abierto para la mayoría.

Fayed era un pájaro extraño. Era mejor estudiante que su hermano, de hecho era de los mejores del colegio, aunque como artesano era un desastre. El padre no tardó en asumir que no tenía sentido obligar a Fayed a ayudarle con el trabajo en el taller. El pequeño Ali, en cambio, conocía perfectamente los principios que regían un motor desde antes de cumplir los ocho años. Cuando se sacó el carné de conducir a los dieciséis años, se construyó un coche con piezas de desguace que le había dado su padre.

El carácter cerrado y escéptico del hermano también había marcado el aspecto físico del chico. Adquirió una mirada oblicua del mundo, una actitud apesadumbrada que hacía que la gente se preguntara si los estaba escuchando. Además caminaba un poco torcido, como si siempre estuviera en guardia contra alguna forma de agresión y quisiera tener ya un hombro preparado para defenderse.

Sin embargo, sus caras eran increíblemente parecidas, aunque la madre nunca los había confundido. Nunca lo habría hecho, pensó Al Muffet, y giró el pomo de la puerta con cuidado.

Si de verdad lo hubiera hecho, porque minutos antes de morir no veía ni pensaba con claridad, podría ser una catástrofe.

La habitación estaba a oscuras. Al permaneció quieto unos segundos para que los ojos se acostumbraran.

El contorno de la cama se dibujaba contra la pared. Fayed estaba tumbado boca abajo, una pierna asomaba por fuera del borde de la cama y tenía la mano izquierda aprisionada debajo de la cabeza. Roncaba débil y homogéneamente.

Al se sacó una pequeña linterna del bolsillo de la camisa. Antes de encenderla constató que la maleta del hermano estaba sobre una cómoda baja junto a la puerta del cuarto de baño más pequeño de la casa.

Cubría parte del haz de luz con la mano, pero el pequeño hilo de luminosidad restante permitió a Al ir hasta la maleta sin tropezar con nada.

Estaba cerrada.

Lo intentó de nuevo, pero el cierre de combinación no se dejaba abrir.

Fayed roncó más alto y se dio la vuelta en la cama. Al se quedó completamente quieto. Ni siquiera se atrevió a apagar la linterna. Permaneció varios minutos escuchando la respiración de su hermano, que volvía a ser lenta y rítmica.

La maleta era una Samsonite normal de tamaño medio.

«Un cierre de combinación normal», pensó Al, que rotó los números hasta formar la fecha del cumpleaños de su hermano. Un cierre normal puede tener la combinación más normal de todas.

Clic.

Repitió la combinación en el cierre izquierdo. La tapa se abrió. La levantó despacio, sin hacer ruido. La maleta contenía ropa. Dos jerséis, un pantalón, varios calzoncillos y tres pares de calcetines. Todo estaba minuciosamente doblado. Al introdujo la mano debajo de la ropa y la apartó.

En el fondo de la maleta había ocho teléfonos móviles, un ordenador y una agenda.

Al pensó que nadie necesita ocho teléfonos móviles a no ser que viva de venderlos. Sintió cómo se le aceleraba el pulso. Todos los teléfonos estaban apagados, por un momento se sintió tentado de llevarse el ordenador para estudiarlo, pero renunció a la idea. Lo más probable era que estuviera lleno de claves que no conseguiría adivinar y el riesgo de que su hermano se despertara antes de que le diera tiempo a devolverlo era demasiado grande.

La agenda estaba encuadernada con piel negra. Estaba cerrada con una hebilla con un botón, que al mismo tiempo sostenía un bolígrafo de lujo. Al se metió la linterna en la boca, dirigió la luz contra el libro y lo abrió.

Era una agenda normal. Las páginas de la izquierda estaban divididas en columnas para los primeros tres días de la semana, los otro cuatro aparecían en el lado derecho. La columna del domingo era más pequeña que las demás y, por lo que Al podía apreciar, su hermano nunca tenía citas los domingos.

Fue hojeando sin hacer ruido. Las citas no le decían gran cosa, aparte de que su hermano era un hombre muy ocupado, pero eso ya lo sabía de antes.

Un repentino impulso le llevó a mirar los calendarios anuales comprimidos, con una sola línea por cada día, en un papel más grande y desplegable. En su propia agenda estaban al final, pero al parecer a su hermano le parecía más útil colocarlo en la parte de delante. Fayed había conservado los ejemplares de los cinco últimos años. Los días de guardar estaban elegantemente marcados. En el año 2003, la familia de Fayed había celebrado el 4 de julio en Sandy Hook. El Labor Day de 2004, lo pasaron en Cape Cod, en casa de una gente que se llamaba Collies.

El 11-S estaba marcado con una estrella de color negro azabache.

Al se dio cuenta de que estaba sudando, aunque hacía fresco en la habitación. Su hermano seguía profundamente dormido. Los dedos le temblaron cuando pasó las hojas hasta la fecha de la muerte de su madre. Al ver lo que había escrito su hermano allí, por fin tuvo la certeza.

Sus ojos descansaron unos segundos sobre lo escrito. Luego cerró la agenda y la volvió a colocar en su sitio. Las manos ya no le temblaban y trabajaba con agilidad. Cerró la tapa de la maleta y ajustó los cierres.

Fue de hurtadillas hasta la puerta, tan silenciosamente como había entrado. Allí se quedó de pie. Miraba a la figura que dormía en la cama, del mismo modo en que lo había contemplado tantas veces durante la infancia, desde su propia cama, cuando no conseguía dormir por las noches. El recuerdo era muy vivo. Después de los largos días en tierra de nadie en la guerra entre los padres y Fayed, Ali a veces se sentaba en la cama y miraba cómo la espalda de su hermano se elevaba y descendía en el otro rincón de la habitación. Algunas veces pasaba varias horas despierto. Otras lloraba en silencio. Lo único que quería, en realidad, era entender a su rebelde hermano mayor, al incontrolable y difícil adolescente que siempre enfurecía a su padre y desesperaba a su madre.

Al Muffet sintió tanta tristeza como entonces, al mirar a su hermano dormido desde la puerta. En algún momento del pasado había querido a Fayed. Hasta este momento no había entendido que ya no quedaba ningún vínculo entre ellos. No sabía cuándo había sucedido, en qué momento se había roto todo.

Tal vez fue cuando murió la madre.

Cerró la puerta delicadamente tras de sí. Tenía que pensar. Tenía que averiguar qué sabía el hermano sobre el secuestro de Helen Lardahl Bentley.

Capítulo 4

—¿Algo nuevo?

Inger Johanne Vik se giró hacia Helen Lardahl Bentley y sonrió al bajar el volumen del televisor.

—La acabo de encender. Hanne ha tenido que acostarse un rato. Buenos días, por cierto. Qué aspecto tan…

Inger Johanne se calló, se sonrojó levemente y se levantó. Se pasó las manos por el pecho de la camisa. Las migas del desayuno de Ragnhild cayeron al suelo.


Madame Président
—dijo, y se detuvo a sí misma cuando estaba a punto de hacer una reverencia.

—Olvida las formalidades —se apresuró a decir Helen Bentley—. Esto es lo que podemos llamar una situación completamente extraordinaria, ¿no te parece? Llámame Helen.

Ya no tenía los labios tan hinchados y era capaz de sonreír. Todavía estaba un poco amoratada, pero la ducha y la ropa limpia habían hecho maravillas.

—¿Tenéis algún cubo o productos de limpieza en algún sitio? —preguntó Bentley mirando a su alrededor—. Me gustaría limpiar… los daños ahí dentro.

Con una mano fina señaló el salón con el sofá rojo.

—Ah, bueno —dijo Inger Johanne con ligereza—. Olvídalo. Marry ya lo ha arreglado. Creo que hay que mandar algo al tinte, pero…

—Marry —repitió Helen Bentley mecánicamente—. La asistenta.

Inger Johanne asintió con la cabeza. La presidenta se acercó.

—¿Y tú eres? Lo siento, pero anoche creo que no estaba del todo…

—Inger Johanne Vik. Inger Johanne Vik.

—Inger —probó a decir la presidenta, tendiéndole la mano—. Y la pequeña es…

Ragnhild estaba sentada en el suelo con la tapa de una cacerola, un cazo y una caja de Duplo. Emitía risueños sonidos.

—Mi hija —sonrió Inger Johanne—. Se llama Ragnhild. Por lo general la llamamos Agni, porque así es como se llama ella a sí misma.

La mano de la presidenta estaba seca y caliente; Inger Johanne la sostuvo en la suya más de lo necesario.

—¿Es esto una especie de…? —Helen Bentley parecía temer ofender a alguien y vaciló—. ¿Casa compartida?

—¡No, no! Yo no vivo aquí. Mi hija y yo sólo estamos de visita. Unos días.

—Ah… ¿Así que no vives en Oslo?

—Sí. Vivo… Éste es el piso de Hanne Wilhelmsen. Y de Nefis, que es la compañera de Hanne, su compañera de vida, quiero decir. Es turca y ahora se ha llevado a Ida, que es su hija, a Turquía para visitar a los abuelos. Pero, en realidad, son ellas las que viven aquí. Yo sólo…

La presidenta alzó las manos e Inger Johanne se calló bruscamente.

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