Fayed había vuelto a salir. Estaba en el camino de gravilla, a medio camino entre la casa y la carretera. Pareció vacilar un poco antes de dirigirse a la verja. La bandera del buzón estaba bajada, el cartero aún no había pasado. Fayed estudió el buzón, que Louise había pintado el año anterior de color rojo con un caballo azul que galopaba en ambos costados.
Fayed enderezó la espalda y empezó a caminar de vuelta a la casa. Esta vez iba más decidido y aceleró el paso. Se detuvo junto al coche alquilado y se metió dentro. Allí se quedó sin poner en marcha el motor. Podía dar la impresión de que hablaba por el teléfono móvil, pero a esa distancia era difícil de determinar.
—¡Papá! ¿Vienes ya?
Al retrocedió entre dudas.
—Voy —murmuró, y atravesó con esfuerzo la fronda—. Ahora voy.
Se cepilló las hojas y las ramitas antes de meterse en el coche.
—Voy a llegar muy tarde —se quejó Louise—. Es la segunda vez este mes, ¡y es culpa tuya!
—Que sí —murmuró Al Muffet con la cabeza en otro lado y metió la marcha.
Quizá su hermano tuviera ganas de estirar las piernas. Tal vez no tuviera hambre. Era normal que quisiera tomar el aire después de un viaje tan largo. Pero ¿por qué se había vuelto a sentar en el coche? ¿Por qué había venido su hermano? ¿Y por qué, por primera vez según recordaba, había sido tan amable?
—¡Mira por dónde vas!
De pronto giró el volante hacia la derecha y evitó por los pelos salirse del camino. El coche patinó hacia el otro lado y él pisó el freno por puro reflejo. La rueda de atrás quedó atascada en la profunda cuneta. Al Muffet volvió a soltar el freno y el coche se aceleró hasta que al fin quedó atravesado en medio de la carretera.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Louise.
«Sólo un pequeño ataque de paranoia», pensó Al Muffet, e intentó volver a poner en marcha el coche mientas decía:
—No pasa nada, bonita. Cálmate. Ya está.
La presidenta de Estados Unidos había perdido la noción del tiempo.
En eso es en lo que había intentado concentrarse.
Al meterla en el coche, le habían quitado el reloj de pulsera y le habían puesto una capucha en la cabeza. Las dos cosas sucedieron tan inesperadamente que no se había resistido, pero cuando el motor se puso en marcha, se recompuso y calculó que el viaje había durado media hora escasa. Los hombres no habían intercambiado ni una palabra, así que pudo contar en paz. Le habían atado las manos por delante, no a la espalda, y como la sentaron sola en el asiento trasero, pudo ayudarse con los dedos. Cada vez que llegaba al número sesenta, se agarraba el dedo siguiente. Cuando al cabo de diez minutos se le acabaron los dedos, se arañó a sí misma en la palma de la mano, con una uña aseada y medio larga. El dolor la ayudaba a recordar. Tres rasguños. Treinta minutos. Más o menos media hora.
Oslo no era grande. ¿Un millón de habitantes? ¿Más?
Lo único que le permitía ver algo en la habitación era una débil bombilla rojiza que estaba montada en la pared, junto a la puerta cerrada. Fijó la vista en lo rojo e inspiró hondo.
Debía llevar ya bastante tiempo allí. ¿Habría dormido? Había orinado en un rincón de la habitación. Era difícil bajarse los pantalones con las manos atadas, pero pudo hacerlo. Fue peor volvérselos a poner. ¿Cuántas veces había estado en la caja de cartón llena de papel de periódico? Intentó recordar, calcular, agarrar el tiempo.
Tenía que haber dormido.
Oslo no era grande.
No era demasiado grande. No llegaba al millón de habitantes.
Suecia era la más grande. Estocolmo era la más grande.
«Concéntrate. Respira y piensa. Tú sabes hacer esto. Tú sabes.»
Oslo era pequeño.
¿Medio millón? Medio millón.
No creía haber dormido en el coche, pero ¿y después?
Sentía el cuerpo como si fuera de plomo. Le resultaba doloroso moverse. Llevaba demasiado tiempo en la misma postura. Intentó separar los muslos con cuidado y descubrió con sorpresa que se había orinado encima. El olor no le molestaba, no olía a nada.
«Respira. Tranquila. Has dormido. Concéntrate.»
Recordaba cómo había llegado con el avión.
La ciudad trepaba por las colinas que la rodeaban y el fiordo se abría paso hasta el núcleo de la urbe.
Helen Lardahl Bentley cerró los ojos contra la roja penumbra. Intentó rememorar las impresiones que tuvo cuando el Air Force One se acercaba al aeropuerto al sur de Oslo.
Al norte. Estaba al norte de la ciudad, por fin lo recordó.
Cerrar los ojos la ayudaba.
Los bosques en torno a la capital no le parecían en absoluto tan salvajes ni estremecedores como los describían las sagas familiares, como le contaba su abuela cuando estaba sentada en su regazo. La anciana nunca había puesto un pie en la vieja patria, pero la imagen que le había inculcado a sus hijos y a sus nietos era muy viva: Noruega era bella, aterradora y por todas partes había abruptas montañas.
Pero no era verdad.
A través de la ventana del Air Force One, Helen Bentley había visto algo completamente distinto. El paisaje era amable. Había colinas y montes, con restos de nieve en las laderas que daban hacia el norte. Los árboles habían empezado a reverdecer, en el tono claro que le correspondía a aquella época del año.
¿Cómo de grande era Oslo?
No podían haber llegado muy lejos.
El hotel, por lo que había entendido, estaba en medio de la ciudad. En media hora no podían haberla llevado muy lejos.
Habían girado varias veces. Tal vez fueran maniobras necesarias, pero también podían haberlo hecho para despistarla. Aún podría estar en el centro.
Pero también podría estar equivocada. Podría estar completamente equivocada. ¿Se habría quedado dormida? ¿No se habría quedado en realidad dormida?
En el coche no había dormido. Había mantenido la cabeza fría y había contado los segundos. Cuando retorcía las manos, notaba tres rayas con la yema del dedo. Tres rayas eran treinta minutos.
La capucha que le habían puesto en la cabeza estaba húmeda y olía de un modo extraño.
¿Habría dormido?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Los abrió como platos. No debía llorar. Una gota se desprendió de su ojo y se deslizó por el puente de la nariz hacia la boca.
No llorar.
Pensar. Abrir los ojos y pensar.
—Eres la presidenta estadounidense —se susurró, y apretó las mandíbulas—. ¡Eres las presidenta de Estados Unidos,
goddammit
!
Resultaba difícil concentrarse en una idea. Todo se le escapaba. Era como si el cerebro se hubiera atascado en un
loop
de vídeo sin sentido, en un confuso collage de imágenes cada vez más inconexas.
«Responsabilidad, —se dijo, y se mordió la lengua hasta sangrar—. Tengo una responsabilidad. Conozco el miedo. Estoy familiarizada con él. He llegado tan lejos como puede llegar una persona, y a menudo he tenido miedo. No se lo he mostrado a nadie, pero los enemigos me asustan. El miedo me espabila. Me aclara la cabeza y me hace lista».
La sangre tenía un dulce sabor a hierro caliente.
Helen Bentley estaba entrenada para manejar el miedo.
Pero no el pánico.
El pánico la atontaba. Ni siquiera el familiar puño de hierro que le agarraba la coronilla conseguía atormentarla lo suficiente como para sacarla del confuso estado de pánico paralizante en el que se encontraba desde que vinieron a buscarla a la suite del hotel. La adrenalina no le había dejado la cabeza clara y lúcida, como solía pasar antes de una reunión conflictiva o de una emisión televisiva importante. Al contrario. Cuando el hombre junto a su cama le susurró su breve mensaje, la existencia quedó paralizada en un dolor tan intenso que el hombre había tenido que ayudarla a levantarse.
Sólo una vez antes había sentido lo mismo.
Hacía ya mucho tiempo, y tendría que haberlo olvidado.
«Tendría que haberlo olvidado. Por fin lo he olvidado.»
Lloraba con callados sollozos. Las lágrimas estaban saladas y se mezclaban con la sangre que emanaba de la lengua reventada. Era como si la luz junto a la puerta creciera y generara amenazadoras sombras por todas partes. Incluso cuando volvía a cerrar los ojos, se sentía envuelta en una oscuridad peligrosa. Y roja.
«Tengo que pensar. Tengo que pensar con lucidez.»
¿Se habría quedado dormida?
La sensación de haber perdido completamente la noción del tiempo la aturdía mucho más de lo que se había imaginado. Por un momento sintió que llevaba varios días fuera, luego consiguió controlar el curso de sus pensamientos y volvió a intentar razonar.
«Escucha. Escucha a ver si oyes algún ruido.»
Se esforzó. Nada. Todo estaba en silencio.
Durante la cena, el primer ministro noruego le había contado que la celebración sería muy ruidosa, que toda la población estaría en la calle.
—
This is the children's day
—había dicho.
Al reconstruir un suceso real tenía algo a lo que agarrarse, algo a lo que amarrar los pensamientos para que no se soltaran y revolotearan como hojas en el viento. Quería recordar. Abrió los ojos y fijó la vista en la bombilla roja.
El primer ministro había tartamudeado y había usado una chuleta.
—
We don't parade our military forces
—dijo con marcado acento—.
As other nations do. We show the world our children.
No había escuchado el chillido de un solo niño desde que llegó a aquel bunker vacío con la horrorosa luz roja. Ninguna fanfarria. Sólo el silencio absoluto.
El dolor de cabeza no se dejaba ahuyentar. Tal y como estaba sentada, con las manos atadas con unas finas tiras de plástico que se le clavaban en la piel de las muñecas, no podía hacer su ritual habitual. Desesperada, pensó que lo único que podía hacer era permitir que llegara el dolor y esperar clemencia.
«Warren», pensó apáticamente.
Luego se durmió, en medio de la peor jaqueca que había tenido en toda su vida.
Tom Patrick O'Reilly se encontraba en la esquina de Madison Avenue con East 67th Street y añoraba su casa. El vuelo había sido largo y no había conseguido dormir. Desde Riad hasta Roma había ido solo. Había tenido la sensación de que lo transportaba un robot. El piloto no salió de la cabina de mando hasta que llegaron a Roma, donde lo saludó con un breve movimiento de cabeza antes de abrir la puerta del avión. En ese momento faltaban exactamente veinte minutos para el siguiente despegue de un avión de línea en dirección a Newark. Tom O'Reilly estaba seguro de que lo iba a perder, pero de pronto apareció una mujer vestida de uniforme, no sabría decir de dónde salió, y consiguió que pasara por todas las compuertas de seguridad de modo mágico.
El viaje de Riad hasta Nueva York le había llevado justo catorce horas, y la diferencia horaria le producía malestar. Nunca acababa de acostumbrarse a ello. El cuerpo parecía más pesado de lo habitual y hacía mucho que la rodilla no le dolía tanto. Había intentado cancelar un par de reuniones que, según el plan, iba a mantener en Nueva York esa misma tarde.
Lo único que quería era volver a su casa.
La última comida con Abdallah había transcurrido en silencio. Los platos eran exquisitos, como siempre, y Abdallah sonreía de aquel modo indescifrable mientras comía despacio y con orden, empezando por un lado del plato y acabando por el otro. Como de costumbre, la familia no comía con ellos. Estaban sólo ellos dos, Abdallah, Tom y un silencio creciente. Incluso los criados desaparecieron una vez servida la fruta, y las velas se apagaron. Sólo las grandes lámparas de terracota a lo largo de las paredes arrojaban algo de luz sobre la habitación. Al final Abdallah se había levantado y se había marchado con un callado buenas noches. A la mañana siguiente, un criado despertó a Tom y vino una limusina a buscarlo. Al meterse en el coche, el palacio parecía desierto y él no había vuelto la vista atrás.
Tom O'Reilly se encontraba en el cruce de dos calles de Upper East Side y aplastaba un sobre entre las manos. Una extraña indecisión lo inquietaba, casi le daba miedo. La amenazadora águila del buzón de correos parecía dispuesta a atacar. Dejó su pequeña maleta en el suelo.
Era obvio que podía abrir la carta.
Intentó mirar a su alrededor sin que resultara demasiado evidente. Las aceras estaban repletas de gente. Los coches pitaban violentamente. Una mujer mayor, con un perrito faldero en brazos, lo empujó un poco al pasar; llevaba gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba gris y lloviznaba. Al otro lado de la calle se fijó en tres adolescentes que hablaban airadamente entre ellos. Lo estaban mirando, pensaba Tom. Sus labios se movían, pero resultaba imposible escuchar lo que decían a través del jaleo de la gran ciudad. Una chica le sonrió cuando sus miradas se cruzaron, iba empujando un carrito y llevaba poca ropa para el tiempo que hacía. Un hombre se detuvo justo al lado de Tom. Miró el reloj y abrió un periódico.
«No seas paranoico —se dijo Tom, y se acarició el cuello—. Son gente normal. No te están vigilando. Son norteamericanos. Son norteamericanos normales y corrientes, estoy en mi propio país. Este es mi país, y aquí estoy seguro. ¡No seas paranoico!»
No podía abrir el sobre.
Podía tirarlo.
Tal vez debería acudir a la Policía.
¿Con qué? Si el envío era ilegal, se quedaría atascado en un montón de investigaciones y sería confrontado con el hecho de que había llevado la carta al país. Si todo estaba en orden y Abdallah le había dicho la verdad, habría traicionado al hombre que durante muchos años se había encargado de él.
Abrió poco a poco el sobre exterior. Sacó el interior con la parte de atrás hacia arriba. La carta no estaba lacrada, simplemente la habían cerrado del modo normal. No tenía remitente. Cuando estaba a punto de darle la vuelta al sobre para ver a quién iba dirigida, se quedó petrificado.
Lo que no supiera, no podía hacerle daño.
Aún podía tirar el sobre. A pocos metros de distancia había una papelera. Podía tirar la carta, acudir a sus reuniones e intentar olvidar todo el asunto.
Nunca conseguiría olvidarlo, porque sabía que Abdallah nunca lo olvidaría a él.
Con decisión soltó la carta en el buzón de correos azul. Agarró su maleta y echó a andar. Al pasar por delante de la papelera, arrugó el sobre exterior, que no llevaba nombre, y lo tiró dentro.