Authors: John Irving
—Era por la mañana, temprano —le informó Ruth—. Mami acababa de despertarse. Thomas y Timothy se habían metido bajo las sábanas. Papi hizo la foto, en Francia.
—Sí, en París —dijo Eddie. (Marion le había dicho que el hotel estaba junto al Sena. Había sido la primera vez que Marion visitaba París, la única vez que los chicos estuvieron allí.)
Ruth señaló el mayor de los pies descalzos.
—Es Thomas —dijo. Entonces señaló el pie más pequeño y esperó a que Eddie hablara.
—Timothy —supuso Eddie.
—Sí. Pero ¿qué les hiciste a los pies?
—¿Yo? Nada —mintió Eddie.
—Parecía papel, trocitos de papel —le dijo Ruth.
La niña registró el baño con la mirada y le pidió a Eddie que la dejara en el suelo para que pudiera echar un vistazo al interior de la papelera. Pero la señora de la limpieza había aseado la habitación muchas veces desde que Eddie quitara los trozos de papel. Finalmente Ruth tendió los brazos a Eddie y éste volvió a alzarla.
—Tal vez fue un sueño.
—No —replicó la niña.
—Supongo que es un misterio —dijo Eddie.
—No. Era papel…, dos trozos.
Miraba la fotografía con el ceño fruncido, como retándola a cambiar. Años después, a Eddie O'Hare no le sorprendería que, como novelista, Ruth Cole cultivara el realismo.
—¿No quieres volver a la cama? —le preguntó finalmente a la pequeña.
—Sí —respondió Ruth—, pero trae la foto.
Recorrieron el pasillo a oscuras, que ahora parecía aún más oscuro, pues la tenue luz procedente del baño principal sólo arrojaba una débil luminosidad por la puerta abierta del cuarto.
—Espero que no vuelva a pasar —le dijo la pequeña de Ruth.
Eddie llevaba a la niña contra el pecho, en un solo brazo, y le pesaba. En la otra mano tenía la fotografía.
Acostó de nuevo a Ruth y colocó sobre la cómoda la foto de Marion en París. Aunque la tenía delante, la niña se quejó de que estaba demasiado lejos y no la veía bien. Eddie acabó por apoyar la foto contra el escabel, próximo a la cabecera de la litera de Ruth. La pequeña se quedó satisfecha y volvió a dormirse.
Antes de regresar a su habitación, Eddie miró de nuevo a Marion. Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos mientras dormía, y había desaparecido de su cuerpo aquella aterradora rigidez. Sólo una sábana le cubría las caderas, y la parte superior de su cuerpo estaba desnuda. De esa manera parecía un poco menos abandonada.
Eddie estaba tan cansado que se tendió en la cama y se quedó dormido con la toalla alrededor de la cintura. Por la mañana le despertó la voz de Marion que le llamaba a gritos, al tiempo que oía el lloro histérico de Ruth. Echó a correr por el pasillo, todavía con la toalla puesta, y encontró a Marion y Ruth inclinadas sobre el lavabo del baño, que estaba manchado de sangre. Había sangre por todas partes, en el pijama de la niña, en la cara, en el cabello, y procedía de un solo corte profundo en el dedo índice derecho de Ruth. La yema de la primera falange del dedo estaba cortada hasta el hueso, un corte perfectamente recto y muy delgado.
—Dice que ha sido un cristal —le explicó Marion a Eddie—, pero no hay ningún fragmento de cristal en el corte. ¿Qué cristal, cariño? —preguntó a Ruth.
—¡La foto, la foto! —gritó la niña.
Al esforzarse por ocultar la fotografía debajo de la litera, Ruth debía de haber golpeado el marco contra el escabel o contra una barra de la litera. El cristal que cubría la foto estaba hecho añicos. La foto no había sufrido daño alguno, aunque el paspartú estaba manchado de sangre.
—¿Qué he hecho? —preguntaba la pequeña.
Eddie la sostuvo mientras su madre la vestía, y entonces Marion la tomó en brazos durante el tiempo que Eddie tardó en vestirse.
Ruth había dejado de llorar y ahora estaba más preocupada por la fotografía que por el dedo herido. Recogieron la foto, que estaba todavía con el paspartú manchado de sangre, la sacaron del marco roto, y se la llevaron porque Ruth quería tener la foto consigo en el hospital. Marion intentó prepararla para que no se asustara cuando le dieran los puntos, y lo más probable era que le pusieran por lo menos una inyección. En realidad fueron dos, la inyección de lidocaína antes de darle los puntos y luego la vacuna contra el tétanos. A pesar de su profundidad, el corte era tan limpio y delgado que Marion estaba segura de que no requeriría más de dos o tres puntos ni dejaría una cicatriz visible.
—¿Qué es una cicatriz? —preguntó la niña—. ¿Voy a morirme?
—No, no vas a morirte, cariño —le aseguró su madre.
Entonces la conversación giró en torno al arreglo de la fotografía. Cuando salieran del hospital, llevarían la foto a una tienda de marcos de Southampton y la dejarían allí para que le pusieran un marco nuevo. Ruth se echó a llorar una vez más, porque no quería dejar la foto en la tienda. Eddie le explicó que necesitaban un paspartú, un marco y un cristal nuevos.
—¿Qué es un paspartú? —preguntó la niña.
Cuando Marion mostró a Ruth el paspartú manchado de sangre, pero no la fotografía, Ruth quiso saber por qué la mancha de sangre no era roja. La sangre se había secado y vuelto marrón.
—¿Me volveré marrón? —preguntó Ruth—. ¿Voy a morirme?
—No, cariño, no te morirás, te lo prometo —le decía Marion una y otra vez.
Como es natural, Ruth gritó cuando le pusieron las inyecciones y le dieron los puntos, que sólo fueron dos. El médico se sorprendió al ver la perfecta línea recta del corte. La yema del dedo índice estaba cortada con precisión por la mitad. Un médico no habría podido cortar intencionadamente por el centro exacto de un dedo tan pequeño, ni siquiera con un bisturí.
Después de dejar la fotografía en la tienda de marcos, Ruth permaneció sentada y tranquila en el regazo de su madre. Eddie conducía de regreso a Sagaponack, con los ojos entornados porque le deslumbraba el sol matinal. Marion bajó el parasol del lado del pasajero, pero Ruth era tan bajita que el sol le daba directamente en la cara y le hacía volverse hacia su madre. De repente Marion empezó a mirar con fijeza los ojos de su hija, el derecho en particular.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Eddie—. ¿Tiene algo en el ojo?
—No es nada —respondió Marion.
La niña se acurrucó contra su madre, quien protegió la cara de Ruth interponiendo la mano entre ella y el sol.
Extenuada después de tanto lloro, Ruth se quedó dormida antes de llegar a Sagaponack.
—¿Qué has visto? —le preguntó Eddie a Marion, que volvía a tener la mirada notablemente perdida (no tanto como la noche anterior, cuando Eddie le preguntó por el accidente que habían sufrido sus hijos)—. Dímelo.
Marion mencionó el defecto en el iris del ojo derecho, aquel hexágono amarillo que Eddie había admirado con frecuencia. Más de una vez le había dicho que le encantaba la manchita amarilla en su ojo, la manera en que, bajo cierta luz o visto desde ángulos impredecibles, su ojo derecho podía pasar del azul al verde.
Aunque los ojos de Ruth eran castaños, lo que Marion había visto en el iris de su ojo derecho era exactamente la misma forma hexagonal de color amarillo brillante. Cuando la niña parpadeó a causa del sol, el hexágono amarillo había revelado su capacidad de volver ámbar el color castaño del ojo derecho de Ruth.
Marion siguió abrazando a la niña dormida contra su pecho. Con una mano, seguía protegiéndole la cara del sol. Eddie nunca le había visto manifestar semejante grado de afecto físico a Ruth.
—Tu ojo es muy… distinguido —le dijo el muchacho—. Es como una marca de nacimiento, sólo que más misteriosa…
—¡La pobre niña! —le interrumpió Marion—. ¡No quiero que sea como yo!
Durante los cinco o seis días siguientes, antes de que le quitaran los puntos, Ruth no fue a la playa. La molestia de mantener el corte seco irritaba a las niñeras. Eddie detectó un creciente mal humor en el trato entre Ted y Marion. Siempre se habían evitado, pero ahora ya ni se hablaban, ni siquiera se miraban. Cuando uno quería quejarse del otro, se valía de Eddie. Por ejemplo, Ted consideraba a Marion responsable de la herida de Ruth, aunque Eddie le había dicho repetidas veces que era él quien le había permitido a la niña quedarse con la foto.
—No se trata de eso —le dijo Ted—. En primer lugar, tú no deberías haber ido a la habitación de Ruth. Ésa es tarea de su madre.
—Ya te he dicho que Marion dormía —mintió Eddie.
—Lo dudo —replicó Ted—. Dudo de que «dormir» sea la palabra precisa para indicar el estado de Marion. Supongo que, más bien, estaba colocada.
Eddie no estaba seguro de lo que Ted quería decir.
—No estaba borracha, si te refieres a eso.
—No he dicho que estuviera borracha…, nunca se emborracha —replicó Ted—. He dicho que estaba colocada. ¿No era así?
Eddie no supo qué decirle. Luego se lo comentó a Marion.
—¿Le has dicho el motivo? —preguntó al muchacho—. ¿Le has dicho lo que me preguntaste?
Eddie se sintió confuso.
—No, claro que no —respondió.
—¡Díselo! —exclamó Marion.
Así pues, Eddie le contó a Ted lo que había sucedido cuando le preguntó a Marion por el accidente.
—Supongo que yo soy el culpable de que… se colocara —le explicó Eddie—. Te he dicho una y otra vez que la culpa ha sido sólo mía.
—No, la culpa ha sido de Marion —insistió Ted.
—Bueno, ¿y a quién le importa de quién sea la culpa? —le preguntó Marion a Eddie.
—A mí me importa. Yo le permití a Ruth que se quedara con la fotografía —contestó Eddie.
—Esto no tiene que ver con la fotografía, no digas tonterías —le dijo Marion al muchacho—. No tiene nada que ver contigo, Eddie.
Eddie O'Hare comprendió que Marion tenía razón, y fue un mazazo para él. Aquélla iba a ser la relación más importante de su vida, y sin embargo lo que ocurría entre Ted y Marion no tenía nada que ver con él.
Entretanto, Ruth preguntaba a diario por la fotografía pendiente de devolución. Cada día llamaban a la tienda de marcos de Southampton, pero colocar un paspartú y enmarcar una sola foto de veinte por veinticinco no era una tarea prioritaria en la época de mayor actividad en la tienda.
La pequeña quería saber si el nuevo paspartú tendría una mancha de sangre. (No, no la tendría.) ¿Serían el nuevo marco y el nuevo cristal exactamente iguales que el marco y el cristal anteriores? (Serían muy parecidos.)
Y cada día y cada noche, Ruth recorría con las niñeras, con sus padres o con Eddie la galería de fotografías que colgaban de las paredes de la casa de los Cole. ¿Se cortaría con el cristal si tocaba tal foto? Y esa otra, que también tenía un cristal, ¿se rompería si la dejaba caer? ¿El cristal siempre se rompía? Y si el cristal te podía cortar, ¿por qué querías tenerlo en tu casa?
Pero, entre unas y otras preguntas de Ruth, el ecuador del mes de agosto había quedado atrás, y ahora hacía bastante más fresco por las noches. Incluso en la casa vagón se dormía cómodamente. Una noche en que Eddie y Marion durmieron allí, Marion se olvidó de cubrir la claraboya con la toalla, y a primera hora de la mañana los despertó una bandada de gansos que volaban bajo.
—¿Ya vais al sur? —les preguntó Marion. Y durante el resto del día no habló con Eddie ni con Ruth.
Ted llevó a cabo una revisión radical de
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
, y durante casi toda una semana presentó a Eddie un borrador escrito totalmente de nuevo cada mañana. El muchacho volvía a mecanografiar el manuscrito el mismo día, y a la mañana siguiente Ted recibía su nuevo texto. Apenas Eddie había empezado a sentirse como un verdadero ayudante de escritor cuando aquella actividad de reescritura se interrumpió. Eddie no vería
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
hasta que se publicara. Aunque sería el libro preferido de Ruth entre todos los de su padre, nunca sería uno de los favoritos de Eddie. Había leído demasiadas versiones para apreciar el texto definitivo.
Y un día, poco antes de que a Ruth le quitaran los puntos, llegó con el correo un grueso sobre para Eddie enviado por su padre. Contenía los nombres y direcciones de cada exoniano que vivía en los Hamptons. De hecho, era la misma lista de nombres y direcciones que Eddie había tirado en el transbordador cuando cruzaba el canal de Long Island. Alguien había encontrado el sobre con el membrete en relieve del centro Phillips de Exeter, con la dirección del remitente y el nombre del señor O'Hare pulcramente escritos a mano, un portero, o un miembro de la tripulación del transbordador, o alguien que husmeaba entre la basura. Quienquiera que fuese el idiota, había devuelto la lista a Minty O'Hare.
«Deberías haberme escrito diciéndome que lo habías perdido —le escribió su padre—. Yo habría copiado los nombres y direcciones y te los habría facilitado de nuevo. Por suerte alguien reconoció su valor. Un notable acto de solidaridad humana, y más en una época de nuestra historia en que los actos solidarios son cada vez menos frecuentes. ¡Fuera quien fuese, hombre o mujer, ni siquiera pidió que le reembolsara el franqueo! Debe de haber sido por el nombre de Exeter, que figuraba en el sobre. Siempre he dicho que no se puede apreciar lo suficiente la influencia del buen nombre de la escuela…» Minty había añadido un nombre y una dirección: sin saber cómo, en la lista original había omitido a un exoniano que vivía en la cercana Wainscott.
Aquél fue también un período de irritación para Ted. Ruth decía que los puntos le provocaban pesadillas, y las tenía sobre todo cuando a Ted le tocaba el turno de quedarse con ella. Una noche la niña no dejaba de llorar y llamar a su madre. Sólo su mami y, lo que exasperaba todavía más a Ted, Eddie podían consolarla. Ted se vio obligado a telefonear a la casa vagón y pedirles que regresaran. Entonces Eddie tuvo que llevar a Ted hasta la casa vagón, donde el muchacho imaginaba que las huellas de su cuerpo y el de Marion todavía serían visibles en la cama; tal vez, incluso estarían calientes.
Cuando Eddie volvió a la casa de los Cole, todas las luces del piso superior estaban encendidas. Ruth sólo podía tranquilizarse si la llevaban de foto en foto. Eddie se ofreció voluntario para completar la gira con guía a fin de que Marion pudiera volver a la cama, pero ésta parecía pasárselo bien. En realidad, Marion era consciente de que probablemente aquél iba a ser su último recorrido por la historia fotográfica de sus hijos muertos con la pequeña en brazos, y prolongaba la explicación que acompañaba a cada imagen. Eddie se quedó dormido en su habitación, pero con la puerta del pasillo abierta. Durante un rato le llegaron las voces de Ruth y de Marion.