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Authors: John Irving

Una mujer difícil (32 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Eddie tenía una Coca-Cola Light en la mano, la única bebida que tomaba, y se refrescaba tras la derrota. No era la primera vez que Jimmy le vencía y, por descontado, no eran pocas las que le habían dejado plantado. Eddie tenía unos pocos amigos íntimos en Nueva York, pero ninguno de ellos jugaba a squash. Se había hecho socio del club hacía sólo tres años, en 1987, tras la publicación de su cuarta novela, titulada
Sesenta veces
. Pese a las críticas favorables, aunque tibias, el tema de la novela no le gustó al único miembro del Comité de Admisiones que la leyó. Otro miembro del comité le informó de que en realidad le habían aceptado por su apellido, no por sus obras. (Había habido muchos y renombrados O'Hare en la historia del Club Atlético de Nueva York, aunque ninguno estaba emparentado con Eddie.)

No obstante, a pesar del carácter selectivo del club y de la escasa cordialidad que encontraba en él, a Eddie le gustaba contarse entre sus miembros. Era un lugar barato donde alojarse cada vez que iba a la ciudad. Desde hacía casi diez años, desde la publicación de su tercera novela,
Adiós a Long Island
, Eddie iba a la ciudad con bastante frecuencia, aunque sólo fuese por una o dos noches. En 1981 compró su primera y única casa, en Bridgehampton, a unos cinco minutos en coche de la casa de Ted Cole en Sagaponack. Durante los nueve años que llevaba como residente y contribuyente en el condado de Suffolk, Eddie no había pasado ni una sola vez ante la casa de Ted en Parsonage Lane.

La casa de Eddie estaba en Maple Lane, tan cerca de la estación de ferrocarril de Bridgehampton que podía ir andando a tomar el tren, cosa que hacía raras veces. Detestaba los trenes; éstos pasaban tan cerca de su casa que a veces tenía la sensación de que vivía en un tren. Y aunque la agente inmobiliaria había admitido que el emplazamiento de la casa dejaba algo que desear, el precio era aceptable y en verano Eddie siempre la alquilaba. Los Hamptons no le hacían ninguna gracia durante los meses de julio y agosto, y conseguía una cantidad de dinero exorbitante por alquilar su modestísima casa durante esos meses alocados.

Gracias a los derechos de autor y los alquileres veraniegos, Eddie sólo necesitaba enseñar un semestre del curso académico. Así, en uno u otro colegio mayor o universidad, era un perpetuo escritor visitante que permanecía allí una temporada. También estaba condenado a asistir a diversas lecturas dadas por escritores, y cada verano tenía que encontrar una vivienda de alquiler más barata que lo que cobraba por su casa en los Hamptons. Sin embargo, Eddie nunca se quejaba de sus circunstancias. En el círculo de los escritores docentes era muy estimado. Podían confiar en que no se acostaría con las alumnas, por lo menos con las más jóvenes.

Fiel a lo que le dijera a Marion treinta años atrás, Eddie O'Hare nunca se había acostado con una mujer de su edad… o más joven que él. Aunque muchas de las alumnas matriculadas en escritura creativa que asistían a las lecturas de escritores eran mujeres mayores (divorciadas y viudas que se habían dedicado a la escritura como una forma de terapia), nadie consideraba a esas mujeres inocentes o necesitadas de protección contra las inclinaciones sexuales de los profesores. Además, en el caso de Eddie, siempre eran las mujeres mayores quienes tomaban la iniciativa. Su reputación le precedía.

Habida cuenta de todas estas circunstancias, Eddie era un hombre que se creaba muy pocos enemigos. Sólo estaban en su contra las mujeres mayores que se tomaban a mal lo que había escrito acerca de ellas. Sin embargo, se equivocaban al tomarse de una manera tan personal a los personajes femeninos de Eddie, quien se había limitado a utilizar sus cuerpos, su cabello, sus gestos y sus expresiones. Y el amor imperecedero que cada uno de los jóvenes sentía hacia las mujeres maduras que aparecían en las novelas de Eddie era siempre una versión del amor que el escritor sintiera por Marion. Desde entonces no había experimentado semejante amor por ninguna de las mujeres mayores que él había conocido.

Como novelista, tan sólo había tomado prestadas las ubicaciones de los pisitos y la sensación al tacto de las prendas de aquellas mujeres. En ocasiones se servía de la tapicería de los sofás que había en sus salas de estar…, y cierta vez describió el rosal que estaba dibujado en las sábanas y fundas de almohada de una bibliotecaria solitaria, pero no a la bibliotecaria en persona. (Esto no es del todo cierto, porque había tomado prestado el lunar que tenía en el seno izquierdo.)

Y si las pocas mujeres maduras que veían remedos de sí mismas en una u otra de sus cuatro novelas se habían convertido en enemigas, también había conseguido la amistad perdurable de muchas mujeres maduras, con varias de las cuales se había acostado alguna vez. En cierta ocasión, una mujer le dijo a Eddie que sospechaba de cualquier hombre que siguiera siendo amigo de sus ex amantes, pues eso significaba que nunca había sido un gran amante, o que no era más que un buen chico. Pero hacía mucho tiempo que Eddie O'Hare se había resignado a ser «tan sólo un buen chico». Innumerables mujeres le habían dicho que no abundaban los buenos chicos, y que ser así era su mayor encanto.

Eddie volvió a apartarse el mechón del ojo derecho. Se miró en el espejo del bar, sumido en la penumbra de la tarde lluviosa, y en el semblante que vio reflejado reconoció a un hombre alto y de aspecto fatigado que en aquel momento tenía muy poca confianza en sí mismo. Volvió a fijar su atención en las páginas que estaban sobre el mostrador y tomó un sorbo de Coca-Cola Light. Era un texto de casi veinte páginas mecanografiadas que Eddie había llenado de correcciones en rojo, con una pluma a la que llamaba «la favorita del maestro». En lo alto de la primera página también había anotado las puntuaciones del partido de squash con Jimmy: 15-9, 15-5, 15-3. Cada vez que Jimmy marcaba un tanto, Eddie siempre se imaginaba que había perdido contra Ted Cole. Calculaba que ahora Ted tendría cerca de ochenta años, más o menos la edad de Jimmy.

Si Eddie no había pasado nunca ante la casa de Ted en los nueve años que llevaba viviendo en Bridgehampton, no había sido por casualidad. Vivir en el Maple Lane de Bridgehampton y no girar ni una sola vez por el Parsonage Lane de Sagaponack requería una previsión constante. Pero a Eddie le sorprendía no haberse encontrado jamás con Ted en un cóctel o en el supermercado de Bridgehampton. Debería haber supuesto que Conchita Gómez, ahora también setentona, se encargaba de hacer la compra a Ted. Éste jamás iba de tiendas.

Con respecto a los cócteles, Eddie y Ted eran de generaciones diferentes y asistían a distintas clases de fiestas. Además, aunque los libros infantiles de Ted Cole aún tenían muchos lectores, la fama del escritor, quien contaba ahora setenta y siete años, era cada vez menor, por lo menos en los Hamptons. A Eddie le encantaba pensar que la celebridad de Ted no era nada comparada con la de su hija.

Pero si la fama de Ted Cole se estaba desvaneciendo, su destreza en el squash, sobre todo cuando jugaba con ventaja en su granero, era tanta como la de Jimmy. A pesar de sus años, en el otoño de 1990 Ted hubiera vencido tan fácilmente a Eddie como le venciera en el verano de 1958. Desde luego, Eddie era un jugador malísimo. Torpe y lento, nunca preveía la dirección del lanzamiento de su contrario. Tardaba en llegar a la pelota, eso cuando lo lograba, y por lo tanto tenía que golpearla demasiado rápido. Tampoco la volea alta de Eddie, que era su mejor saque, le hubiera servido de nada en el granero de Ted, donde el techo estaba a menos de cinco metros del suelo.

Ruth, una jugadora lo bastante buena para haber quedado la tercera en los campeonatos escolares de Exeter, aún no había derrotado a su padre en aquella irritante pista doméstica. También en su caso la volea alta era su mejor servicio. En el otoño de 1990, Ruth tenía treinta y seis años, y cuando visitaba la casa de Sagaponack lo hacía con la única intención de vencer a su padre antes de que se muriese. Pero, incluso a los setenta y siete años, Ted Cole no mostraba el menor indicio de hallarse próximo a la muerte.

En el exterior del Club Atlético de Nueva York, en la esquina de Central Park South y la Séptima Avenida, la lluvia azotaba la marquesina color crema del club. De haber sabido cuántos socios ya hacían cola bajo la marquesina, esperando su turno para tomar un taxi, Eddie habría salido del bar mucho antes y ocupado su lugar al final de la cola. Pero siguió releyendo y revisando su texto, demasiado largo y confuso, sin pensar que debía preocuparse menos por la preparación de su discurso que por la posibilidad cada vez mayor de llegar tarde al lugar donde debía pronunciarlo.

El club, situado en la esquina de la Calle 59 con la Séptima Avenida, estaba demasiado lejos del centro de la YMHA sito en la Calle 92 (a la altura de Lexington) para ir a pie, sobre todo bajo la lluvia, pues no tenía impermeable ni paraguas. Y debería haber sabido el efecto que ejerce la lluvia sobre la disponibilidad de taxis en Nueva York, en especial cuando empieza a oscurecer. Pero Eddie estaba demasiado absorto en los defectos de su discurso. Siempre le habían afligido unas tendencias derrotistas, y ahora preferiría no haber accedido a pronunciar el dichoso discurso.

«¿Quién soy yo para presentar a Ruth Cole?», se preguntó abatido.

Fue el barman quien evitó que Eddie se perdiera por completo el temido acontecimiento.

—¿Otra Coca-Cola, señor O'Hare? —le preguntó.

Eddie consultó su reloj. Si en aquel momento Marion hubiera estado en el bar observando la expresión de Eddie, habría percibido un atisbo de la desventura de un muchacho de dieciséis años en el rostro de su ex amante.

Eran las siete y veinte, y dentro de diez minutos esperaban a Eddie en la YMHA. El trayecto en taxi entre Lexington y la Calle 92 requeriría por lo menos diez minutos, siempre que Eddie tomara un taxi nada más salir del club. Sin embargo, tropezó con una cola de socios contrariados que aguardaban para tomar un taxi. En la marquesina color crema, del emblema rojo como la sangre del Club Atlético de Nueva York, un pie alado, se desprendían gotas de lluvia.

Eddie metió los libros y el texto de su discurso en su abultada cartera marrón. Si esperaba para tomar un taxi, llegaría tarde. Iba a quedar empapado, pero incluso antes de que empezara a llover, el atuendo de Eddie tenía algo del desaliño característico de un profesor. A pesar de que el Club Atlético exigía el uso de chaqueta y corbata y a pesar de que Eddie, por su edad y sus antecedentes, debería haberse sentido cómodo con chaqueta y corbata (al fin y al cabo, era un exoniano), el portero del club siempre le miraba las ropas como si violaran las normas.

Sin un plan preconcebido, Eddie corrió a lo largo de Central Park South bajo la lluvia, que había arreciado y ahora era un aguacero. Al aproximarse primero al Saint Moritz y luego al Plaza, deseó vagamente descubrir una hilera de taxis esperando en el bordillo a los clientes del hotel, pero lo que encontró fue dos hileras de decididos clientes de hotel a la espera de taxis.

Eddie entró en el Plaza, se dirigió a recepción y pidió que le cambiaran un billete de diez dólares en monedas. Si disponía del importe exacto, podría tomar un autobús hasta la Avenida Madison. Pero antes de que pudiera musitar lo que quería, la recepcionista le preguntó si era cliente del hotel. A veces, de una manera espontánea, Eddie era capaz de mentir, pero casi nunca lo lograba cuando quería hacerlo.

—No, no soy cliente —admitió—. Sólo necesito cambio para el autobús.

La mujer sacudió la cabeza.

—Si no es cliente, me llamarían al orden —le dijo.

Eddie tuvo que correr por la Quinta Avenida antes de poder cruzar en la Calle 62. Siguió corriendo por Madison hasta que encontró una cafetería donde entró a comprar una Coca-Cola Light, sólo para obtener cambio. Dejó la bebida al lado de la caja registradora, junto con una propina de generosidad desproporcionada, pero la cajera la consideró insuficiente. A su modo de ver, el cliente la había cargado con una Coca-Cola Light de la que debía deshacerse, una tarea indigna de ella, irrealizable o ambas cosas.

—¡Lo último que necesito es esta molestia! —le gritó la cajera. Sin duda le irritaba tener que dar más cambio del habitual.

Eddie aguardó bajo la lluvia el autobús con destino a la avenida Madison. Ya estaba empapado, y pasaban cinco minutos de la hora convenida. Eran las siete y treinta y cinco y el acto empezaría a las ocho. Los organizadores de la lectura de Ruth Cole en la YMHA habían querido que Eddie y Ruth se encontraran unos minutos antes entre bastidores, a fin de tener un poco de tiempo para relajarse, «para conocerse mutuamente». Nadie, y por supuesto ni Eddie ni Ruth, había dicho «para reanudar su trato». (¿Cómo reanuda uno su trato con una niña de cuatro años cuando ésta tiene treinta y seis?).

Las demás personas que esperaban el autobús tuvieron la precaución de apartarse del bordillo, pero Eddie no se movió. Antes de detenerse, el vehículo le salpicó de cintura para arriba con el agua sucia de la alcantarilla, llena a rebosar. Ahora no sólo estaba mojado sino también sucio, y el agua turbia incluso había empapado el fondo de la cartera.

Llevaba en ella un ejemplar firmado de
Sesenta veces
para dárselo a Ruth, aunque se había publicado tres años antes; si Ruth se había sentido inclinada a leerlo, ya lo habría hecho. Eddie había imaginado a menudo las observaciones que haría Ted Cole a su hija sobre el tema de
Sesenta veces
. «Ilusiones», habría comentado, o «Pura imaginación… Tu madre apenas conocía a ese tipo». Lo que Ted había dicho realmente a su hija era más interesante, y del todo cierto con respecto a Eddie. Ted le dijo a su hija:

—Ese pobre chico nunca superó la impresión de tirarse a tu madre.

—Ya no es un chico, papá —replicó Ruth—. Si yo estoy en la treintena, él tiene cuarenta y tantos, ¿no?

—Sigue siendo un chico, Ruthie —insistió Ted—. Eddie siempre será un chico.

Lo cierto era que, cuando subió al autobús, la fatiga y la angustia acumuladas le daban el aspecto de un adolescente de cuarenta y ocho años. El conductor estaba molesto con él porque Eddie no sabía cuál era la tarifa exacta, y aunque tenía un bolsillo lleno de calderilla, sus pantalones estaban tan mojados que se vio obligado a sacar las monedas una a una. Los pasajeros que estaban detrás de él, la mayoría de ellos aún bajo la lluvia, también se impacientaban.

Entonces, cuando intentaba extraer el agua que había entrado en la cartera, Eddie vertió el líquido amarronado sobre el zapato de un anciano que no hablaba inglés. No comprendía lo que aquel pasajero le estaba diciendo, ni siquiera sabía en qué idioma le hablaba. También era difícil oír en el interior del autobús, e imposible distinguir lo que decía el conductor de vez en cuando: ¿los nombres de las calles que cruzaban?, ¿las paradas ante las que pasaban de largo o se detenían si algún pasajero lo solicitaba?

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