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Authors: John Irving

Una mujer difícil (33 page)

BOOK: Una mujer difícil
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La razón de que Eddie no pudiera oír era un joven de raza negra que ocupaba un asiento junto al pasillo y llevaba una voluminosa radiocasete portátil en el regazo. Una canción ruidosa y obscena vibraba en el autobús, y la única letra reconocible era una frase repetida, algo así como: «¡No distinguirías la verdad, hombre, aunque se te sentase en la cara!»

—Perdona —le dijo Eddie al joven—. ¿Te importaría bajar un poco el volumen? No oigo lo que dice el conductor.

El joven le dirigió una sonrisa encantadora y replicó:

—¡No oigo lo que dices, tío, esta caja hace un ruido de cojones!

Algunos pasajeros más cercanos, ya fuese por nerviosismo o por verdadera apreciación, se rieron. Eddie se inclinó por encima de una corpulenta mujer negra que iba sentada, y desempañó con la mano el vidrio de la ventanilla. Tal vez podría ver los próximos cruces. Pero la abultada cartera se le deslizó del hombro (la correa estaba tan mojada como la ropa de Eddie) y cayó sobre la cara de la mujer.

La cartera mojada desprendió las gafas de la pasajera, la cual tuvo la suerte de detenerlas en el regazo, pero la mujer las agarró con demasiada fuerza y uno de los cristales saltó de la montura. Miró a Eddie cegata y con una expresión demencial producto de muchos pesares y decepciones.

—Por qué me molesta, ¿eh?, ¿quiere decírmelo? —le preguntó. La vibrante canción acerca de la verdad sentada sobre la cara de alguien cesó al instante. El joven sentado junto al pasillo se levantó, apretando la caja resonante y ahora silenciosa contra el pecho, como si fuese un canto rodado.

—Es mi mamá —dijo el muchacho. Era de corta estatura, la cabeza sólo llegaba al nudo de la corbata de Eddie, y sus hombros tenían el doble de anchura y grosor que los de Eddie—. ¿Por qué molesta a mi mamá? —inquirió el fornido joven.

Desde que Eddie había salido del Club Atlético de Nueva York, era la cuarta vez que oía quejarse a alguien de que le molestaban. Por eso nunca había querido vivir en Nueva York.

—Sólo trataba de ver mi parada —dijo Eddie—, donde tengo que bajar.

—Ésta es tu parada —replicó el joven de aspecto brutal, y apretó el botón de parada. El autobús frenó y Eddie perdió el equilibrio. Una vez más, la pesada cartera se le deslizó del hombro, pero esta vez no alcanzó a nadie, porque Eddie la aferró con ambas manos—. Aquí es donde te bajas —dijo el chico achaparrado. Su madre y varios pasajeros asintieron.

Qué se le va a hacer, pensó Eddie mientras bajaba del autobús. Tal vez estaba casi en la Calle 92. (En realidad, era la 81.) Oyó que alguien le gritaba: «¡Vete con viento fresco!», antes de que el autobús se alejara.

Poco después, Eddie corrió a lo largo de la Calle 89, cruzó al lado este de Park Avenue y allí descubrió un taxi libre. Sin caer en la cuenta de que ahora sólo estaba a tres manzanas y un cruce de su destino, llamó al taxi, subió y le dijo al conductor dónde debía ir.

—¿La esquina de la 92 con Lex? —objetó el taxista—. Hombre, debería ir a pie… ¡Ya está mojado!

—Pero llego tarde —replicó Eddie sin convicción.

—Todo el mundo llega tarde —dijo el taxista.

La tarifa de la carrera era demasiado pequeña. Eddie intentó compensarle dándole todo el cambio que llevaba encima.

—¡Jolín! —exclamó el taxista—. ¿Qué voy a hacer con todo esto?

Por lo menos no había pronunciado la palabra «molestia», pensó Eddie mientras se metía las monedas en el bolsillo de la chaqueta. Todos los billetes que llevaba en la cartera estaban mojados. Al taxista tampoco le hacían ninguna gracia.

—Lo que le pasa a usted es peor que llegar tarde y chorreando agua… ¡Vaya molestia de tío!

—Gracias —le dijo Eddie. (En uno de sus momentos más filosóficos, Minty O'Hare había dicho a su hijo que nunca desdeñara un cumplido, pues tal vez no recibiría tantos.)

Así pues, empapado y con los zapatos cubiertos de barro, Eddie O'Hare se acercó a una joven que recogía las entradas en el atestado vestíbulo de la YMHA, en la Calle 92.

—Vengo a la lectura —le dijo Eddie—. Ya sé que llego un poco tarde…

—¿Y su entrada? —inquirió la muchacha—. Las localidades están agotadas desde hace semanas.

¡Agotadas! Pocas veces había visto Eddie que se agotaran las localidades en el Salón de Conciertos Kaufman. Allí había oído a varios autores famosos, e incluso había presentado a un par de ellos. Naturalmente, cuando él daba una lectura en aquel local, nunca lo hacía solo. Sólo escritores muy conocidos, como Ruth Cole, leían solos. La última vez que Eddie leyó allí, denominaron al acto «Velada sobre Novelas de Costumbres» (¿o tal vez fue «Velada sobre Novelas de Costumbres Cómicas»?). Lo único que Eddie recordaba era que los otros dos novelistas que leyeron con él habían sido más divertidos.

—Mire… —le dijo Eddie a la chica que recogía las entradas—. No necesito entrada porque soy el presentador.

Buscó en la cartera empapada en busca del ejemplar de
Sesenta veces
dedicado a Ruth. Quería enseñar a la chica su foto en la contraportada, para demostrarle que era realmente quien decía ser.

—¿Que es usted quién? —preguntó la joven. Entonces vio el libro mojado que le tendía.

Sesenta veces

Novela

Ed O'Hare

(Eddie consiguió que le llamaran Ed sólo en sus libros. Su padre seguía llamándole Edward y, aparte de él, todo el mundo le llamaba Eddie. Incluso le complacía que se refiriesen a él simplemente como Ed O'Hare en las críticas no demasiado buenas que recibía.)

—Soy el presentador —repitió Eddie a la muchacha que tomaba las entradas—. Soy Ed O'Hare.

—¡Dios mío! —exclamó la joven—. ¿Es usted Eddie O'Hare? Le están esperando desde hace mucho rato. Llega muy tarde.

—Lo siento… —empezó a decir él, pero la joven ya le hacía avanzar entre la multitud.

«¡Agotadas!», pensaba Eddie. ¡Qué muchedumbre se había reunido allí, y qué jóvenes eran! La mayoría de ellos parecían estudiantes universitarios. No era el público habitual en la YMHA, aunque Eddie empezó a ver que también habían acudido representantes de ese público. Para Eddie, la «gente habitual» era una multitud, de aficiones literarias y aspecto serio, que ya antes de la lectura fruncía el ceño previendo lo que iba a escuchar. No era la clase de público que le gustaba a Eddie: faltaban aquellas viejecitas de aspecto frágil que siempre iban solas o con una amiga muy desventurada, a juzgar por su expresión, y aquellos hombres más jóvenes que siempre le parecían a Eddie demasiado guapos, con una apostura poco viril. (Así era precisamente cómo se veía a sí mismo.)

Se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. ¿Por qué había aceptado presentar a Ruth Cole? ¿Por qué se lo habían pedido? Ansiaba desesperadamente poder dar respuesta a estos interrogantes. ¿Había sido idea de Ruth?

En el espacio entre bastidores del salón de conciertos hacía tal bochorno que Eddie no distinguía entre el sudor y la humedad de sus ropas, por no mencionar los restos del agua embarrada.

—Hay un lavabo frente al camerino —le decía la joven—, por si desea… asearse.

«Estoy hecho un desastre y no tengo nada interesante que decir», concluyó Eddie. Durante años había imaginado el momento en que se encontraría de nuevo con Ruth, pero la diferencia con la realidad no podía ser mayor. Imaginaba un encuentro más privado, tal vez una comida o una cena. Y Ruth, por lo menos alguna vez, también debía de haber imaginado el encuentro con él. Al fin y al cabo, Ted habría hablado a su hija de Marion y de las circunstancias de aquel verano de 1958. Era impensable que Ted no lo hubiera hecho. Por supuesto, Eddie habría sido un personaje del relato, si no el malo principal.

¿Y no era justo prever que Eddie y Ruth tendrían mucho de qué hablar, aun cuando su principal interés común fuese Marion? Después de todo, ambos escribían novelas, aunque entre sus obras respectivas había una diferencia abismal. Ruth era una superestrella y Eddie era… ¿Qué diablos era?, se planteó, y llegó a la conclusión de que, comparado con Ruth Cole, no era nadie. Tal vez ésa sería la manera más apropiada de iniciar su presentación.

No obstante, cuando le invitaron a presentarla, Eddie creyó fervientemente que tenía la mejor de las razones para aceptar la invitación. Durante seis años había abrigado un secreto que deseaba compartir con Ruth. Durante seis años, había conservado las pruebas. Ahora, aquella noche de perros, tenía consigo las pruebas en aquella abultada cartera. ¿Qué importaba que las pruebas se hubieran mojado un poco?

La cartera contenía un segundo libro, y Eddie creía que su importancia era mucho mayor para Ruth que el ejemplar dedicado de
Sesenta veces
. Seis años atrás, cuando Eddie leyó ese otro libro, sintió la tentación de decírselo a Ruth, incluso pensó en la posibilidad de hacerle llegar el volumen de manera anónima. Pero entonces vio una entrevista con la escritora por televisión, y alguna de sus manifestaciones le contuvieron.

Ruth nunca hablaba en profundidad de su padre ni de si tenía intención de escribir alguna vez un libro para niños. Cuando los entrevistadores le preguntaron si su padre le había enseñado a escribir, respondió: «Me enseñó algo sobre el relato breve y a jugar al squash, pero lo de escribir…, no, la verdad es que no me enseñó nada sobre la escritura». Y cuando le preguntaron por su madre (si su madre aún estaba «desaparecida», o si el hecho de ser una niña «abandonada» había influido de alguna manera en ella, como escritora o como mujer), Ruth pareció bastante indiferente a la pregunta.

—Sí, podríamos decir que mi madre sigue «desaparecida», aunque no la busco —respondió—. Si ella me buscara, me habría encontrado. Puesto que es ella quien se marchó, nunca intentaré presionarla. Si quiere encontrarme, no le será difícil dar conmigo.

Y en aquella entrevista televisiva de seis años atrás, tras la cual Eddie renunció a ponerse en contacto con Ruth, el entrevistador se empeñó en buscar una interpretación personal de las novelas de Ruth Cole:

—Pero en sus libros, en todos ellos, no aparece ninguna madre.

—Tampoco aparecen padres —replicó Ruth.

—Sí, pero… —insistió el entrevistador— sus personajes femeninos tienen amigas y novios…, bueno, amantes, pero son personajes femeninos sin ninguna relación con sus madres. Es poco frecuente que conozcamos a sus madres. ¿No le parece que eso es muy insólito?

—No, si una no tiene madre —respondió Ruth.

Eddie supuso que Ruth no quería saber nada de su madre, y por eso no le había entregado la «prueba». Pero cuando recibió la invitación para presentar a Ruth Cole en la YMHA de la Calle 92, Eddie consideró que, naturalmente, Ruth querría saber ciertas cosas de su madre, así que accedió a presentarla. Y ahora llevaba en la empapada cartera el libro que, seis años atrás, había estado a punto de enviarle.

Eddie O'Hare estaba convencido de que lo había escrito Marion.

Eran las ocho de la tarde pasadas. Como un animal grande e inquieto en una jaula, el numeroso e impaciente público que llenaba el salón de conciertos hacía notar su presencia, aunque Eddie ya no podía verlo. La muchacha, tomándole del brazo, le condujo por un pasillo oscuro y mohoso, y subieron una escalera de caracol, más allá de los altos telones que caían tras el escenario en penumbra. Eddie vio a un tramoyista sentado en un taburete. El joven, de aspecto siniestro, miraba fijamente un monitor de televisión. La cámara enfocaba un estrado en el escenario. Eddie se fijó en el vaso de agua y el micrófono, y tomó nota mentalmente de que no debía beber del vaso. El agua era para Ruth, no para su humilde presentador.

Por fin la muchacha hizo entrar a Eddie en el camerino, deslumbrante a causa de las luces de maquillaje reflejadas en los espejos. Mucho tiempo atrás Eddie había ensayado lo que le diría a Ruth cuando se encontraran: «¡Dios mío, cómo has crecido!». Para ser un novelista cómico, no se le daban bien las bromas. Sin embargo, esas palabras danzaban en sus labios cuando preparó la mano derecha, soltando la empapada correa de la cartera que le pendía del hombro, para estrechar la mano de Ruth… Pero no fue ésta quien se le acercó, sino otra persona que no estrechó la mano tendida de Eddie: aquella mujer tan simpática que era una de las organizadoras de los actos en la YMHA y a la que Eddie había visto varias veces. Siempre amistosa y sincera, hacía cuanto estaba en su mano para que Eddie se sintiera cómodo, algo que era imposible. Melissa…, así se llamaba. Besó la húmeda mejilla de Eddie.

—¡Estábamos muy preocupados por usted! —le dijo.

—¡Dios mío, cómo has crecido! —replicó Eddie.

Melissa, que evidentemente no había crecido, se quedó un tanto desconcertada. Pero era tan amable que parecía menos ofendida que preocupada por el bienestar de su invitado, aunque Eddie sintió que estaba a punto de llorar por ella.

Entonces alguien estrechó la mano tendida de Eddie. Era una mano demasiado grande y vigorosa para ser la de Ruth, y el novelista evitó exclamar de nuevo: «¡Dios mío, cómo has crecido!». Era Karl, otra de las buenas personas que dirigían las actividades en el Centro Poético Unterberg. Karl era poeta, un hombre elegante, tan alto como Eddie, hacia quien siempre había mostrado una amabilidad exquisita. (Era Karl quien tenía la amabilidad de solicitar su participación en muchos de los actos que se celebraban en el centro de la Calle 92, incluso algunos, como aquél, de los que Eddie no se consideraba merecedor.)

—Está… lloviendo —le dijo Eddie a Karl.

Debía de haber media docena de personas apretujadas en el camerino y, al oír la observación de Eddie, todos se echaron a reír. Aquél era el típico humor inexpresivo que uno esperaría encontrar en una novela de Ed O'Hare. Pero a Eddie no se le había ocurrido nada más. Siguió estrechando manos y salpicando agua como un perro empapado cuando se sacude.

El editor de textos que se encargaba de las obras de Ruth, una máxima autoridad en la editorial Random House, estaba presente. (La editora de sus dos primeras novelas había fallecido recientemente, y le había sucedido un hombre.) Eddie le había visto tres o cuatro veces, pero no recordaba su nombre. El editor nunca recordaba que ya conocía a Eddie, pero hasta entonces éste no se lo había tomado a pecho.

De las paredes del camerino colgaban fotografías de los autores internacionales más importantes. Eddie se vio rodeado de escritores de talla y renombre mundiales. Reconoció la fotografía de Ruth antes de verla en persona. Su imagen no quedaba fuera de lugar en una pared con varios premios Nobel. (A Eddie nunca se le había ocurrido buscar allí su propia foto; era evidente que no la habría encontrado.)

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