Authors: John Irving
El viaje de Bonn a Francfort dura dos horas. Mi programa en Francfort es el más largo y ajetreado. Sólo dos lecturas, pero una entrevista tras otra, y en la misma Feria del Libro hay una mesa redonda que me da mala espina, pues el tema es la reunificación de Alemania.
«Soy novelista —diré sin duda en algún momento—. No soy más que una narradora.»
Al examinar la lista de mis compañeros en la mesa redonda (otros autores, todos ellos promocionando sus libros en la feria), veo que hay un atroz autor norteamericano de la especie «Intelectual Insoportable». Y hay otra escritora también americana, no tan conocida pero no menos atroz, perteneciente a la escuela «La Pornografía Viola Mis Derechos Civiles». (Si no ha escrito todavía un artículo sobre
No apto para menores
, lo hará… y no será precisamente amable.)
Interviene también un joven novelista alemán cuya obra ha sido prohibida en Canadá. Hubo una acusación de obscenidad, y lo más probable es que no fuese inmerecida. Resulta difícil olvidar en qué consistía la acusación concreta de obscenidad. Un personaje de la novela escrita por el joven alemán lleva a cabo el acto sexual con gallinas, y le sorprenden haciéndolo en un hotel elegante. Un cacareo terrible lleva al personal del hotel a descubrirlo…, eso y el hecho de que la camarera del hotel se quejara de que había plumas en la habitación.
Pero el novelista alemán es interesante en comparación con los demás participantes en la mesa redonda.
«Soy una novelista cómica», diré sin duda en algún momento, como siempre hago. La mitad del público (y más de la mitad de mis colegas) interpretarán esto en el sentido de que no soy una novelista seria. Pero llevo la comedia en la masa de la sangre. Un escritor no elige ser cómico. Puedes elegir uno u otro argumento, puedes elegir a los personajes, pero la comedia no es una elección. Te sale así.
Otra participante es una inglesa que ha escrito un libro sobre la llamada memoria recuperada, en este caso la suya. Una mañana, al despertar, «recordó» que su padre la había violado, lo mismo que sus hermanos y todos sus tíos. ¡El abuelo también! Cada mañana, al despertar, «recuerda» a alguien que la ha violado. ¡Debe de estar exhausta!
Al margen de lo acalorado que sea el debate, el joven novelista alemán tendrá una expresión distraída, como si algo sereno y romántico acabara de cruzar por su mente. Probablemente una gallina.
«No soy más que una narradora —diré una y otra vez—. No se me dan bien las generalizaciones.»
Sólo el amante de las gallinas me comprenderá. Me mirará benévolamente, tal vez con cierto deseo. Sus ojos me dirán: «Tendrías mucho mejor aspecto con algunas plumas de color marrón rojizo».
En Francfort, en mi pequeña habitación del Hessischer Hof, tomando una cerveza que no está muy fría. Llega la medianoche, ya es el 1 de octubre: Alemania se ha reunificado. Contemplo en la pantalla del televisor las celebraciones en Bonn y Berlín. Un momento histórico, a solas en una habitación de hotel. ¿Qué puede una decir acerca de la reunificación alemana? Ya ha sucedido.
Me he pasado la noche tosiendo. Por la mañana llamé al editor y al encargado de la publicidad. Es una lástima que cancele mi intervención en la mesa redonda, pero debo conservar la voz para las lecturas. El editor me ha enviado más flores. El jefe del departamento de prensa me ha traído una caja de pastillas para la tos, «con hierbas alpinas suizas cultivadas orgánicamente». Ahora puedo toser mientras me entrevistan y mi aliento tendrá una fragancia a limón y tomillo silvestre. Nunca había estado tan contenta por tener tos.
En el ascensor he coincidido con la inglesa tragicómica. A juzgar por su aspecto, sin duda se ha despertado con el recuerdo recobrado de una violación más.
Durante la comida, en el Hessischer Hof, he visto en otra mesa al novelista alemán que lo hace con las gallinas. Le estaba entrevistando una mujer que esta misma mañana me había sometido a sus preguntas. El que me ha entrevistado durante la comida era un hombre que tosía más que yo. Y cuando me quedé sola, sentada a la mesa y tomando café, el novelista alemán me miraba cada vez que podía… como si se me hubiera metido una plumita en la garganta.
Me encanta mi tos, de veras. Puedo darme un largo baño y pensar en la nueva novela.
En el ascensor, como un hombrecillo inflado hasta adquirir un aspecto grotesco, está el atroz escritor norteamericano, el «Intelectual Insoportable». Parece ofendido cuando entro en el ascensor con él.
—No ha participado en la mesa, me han dicho que estaba indispuesta.
—Así es.
—Aquí todo el mundo enferma, es un sitio terrible.
—Sí.
—Espero que no me contagie su resfriado.
—Espero que no.
—Probablemente ya estoy algo enfermo…, llevo aquí mucho tiempo —añade.
Al igual que sucede en su obra, no está claro lo que quiere decir. ¿Se refiere a que lleva en Francfort suficiente tiempo para haber atrapado alguna dolencia o que lleva bastante tiempo en el ascensor para que le contagie lo mío?
—¿Todavía no se ha casado? —me pregunta.
No es que me eche un tiento, sino que es una de esas incongruencias por las que el «Intelectual Insoportable» se ha hecho famoso.
—Todavía no, pero quizás estoy a punto de hacerlo —le respondo.
—¡Ah, cuánto me alegro! —exclama, y me sorprende con esa auténtica efusión ante mi respuesta—. Bueno, siento que no pudiera asistir a la mesa redonda.
—Yo también.
Ah, el poco difundido encuentro casual entre autores mundialmente famosos… ¿Acaso existe algo comparable?
La escritora debería conocer al novio pelirrojo en la Feria del Libro de Francfort. El novio granuja es un narrador muy minimalista. Sólo ha publicado dos volúmenes de relatos; unos relatos frágiles, tan parcos que la mayor parte de la historia no se cuenta. Sus libros se venden poco, pero le ha compensado esa adoración incondicional de la crítica que acompaña con frecuencia a la vaguedad.
La novelista debería ser una escritora de novelas «gruesas». Serán una parodia de ese principio según el cual los opuestos se atraen. En este caso, ninguno de los dos soporta la manera de escribir del otro, y su atracción es estrictamente sexual.
Él debería ser más joven que ella.
Inician una aventura en Francfort y él la acompaña a Holanda, adonde ella viaja tras la Feria del Libro para promocionar una traducción holandesa. Él carece de editorial holandesa, y en Francfort ha estado muchísimo menos solicitado que ella. Eso es algo que a ella le ha pasado desapercibido, al contrario que a su pareja. Él no ha estado en Amsterdam desde sus tiempos de estudiante, cuando pasó un verano en el extranjero. Se acuerda de las prostitutas y quiere llevarla a verlas. Tal vez también a un espectáculo con actos sexuales auténticos.
—No creo que quiera ver uno de esos espectáculos —objeta la novelista.
Él podría tener la idea de pagar a una prostituta para que les permita mirar.
—Podríamos montar nuestro espectáculo particular —le comenta el escritor de relatos breves. Lo dice como si fuera casi indiferente a la idea, y dando a entender que a ella podría interesarle más que a él—. Como escritores —añade—, a modo de investigación.
Y cuando están en Amsterdam y él la acompaña al barrio chino, bromea de una manera desenfadada y alegre. «No querría ver a ésa haciéndolo, parece inclinada al sadomasoquismo.» (Esa clase de cosas.) El minimalista le hace creer que contemplar a una prostituta no será más que una travesura jocosa. Le da la impresión de que lo más difícil será el intento de reprimir la risa, porque, naturalmente, no pueden revelar su presencia oculta al cliente.
Pero ¿cómo los ocultaría la prostituta de modo que pudieran ver sin ser vistos?
Ésa será mi investigación. Pediré a mi editor holandés que me acompañe a recorrer el barrio chino, pues, a fin de cuentas, eso es lo que hacen los turistas. Probablemente se lo piden todas sus autoras. Todas queremos que nos acompañen a través de lo escandaloso, sórdido, sexual y desviado. (La última vez que estuve en Amsterdam, un periodista me acompañó en el recorrido por el barrio chino. Fue idea suya.)
Así pues, echaré un vistazo a las mujeres. Recuerdo que no les gusta que otras mujeres las miren, pero estoy segura de que encontraré una o dos que no me darán miedo alguno y con las que podré reunirme de nuevo más tarde yo sola. Tendrá que ser alguna que hable inglés, o por lo menos un poco de alemán.
Una prostituta podría bastar, si no le incomoda hablar conmigo. Por supuesto, puedo imaginar el acto sin verlo y, por otro lado, lo que más me preocupa es lo que le sucede a la mujer escondida. Supongamos que el novio granuja se excita, incluso que se masturba mientras están ocultos. Y ella no puede protestar, ni siquiera puede hacer el más ligero movimiento para apartarse de él, pues de lo contrario el cliente de la prostituta sabría que le están observando. (Entonces, ¿cómo puede masturbarse? Eso es un problema que habrá que resolver.)
Tal vez la ironía estribe en que por lo menos a la prostituta le han pagado para utilizarla de esa manera, pero también la escritora es utilizada. Ésta ha pagado para que la utilicen. En fin, los escritores deben tener la piel curtida. En esto no hay ninguna ironía.
Allan me telefoneó y tosí para que se hiciera una idea de mi estado. Ahora que no existe ninguna posibilidad inmediata de hacer el amor, ya que el océano se interpone entre nosotros, naturalmente tengo ganas de hacerlo con él. ¡Qué perversas somos las mujeres!
No le he hablado del nuevo libro, no le he dicho una sola palabra. Habría echado a perder las postales.
[En otra postal, dirigida a Allan, con una vista aérea del edificio donde se celebra la Feria del Libro de Francfort, que se jacta de cobijar a 5.500 editores procedentes de cien países.]
NUNCA MÁS SIN TI. TE QUIERO, RUTH.
En el vuelo de la KLM de Francfort a Amsterdam: pocos vestigios de la tos y del moretón del ojo. De la tos, sólo queda como un cosquilleo en el fondo de la garganta. El ojo y el pómulo derechos aún no han recuperado su color natural y tienen un tono verde pálido. No hay hinchazón, pero ese color revela que la enfermedad, lo mismo que la tos, es persistente:
Es el aspecto apropiado para una persona que se propone abordar a una prostituta. Parezco tener una vieja enfermedad para compartirla.
En mi guía de Amsterdam leo que el barrio chino de la ciudad, conocido como De Walletjes («los pequeños muros»), fue autorizado oficialmente en el siglo XIV. Hay disimuladas referencias a las «muchachas parcamente vestidas en sus escaparates».
¿Por qué será que la mayor parte de lo que se ha escrito acerca de lo escandaloso, sórdido, sexual y desviado siempre tiene un tono tan superior y poco convincente? (El regocijo es una expresión de superioridad tan fuerte como la indiferencia.) Creo que cualquier expresión de regocijo o indiferencia hacia lo indecoroso suele ser falsa. O bien la gente se siente atraída por lo indecoroso o bien lo desaprueba, o ambas cosas a la vez. No obstante, intentamos parecer superiores a lo indecoroso fingiendo que nos regocija o que somos indiferentes.
«Todo el mundo tiene una obsesión sexual, por lo menos una», me dijo Hannah un día. (Pero si ella la tiene, nunca me ha dicho cuál es.)
En Amsterdam me esperan las obligaciones habituales, pero dispongo de tiempo suficiente para lo que necesito hacer. Amsterdam no es Francfort, nada es tan malo como Francfort. ¡Y, a fuerza de ser sincera, ardo en deseos de conocer a mi prostituta! Esta «investigación» conlleva la emoción de algo parecido a la vergüenza. Pero, por supuesto, yo soy la clienta. Estoy dispuesta a pagarle, incluso lo espero con ansiedad.
[En otra postal dirigida a Allan, que le envió desde el aeropuerto de Schiphol y que, de manera parecida a la postal anterior que había enviado a su padre, con las prostitutas alemanas en sus escaparates de la Herbertrasse, era de De Walletjes, el barrio chino de Amsterdam: los neones de bares y sex shops reflejados en el canal; los transeúntes, todos ellos hombres con impermeable; el escaparate en primer término de la fotografía, enmarcado por luces de un rojo violáceo, y la mujer en ropa interior al otro lado del cristal… parecida a un maniquí fuera de lugar, como algo tomado en préstamo en una tienda de lencería, como alguien contratado para una fiesta particular].
El primer encuentroOLVIDA MI PREGUNTA ANTERIOR, EL TÍTULO ES MI ÚLTIMO NOVIO GRANUJA. LA PRIMERA NOVELA QUE ESCRIBO CON EL NARRADOR EN PRIMERA PERSONA. SÍ, ES OTRA ESCRITORA, ¡PERO CONFÍA EN MÍ! TE QUIERO, RUTH.
La publicación de
Niet voor kinderen
, la traducción holandesa de
No apto para menores
, era el motivo principal de la tercera visita de Ruth Cole a Amsterdam, pero ahora Ruth consideraba la investigación para su relato sobre la prostituta como la única justificación de su estancia allí. Aún no había encontrado el momento adecuado para hablar de su nuevo entusiasmo creativo con su editor holandés, Maarten Schouten, a quien ella se refería cariñosamente como «Maarten con dos aes y una e».
Para promocionar la traducción de
El mismo orfanato
, que en holandés se titulaba
Hetzelfde weeshuis
, unas palabras que Ruth se había esforzado en vano por pronunciar, se alojó en un hotel encantador pero destartalado del Prinsengracht, donde descubrió un considerable alijo de marihuana en el cajón de la mesilla de noche que había elegido para guardar la ropa interior. Probablemente la droga pertenecía a un cliente anterior, pero era tal el nerviosismo de Ruth durante su primera gira de promoción por Europa que estaba segura de que algún periodista malicioso había colocado allí la marihuana con la intención de ponerla en un aprieto embarazoso.
El mencionado Maarten, con dos aes y una e, le había asegurado que, en Amsterdam, la posesión de marihuana no se consideraba algo delictivo y mucho menos embarazoso. Y a Ruth la ciudad le había encantado desde el principio: los canales, los puentes, tantas bicicletas, los cafés y los restaurantes.
Durante su segunda visita, cuando se tradujo al holandés
Antes de la caída de Saigón
(le complacía ser capaz, por lo menos, de decir
Voor de val van Saigon
), Ruth se alojó en otro barrio de la ciudad, en la plaza Dam; su hotel estaba tan cercano al barrio chino que un entrevistador se ofreció para acompañarla a recorrer la calle de las prostitutas que posan detrás de los escaparates. No se había olvidado de la sensación de descaro que producían las mujeres en bragas y sostén a mediodía, o los artículos «Especiales SM» en el escaparate de una sex shop.