Authors: John Irving
En su momento, Ruth se había limitado a decirle a Eddie: «Mucha gente se retira antes de llegar a los setenta y dos años». Pero ahora, cuatro años y medio después, en el otoño de 1995, no tenía ninguna noticia de Marion (Alice Somerset no había escrito, o por lo menos no había publicado, otro libro) y ni Eddie ni Ruth pensaban tanto en Marion como antes. A veces Eddie tenía la sensación de que Ruth había dado por perdida a su madre. ¿Y quién podía culparla de ello?
Ruth estaba incuestionable y justamente enojada con su madre porque ni el nacimiento de Graham ni los sucesivos aniversarios del niño motivaron la aparición de Marion. Y la muerte de Allan, un año atrás, que podría haber motivado la aparición de Marion a fin de darle su pésame, tampoco bastó para conmover a la anciana.
Aunque Allan nunca había sido religioso, dejó unas instrucciones muy minuciosas sobre lo que deseaba que hicieran si moría. Quería que lo incinerasen y dispersaran sus cenizas en el maizal de Kevin Merton. Éste, que era su vecino en Vermont y cuidaba de la casa en ausencia de Ruth, poseía un hermoso y ondulante maizal, el elemento del paisaje más visible desde el dormitorio de Ruth.
Allan no había pensado en la posibilidad de que a Kevin y su esposa no les gustara la idea. Al fin y al cabo, el maizal no era propiedad de Ruth. Pero los Merton no pusieron objeciones. Kevin dijo en tono filosófico que las cenizas de Allan serían beneficiosas para el maizal, e informó a Ruth que si alguna vez tenía que vender su granja, primero le vendería a ella o a Graham el maizal. (Era propio de Allan abusar de la amabilidad de Kevin.)
En cuanto a la casa de Sagaponack, durante todo un año, tras la muerte de Allan, Ruth pensó a menudo en venderla.
El funeral de Allan se celebró en la Sociedad de Cultura Ética de Nueva York, radicada en la Calle 64. Sus colegas de Random House se ocuparon de los preparativos. Un colega editor fue el primero en hablar y recordó cariñosamente la presencia a menudo intimidante de Allan en la venerable editorial. Entonces tomaron la palabra cuatro de los autores de Allan. Ruth, como era su viuda, no figuró entre los oradores.
Se había puesto un sombrero y un velo que le daban un aspecto extraño. El velo asustó a Graham, que tenía tres años, y su madre tuvo que rogarle que le permitiera llevarlo. Era esencial para ella, no por reverencia o tradición, sino para ocultar las lágrimas.
La mayoría de los deudos y amigos que habían acudido para dar su último adiós a Allan opinaron que el niño se había aferrado a su madre durante todo el acto, pero habría sido más exacto decir que era la madre quien se había aferrado al pequeño, sentado en su regazo. Probablemente las lágrimas de Ruth le turbaban más que la realidad de la muerte de su padre, pues con sólo tres años su percepción de la muerte era imprecisa.
Tras varias pausas en el funeral, Graham susurró a su madre: «¿Dónde está papá ahora?», como si creyera que su padre estaba de viaje.
—No te preocupes, cariño, todo irá bien —le susurraba una y otra vez Hannah, sentada al lado de Ruth.
Esta letanía tan poco religiosa era un motivo de irritación para Ruth, pero, a la vez, comportaba un beneficio sorprendente, porque la distraía de su aflicción. La indiferencia con que Hannah repetía la frase hacía que Ruth se preguntara si su amiga creía estar consolando al niño que había perdido a su padre o a la mujer que había perdido a su marido.
Eddie O'Hare fue el último en hablar. No lo habían elegido ni los colegas de Allan ni Ruth.
Dada la poca estima en que Allan tenía a Eddie como escritor y, desde luego, como orador, Ruth estaba asombrada de que su marido hubiera asignado un papel a Eddie en el funeral. Del mismo modo que había elegido la música y el lugar (este último por su atmósfera nada religiosa) y del mismo modo en que había insistido con firmeza en que no hubiera flores, cuyo aroma siempre le pareció detestable, Allan había dejado instrucciones de que Eddie hablara en último lugar, e incluso le había indicado lo que debía decir.
Como de costumbre, Eddie titubeó un poco. Buscó torpemente alguna clase de introducción, la cual dejó claro que Allan no le había indicado todo lo que tenía que decir, por la sencilla razón de que no había previsto que moriría tan joven.
Eddie explicó que él, con cincuenta y dos años, sólo tenía seis menos que Allan. Se esforzó por decir que el factor de la edad era importante, porque Allan había querido que él leyera cierto poema,
Cuando seas vieja
, de Yeats. Lo embarazoso del caso era que Allan había imaginado que Ruth sería ya una anciana cuando él muriese. Había supuesto muy correctamente que, dada la diferencia de edad entre los dos, nada menos que dieciocho años, él moriría antes. Pero, algo muy propio de Allan, no se le había pasado por la imaginación que él moriría y su viuda aún sería joven.
—Dios mío, qué penoso es esto —le susurró Hannah a Ruth—. ¡Eddie debería limitarse a leer el puñetero poema!
Ruth, que ya conocía el poema, habría preferido no oírlo, porque siempre la hacía llorar; se hubiera echado a llorar aunque no hubiera muerto Allan ni ella estuviera viuda. Estaba segura de que ahora también iba a provocarle el llanto.
—No te preocupes, cariño, toda irá bien —volvió a susurrar Hannah, mientras Eddie por fin leía el poema de Yeats.
When you are old and grey and full of sleep,
And nodding by the fire, take down this book,
And slowly read, and dream of the soft look
Your eyes had once, and of their shadows deep;
How many loved your moments of glad grace,
And loved your beauty with love false or true,
But one man loved the pilgrim soul in you,
And loved the sorrows of your changing face;
And bending down beside the glowing bars,
Murmur, a little sadly, how Love fled
And paced upon the mountains overhead
And hid his face amid a crowd of stars
[2]
.
Es comprensible que todos los asistentes supusieran que Ruth lloraba con tanto desconsuelo debido a lo mucho que había amado a su marido. Era cierto que había amado a Allan, o por lo menos había aprendido a amarle, pero, más todavía, había amado la vida que llevaba con él. Y si bien le dolía que Graham hubiera perdido a su padre, era una suerte para él, pues al ser tan pequeño, no le quedarían traumas indelebles. Con el tiempo, Graham apenas se acordaría de Allan.
Pero Ruth se había enojado mucho con Allan por morirse, y cuando Eddie leyó el poema de Yeats se enfadó todavía más al oír que Allan había supuesto que ella sería vieja cuando él muriese. Ruth, desde luego, siempre había confiado en que sería vieja cuando sucediera tal cosa. Y allí estaba ella ahora, recién cumplidos los cuarenta y con un hijo de tres años.
A decir verdad, las lágrimas de Ruth tenían también otro motivo, más mezquino, más egoísta. Precisamente la lectura de Yeats le había disuadido de probar suerte como poeta. Sus lágrimas eran las que vierte un escritor cada vez que oye recitar algo mejor de lo que él habría podido escribir jamás.
—¿Por qué llora mamá? —preguntó Graham a Hannah por centésima vez, porque Ruth se mostraba inconsolable a intervalos desde la muerte de Allan.
—Mamá llora porque echa de menos a papá —susurró Hannah al niño.
—Pero ¿dónde está papá ahora? —quiso saber Graham.
Aún no había obtenido una respuesta satisfactoria por parte de su madre.
Una vez finalizado el funeral, los asistentes se apiñaron alrededor de Ruth, y ésta perdió la cuenta de las veces que le apretaban los brazos. Mantenía las manos entrelazadas en la cintura. La mayoría de la gente no intentaba tocarle las manos, sino sólo las muñecas y los brazos.
Hannah llevaba a Graham en brazos, y Eddie salió furtivamente junto a ellos. Parecía un tanto avergonzado, como si lamentara haber leído el poema, o tal vez se reprendía a sí mismo en silencio porque creía que su introducción debería haber sido más larga y más clara.
—Quítate esa cosa, mami —pidió el pequeño.
—Esa cosa se llama velo, cariño —le dijo Hannah—, y mamá quiere llevarlo puesto.
—No, me lo quitaré —accedió Ruth.
Por fin había dejado de llorar. Tenía una expresión de aturdimiento y se había quedado insensibilizada; no podía llorar ni expresar el dolor de ninguna otra manera. Entonces recordó a la espantosa anciana que había dicho que sería una viuda durante el resto de su vida. ¿Dónde estaba ahora? ¡El funeral de Allan habría sido el lugar perfecto para que volviera a presentarse!
—¿Os acordáis de aquella anciana y terrible viuda? —preguntó Ruth a Hannah y Eddie.
—Estoy mirando, cariño, por si la localizo —replicó Hannah—, pero lo más probable es que haya muerto.
Eddie estaba todavía emocionado por el poema de Yeats, pero no había dejado en ningún momento de observar a la gente. También Ruth buscaba a Marion, y creyó verla.
La mujer no era lo bastante mayor para ser Marion, pero al principio Ruth no reparó en ello. Se fijó en la elegancia de la mujer y en que parecía compadecida y afectada de veras. No miraba a Ruth de una manera amenazante y hostil, sino con una expresión compasiva, inquieta y curiosa. Era una mujer atractiva, más o menos de la edad de Allan; ni siquiera tenía sesenta años. Además, no miraba a Ruth con tanto interés como parecía mirar a Hannah. Entonces Ruth se dio cuenta de que la mujer tampoco miraba a Hannah, sino que Graham era quien atraía su atención.
Ruth le tocó el brazo al tiempo que le preguntaba:
—Disculpe…, ¿nos conocemos?
La mujer, azorada, desvió los ojos, pero superó enseguida su vergüenza, hizo acopio de valor y apretó el antebrazo de Ruth.
—Lo siento, ya sé que estaba mirando fijamente a su hijo —dijo la mujer con nerviosismo—. Es que no se parece en nada a Allan.
—¿Quién es usted, señora? —le preguntó Hannah.
—¡Ah, perdone! —replicó la mujer, dirigiéndose a Ruth—. Soy la otra señora Albright, quiero decir su primera mujer.
Ruth no quería que Hannah se mostrara ofensiva con la ex mujer de Allan, y Hannah parecía a punto de preguntarle quién la había invitado. Eddie O'Hare salvó la situación.
—Cuánto me alegro de conocerla —le dijo Eddie, apretando el brazo de la ex esposa—. Allan siempre hablaba muy bien de usted.
La ex señora Albright se quedó pasmada. Debía de estar tan emocionada como Eddie por el poema de Yeats. Ruth nunca había oído a Allan hablar «muy bien» de su ex mujer, incluso a veces se había referido a ella en tono de lástima, sobre todo porque estaba seguro de que ella lamentaría su decisión de no tener hijos. ¡Y ahora estaba allí, contemplando a Graham! Ruth tuvo la seguridad de que la ex señora Albright había asistido al funeral no para dar su último adiós a Allan, sino para ver al hijo que éste había tenido.
—Gracias por venir —se limitó a decirle Ruth. Habría seguido diciéndole cosas insinceras, pero Hannah la detuvo.
—Estás mejor con el velo puesto, cariño —le susurró, y entonces se dirigió al pequeño—: Esta señora es una amiga de tu papá, Graham. Anda, dile «hola».
—Hola —dijo Graham a la ex mujer de Allan—. Pero ¿dónde está papá? ¿Dónde está ahora?
Ruth volvió a ponerse el velo. Tenía el rostro tan insensible que no se dio cuenta de que estaba llorando de nuevo.
Ruth se dijo que le gustaría creer en el cielo sólo por los niños, para poder decir: «Papá está en el cielo, Graham». Y eso fue lo que dijo entonces.
—Y el cielo es bonito, ¿verdad? —replicó el niño.
Habían hablado muchas veces del cielo y de cómo era desde la muerte de Allan. Posiblemente el cielo atraía más al niño porque se trataba de un tema muy nuevo para él. Puesto que ni Ruth ni Allan eran religiosos, Graham no había oído mencionar el cielo durante sus tres primeros años de vida.
—Te diré cómo es el cielo —le dijo la ex señora Albright al pequeño—. Es como tus mejores sueños.
Pero Graham, a su edad, tenía más a menudo pesadillas. Los sueños no eran necesariamente un regalo del cielo. No obstante, si el chiquillo daba crédito al poema de Yeats, ¡se vería obligado a imaginar a su padre andando por las cimas de las altas montañas y ocultando el rostro entre la multitud de las estrellas! (Ruth se preguntó si eso sería el cielo o una pesadilla.)
—Ella no ha venido, ¿verdad? —preguntó Ruth de repente Eddie, a través del velo.
—No la veo —admitió Eddie.
—Sé que no está aquí —dijo Ruth.
—¿Quién no está aquí? —preguntó Hannah a Eddie.
—Su madre —replicó Eddie.
—Todo irá bien, cariño —susurró Hannah a su mejor amiga—. Que jodan a tu madre.
En opinión de Hannah Grant, «Que jodan a tu madre» habría sido un título más apropiado para la quinta novela de Eddie O'Hare que
Una mujer difícil
, publicada aquel mismo otoño de 1994 en que murió Allan. Pero Hannah había dado por perdida a la madre de Ruth mucho tiempo atrás, y como ella no era una mujer mayor, o por lo menos no se consideraba así, estaba harta de aquel tema que tanto le gustaba a Eddie, el de la mujer mayor y el hombre joven. Hannah tenía treinta y nueve años y, como había señalado Eddie, era la edad que tenía Marion cuando se enamoró de ella.
—Sí, pero tú tenías dieciséis, Eddie —le recordó Hannah—. Y ésa es una categoría que he eliminado de mi vocabulario. Me refiero a hacerlo con adolescentes.
A pesar de que había aceptado a Eddie como el nuevo amigo de Ruth, lo que turbaba a Hannah era algo más que los celos naturales que los amigos sienten a veces hacia otros amigos de sus amigos. Había tenido novios de la edad de Eddie e incluso mayores (Eddie tenía cincuenta y dos años en el otoño de 1994), y aunque Eddie no era precisamente su tipo, de todos modos se trataba de un atractivo hombre maduro que no era homosexual. Sin embargo, nunca le había hecho una proposición, algo que le parecía a Hannah más que inquietante.
—Mira, Eddie me gusta —le decía a Ruth—, pero he de admitir que ese hombre tiene algo raro.
Lo que a Hannah le parecía «raro» era que Eddie, por su parte, había eliminado a las mujeres jóvenes de su vocabulario sexual.
Para Ruth, el «vocabulario sexual» de Hannah era todavía más inquietante que el de Eddie. Si la atracción que éste sentía hacia las mujeres mayores resultaba extraña, por lo menos lo era de un modo selectivo.
—Supongo que soy muy rígida en cuestiones sexuales… ¿Es eso lo que quieres decir? —le preguntó Hannah.