Una mujer difícil (78 page)

Read Una mujer difícil Online

Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
6.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

En cuanto a Ruth, con frecuencia, durante el año de duelo, se había preguntado qué le sucedía a Eddie O'Hare. No obstante, su pesadumbre y sus preocupaciones constantes por el pequeño Graham la distraían de los evidentes pero incomprensibles sufrimientos de Eddie, quien siempre le había parecido un hombre amable y raro. ¿Era ahora un hombre amable que se había vuelto más raro? Podía asistir con ella a una cena y no decir más que monosílabos durante toda la velada. No obstante, cada vez que sus miradas se encontraban y él se apresuraba a desviar los ojos, Ruth concluía que la había estado contemplando.

—¿Qué ocurre, Eddie? —le preguntó una vez.

—No, nada —replicó él—. Me estaba preguntando cómo te va.

—Bien, me va muy bien, gracias.

Hannah tenía sus propias teorías, que Ruth rechazaba por absurdas.

—Parece ser que se ha enamorado de ti, pero no sabe seducir a mujeres más jóvenes que él.

Durante un año, la idea de que alguien tratara de seducirla le había parecido a Ruth grotesca.

Pero en el otoño de 1995 Hannah le dijo:

—Ya ha pasado un año, cariño, es hora de que vuelvas a ponerte en circulación.

La simple idea de «volver a ponerse en circulación» repugnaba a Ruth. No sólo seguía enamorada de Allan y del recuerdo de su vida en común, sino que se estremecía ante la perspectiva de enfrentarse una vez más a su manera defectuosa de juzgar a los hombres.

Como escribiera en el primer capítulo de
No apto para menores
, ¿quién sabía cuándo era hora de que una viuda volviera a la vida normal? Era imposible que lo hiciera «sin riesgos».

La publicación de la cuarta novela de Ruth Cole,
Mi último novio granuja
, se retrasó hasta el otoño de 1995, porque Ruth consideró que ésa sería la fecha más temprana posible para reaparecer en público desde la muerte de su marido. Cierto que Ruth no estaba tan disponible como a sus editores les hubiera gustado. Accedió a dar una lectura en la YMHA de la Calle 92, donde no lo había hecho desde aquella maratoniana presentación de Eddie O'Hare en 1990, pero se negó a conceder entrevistas en Estados Unidos, con la excusa de que iba a pasar una sola noche en Nueva York, camino de Europa, y que nunca quería someterse a entrevistas en su casa de Vermont. (Desde primeros de septiembre, la casa de Sagaponack se hallaba en venta.)

Hannah sostenía que Ruth estaba loca al aislarse en Vermont, y que debería vender la casa de Vermont. Pero Allan y Ruth habían convenido en que Graham debía crecer en Vermont.

Además, Conchita Gómez era demasiado mayor para ocuparse ella sola de Graham, y Eduardo también estaba demasiado entrado en años para cuidar de la finca. En Vermont, Ruth dispondría de canguros cerca de casa. Kevin Merton tenía tres hijas que podrían realizar esa tarea. Una de ellas, Amanda, era una alumna de secundaria a la que sus padres permitían viajar hasta cierto punto. (La escuela había dado permiso a Amanda, pues se avino a considerar que el viaje de promoción literaria con Ruth pertenecía a la categoría de viaje educativo; de ahí que Ruth viajara con Graham y Amanda Merton a Nueva York y a Europa.)

No todos los editores europeos de la escritora estaban satisfechos con los planes que tenía Ruth para promocionar
Mi último novio granuja
, pero ella lo había advertido claramente a todo el mundo: aún estaba de luto y no iría a ninguna parte sin su hijo de cuatro años. Además, ni su hijo ni la canguro podían ausentarse de la escuela durante más de dos semanas.

El viaje que Ruth planeaba sería lo más cómodo posible para ella y Graham. Volaría a Londres en el Concorde y regresaría a Nueva York vía París, de nuevo en el Concorde. Entre Londres y París, iría con su hijo y la canguro a Amsterdam, pues había llegado a la conclusión de que debía visitar esa ciudad. La novela estaba en parte ambientada en ella (aquella escena humillante en el barrio chino), lo que la volvía especialmente interesante para los holandeses, y Maarten era su editor europeo predilecto.

Amsterdam no tenía la culpa de que ahora Ruth temiera viajar allí. Sin duda podría promocionar su nueva novela sin visitar el barrio chino. Los periodistas poco originales que la habían entrevistado, por no mencionar cada fotógrafo encargado de fotografiarla, insistían en que Ruth regresara a De Wallen, el lugar donde sucedía la escena más escandalosa de la novela, pero Ruth ya se había enfrentado en ocasiones anteriores a la falta de originalidad de periodistas y fotógrafos.

Y tal vez, pensó la novelista, tener que regresar a Amsterdam suponía una especie de penitencia, pues ¿acaso su miedo no era una forma de penitencia? ¿Y cómo no habría de tener miedo en cada momento de su estancia en Amsterdam, si la ciudad le recordaría inevitablemente el tiempo, al parecer eterno, que permaneció escondida en el ropero de Rooie? Una vez en Amsterdam, ¿no sería el jadeo del hombre topo el fondo musical de su sueño? Eso si podía dormir…

Aparte de Amsterdam, la única parte de la gira de promoción que atemorizaba a Ruth era la noche que debía pasar en Nueva York, y la temía porque, una vez más, Eddie O'Hare iba a encargarse de la presentación de su lectura en la YMHA de la Calle 92.

Había cometido la imprudencia de alojarse en el Stanhope. No había estado allí con Graham desde la muerte de Allan, y el pequeño recordaba el último lugar donde había visto a su padre mejor de lo que Ruth había supuesto. No se alojaban en la misma suite de dos dormitorios, pero la configuración de las habitaciones y la decoración eran muy similares.

—Papá dormía en este lado de la cama, mamá en aquel lado —le explicaba el niño a la canguro, Amanda Merton—. La ventana estaba abierta —siguió diciendo Graham—. Papá la había dejado abierta, y yo tenía frío. Bajé de la cama…

Entonces el pequeño se interrumpió. ¿Dónde estaba su cama? Puesto que Allan no estaba, Ruth no había pedido a los empleados del hotel que colocaran una cama plegable para Graham, ya que en la gran cama había espacio más que suficiente para su hijo.

—¿Dónde está mi cama? —preguntó el niño.

—Puedes dormir conmigo, cariño —le dijo Ruth.

—O puedes dormir en mi habitación, conmigo —le ofreció Amanda, servicial, deseosa de evitar a Graham el recuerdo de la muerte de su padre.

—Sí, bueno —dijo Graham, en el tono de voz que empleaba cuando algo no iba bien—. Pero ¿dónde está papá ahora?

Las lágrimas le afloraban a los ojos. Hacía seis meses, tal vez más, que no había formulado esa pregunta.

«¡Qué estúpida he sido al traerle aquí!», se dijo Ruth, y abrazó al niño que lloraba.

Ruth estaba todavía en la bañera cuando Hannah entró en la suite con un montón de regalos para Graham, unos objetos inadecuados para llevarlos en avión a Europa. Un pueblo entero de bloques de construcción y no un solo peluche, sino toda una familia de monos. Tendrían que pedir a los empleados del Stanhope que les guardaran el pueblo y los monos, lo cual sería un gran inconveniente si decidían cambiar de hotel.

Pero Graham parecía haber superado por completo el momento en que el hotel le había evocado el recuerdo de la muerte de Allan. Los niños eran así, de repente se mostraban desconsolados y con la misma rapidez se recuperaban, mientras que Ruth estaba ahora resignada a los recuerdos que el Stanhope evocaba en ella. Dio las buenas noches a su hijo con un beso. El niño ya hablaba con Amanda sobre el menú del servicio de habitaciones cuando Ruth y Hannah salieron hacia el local donde tendría lugar la lectura.

—Espero que leas la parte buena —le dijo Hannah.

Para Hannah la «parte buena» era la escena sexual, profundamente turbadora, con el novio holandés en la habitación de la prostituta. Ruth no tenía intención de leer jamás esa escena.

—¿Crees que volverás a verle? —le preguntó Hannah, camino de la YMHA—. Quiero decir que él leerá el libro y…

—¿Si volveré a ver a quién? —inquirió Ruth, aunque sabía muy bien a quién se refería Hannah.

—Al muchacho holandés, quienquiera que sea —replicó Hannah—. ¡Y no me digas que no hubo un muchacho holandés!

—Jamás he hecho el amor con un muchacho holandés, Hannah, créeme.

—Apuesto a que leerá el libro —siguió diciendo Hannah.

Cuando llegaron al cruce de la Calle 92 con la Avenida Lexington, Ruth casi ansiaba que comenzara la presentación de Eddie O'Hare; así no tendría que seguir escuchando a Hannah. Por supuesto, Ruth había considerado la posibilidad de que Wim Jongbloed leyera
Mi último novio granuja
, y estaba dispuesta a mostrarse tan fría con él como fuese necesario. Si la abordaba… Pero lo que sorprendió a Ruth —y, aunque no dejaba de ser decepcionante, suponía un alivio para ella— era lo que Maarten le contó de la captura del asesino de Rooie en Zurich. ¡Resultó que, poco después de su detención, el criminal murió! Maarten y Sylvia lo mencionaron de una manera bastante fortuita.

—Por cierto, no encontraron al asesino de la prostituta, ¿verdad? —les preguntó con fingida indiferencia.

Se lo había planteado, junto con las preguntas habituales referentes al itinerario de su próximo viaje, en el transcurso de una reciente conversación telefónica que sostuvieron un fin de semana. Maarten y Sylvia le explicaron que se habían perdido la noticia porque, cuando capturaron al asesino, ellos estaban ausentes de Amsterdam. Se enteraron de oídas, y cuando conocieron los detalles, no recordaron que Ruth se había interesado por el caso.

—¿En Zurich? —les preguntó Ruth. De modo que por eso el hombre topo tenía acento alemán. ¡Era suizo!

—Creo que fue en Zurich, sí —replicó Maarten—. Y el tipo había matado a otras prostitutas en toda Europa.

—Pero sólo una en Amsterdam —terció Sylvia.

«¡Sólo una!», se dijo Ruth. Se había esforzado para lograr que su interés por el caso pareciera espontáneo.

—Me gustaría saber cómo dieron con él —dijo en tono meditativo.

Pero ni Sylvia ni Maarten recordaban con precisión los detalles. Habían detenido al asesino, y éste había muerto, varios años atrás.

—¡Varios años atrás! —repitió Ruth.

—Creo que hubo una testigo —dijo Sylvia.

—Me parece que también había huellas dactilares. Y el tipo estaba muy enfermo —añadió Maarten.

—¿Era asma? —inquirió Ruth. De repente, no le importaba delatarse.

—Creo que tenía un enfisema —dijo Sylvia.

«¡Claro, eso podía haber sido!», pensó Ruth, pero lo que realmente importaba era que habían capturado al hombre topo. ¡Éste había muerto! Y su muerte hacía soportable para Ruth una nueva visita a Amsterdam, el escenario del crimen. Porque era su crimen, tal como ella lo recordaba.

Eddie O'Hare no sólo llegó a tiempo para la lectura de Ruth, sino que se presentó tan temprano que pasó más de una hora sentado a solas en el camerino. Estaba muy preocupado por los acontecimientos de las últimas semanas. Sus padres habían fallecido, ella a consecuencia de un cáncer que, por suerte, tuvo un desarrollo y un desenlace rápidos, mientras que la muerte del padre, tras sufrir el cuarto ataque de apoplejía en los últimos tres años, no fue tan repentina.

El tercer ataque del pobre Minty le dejó casi ciego, y al leer, según decía, veía la página reducida «al mundo visto por un telescopio cuando uno mira por el extremo equivocado». Dot O'Hare le había leído en voz alta antes de que el cáncer se la llevara. Luego fue Eddie quien leía a su padre, quien se quejaba de que la dicción de su hijo era peor que la de su difunta esposa.

No había tenido necesidad de seleccionar personalmente los textos que leía en voz alta a Minty, porque los libros de éste estaban debidamente señalados, los pasajes pertinentes subrayados en rojo, y el viejo profesor estaba tan familiarizado con aquellas obras que no era preciso resumirle los argumentos. Eddie se limitaba a pasar las páginas y sólo leía los pasajes subrayados. (Al final, el hijo no había podido librarse del soporífero método que su padre empleaba en clase.)

Eddie siempre había pensado que el largo párrafo inicial de
Retrato de una dama
, en el que Henry James describe «la ceremonia conocida como té de la tarde», era demasiado ceremoniosa para su propio bien. No obstante, Minty afirmaba que el pasaje merecía innumerables relecturas, y Eddie las realizaba con la misma actitud de aislamiento, como recluyéndose en una zona especial del cerebro, que había utilizado para evadirse mientras le hacían la primera sigmoidoscopia.

Y Minty adoraba a Trollope, a quien Eddie consideraba un pelmazo ampuloso. Al profesor le gustaba sobre todo este pasaje de la autobiografía de Trollope: «Creo que ninguna muchacha ha salido tras la lectura de mis páginas menos recatada que antes, y que tal vez algunas han aprendido de ellas que el recato es un encanto que bien merece la pena conservar».

Eddie creía que ninguna muchacha había salido jamás ni recatada ni de ninguna otra manera tras leer a Trollope: estaba seguro de que toda joven que leía a Trollope ni salía ni hacía ningún otro movimiento. Un ejército de muchachas habían perecido leyéndole, ¡y todas ellas habían muerto mientras dormían!

Recordaría siempre que, cuando su padre perdió la vista casi por completo, él le acompañaba al baño. Después del tercer ataque, su padre llevaba las zapatillas sujetas a los pies insensibles con gomas elásticas, y crujían en el suelo bajo los empeines aplanados. Las zapatillas, de color rosa, habían pertenecido a la madre de Eddie, y Minty las llevaba porque los pies se le habían encogido hasta tal punto que sus propias zapatillas le iban demasiado grandes y no podía sujetarlas ni siquiera con gomas elásticas.

Llegó entonces la última frase del capítulo 44 de
Middlemarch
, que el viejo profesor había subrayado en rojo y que su hijo le leyó en un tono melancólico: «Desconfiaba de su afecto, ¿y qué soledad es más solitaria que la desconfianza?».

¿Qué importaba que su padre hubiese sido un maestro aburrido? Por lo menos había señalado todos los pasajes pertinentes. Un alumno podría haber hecho cosas mucho peores que asistir a un curso de Minty O'Hare.

Al funeral por el padre de Eddie, celebrado en la capilla del recinto escolar, que no pertenecía a ningún credo determinado, asistió más gente de la que Eddie hubiera esperado. No sólo acudieron los colegas de Minty, los seniles profesores eméritos del centro, aquellos viejos campechanos que habían sobrevivido al padre de Eddie, sino también dos generaciones de alumnos de Exeter. Puede que Minty les hubiera aburrido a todos, en una u otra época, pero su respetuosa presencia en el acto le sugería a Eddie que su padre había constituido un pasaje pertinente en sus vidas.

Other books

Deadly Fate by Heather Graham
Life After That by Barbara Kevin
A Dom for Patti by Elodie Parkes
Fairplay, Denver Cereal Volume 6 by Claudia Hall Christian
Letting Go by Kennedy, Sloane
Lone Wolf by Linwood Barclay
I'll Never Marry! by Juliet Armstrong