Una mujer difícil (62 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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La boca de Rooie no se cerraba, lo cual era un problema. Los labios habían permanecido abiertos y el mentón estaba caído sobre el pecho. Jadeando, el hombre movió con impaciencia la cara de Rooie a un lado, apoyándole el mentón en la almohada. Era evidente que la falta de naturalidad de la pose que había adoptado la mujer le irritaba. Exhaló un suspiro breve e irritado, seguido por un resuello agudo y desapacible, y después trató de ocuparse de los miembros desmadejados de Rooie, pero no consiguió doblarla para que quedara en la posición que él deseaba. Cuando no era un brazo que se deslizaba por un lado, era una pierna que caía por el otro. En un momento determinado, el hombre topo se exasperó tanto que clavó los dientes en el hombro desnudo de Rooie. Le desgarró la piel, pero la mujer sangró muy poco, pues su corazón ya se había detenido.

Ruth contuvo la respiración, y poco después se dio cuenta de que no debería haberlo hecho. Cuando el aire le faltaba, tuvo que aspirar a fondo, casi resollando. Por la manera en que el asesino se puso rígido, Ruth tuvo la seguridad de que la había oído. El hombre, que trataba de colocar a Rooie en la postura más deseable, se detuvo, y también dejó de jadear. Contuvo la respiración a su vez y aguzó el oído. Aunque Ruth llevaba varios días sin toser, ahora la tos amenazaba con volver. Notaba un cosquilleo revelador en el fondo de la garganta.

El hombre topo se levantó lentamente y examinó todos los espejos de la habitación roja. Ruth sabía muy bien lo que el asesino creía haber oído: el ruido de alguien que no quiere hacer ruido…, eso era lo que había oído. Y así, el asesino retuvo el aliento, dejó de jadear y miró a su alrededor. Por la manera en que arrugaba la nariz, a Ruth le pareció que el hombre topo también estaba husmeando, a fin de dar con ella gracias al olfato.

Ruth se dijo que, si no le miraba, se calmaría. Desvió los ojos del hombre y miró el espejo frente al ropero. Procuró verse en la estrecha ranura divisoria de la cortina. Distinguió sus zapatos entre los demás pares con las puntas hacia fuera bajo la cortina. Al cabo de un rato, Ruth vio el dobladillo de sus tejanos azules. Si miraba con suficiente atención, veía sus pies en un par de aquellos zapatos, y los tobillos, las canillas…

El asesino fue presa de un repentino acceso de tos, y produjo un terrible sonido de succión que le sacudía todo el cuerpo. Cuando el hombre topo dejó de toser, Ruth había recuperado el dominio de su respiración.

El secreto de la inmovilidad absoluta es una concentración absoluta. Recordaba que, cuando era niña, Eddie O'Hare le había dicho: «Durante el resto de tu vida, si alguna vez tienes que ser valiente, sólo has de mirarte la cicatriz». Pero Ruth no podía mirarse el dedo índice sin mover al mismo tiempo la cabeza o la mano. En vez de hacer eso, se concentró en
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
. De todos los relatos de su padre, que ella se sabía sin excepción de memoria, aquél era el que conocía mejor. Y en ese cuento aparecía un hombre topo.

Imagínate un topo cuyo tamaño es dos veces el de un niño, pero de la mitad del tamaño que tienen la mayoría de los adultos. Caminaba erguido, como un hombre, por lo que le llamaban el hombre topo. Llevaba unos pantalones abolsados que le ocultaban la cola y usaba unas viejas zapatillas de tenis que le ayudaban a ser rápido y silencioso.

En la primera ilustración aparecen Ruth y su padre ante la puerta de la casa de Sagaponack. Están a punto de entrar en el vestíbulo, iluminado por el sol. Ruth y su madre, que se dan la mano, ni siquiera miran el perchero del rincón. Ahí, de pie y parcialmente oculto, está el gran topo.

El hombre topo se dedicaba a cazar niñitas. Le gustaba atraparlas y llevárselas a su escondrijo bajo tierra, donde las tenía una o dos semanas. A las niñas no les gustaba estar allí. Cuando por fin el hombre topo las dejaba en libertad, tenían tierra en las orejas y los ojos, y debían lavarse el pelo a diario durante diez días antes de que dejase de oler a lombriz de tierra.

La segunda ilustración es un primer plano intermedio del hombre topo oculto detrás de la lámpara de pie del comedor, mientras Ruth y su padre cenan. La cabeza del hombre topo es curva, sus lados se unen en un punto, como una pala, y carece de orejas. Los ojos, pequeños, meros vestigios, no son más que unas sutiles hendiduras en su cara peluda. Los cinco dedos con anchas garras de las patas delanteras les dan a éstas un aspecto de canaletes. El hocico, como el de un topo de hocico estrellado, está formado por veintidós órganos del tacto rosados en forma de tentáculos. (El rosa del hocico estrellado del hombre topo es el único color, aparte del marrón o el negro, que aparece en todos los dibujos de Ted Cole.)

El hombre topo era ciego y tenía las orejas tan pequeñas que estaban encajadas dentro de la cabeza. No podía ver a las niñitas, y apenas las oía, pero podía olerlas con el hocico estrellado, sobre todo cuando estaban solas. Y su pelaje era aterciopelado y se podía cepillar en todas las direcciones sin que ofreciera resistencia. Si una niñita se le acercaba demasiado, no podía evitar tocarle el pelaje. Y entonces, claro, el hombre topo sabía que la pequeña estaba allí.

Cuando Ruthie y su papá terminaron de cenar, el papá dijo:

«Nos hemos quedado sin helado. Iré a la tienda a comprarlo, siempre que recojas los platos de la mesa».

«Bueno, papá», respondió Ruthie.

Pero eso significaba que se quedaría a solas con el hombre topo. Ruthie no se dio cuenta de que éste se encontraba en el comedor hasta después de que su papá se fuera.

En la tercera ilustración Ruth lleva los platos y los cubiertos a la cocina. Mira cautelosa al hombre topo, que ha salido de su escondite detrás de la lámpara de pie, con el hocico estrellado proyectado adelante, husmeándola.

Ruthie puso mucho cuidado para que no se le cayera un cuchillo o un tenedor, pues incluso un topo puede oír un sonido tan agudo. Y aunque la niña podía verlo, sabía que el hombre topo no la veía. Al principio Ruthie fue directamente al cubo de la basura y se puso en el pelo cáscaras de huevo y posos de café, para no oler como una niñita, pero el hombre topo oyó el crujido de las cáscaras de huevo y, además, le gustaba el olor de los posos de café. «¡Es algo que huele como las lombrices de tierra!», se dijo el hombre topo, husmeando cada vez más cerca de Ruthie.

Hay una cuarta ilustración en la que Ruth sube corriendo la escalera enmoquetada y los posos de café y fragmentos de cáscara de huevo le caen del pelo. Al pie de la escalera, mirándola ciegamente, con el hocico estrellado apuntando hacia arriba, está el hombre topo. Uno de sus pies, calzados con zapatillas de tenis, ya se apoya en el primer escalón.

Ruthie corrió escalera arriba. Tenía que librarse de los posos de café y las cáscaras de huevo. ¡Intentaría oler como su papá! Y así se vistió con la ropa de él que estaba sin lavar y se puso su crema de afeitar en el pelo. Incluso se restregó la cara con las suelas de sus zapatos, pero se dio cuenta de que ésa había sido una mala idea, porque a los topos les gusta la tierra. Se quitó los granitos de tierra adheridos a la cara y se puso más crema de afeitar, pero tenía que apresurarse… No sería muy buena idea quedarse atrapada en el piso de arriba con el hombre topo, así que intentó pasar sigilosamente por su lado en la escalera.

La quinta ilustración: el hombre topo ha subido hasta el descansillo central de la escalera, mientras que Ruth, con la ropa sucia de su padre y cubierta de crema de afeitar, ha bajado hasta el mismo lugar. Están lo bastante cerca para poder tocarse.

El hombre topo notó como un olor a adulto y retrocedió. Pero a Ruth le había entrado un poco de crema de afeitar por una fosa nasal y tenía necesidad de estornudar. Incluso un topo puede oír un estornudo. Ruthie intentó contenerlo tres veces, algo que no resulta nada divertido y te causa una sensación terrible en los oídos. Y cada vez que producía un ligero ruido, el hombre topo podía oírlo débilmente. Irguió la cabeza en dirección a la niña.

«¿Qué ha sido ese ruido?», se preguntaba. ¡Cuánto deseaba tener orejas y oír bien los sonidos externos! Había sido un ruido como el de alguien que no quiere hacer ningún ruido. Siguió escuchando atentamente, y también siguió husmeando, mientras Ruthie no se atrevía a moverse. Permanecía allí inmóvil, tratando de evitar el estornudo. También tuvo que hacer un gran esfuerzo para no tocar al hombre topo. ¡Su pelaje parecía tan aterciopelado!

«¿Qué es este olor?», seguía diciéndose el topo. «¡Vaya! ¡Alguien necesita cambiarse de ropa! Y debe de haberse afeitado tres veces al día. Y alguien ha tocado la suela de un zapato. Además, alguien ha roto un huevo… y derramado café. ¡Alguien es un desastre!», pensó el topo. Pero en alguna parte, en medio de todo ese desbarajuste, había una niñita que olía casi como si estuviera sola. El hombre topo lo sabía porque notaba el olor de los polvos de talco, y pensaba que, después de bañarse, la pequeña se ponía polvos de talco en los sobacos y entre los dedos de los pies. Era una de esas cosas maravillosas propias de las niñitas que impresionaban mucho al hombre topo.

«Su pelaje es tan suave… Creo que voy a desmayarme o a estornudar», se decía Ruth.

En la sexta ilustración, un primer plano de Ruth y el hombre topo en el descansillo de la escalera, la pata delantera en forma de canalete se extiende hacia ella, una larga garra está a punto de tocarle la cara. La niña también alarga una manita, dispuesta a tocar el pelaje aterciopelado que cubre el pecho del hombre topo.

«¡Soy yo! ¡Ya estoy aquí!», gritó el padre de Ruthie. «¡Los he traído de dos sabores!»

Ruthie estornudó y parte de la crema de afeitar roció al hombre topo. Éste detestaba la crema de afeitar, y no es nada fácil correr si uno está ciego. El hombre topo chocó con el poste al pie de la escalera. Una vez más intentó esconderse en el vestíbulo, detrás del perchero, pero el papá de Ruthie lo vio y, agarrándolo por el fondillo de los pantalones abombados, donde estaba la cola, lo arrojó fuera de casa por la puerta abierta.

Entonces Ruthie se lo pasó en grande. Su padre le permitió comer helados de dos sabores y bañarse al mismo tiempo, porque nadie debe acostarse oliendo a ropa sucia, crema de afeitar, cáscaras de huevo y posos de café… y sólo un poquitín a polvos de talco. Las niñitas, cuando se acuestan, tienen que oler mucho a polvos de talco y a nada más.

En la séptima ilustración («una para cada día de la semana», había dicho Ted Cole) Ruth está arropada en la cama. Su padre ha dejado abierta la puerta del baño principal, de modo que se ve la luz piloto del baño. A través de una abertura en la cortina de la ventana, se ve la noche oscura, y una luna lejana, y, en el saliente de la ventana, acurrucado, se ve al hombre topo, que duerme con tanta tranquilidad como si estuviera bajo tierra. Las patas en forma de canalete, con sus anchas garras, le ocultan el rostro, a excepción de la carnosa y rosada estrella del hocico. Por lo menos once de los veintidós órganos del tacto parecidos a tentáculos rosados presionan el cristal de la ventana de Ruth.

Durante meses, entre los demás modelos que posaban para su padre, una serie de topos de hocico estrellado muertos volvieron el cuarto de trabajo de Ted tan inaccesible como lo había vuelto la tinta de calamar. Y una vez, cuando buscaba un polo, Ruth encontró en el congelador del frigorífico, metido en una bolsa de plástico, un topo de hocico estrellado.

Sólo a Eduardo Gómez no había parecido importarle, pues el jardinero sentía un odio implacable hacia los topos de cualquier clase. La tarea de proporcionar a Ted un número suficiente de topos de morro estrellado había complacido no poco a Eduardo.

Eso sucedió mucho después de que la madre de Ruth y Eddie O'Hare se marcharan.

Ted escribió y reescribió el relato durante el verano de 1958, pero hizo las ilustraciones más adelante. Todos los editores de Ted Cole, así como sus traductores, le habían rogado que cambiara el título. Querían que el libro se titulara
El hombre topo
, pero Ted había insistido en que el título debía ser
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
, porque su hija le había dado la idea.

Y ahora, en la pequeña habitación roja donde estaba el asesino de Rooie, Ruth Cole intentaba tranquilizarse pensando en la valiente chiquilla llamada Ruthie que cierta vez compartió el descansillo central de la escalera con un topo que doblaba su tamaño. Por fin Ruth se atrevió a mover los ojos, sólo los ojos. Quería ver qué hacía el asesino, cuyo jadeo era enloquecedor; también le oía moverse de un lado a otro, y la habitación en penumbra se había vuelto un poco más oscura.

El asesino había desenroscado la bombilla de la lámpara de pie que había junto a la butaca de las felaciones. Era una bombilla de tan pocos vatios que la disminución de la luz se notaba menos que el hecho de que la habitación era manifiestamente menos roja. (El hombre también había quitado la pantalla de cristal coloreado.)

Entonces, del voluminoso maletín que había dejado sobre la butaca de las felaciones, el hombre topo sacó una especie de proyector de alto voltaje y lo enroscó en el portalámparas de la lámpara de pie. La habitación de Rooie se inundó de luz, una nueva luz que no mejoraba ni el aspecto de la estancia ni el cuerpo de Rooie, y que además iluminaba el ropero. Ruth veía claramente sus tobillos por encima de los zapatos. Y en la estrecha ranura de la cortina también veía su cara.

Por suerte el asesino había dejado de examinar la habitación. Lo único que le interesaba era la manera en que la luz incidía en el cuerpo de la prostituta. Dirigió el potentísimo foco de modo que iluminara al máximo la cama, y con un gesto de impaciencia golpeó el brazo insensible de Rooie, pues no se había mantenido en la posición en que él lo había colocado. También parecía decepcionado porque los pechos estuvieran tan caídos, pero ¿qué podía hacer? Le gustaba más tendida de lado, con sólo uno de los senos a la vista.

Bajo aquella luz deslumbrante, la calva del asesino relucía de sudor. Su piel tenía una tonalidad grisácea, en la que Ruth no había reparado antes, pero el jadeo había disminuido.

El asesino parecía más relajado. Examinó el cuerpo de Rooie a través del visor de su cámara. Ruth reconoció la cámara, una Polaroid anticuada, de formato grande…, la misma que usaba su padre para hacer fotos de las modelos. Era necesario preservar el positivo en blanco y negro con el maloliente revestimiento Polaroid.

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