¿Quién tiene la potestad de perdonar una vida o de dar muerte? En el caso de Dillon, un vendedor a domicilio de escasa moral, todas las dudas se disipan cuando conoce a la joven y frágil Mona, que durante años ha sido víctima de las maldades de su tía, una rica anciana que ha llegado a convertirla prácticamente en una prostituta.
¿No merece la muerte un ser tan despreciable, lascivo, corrupto y podrido? Sin duda alguna, aunque Dillon no haya llegado a valorar que cualquier acto acarrea consecuencias, y que la conciencia propia quizá tenga brechas ocultas que solo se descubren al ponerla a prueba.
Considerada el Crimen y castigo norteamericano, Una mujer endemoniada es una nueva muestra de lo descarnado, crudo y amoral que puede llegar a ser Jim Thompson cuando se propone sobrecoger a sus más acérrimos lectores.
Jim Thompson
Una mujer endemoniada
ePUB v1.0
JackTorrance01.04.12
Título original:
A Hell of A Woman
Jim Thompson, 1954
Traducción: Martín Lendinez
Considerada por el crítico norteamericano Barry Giford como la mejor de las novelas de Jim Thompson, llevada al cine en Francia por Alain Corneau bajo el título
Serie Noire
, Una mujer endemoniada ha sido una de las piezas claves del renacimiento literario de Jim Thompson en los Estados Unidos.
Cuando Thompson murió en 1977, ninguna de sus 29 novelas se encontraba en circulación en los Estados Unidos. Significado en Francia como el autor más importante del género policíaco, ampliamente conocido en España por la edición de La huida, Ciudad violenta y El asesino dentro de mí, era en su país natal, un profundo desconocido.
Las ediciones de sus novelas, realizadas en la década de los años 50 y principio de los 60, por colecciones de libros de bolsillo de tercera categoría como Lion o Signet, eran prácticamente inencontrables en el momento de su muerte.
En los primeros años de la década de los 80, los lectores ingleses añadieron el nombre de Thompson a la lista de sus autores favoritos con la edición por Zomba Books de 4 de sus novelas, y poco después Jim Thompson comenzó a ser publicado en Alemania.
El retorno triunfal de la literatura de Thompson a su país de origen habría de producirse entonces. Black Lizard Books, una subsidiaria de la compañía californiana Creative Arts Book, lanzó tímidamente
The getaway
(La huida),
Pop 1280
(1280 almas), y
A hell of a woman
(Una mujer endemoniada). En tan sólo dos años, la crítica le dedicó amplio espacio en las columnas de diarios y suplementos culturales. Black Mask la revista más importante del género detectivesco en EE. UU. publicó por entregas la novela póstuma de Thompson,
The rip-off
y Black Lizard editó en rápida sucesión otras siete de sus novelas.
El lector español tiene ahora oportunidad de conocer otro más de los libros de Jim Thompson, Una mujer endemoniada publicado originalmente en 1954.
P
ACO
I
GNACIO
T
AIBO
II
Había bajado del coche y me dirigía hacia el porche cuando la vi. Atisbaba entre las cortinas de la puerta y, durante un momento, un resplandor iluminó el oscuro cristal enmarcando su cara como si fuera una foto. En absoluto era una foto bonita; la chica estaba tan lejos de ser una belleza como yo. Pero algo me atrajo en parte. Metí el pie en un hoyo y casi me caí de narices. Cuando volví a mirar había desaparecido y las cortinas estaban inmóviles.
Subí renqueando los escalones, dejé la maleta en el suelo y llamé al timbre. Me aparté de la puerta y esperé, ensayando una amplia sonrisa y echando una ojeada a los alrededores.
Se trataba de una casa de aspecto antiguo, a un kilómetro más o menos del campus de la universidad estatal. A juzgar por su apariencia y situación, supuse que en otro tiempo probablemente habría sido una granja.
Volví a apretar el timbre. Mantuve el dedo fijo al oír un vago ruido dentro de la casa. Luego me puse a llamar a la puerta. Se hacen cosas así cuando uno trabaja para los almacenes «Compre Ahora y Pague Después». Uno está acostumbrado a que la gente se esconda al verte llegar.
La puerta se abrió mientras todavía llamaba. Eché una ojeada a la mujer y di un paso atrás. No era la joven, la chica que había visto atisbar entre las cortinas. Era una vieja con una boca como de halcón y unos ojos pequeños y serviles. Tendría unos setenta años —no creo que nadie pueda hacerse tan feo en menos de setenta años—, pero parecía fuerte y sana. Llevaba un pesado bastón y tuve la impresión de que estaba dispuesta a descargarlo. Sobre mí.
—Perdone que la moleste —dije—. Soy el señor Dillon, de almacenes «Compre Ahora y Pague Después». A lo mejor…
—Fuera —gruñó ella—. ¡Fuera de aquí! Nunca compramos a los que van de puerta en puerta.
—No me entiende —dije—. Claro que nos gustaría abrirle una cuenta, pero en realidad sólo quiero cierta información. Tengo entendido que un tal Pete Hendrickson estuvo trabajando para usted. ¿Podría decirme dónde lo puedo encontrar?
Ella dudó y bizqueó al mirarme.
—Le debe dinero, ¿verdad? —dijo—. Quiere dar con él para que le pague, ¿es eso?
—En absoluto —mentí—. De hecho es al revés. Por error le cobramos de más y queremos…
—¡Conque le cobraron de más! —soltó ella con una mueca muy desagradable—. ¿Seguro que le cobraron de más a ese vagabundo vago y borracho? Nadie le ha sacado nunca nada a Pete Hendrickson, como no sean disculpas y malas palabras.
Hice una mueca y me encogí de hombros. Habitualmente las cosas suceden justo al revés, pues incluso los peores enemigos de un tipo le protegen de un cobrador. Pero de vez en cuando se encuentra a alguien que hace lo contrario, alguien a quien le gustaría ver que le echan mano al tipo. Y esto es lo que ocurría con esta vieja puta.
—Respondón y perezoso —dijo—. Capaz de no hacer nada y tratar de cobrar el doble por no hacerlo. Se largó y buscó otro empleo, y eso que se suponía que trabajaba para mí. Le dije que se arrepentiría…
Me dio la dirección de Pete, y también el nombre del que le había contratado. Era un vivero de plantas junto a Lake Drive, sólo a unas manzanas de donde me encontraba ahora, y llevaba trabajando allí unos diez días. Todavía no había cobrado, pero estaba a punto de hacerlo.
—Apareció por aquí en plan de lo más humilde ayer por la noche —dijo—. Quería que le prestara unos dólares hasta que cobrase. Supongo que sabrá lo que le contesté.
—Me lo puedo imaginar —dije—. Y ahora, mientras estoy aquí quisiera enseñarle unos productos muy especiales que…
—Nada de eso —y empezó a cerrar la puerta.
—Sólo se los quiero enseñar —dije y me agaché y abrí la maleta. Deposité los productos encima de la tapa, hablando muy deprisa y fijándome en su cara tratando de descubrir algún signo de interés—. ¿Qué le parece esta cubertería? Le haríamos un buen precio. ¿Y este juego de tocador? Se lo daríamos prácticamente regalado. ¿Y unas medias? ¿Un chal? ¿Guantes? ¿Unas zapatillas? Si no tengo su número aquí, puedo…
—No —y reforzó sus palabras negando con la cabeza—. No tengo dinero para gastar en tonterías, señor mío.
—Casi ni lo necesita —dije—. Paga usted el primer plazo ahora de cualquiera de estos productos y fija usted la forma de pago que más le convenga para el resto.
—Conque sí, ¿eh? —soltó ella—. Lo mismo que Pete Hendrickson, ¿verdad? Será mejor que se marche.
—¿Y la otra señorita? —dije—. La más joven. Estoy seguro de que tengo algo que le interese.
—¡Cómo! —gruñó—. ¿Es que se imagina que ella paga lo que compra?
—Imaginé que a lo mejor usaba dinero —dije—. Pero puede ser que utilice algo mejor.
Estaba empezando a enfadarme. La mujer no me gustaba y ya había conseguido de ella todo lo que podía. Así que, ¿por qué ser educado?
Me puse a guardar las cosas y ella volvió a hablar, y en su voz había algo amable que me sobresaltó.
—¿Le gusta mi sobrina? ¿Cree que es guapa?
—Bueno, sí —dije—. Me pareció una señorita atractiva.
—También es obediente. Si le digo que haga algo, lo hace. Sea lo que sea.
Dije que aquello estaba bien, o algo por el estilo. Vamos, lo que se suele decir en esos casos. La vieja señaló la maleta.
—Esa cubertería de plata. ¿Cuánto pide por ella?
Abrí el estuche y se la mostré. Dije que no pensaba venderla; que era una ganga tal que pensaba quedarme yo con ella.
—Servicio para ocho personas y todos los cubiertos muy sólidos. Normalmente pedimos setenta y cinco dólares, pero estamos liquidando estos últimos juegos que nos quedan a treinta y dos noventa y cinco.
La mujer asintió.
—Usted cree que mi sobrina… ¿Cree que podría pagar eso, señor mío? Fije el precio y a lo mejor puede pagárselo de algún modo.
—Estoy seguro de que sí —dije—. Pero antes tengo que hablar con ella, claro.
—Deje que hable yo primero —dijo—. Usted espere aquí.
Se fue dejando la puerta abierta. Encendí un pitillo y esperé. Y puedo jurarlo encima de un montón de Biblias, no tenía ni idea de lo que se proponía la vieja. Sabía que era un ser rastrero, pero conozco a poca gente que no lo sea. Sabía que iba a engañar a la mujer, pero la mayoría de los clientes de «Compre Ahora y Pague Después» se dejan engañar. La gente con sentido común no trata con tipos como nosotros.
Esperé, estremeciéndome un poco ante el súbito resplandor de un relámpago y preguntándome cuántos malditos días más iba a seguir lloviendo. Ya llevaba lloviendo casi un mes y lo que eso le había hecho a mi trabajo no es para dicho. Las ventas bajaron, los cobros no existieron. Uno no puede andar de puerta en puerta cuando llueve, pues no consigue que la gente abra. Y con clientes como los míos, jornaleros y cosas así, no se consigue nada cuando abren. No trabajan si llueve y por mucho que se insista o amenace, no es posible sacar nada de donde no hay.
Ganaba cincuenta a la semana, lo justo para la gasolina del coche. Mis beneficios eran las comisiones y éstas no existían. Bueno, ganaba algo, claro, pero sólo para ir tirando. Y en este preciso momento tenía un descubierto de más de trescientos dólares.
Solté una maldición para mí mismo y tiré el pitillo al suelo. Me volví hacia la puerta y allí estaba la chica.
Tenía poco más de veinte años, me parece, aunque nunca sé calcular bien las edades cuando se trata de mujeres. Tenía el pelo rubio y ondulado y los ojos oscuros; y seguramente no eran los ojos más grandes que había visto en mi vida, pero en aquella cara pálida lo parecían.
Llevaba una bata blanca de esas que suelen llevar las camareras y las peluqueras. El cuello hacía una profunda V y se podía ver que tenía bastante de lo que hay que tener en esa parte. Pero debajo de esa bata, vaya, vaya. Los chicos dirían que para filetes no estaba bien, pero que para leche tenía de sobra.
Abrió la puerta del todo. Cogí la maleta y entré.
La chica todavía no había dicho nada y siguió sin hacerlo. Se volvió alejándose por el vestíbulo casi antes de que yo entrara. Andaba con los hombros como caídos y la seguí, pensando que su retaguardia no era abundante pero que su forma no estaba nada mal.
Atravesó el cuarto de estar, el comedor, la cocina. Tuve que apretar el paso para no quedar atrás. No había ni rastro de la vieja. Los únicos ruidos eran los de nuestros pasos y los de los truenos ocasionales.