Distinguí la negra sombra de su cuerpo moviéndose en la oscuridad. Oí que sus dedos se deslizaban por la pared. Entonces soltó, casi como un niño:
—¡Valiente tontería en un momento como éste!
—No, Pete —dije—. Recuerdo la canción.
Me puse a cantar cuando encendió la luz. Estaba como debía, de espaldas. Le golpeé seis veces en la cabeza y la nuca. Cayó hacia delante. Era su final.
Me aseguré de ello. Lo comprobé antes de irme. En su cara había una expresión como de felicidad.
A LAS DURAS Y A LAS MADURAS: LA AUTÉNTICA HISTORIA DE LA LUCHA DE UN HOMBRE CONTRA FUERZAS SUPERIORES Y MUJERES DE BAJA ESTOFA…,
por Knarf Nollid.
Nací en Nueva York, hace treinta años, de padres pobres pero honrados, y desde que puedo recordar he trabajado tratando de convertirme en alguien. Pero desde que puedo recordar, siempre había alguien que trataba de ponerme las cosas difíciles. Como aquella vez que trabajaba de repartidor en una tienda y, demonios, en ningún caso habría robado ni un céntimo a nadie: sólo tenía ocho años y todavía no andaba lo bastante espabilado por la vida. Conque aquella vieja encargada me acusó de que me había quedado con la pasta de un encargo. Bueno, pues la vieja les dijo a mis padres que yo era un ladrón.
Era una cosa que casi no se puede imaginar, pero los padres de uno creen más en la palabra de un extraño que en la tuya. Me dieron una tunda de aquí te espero. Pero me doy cuenta de que este incidente carece de importancia, de modo que sigo con mi relato. Sólo quería demostrar que desde el principio la gente se portó muy mal conmigo.
Bueno, pues la cosa siguió en ese plan y no pienso soltar ahora un recital de todo lo que me pasó, pues casi resulta imposible de creer y cualquiera llegaría a pensar que soy un jodido mentiroso.
Así que cuando iba a segundo, en el instituto, todos trataban de fastidiarme. Estaba la profesora de inglés, que era muy joven, no mucho mayor que yo, me parece. Y siempre andaba echándome la vista encima y poniéndome la mano en el hombro cuando me enseñaba cómo debía de hacer algo. Y me imaginé, bueno, ya se sabe. Conque un día cuando me mandó quedar en clase —y era la última clase del día y estábamos solos— y se inclina encima de mí y se aprieta o algo así. Y entonces yo creí que quería, bueno, ya se sabe, conque hice lo que hice. Pero, mi querido lector, era una trampa.
Bueno, supongo que se trató de una lección inapreciable y que me sería de gran provecho en el futuro. Aquella puta me enseñó algo que nunca iba a olvidar: cuanto más amable y dulce sea una mujer contigo, menos debes confiar en ella. Lo único que quieren es meterte en problemas. Y aunque de momento no te des cuenta, en seguida consiguen que te enteres.
Pero fue una lección conseguida a gran precio. Todavía me estremezco cuando pienso en aquello.
Se puso a gritar y me dio una bofetada y los demás profesores llegaron corriendo. Traté de explicar lo que pasaba y eso empeoró las cosas. Llamaron al director, y aunque fuera por culpa de ella, todos dijeron que el responsable de todo era yo. Y todos empezaron a decir que no daba golpe en el instituto, que no participaba en las actividades con los demás chicos. Total, que parecía que era el enemigo público número uno o algo por el estilo. Y todo porque había picado cuando la puta aquella…
Bueno, para resumir, me echaron y así, sin que yo tuviera culpa de nada, se terminaron mis estudios. Pero al infierno con todo eso.
La gente que se comporta tan mal no merece la pena ni que piense en ella.
Pero ahora, lector, comprenderás ya que soy un buen trabajador con mucha experiencia en muchos campos. Y aunque parezca increíble, al principio nadie apreció mis esfuerzos. Lo mal que lo pasé cuando me fui de casa desafía cualquier imaginación. ¡Hay que verlo para creerlo!
Había un encargado en aquel equipo de vendedores de puerta a puerta donde trabajé por primera vez. ¡Valiente miserable! Me habló de ir a California en un coche nuevo y ganar setenta y cinco dólares a la semana, y yo, un chaval de lo más inocente que no sabía nada de la vida, me lo tragué. Firmé el contrato con la empresa y allí nos encontramos ocho vendedores en un Dodge con más de diez años, y nuestra primera parada camino de California fue en Newark, Nueva Jersey, y…
¿Has vendido, lector, alguna vez de puerta a puerta en Newark? Ni lo intentes. Todos los equipos de vendedores que salen de Nueva York se paran en Jersey. Así que el sitio está muy trabajado.
Despidieron a dos de los tipos en Newark y a otro antes de dejar el Estado. Luego, los que quedábamos fuimos en dirección oeste. Sólo éramos cuatro y el encargado. Bueno, pues me partí los cuernos de puerta en puerta vendiendo. Pero la cosa no iba bien. Es lo de siempre: trabajo sin parar y soy honrado y no consigo nada. El encargado del equipo de ventas se puso a comprobar mis ventas y unos dos tercios me las quitó. Me miró directamente a los ojos y dijo que la señora había cambiado de idea y que su marido no quería comprar aquello. Y luego puso las ventas a su nombre y cobró la comisión.
Bueno, pues llegamos a Illinois y por entonces yo estaba hasta las narices. Para entonces ya había empezado a espabilar. Me dediqué a hacer comprobaciones de las ventas de los demás. Y el encargado se enteró de que las ponía a mi nombre y el hijo puta me echó.
Y eso precisamente cuando empezaba a aprender.
Pero en seguida me enrolé en otro equipo de vendedores y al cabo de un mes me había convertido en el encargado. Yo, casi un niño, controlando un equipo. Eso indica que trabajaba bien. Pero había un par de tipos difíciles, que estaban siempre quejándose, insinuando que yo les saqueaba. Así que al final los reuní a solas en mi despacho y les quité la tontería. A continuación, les enseñé la puerta. Pero no estaban satisfechos. No era bastante con que yo tuviese que salir a buscar nuevos hombres. Escribieron a la oficina central, y lo siguiente que supe es que el despedido era yo y que nunca más podría volver a trabajar en esa compañía.
Todo lo que intenté siguió la misma pauta. Trabajo en un negocio con una buena prima, y el superintendente me roba el territorio. Compro oro, y la refinería me da calderilla; ¡por Dios!, hasta los grandes compradores lo hacen. Tratan de convencerme de que mis dieciocho quilates son catorce y los catorce, diez, etc. Y apuesto a que me desplumaron miles de dólares antes de ver que estaba luchando sin ninguna esperanza, pasando de una raqueta a otra.
Así ocurrió en todo lo que hice: las mercancías de aluminio, los cacharros de cocina, las primas, las revistas, todo. De un modo u otro me encontraría con barreras interpuestas; por tanto, te ahorraré compasivamente los detalles sórdidos. A menudo pensaba, y lo sigo pensando, que si hubiera tenido alguna pequeña compañera con quien compartir la desigual lucha, no habría sido tan desigual. Pero no tuve más suerte en esto que en lo otro. Fulanas es todo lo que tuve. Tres malditas fulanas una detrás de otra… —o quizá fuesen cuatro o cinco, pero no importa. Era como si todas ellas fuesen la misma persona.
Por fin me encontré en una pequeña ciudad del Medio Oeste. Podría haber resultado un trabajo agradable y que me proporcionaría ganancias, pero mi jefe era el mayor hijo de puta con el que he trabajado jamás. Se llamaba Staples. Nunca estaba satisfecho con mis ventas y, encima, cuando volvía agotado a casa, todo eran problemas. Porque la chica con la que estaba casado entonces no vivía en este mundo. Era una puta de cuidado.
Una noche se puso a insultarme. Y yo, como hago siempre, traté de que razonara. Le dije que cuando un hombre vuelve cansado a casa no es precisamente el mejor momento para hablar. Que lo mejor sería que comiéramos algo y luego abordáramos el asunto con más tranquilidad. Le dije que preparase algo de cenar y que estaba dispuesto a ayudarla. Bueno, su respuesta fue… mejor que ni la cuente.
Y cuando trataba de que se calmase, cayó dentro de la bañera.
Le pedí disculpas, aunque no tenía por qué hacerlo.
—Lo siento mucho, Joyce —dije—. Ahora será mejor que te tranquilices y juntos prepararemos una cena agradable.
Eso fue lo que le dije, pero ella casi me casca la cabeza con un cepillo que me tiró. Entonces, cuando dejé la casa para calmarme un poco, me destrozó toda la ropa.
Mientras tanto, y para seguir el orden de los acontecimientos, había conocido a una de las chicas más guapas y dulces del mundo. Se llamaba Mona y vivía con una vieja puta que era tía suya. La vieja la tenía prácticamente presa y la obligaba a hacer un montón de cosas asquerosas. La chica me pidió que la salvara y así podríamos vivir felices. Y yo estuve de acuerdo, y eso antes de saber que la vieja tenía toda aquella pasta.
Bueno, pues voy a la casa aquella noche y, coño, no pensaba tocar a la vieja. Pero ella empezó a decir unas cosas que me obligaron a hacer lo que no pensaba.
Bueno, pues justo entonces, o puede ser que unos minutos después, entró ese tipo que se llamaba Pete Hendrickson. Creo que era nazi o comunista, uno de esos que vinieron por aquí durante la guerra. Pero de todos modos era un bastardo, incluso se consideraba a sí mismo un vagabundo. Y también se puso a darme la lata. Así que hice con él lo único que podía hacer.
Bueno, yo llevaba unos guantes puestos y puse la pistola en la mano de la vieja. Y cuando acababa de hacerlo, Mona aparece con el dinero.
Y ve a aquel nazi o comunista o lo que fuera y se comporta como si yo fuera un criminal o algo por el estilo. Se comporta como si yo no hubiera hecho todo aquello por ella.
Pero se rehízo y dijo que haría todo lo que yo dijese. Y me gustó que se comportase de aquella manera y le conté todo lo que debía hacer con la policía. Le aseguré que en un par de semanas nos largaríamos juntos. Luego le di un beso y me marché llevándome el dinero.
El dinero estaba metido en una especie de bolsa de cuero negro y pesaba lo menos veinte o treinta kilos. Y camino de casa no dejaba de preguntarme dónde lo podría guardar. Me asustaba esconderlo en casa. No tenía unos vecinos demasiado honrados y cualquiera de ellos podría entrar y robarme la pasta. Así que decidí no separarme de ella, al menos durante algún tiempo. Podía esconderla en el fondo de mi maleta de vendedor.
Llegué a casa. Abrí la maleta de las muestras y traté de meter dentro la bolsa negra con la pasta. Pero antes, para confirmar que no estaba llena de papel de periódico o algo así, la abrí. Y estaba llena de billetes de cinco, de diez y de veinte dólares. Y era dinero de verdad, no falso ni nada de eso. No lo conté, pero por el volumen supuse que eran los cien mil.
Y encima había librado a Mona de su tía y había liquidado a aquel tipo que tanto la había molestado. Y dentro de muy poco nos largaríamos juntos y podríamos ir a algún sitio soleado, tipo México o así. ¡Y vaya vida que nos íbamos a pegar! ¡Yo y aquella chica maravillosa con cien mil del ala!
Bueno, algo menos de cien mil. Pues probablemente iba a tener que soltarle algunos a Staples para que estuviera contento.
Total que cogí seis billetes, treinta dólares, de uno de los fajos de cinco dólares y me los metí en la cartera. Eso me serviría para contentar a Staples.
Metí la bolsa en la maleta de muestras y, querido lector, me sentía feliz. Me había impuesto en aquella lucha desigual contra el mundo entero, empezando por mi propia madre. Lo que ahora se me ofrecía era una vida tranquila con Mona en México o en Canadá o en algún sitio así, y que el resto del mundo se fuera a la mierda.
De repente había dejado de ser un tipo de mala suerte y mis sueños se habían hecho realidad. Tenía toda aquella pasta. Tenía a Mona —o la tendría muy pronto— y entonces levanté la vista y… (CONTINUARÁ).
…Estaba en camisón. Y más guapa de lo que la recordaba desde a saber cuándo. Y sólo a cuatro metros. A la puerta del dormitorio.
Me sonreía. Y era Joyce. Mi mujer.
No creo que hubiera visto el dinero, pero no estaba seguro. Y la maleta de las muestras estaba abierta, ya se sabe.
La cerré como distraídamente y dije:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Es que —sus ojos resplandecían, pero no llegó a sonreír—. Todavía tengo la llave, Dolly.
—Así que tienes la llave, ¿eh? —dije—. Supongo que también tendrás alguna moneda. ¿No piensas usarla para llamar por teléfono?
—Por favor, Dolly, no hagas que me resulte todavía más difícil.
—¿Es que tú has hecho que las cosas me resultaran fáciles a mí? —dije—. ¿Cómo te atreves a volver después de lo que hiciste con toda mi ropa?
—Lo siento, Dolly. Pero creía que se había terminado todo. ¿No me podrías escuchar un momento?
—¿Escuchar? —dije—. Escuchar lo que dicen las mujeres como tú es lo que me llevó a la situación en la que me encuentro —y luego me encogí de hombros—. Muy bien. Dispara, te escucho.
Decidí que aquello era lo mejor. Podía haber visto la pasta y, de todos modos, aquel no era precisamente el momento más indicado para ponernos a reñir. Tenía que llevar una vida tranquila las semanas siguientes. Y mis nervios no podían soportar más complicaciones.
Joyce titubeó desconfiando del súbito cambio de mi actitud.
—Bueno —dije—. Verás. Será mejor que nos sentemos y tomemos un trago.
—Me parece que no tengo ninguna gana de un trago —dijo ella negando con la cabeza—. Tú ya has tomado unos cuantos, ¿no es así, Dolly? Todo está lleno de botellas y parece como si hubieras dormido con los zapatos puestos y…
La miraba. No decía nada, sólo miraba. Ella esbozó una sonrisa.
—Escúchame un momento. Sólo llevo una hora en casa y… bueno, ¿preparas esas copas?
Cogí una botella y un par de vasos de la cocina. Volví al cuarto de estar y Joyce estaba sentada en la misma silla que había ocupado Pete. Y, bueno, eso me resultó inquietante.
Serví el whisky y le tendí un vaso. Me temblaban las manos.
—¿Por qué eres tan insociable? ¿Por qué no te sientas aquí?
—¿De verdad que quieres?
—Pues claro.
—Entonces… —se sentó en el sofá a mi lado—. Bueno, supongo que sería pedir demasiado esperar que te alegres de verme.
Fruncí el ceño, como pensativo, ya se sabe. Di un sorbo, encendí un pitillo y le pasé otro a ella.
—Es una situación curiosa —dije—. La mujer de alguien le destroza todo lo que tiene y luego se pasa fuera una semana y vuelve y cree que todo está olvidado. El tipo no sabe qué ha sido de su mujer y no le debe de importar. ¿Es eso?