Una noche de perros (31 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Luego se sugirió que era cosa de un pentatleta descontrolado; exhausto después de una marcha de cuarenta kilómetros en la modalidad de esquí nórdico, nuestro hombre tropieza y cae, con tal mala pata que se dispara su fusil de calibre 22 y mata a Herr Van Der Hoewe en un accidente astronómicamente improbable. Por estrafalaria que fuese esta teoría, concitó un considerable apoyo; sobre todo porque no involucraba malicia alguna, y la malicia era algo que los suizos sencillamente no querían ver en su paraíso helado.

Las dos teorías convivieron durante un par de horas, lo que fue origen, pasado un tiempo prudencial, de un híbrido realmente ridículo: se trataba de un pentatleta iraquí, dijeron las cabezas que no pensaban mucho. Dominado por la envidia ante los éxitos de los escandinavos en la última Olimpíada de invierno, un pentatleta iraquí (alguien conocía a alguien que había oído mencionar el nombre de Mustafá) había perdido la chaveta; de hecho, era muy probable que aún estuviese en la zona, oculto en algún lugar de las montañas a la caza de esquiadores altos y rubios.

Después hubo un compás de espera. Los bares comenzaron a vaciarse, los cafés cerraron, y los camareros se miraron los unos a los otros, presos del mayor desconcierto mientras retiraban plato tras plato de una comida que nadie había probado.

Yo también tardé un poco en darme cuenta de lo que pasaba.

Los turistas, al no encontrar nada satisfactorio en la mayoría de las explicaciones que circulaban por la ciudad, se habían retirado a sus habitaciones de hotel para arrodillarse, solos o en parejas, delante de la omnisciente y omnipresente CNN, cuyo Hombre en el Lugar de los Hechos, Tom Hamilton, ofrecía al mundo, incluso ahora, «la ultimísima hora de la situación».

Reunidos delante del televisor en el bar de Zum Wilden Hirsch, Latifa y yo, con una docena de alemanes ligeramente borrachos sobre nuestros hombros, oímos exponer a Tom la idea de que «el asesinato había sido obra de activistas», una perogrullada por la que yo diría que a Tom le pagaban doscientos mil dólares al año. Me habría gustado preguntarle cómo había excluido tan radicalmente la posibilidad de que hubiese sido obra de pasotistas; en realidad, podría haberlo hecho, dado que Tom ejercitaba su profesión, en un círculo de resplandeciente luz de tungsteno, a menos de doscientos metros del lugar donde nosotros intentábamos mantenernos erguidos. Tan sólo veinte minutos antes, había presenciado cómo un técnico de la CNN sujetaba un micro en la corbata de Tom, y cómo Tom lo apartaba y le decía que prefería hacerlo él mismo porque no quería que nadie le estropease el nudo.

El comunicado tendría que haber sido emitido a las diez, hora local. Si Cyrus había hecho su trabajo, y el comunicado les había llegado puntualmente, entonces era que los tipos de la CNN se estaban tomando su tiempo para verificarlo. Lo más probable era, si el resto de la plantilla se parecía mínimamente a Tom, que se tomaran su tiempo en leerlo. Francisco había insistido en utilizar la palabra «hegemonía», y eso probablemente los había desconcertado.

Finalmente fue leído a las once y veinticinco, lenta y claramente, con un tono de «Dios, estos tipos me dan asco», por el locutor de la CNN Doug Rose.

La Espada de la Justicia.

Mamá, corre. Somos nosotros. Hablan de nosotros en la tele.

Si hubiese querido, creo que esa noche podría haberme acostado con Latifa.

El resto de la información de la CNN consistió en material de archivo referente al terrorismo a lo largo de la historia, algo que obligó al televidente a remontarse hasta el principio de la semana pasada, cuando la banda terrorista ETA colocó una bomba en un edificio gubernamental en Barcelona. Apareció un tío con barba que intentó promocionar un libro que había escrito sobre el fanatismo, y después pasamos de nuevo a lo más importante de la programación de la CNN: decirles a las personas que veían la CNN que su fin principal en la vida era mirar la CNN. Preferiblemente, en un magnífico hotel que no era precisamente en el que se alojaban.

Me acosté en mi cama en el Eiger, solo, entretenido en nutrirme con whisky y nicotina con manos alternas, y comencé a preguntarme qué pasaría si por una de esas casualidades estabas en el magnífico hotel que anunciaban, en el momento en que lo hacían. ¿Significaría que estabas muerto? ¿Que habías entrado en un universo paralelo? ¿Acaso el tiempo había dado marcha atrás?

Ya estaba bastante borracho, y fue por eso por lo que no oí que llamaban a la primera, o si lo oí a la primera, entonces sencillamente me convencí de que no lo había hecho, y que llevaban llamando diez minutos, o muy probablemente diez horas, mientras mi cerebro se libraba del entumecimiento de la CNN. A duras penas conseguí levantarme.

—¿Quién es?

Silencio.

No tenía ninguna arma, ni tampoco el deseo de utilizar una, así que abrí la puerta de par en par y asomé la cabeza. Qué será, será...

Vi a un hombre muy bajo en el pasillo, lo bastante bajo como para odiar a alguien de mi estatura.

—¿Herr Balfour?

Me quedé en blanco por un momento; ese blanco que a menudo sufren los agentes en sus operaciones encubiertas, cuando pierden la cabeza, se olvidan de quién se supone que son, con qué mano se sujeta el boli, o cómo gira el pomo de una puerta. He comprobado que beber whisky aumenta la frecuencia de estos episodios.

Me di cuenta de que me miraba, así que fingí toser mientras intentaba rehacerme. Balfour, sí o no. Balfour era un apellido que usaba, pero ¿con quién? Era Lang para Solomon, Ricky para Francisco, Durrell para la mayoría de los norteamericanos, y Balfour... Bingo. Era Balfour para el hotel; y, por consiguiente, si así lo habían escogido, y no tenía ninguna duda de que así lo habían escogido, también era Balfour para la policía:

Asentí.

—Venga conmigo.

Dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Recogí la chaqueta y la llave de la habitación y lo seguí, porque Herr Balfour era un buen ciudadano que respetaba todas las leyes habidas y por haber y esperaba que los demás hiciesen lo mismo. Mientras caminábamos hacia el ascensor, le miré los pies y vi que llevaba zapatos con plataforma. El tipo era un pigmeo.

Nevaba en el exterior (cosa, que os garantizo, es donde generalmente nieva, pero recordad que sólo comenzaba a estar sobrio) y enormes discos blancos flotaban hasta el suelo, como los restos de alguna celestial batalla de almohadas que lo cubría todo, lo suavizaba todo, y hacía que todo no te interesara en absoluto.

Caminamos durante unos diez minutos —el pigmeo daba siete pasos por cada uno de los míos—, hasta que llegamos a un pequeño edificio en las afueras del pueblo. Era una casa de madera de una sola planta, que podía ser muy antigua, o quizá no. Tenía postigos que cerraban mal en todas las ventanas, y las huellas en la nieve indicaban que en las últimas horas la afluencia de visitantes había sido numerosa. Claro que quizá se trataba de una sola persona, que cada vez que salía se había olvidado algo.

Fue una experiencia extraña entrar en aquella casa, y creo que también lo hubiese sido de haber estado sobrio. Tuve la sensación de que debería haber traído algo conmigo: oro o incienso, como mínimo. No me preocupó la mirra, porque nunca he tenido muy claro qué es.

El pigmeo se detuvo delante de una puerta lateral, me miró por encima del hombro y llamó una vez. Después de lo que pareció un rato, se oyó que quitaban un cerrojo, otro, otro, y otro, y finalmente se abrió la puerta. Una mujer de cabellos grises miró al pigmeo durante un momento, luego a mí durante tres, asintió y se apartó para dejarnos entrar.

Dirk van Der Hoewe ocupaba la única silla en la habitación, y mataba el tiempo limpiando las gafas. Llevaba un grueso abrigo, una bufanda al cuello, y la grasa sobrante de los pies le rebosaba por encima de los zapatos. Eran unos zapatos muy caros, unos Oxford negros con cordones de cuero. Sólo me fijé en el detalle porque él mismo parecía observarlos detenidamente.

—Ministro, éste es Thomas Lang —dijo Solomon, que salió de entre las sombras, mirándome más a mí que a Dirk.

El holandés se tomó su tiempo para acabar la limpieza de las gafas y después miró al suelo mientras se las colocaba delicadamente sobre la nariz. Dado que ya no podía hacer otra cosa, levantó la cabeza y me miró con una mirada muy poco amistosa. Respiraba por la boca, como un niño que intenta evitar el sabor del brécol.

—¿Cómo está usted? —pregunté, y le tendí la mano.

Dirk miró a Solomon como si nadie le hubiese advertido que quizá también tendría que tocarme, y luego me la estrechó con algo fofo y húmedo que tenía dedos.

Nos miramos el uno al otro durante un rato.

—¿Ya puedo irme? —preguntó.

Solomon hizo una pausa con una expresión triste, como si hubiese esperado que los tres quizá quisiéramos disfrutar de una partida de dominó.

—Por supuesto, señor —respondió.

No fue hasta que Dirk se levantó cuando comprobé que, si bien era gordo —por Dios, el tipo era una foca—, ni de lejos tenía el volumen que había tenido a su llegada a Mürren.

Eso es lo que pasa con el blindaje Life-Tec. Es algo fantástico, y hace lo que debe hacer cuando se trata de mantenerte vivo. Pero no te favorece. Me refiero a la silueta. Si lo llevas con ropa de esquiar, hace que un hombre con unos pocos kilos de más parezca muy gordo, mientras que un hombre como Dirk acaba pareciendo un globo aerostático.

Ni siquiera era capaz de comenzar a imaginar cuál era el arreglo que habían hecho con él, o ya puestos, con el gobierno holandés. Desde luego, nadie se tomaría la molestia de decírmelo. Quizá había ido allí para disfrutar de su año sabático, para jubilarse, o para que lo cesasen, o quizá sencillamente lo habían pillado en la cama con una docena de niñas de diez años. También cabía la posibilidad de que le hubiesen ofrecido una pasta. Tengo entendido que eso a veces funciona con las personas.

En realidad, daba lo mismo lo que hubieran hecho. Lo importante era que Dirk tendría que mantenerse muy calladito durante el próximo par de meses, por su bien y por el mío. Si aparecía la próxima semana en una conferencia internacional para pronunciarse en favor de un mecanismo cambiario más flexible entre los Estados del norte de Europa, sin duda resultaría muy extraño y podría suscitar algunas preguntas. Incluso podría darse el caso de que la CNN hiciese un seguimiento de la noticia.

Dirk no se disculpó, y se marchó sin más. La mujer de los cabellos grises consiguió hacerlo pasar por la puerta con un calzador, y él y el pigmeo desaparecieron juntos en la oscuridad.

—¿Cómo está, señor?

Esta vez era yo quien estaba en la silla, y Solomon caminaba lentamente a mi alrededor después de haber escuchado mis informes, con la intención de evaluar mi moral, mi fibra, y mi borrachera. Caminaba con un dedo apoyado en los labios, y fingía no mirarme.

—Estoy bien, gracias, David. ¿Cómo estás tú?

—Yo diría que aliviado, amo. Sí, absolutamente aliviado. —Una pausa. Pensaba mucho más que hablaba—. Por cierto, debo felicitarlo por su excelente disparo, señor. Mis colegas norteamericanos quieren que lo sepa.

Solomon me sonrió de una manera como si fuese a vomitar, como si hubiese llegado al fondo de la caja de cosas bonitas que decir y se dispusiese a abrir otra.

—Me encanta saber que los he complacido. ¿Y ahora qué?

Encendí un cigarrillo e intenté hacer anillos de humo, pero el caminar de Solomon perturbaba el campo de juego. Observé cómo las volutas de humo se dispersaban, y al final advertí que David no me había respondido.

—¿David?

—Aquí, amo —dijo, tras una pausa—. Sí, ¿y ahora qué? Es desde luego una pregunta sagaz, del todo pertinente, y que se merece la más amplia de las respuestas.

Allí había algo que no funcionaba. Normalmente Solomon no hablaba de esa manera. Yo soy quien habla de esa manera cuando estoy borracho, pero Solomon nunca jamás.

—¿Qué? ¿Recogemos los bártulos y nos vamos? La faena hecha, los malos pillados con las manos en la masa, premios para todos...

Se detuvo, en algún lugar detrás de mi hombro derecho.

—La verdad, amo, es que las cosas comienzan a ponerse un poco difíciles a partir de ahora.

Me volví para mirarlo. Le sonreí, pero él no me devolvió la sonrisa.

—¿Cuál crees tú que es el adjetivo para describir cómo han salido las cosas hasta ahora? Me refiero a que si te parece que no es difícil intentar darle a alguien en el centro de un chaleco antibalas...

Pero no me escuchaba. Eso tampoco era propio de él.

—Quieren que siga.

Por supuesto que querían. Eso ya lo sabía. Capturar terroristas no era el objetivo de ese ejercicio y nunca lo había sido. Querían que siguiese, querían que todo siguiese, hasta que llegase el momento adecuado para la gran demostración. La CNN en el lugar, las cámaras rodando, y no cuatro horas después del acontecimiento.

—Amo —añadió Solomon al cabo de un rato—. Tengo que hacerle una pregunta y necesito que me responda con sinceridad.

No me gustó cómo sonaba. Todo eso era un grave error. Eso era vino tinto con pescado. Un hombre con esmoquin y zapatos marrones. Eso era el colmo de los horrores.

—Dispara.

Parecía francamente preocupado.

—¿Me responderá con la verdad? Necesito saberlo antes de formularle la pregunta.

—David, no te lo puedo decir. —Me reí, con la ilusión de que aflojaría los hombros, se relajaría, dejaría de asustarme—. Si vas a preguntarme si te huele o no el aliento, te responderé sinceramente. Pero si me preguntas... no sé, prácticamente cualquier otra cosa, entonces te mentiré.

Eso no pareció satisfacerle mucho. No había ninguna razón para que lo hubiese hecho, por supuesto, pero ¿qué otra cosa podía decir?

Se aclaró la garganta, lenta y cuidadosamente, como si quizá no fuera a presentársele otra oportunidad en mucho tiempo.

—¿Cuál es exactamente su relación con Sarah Woolf?

Esta vez me dejó de piedra. No le encontraba ningún sentido, así que lo miré mientras Solomon caminaba de aquí para allá, fruncía los labios y el entrecejo, como alguien que intenta abordar el tema de la masturbación con su hijo adolescente. No es que hubiese tenido ocasión de asistir a algo parecido, pero me imagino que habrá infinidad de rubores, mover cosas y descubrir microscópicas motas de polvo en la manga de la chaqueta que repentinamente necesitan de una atención inmediata.

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