Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
Latifa llevaba las gafas de sol en la frente, cosa que significaba «Mantente a la espera», que no significaba nada. Sin gafas significaba que los Van Der Hoewe se habían quedado en el hotel para jugar al dominó. Las gafas de sol puestas significaba que iban hacia las pistas.
En la frente significaba que quizá irían, que tú irías, que yo iría, que cualquiera iría.
Caminé por la base de las pistas de principiantes para ir a la estación del funicular. Hugo ya estaba allí, vestido de naranja y turquesa, y él también llevaba las gafas en la frente.
Lo primero que hizo fue mirarme.
A pesar de todas las conferencias, de todo nuestro entrenamiento, de todos nuestros severos gestos de asentimiento a las recomendaciones de Francisco, a pesar de todo eso, Hugo me miraba directamente. Comprendí en el acto que seguiría mirándome hasta que se cruzasen nuestras miradas, así que le devolví la mirada para acabar de una vez con las miraditas.
Le brillaban los ojos. No había otras palabras para decirlo. Le brillaban de alegría, entusiasmo y de «Venga, vamos», como a un niño en la mañana de Navidad.
Se llevó una mano enguantada a la oreja y se ajustó los auriculares del walkman. El típico chulito de las pistas, habrías pensado de haberlo visto; no tiene bastante con deslizarse por el paisaje más hermoso de esta tierra que Dios nos ha dado, sino que encima tiene que escuchar a Guns'N'Roses. Probablemente yo también me hubiese cabreado al ver los auriculares, de no haber sabido que estaban conectados a un receptor de onda corta sujeto a la cadera, y que Bernhard transmitía su propio boletín informativo desde el otro extremo.
Habíamos acordado que yo no llevaría una radio. La explicación era que, en caso de ser capturado —Latifa había llegado a apretarme cariñosamente el brazo cuando Francisco lo dijo—, no había motivos para sugerir que tuviese cómplices.
Así que lo único que tenía era a Hugo y sus ojos resplandecientes.
En la cumbre del Schilthorn, a una altitud de poco más de tres mil metros, se alza, o asienta, el restaurante Piz Gloria; una asombrosa construcción de acero y cristal donde, por el precio de un coche deportivo de los buenos, puedes sentarte, tomar un café y contemplar en un día claro nada menos que seis países.
Si eres un tipo como yo, es probable que necesites la mayor parte de un día claro para deducir cuáles podrían ser los seis países, pero si te queda algún tiempo libre, es probable que lo dediques a preguntarte cómo demonios consiguieron los mürrenienses subir las distintas partes hasta aquí, y cuántos de ellos debieron de morir en el curso del montaje. Cuando ves una construcción como ésta, y piensas en lo que tarda un constructor inglés medio en enviarte el presupuesto para la reforma de la cocina, acabas admirando a los suizos.
La otra razón para la fama del restaurante es que una vez sirvió de escenario en una de las películas de James Bond; se le quedó el nombre de Piz Gloria como en la peli, junto con la concesión de vender recuerdos de 007 a cualquiera que no acabara en la ruina después de pagar la taza de café.
En resumen, era el lugar que cualquier visitante de Mürren tenía que visitar si tenía la ocasión, y los Van Der Hoewe habían decidido, mientras cenaban
boeuf en cróute
la noche anterior, que indudablemente la tenían.
Hugo y yo nos apeamos en la cumbre y fuimos cada uno por nuestro lado. Yo entré y jadeé, señalé y sacudí la cabeza para demostrar mi absoluta admiración ante lo fantástico que era todo ese rollo del esquí, mientras Hugo rondaba por el exterior, fumaba y se ajustaba las botas. Intentaba cultivar la imagen del verdadero esquiador, que quiere pistas negras y nieve en polvo, y tampoco intenten hablar conmigo ahora porque el solo de bajo de esta canción es sencillamente colosal. Yo me sentía muy contento con mi papel de papanatas boquiabierto.
Escribí unas cuantas postales más —todas ellas dirigidas a un hombre llamado Colin, vete tú a saber por qué—, y de vez en cuando contemplaba Austria, Italia, Francia, o cualquier otro lugar cubierto de nieve, hasta que los camareros comenzaron a impacientarse. Empezaba a preguntarme si el presupuesto de La Espada de la Justicia alcanzaría para un segundo café, cuando un destello de relucientes colores me llamó la atención. Alcé la mirada y vi a Hugo, que agitaba los brazos desde la pérgola.
También lo vieron todos los demás en el restaurante. Probablemente lo vieron miles de personas en Austria, Italia y Francia. En su conjunto, era una lamentable exhibición de amateurismo, y si Francisco hubiera estado aquí, seguramente hubiese abofeteado a Hugo como había hecho tantas veces durante los entrenamientos. Pero Francisco no estaba aquí, y Hugo se comportaba como un gilipollas multicolor, y a mí me dejaba como un imbécil, sin ningún motivo en especial. La única cosa buena de todo esto era que nadie de todos los que lo miraban sabía exactamente a quién o a qué le gesticulaba.
Porque llevaba puestas las gafas de sol.
Hice la primera parte del descenso a un ritmo suave, por dos razones: la primera porque quería que mi respiración fuese lo más normal posible cuando llegase el momento de disparar; la segunda, y la más importante, porque no quería —juro que no quería— romperme una pierna y que me sacaran de la montaña en camilla con un montón de piezas de fusil encima.
Así que me desvié de aquí para allá, busqué los trazados más largos y lentos posible en cada vuelta, y fui bajando poco a poco la parte más negra del recorrido hasta que llegué a la línea de árboles. La dureza de la pendiente era preocupante. Cualquier idiota podía ver que Dirk y Rhona no eran, sinceramente, lo bastante buenos como para bajarla sin un gran número de caídas, y posiblemente incluso algunas no-volver-a-levantarse. Si yo hubiese sido Dirk, o un amigo de Dirk, o incluso un esquiador que pasaba por allí, habría dicho: «Olvídelo. Baje con el funicular y búsquese algo más fácil.»
Pero Francisco tenía fe en Dirk. Creía conocer bien a su hombre. El análisis de Francisco decía que Dirk era cuidadoso con el dinero —una cualidad, diría yo, de agradecer en un vice-ministro de Finanzas—, y si Dirk y Rhona decidían borrarse, tendrían que pagar una multa considerable por el viaje de regreso en el funicular.
Francisco estaba preparado para jugarse mi vida a que Dirk la bajaría.
Sólo para estar seguro, había enviado a Latifa al bar del Eiger, mientras Dirk se trasegaba un par de copas de brandy para que babease ante el valor de cualquier hombre dispuesto a enfrentarse al Schilthorn. En un primer momento, Dirk había desconfiado un poco, pero los pestañeos y los rubicundos pechos de Latifa lo atrajeron al redil, y él le prometió invitarla a una copa al día siguiente si conseguía bajar entero.
Latifa había cruzado los dedos detrás de la espalda y había prometido estar allí a las nueve en punto.
Hugo había marcado el lugar, y allí se encontraba ahora. Fumaba, sonreía y, en términos generales, se divertía a base de bien. Pasé a su lado y me detuve unos diez metros más allá entre los árboles, sólo para recordarme a mí mismo, y también a Hugo, que aún sabía tomar decisiones. Me volví hacia la cumbre y comprobé la posición, los ángulos, la protección, y después le hice un gesto a Hugo.
Él arrojó la colilla, se encogió de hombros y comenzó a bajar. Convirtió un pequeño mogul en un salto espectacular absolutamente innecesario, y luego levantó una nube de nieve mientras hacía una parada perfecta al otro lado de la pista, a unos cien metros más abajo. Me dio la espalda, se bajó la bragueta y comenzó a orinar contra una piedra.
Yo también quería mear, pero tenía la sensación de que, si comenzaba, sería incapaz de parar. Continuaría meando hasta que no quedase nada de mí sino un montón de prendas.
Desenganché la mira de la cámara, le quité la tapa y enfoqué la montaña con un ojo pegado al ocular. La condensación hacía que la imagen fuese borrosa, así que la metía debajo del anorak para calentarla contra mi cuerpo.
Hacía frío, y en el silencio reinante oí el temblor de mis dedos cuando comencé a montar el fusil.
Ahora lo tenía. Quizá a unos ochocientos metros. Gordo como siempre, con esa silueta con la que sueñan los francotiradores (si es que sueñan con algo).
Incluso a esa distancia, se veía que Dirk lo estaba pasando fatal. Su lenguaje corporal hablaba en frases cortas. De. Ésta. No. Salgo. Vivo. Sacaba el culo, echaba el pecho hacia adelante, las piernas rígidas por el miedo y el cansancio, y se movía con una lentitud glacial.
Rhona lo llevaba mejor, pero no mucho. Torpe, espasmódica, pero progresivamente, bajaba por la ladera todo lo lento que podía, para no adelantarse demasiado a su infortunado esposo.
Esperé.
A los seiscientos metros, comencé a hiperventilar, para cargar la sangre con el máximo de oxígeno, de tal forma que pudiera cerrar el grifo y mantenerlo cerrado a partir de los trescientos. Exhalaba por el costado de la boca para que el aliento no empañase la mira.
A los cuatrocientos metros, Dirk volvió a caerse por enésima vez, y no pareció tener ninguna prisa por levantarse. Mientras lo miraba jadear, accioné el cerrojo y oí el estrepitoso sonido del percutor. Dios Santo, ese disparo sería atronador. De pronto comencé a pensar en aludes, y me obligué a no caer en la disparatada fantasía de verme enterrado bajo toneladas de nieve. ¿Qué pasaría si no encontraban mi cuerpo en un par de años? ¿Qué pasaría si el anorak había pasado de moda para cuando me sacaran? Parpadeé cinco veces, en un intento por controlar la respiración, la visión, el pánico. Hacía demasiado frío para una avalancha; para que hubiese avalanchas, necesitabas montones de nieve, y después montones de sol. No teníamos ninguna de las dos cosas. Venga, chico, valor. Miré de nuevo a través de la mira y vi que Dirk había vuelto a levantarse.
Estaba de pie, y me miraba.
Al menos miraba hacia mí, en dirección a los árboles, mientras quitaba la nieve de las gafas.
No podía verme. Era imposible. Me había enterrado detrás de un montículo, y había cavado el más angosto de los surcos para apoyar el fusil, y cualquier forma que intentase distinguir estaría disimulada por los árboles. No podía haberme visto.
Entonces, ¿qué miraba?
Agaché la cabeza lentamente por debajo del nivel del montículo y miré en derredor, atento a la presencia de algún bisonte solitario, un ciervo errante o las coristas de
No, no, Nanette
[3]
, cualquier cosa que pudiera haber captado la atención de Dirk. Contuve el aliento mientras movía lentamente la cabeza de izquierda a derecha, alerta a cualquier sonido.
Nada.
Asomé la cabeza por encima del montículo, y miré de nuevo a través de la mira. Izquierda, derecha, arriba, abajo.
Ni rastro del gordo.
Levanté la cabeza, de esa manera en que te dicen que nunca lo hagas, y busqué desesperadamente en la cegadora blancura para saber qué había pasado. Noté el sabor de la sangre en la boca, y mi corazón parecía haberse hecho con un piolet en su voluntad por escapar de mi pecho.
Allí. A trescientos metros. Se movía de prisa. Probaba con un
shuss,
en una parte más llana de la pendiente, y había acabado en el extremo más alejado de la pista. Parpadeé de nuevo, acerqué el ojo derecho al ocular, y cerré el izquierdo.
A doscientos metros, respiré lentamente, paré cuando llegué a los dos tercios de mi capacidad pulmonar y retuve el aire.
Dirk se movía a través: a través de la pendiente y de mi línea de tiro. Lo tenía en la mira sin problemas —podría haber disparado en cualquier momento—, pero sabía que ése debería ser el mejor disparo de toda mi vida. Apoyé el dedo en el gatillo, tensé el dedo, noté la presión del mecanismo entre el segundo y el tercer nudillo y esperé.
Se detuvo a unos ciento cincuenta metros. Miró hacia lo alto de la pendiente. Miró hacia el final de la pendiente. Después giró el cuerpo hacia mí. Sudaba copiosamente, jadeaba por el esfuerzo, por el miedo, por el conocimiento. Enfoqué la cuadrícula en el centro exacto del pecho. Tal como le había prometido a Francisco. Tal como les había prometido a todos.
Apriétalo. Ni se te ocurra tirar. Apriétalo lenta y cariñosamente como tú sabes hacerlo.
Buenas noches y bienvenidos a las noticias de las nueve de la BBC.
Peter Sissons
Nos quedamos en Mürren durante otras treinta y seis horas. Fue idea mía.
Le dije a Francisco que lo primero que harían sería vigilar todas las salidas de trenes. Cualquiera que se marchase o intentara marcharse dentro de las doce horas posteriores al atentado lo pasaría fatal, fuese culpable o inocente.
Francisco se había mordido el labio inferior durante un rato, antes de manifestar su asentimiento con una amable sonrisa. Creo que quedarse en el pueblo le parecía la opción más valiente y audaz, y valiente y audaz eran las cualidades que Francisco claramente esperaba ver algún día, aunadas a su nombre en un reportaje de
Newsweek.
La foto de un tipo taciturno, cuyo pie rezaría: «Francisco: valiente y audaz.» Algo por el estilo.
La verdadera razón para querer quedarme en Mürren era tener una oportunidad para hablar con Solomon, pero me pareció prudente no decírselo a Francisco.
Así que nos quedamos, cada uno por su lado, y miramos embobados, como todos los demás, la llegada de los helicópteros. Primero la policía, después la Cruz Roja, y luego, inevitablemente, los equipos de la televisión. La noticia del atentado se había sabido en todo el pueblo en menos de quince minutos, pero la mayoría de los turistas parecían demasiado atónitos como para comentarlo entre ellos. Iban de aquí para allá, desconfiados, con el ceño fruncido, y no permitían que sus hijos se alejasen mucho.
Los suizos sentados en los bares murmuraban entre sí; quizá estaban alterados por lo sucedido, o muy preocupados por las consecuencias que tendría para el turismo. Resultaba difícil de decir. Por supuesto, no tenían razón alguna para preocuparse. A última hora de la tarde, en los bares y los restaurantes no cabía un alfiler. Nadie quería perderse una opinión, un rumor, o cualquier interpretación que le permitiese entender ese terrible y espantoso acontecimiento.
En primer lugar, como parece ser el procedimiento habitual en estos días, culparon a los iraquíes. La teoría se sostuvo más o menos una hora, hasta que las cabezas pensantes comenzaron a sugerir que no podía ser cosa de los iraquíes porque no podían haber entrado en el pueblo sin que nadie se diese cuenta. El acento, el color de la piel, arrodillarse de cara a La Meca... Eran cosas que no podían pasar por delante de las narices del espabilado suizo medio sin llamar la atención.