—¿Y casarme con quién? —preguntó de pronto al sacerdote abandonando su labor encima de la mesita—. Usted ha pensado en alguien, ¿verdad?
El abate Jouve, que se había levantado y paseaba lentamente por la habitación, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin detenerse.
—Pues bien: ¡dígame quién es! —añadió.
Por un instante el abate se quedó de pie ante ella; luego levantó ligeramente los hombros murmurando:
—¿Para qué?, puesto que usted se niega.
—No importa; quiero saberlo —dijo—. ¿Cómo podría tomar una decisión sin saberlo?
Él no respondió en seguida; permanecía de pie mirándola de frente. Una sonrisa un tanto triste arqueaba sus labios. Y casi en voz baja, acabó diciendo:
—¡Cómo! ¿No lo ha adivinado usted?
No; no lo adivinaba. Buscaba, asombrada. Entonces él hizo un gesto simplemente, con un movimiento de cabeza, indicó el comedor.
—¡Él! —exclamó Elena, ahogando la voz.
Se puso muy seria y dejó de protestar violentamente. En su cara no se reflejaban más que la sorpresa y la pena. Largo rato permaneció con los ojos mirando al suelo, pensativa. No, de verdad: jamás lo hubiese adivinado. Y, no obstante, no encontraba ninguna objeción. El señor Rambaud era el único hombre en cuya mano hubiese puesto lealmente la suya, sin temor alguno. Conocía su bondad, no se burlaba de su prosaísmo. Pero, pese a todo su afecto por él, la idea de que él la amase le helaba el corazón.
Mientras, el abate había vuelto a sus paseos de uno a otro extremo de la habitación, y al pasar delante de la puerta del comedor llamó suavemente a Elena.
—Mire, venga a ver.
Ella se levantó y miró.
El señor Rambaud había acabado por sentar a Juana en su misma silla. Él, que primero estaba apoyado en la mesa, acababa de dejarse caer a los pies de la chiquilla. Estaba de rodillas ante ella y la rodeaba con uno de sus brazos. Sobre la mesa había u cochecito del que tiraba una pajarita, y además barquitos, cajas, birretas de obispo.
—Entonces, ¿tú me quieres mucho? —decía—. Repite que me quieres mucho.
—Claro que sí. Te quiero mucho, ya lo sabes.
Él dudaba, como estremeciéndose, igual que si tuviera que arriesgar una declaración de amor.
—Y si yo quisiera quedarme para siempre aquí, contigo, ¿qué contestarías?
—Me pondría muy contenta; jugaríamos juntos, ¿verdad? Sería muy divertido.
—Para siempre, ¿comprendes?; me quedaría para siempre.
Juana había cogido un barco y lo iba transformando en el morrión de un guardia. Murmuró:
—¡Ah!, pero haría falta que mamá lo permitiera.
Esta respuesta pareció sumirle de nuevo en sus ansiedades. Su suerte se estaba decidiendo.
—Claro está —dijo—. Pero, si tu mamá lo permitiera, tú no dirías que no, ¿no es eso?
Juana, que terminaba encantada su morrión de guardia, se puso a tararear una de sus tonadas:
—Diría sí, sí, sí… Diría sí, sí, sí… ¡Mira qué bonito es mi sombrerito!
El señor Rambaud, emocionado hasta las lágrimas, se incorporó sobre sus rodillas y la besó, mientras ella le echaba los brazos al cuello. Había encargado a su hermano que pidiera el consentimiento de Elena; él trataba de obtener el de Juana.
—Ya lo ve usted —dijo el sacerdote con una sonrisa—: la niña sí quiere.
Elena permaneció seria. Ya no discutía. El abate había reanudado su defensa e insistía sobre los méritos del señor Rambaud. ¿No era un padre a la medida para Juana? Ella le conocía, no dejaría nada al azar fiándose de él. Y como ella siguiera guardando silencio, añadió con gran emoción y gran dignidad que, si se había encargado de semejante gestión, no había sido pensando en su hermano, sino en ella y en su felicidad.
—Lo creo; sé lo mucho que usted me aprecia —dijo vivamente Elena—. Espere, quiero contestar a su hermano delante de usted.
Daban las diez. El señor Rambaud entró en el dormitorio. Ella fue a su encuentro alargando la mano y diciendo:
—Le doy las gracias por su ofrecimiento, amigo mío, y le quedo muy agradecida. Hizo usted bien en hablar…
Ella le miraba tranquila, a la cara, y mantenía su gruesa mano entre las suyas. Él, tembloroso, no se atrevía a levantar la vista.
—Únicamente pido que me deje reflexionar —siguió—. Es posible que necesite mucho tiempo.
—¡Oh!, todo el que usted quiera; seis meses, un año, y más todavía —balbuceó, tranquilizado, feliz de que ella no le pusiera inmediatamente en la calle.
Entonces ella sonrió débilmente añadiendo:
—Quiero que sigamos siendo amigos. Continuará usted viniendo como hasta ahora; pero prométame que esperará a que sea yo quien hable primero de estas cosas… ¿Estamos de acuerdo?
Él había retirado su mano y buscaba nerviosamente su sombrero, aceptándolo todo con una ininterrumpida inclinación de cabeza. Luego, en el momento de salir, recobró la palabra:
—Óigame —murmuró—: desde ahora usted sabe que yo estoy aquí, ¿no es verdad? Pues bien, sepa usted que yo seguiré aquí ocurra lo que ocurra. Esto es cuanto el cura debió explicarle… Dentro de diez años, si así lo prefiere, no tendrá usted más que hacerme una seña. Yo obedeceré.
Y fue él quien cogió de nuevo la mano de Elena estrechándola hasta casi romperla. Ya en la escalera, los dos hermanos se volvieron como de costumbre, diciendo:
—Hasta el martes.
—Sí, hasta el martes —contestó Elena.
Cuando entró de nuevo en la habitación, el rumor de un nuevo aguacero que sacudía las persianas la puso triste. ¡Dios mío!, ¡qué lluvia más persistente!, ¡y cómo iban a calarse sus amigos! Abrió la ventana y echó una ojeada a la calle. Bruscas ráfagas apagaban los mecheros de gas. En medio de los charcos pálidos y de los destellos de la lluvia, percibió la vencida espalda del señor Rambaud, que se marchaba, feliz y bailoteando en la oscuridad, sin que pareciera preocuparse de aquel diluvio.
Juana, no obstante, estaba muy seria desde que había oído algunas de las últimas palabras de su buen amigo. Acababa de quitarse sus botines y permanecía en camisa al borde de la cama, reflexionando profundamente. Cuando su madre entró para besarla, la encontró así.
—Buenas noches, Juana. Dame un beso.
Luego, como la niña pareciera no oírla, Elena se agachó junto a ella y, cogiéndola por la cintura, le preguntó a media voz:
—¿Te gustaría que viviera con nosotros?
Juana no pareció sorprenderse de la pregunta. Sin duda estaba pensando en estas cosas. Lentamente dijo que sí con un movimiento de cabeza.
—Pero ¿comprendes? —siguió la madre—, estaría siempre aquí, de noche, de día, en la mesa, en todas partes.
Una inquietud iba en aumento en los claros ojos de la pequeña. Puso su mejilla en el hombro de su madre, la besó en el cuello y acabó por preguntarle al oído, con un estremecimiento:
—Mamá, ¿y podría besarte?
Un ligero rubor subió hasta la frente de Elena. No supo qué responder a esta pregunta de chiquilla. Por fin murmuró:
—Sería como tu padre, querida.
Entonces los bracitos de Juana se pusieron rígidos y estalló en grandes sollozos. Tartamudeaba:
—¡Oh no, no, no quiero!… ¡Oh, mamá! Te lo ruego: dile que no quiero, vete a decirle que yo no quiero…
Se ahogaba. Se había lanzado sobre el pecho de su madre y la cubría de besos y lágrimas. Elena trató de calmarla, repitiéndole que todo se arreglaría. Pero Juana quería inmediatamente una contestación definitiva.
—¡Oh!, di que no, madrecita, di que no… ¿No ves que yo me moriría? ¡Jamás! ¿Verdad? ¡Jamás!
—Está bien; no, te lo prometo. Sé juiciosa y acuéstate.
Durante algunos minutos todavía, en silencio y apasionadamente la niña se apretó entre sus brazos como si no pudiese desprenderse de ella, como si la defendiera contra aquellos que querían quitársela.
Por fin, Elena pudo acostarla; pero tuvo que velar junto a ella parte de la noche. Unas sacudidas la agitaban en su sueño y cada media hora abría los ojos para asegurarse de que su madre estaba allí; luego volvía a dormirse pegando sus labios contra su mano.
Fue un mes deliciosamente suave. El sol abrileño había enverdecido el jardín con una hierba tierna y fina que parecía de encaje. Sobre la verja, los tallos locos de las clemátides echaban sus brotes finos, en tanto que los capullos de las madreselvas exhalaban su perfume delicado, casi azucarado. A ambos lados del césped, cuidado y recortado, los geranios rojos y los alhelíes blancos llenaban de flores los macizos. El bosquecillo de olmos del fondo, entre el estrangulamiento de las construcciones vecinas, arropaba el jardín con sus verdes ramas, cuyas pequeñas hojas se estremecían al menor soplo del aire.
Durante más de tres semanas, el cielo permaneció azul, sin una nube. Era como un milagro de la primavera que festejaba la nueva juventud, el florecimiento que Elena llevaba en su corazón. Todas las tardes bajaba al jardín acompañada de Juana. Tenía ya su puesto asignado, junto al primer olmo de la derecha. Una silla la aguardaba, y al día siguiente encontraba todavía sobre la gravilla las hilachas que había sembrado la víspera.
—Está usted en su casa —repetía todas las tardes la señora Deberle, que sentía hacia ella una de esas pasiones de las que vivía durante seis meses—. Hasta mañana. Procurará venir más pronto, ¿verdad?
Y Elena, en efecto, se sentía como en su casa. Poco a poco se acostumbraba a ese rincón de verdor y esperaba el momento de instalarse en él con una impaciencia infantil. Lo que le encantaba de este jardín burgués era, por encima de todo, la limpieza del césped y de los macizos. Ni una hierba olvidada estropeaba la simetría del follaje. Las avenidas, rastrilladas todas las mañanas, ofrecían a los pies la suavidad de una alfombra. Vivía allí, tranquila y reposada, sin sufrir de los excesos de la savia. Nada turbador le llegaba de estos macizos tan limpiamente dibujados ni de estos mantos de hiedra de la que el jardinero quitaba, una a una, todas las hojas amarillentas. Bajo la sombra recoleta de los olmos, en este parterre discreto que la presencia de la señora Deberle perfumaba con una pizca de almizcle, podía imaginarse en un salón, y la sola vista del cielo, cuando levantaba la cabeza, le recordaba el aire libre y la hacía respirar ampliamente.
A menudo pasaban ambas la tarde solas, sin ver a nadie. Juana y Luciano jugaban a sus pies. Se producían largos silencios. Luego, la señora Deberle, a la que la meditación desesperaba, hablaba horas seguidas, contentándose con el callado acuerdo de Elena, recomenzando de nuevo al menor signo de aprobación. Se trataba de interminables historias relativas a las señoras de su intimidad, de proyectos de recepciones para el próximo invierno, de reflexiones de cotorra charlatana a propósito de los acontecimientos del día, todo el caos mundano que se acumulaba bajo aquella frente estrecha de mujer bonita, todo ello barajado con bruscas efusiones de cariño hacia los niños y con frases emocionadas que exaltaban los encantos de la amistad. Elena se dejaba estrechar las manos. No siempre escuchaba; pero, en el ambiente de ternura en que constantemente vivía, se sentía muy emocionada por las caricias de Julieta, a la que encontraba de una gran bondad, de una bondad de ángel.
Otras veces se presentaba una visita. En estos casos la señora Deberle se sentía encantada. Desde Semana Santa había olvidado sus sábados, como correspondía a esta época del año. Pero temía la soledad y la satisfacía que viniesen a verla, sin cumplidos, en su jardín. Su gran preocupación, entonces, era la de escoger la playa en la que pasaría el mes de agosto. A cada visita empezaba de nuevo la misma conversación; explicaba que su marido no la acompañaría y luego preguntaba a todo el mundo, pues no podía decidirse en su elección. No lo hacía por ella, sino por Luciano. Cuando el bello Malignon llegaba, se sentaba a horcajadas en una silla rústica. Aborrecía el campo y decía que había que estar loco para desterrarse de París con el pretexto de ir a resfriarse a orillas del océano. No obstante, discutía sobre las playas; todas eran infectas, y declaraba que, aparte Trouville, no había absolutamente nada que fuera un poco decente. Elena oía todos los días la misma discusión sin fatigarse, satisfecha incluso con esta monotonía de sus días que la mecía y adormecía en un mismo pensamiento. Al cabo de un mes, la señora Deberle no sabía todavía a dónde ir
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Una tarde cuando Elena ya se retiraba, Julieta le dijo:
—Mañana tengo que salir a la fuerza; pero no deje usted de bajar por eso… Espéreme, que no tardaré en volver.
Elena aceptó y pasó una tarde deliciosa, sola en el jardín. Por encima de su cabeza sólo oía el batir de las alas de los gorriones que revoloteaban por los árboles. Todo el encanto de este rincón lleno de sol la penetraba. A partir de este día, sus mejores tardes fueron aquellas en que su amiga la abandonaba.
Sus relaciones con los Deberle se hicieron cada vez más estrechas. Almorzó en su casa como una amiga a la que se retiene en el momento sentarse a la mesa. Cuando se retrasaba bajo los olmos y Pedro descendía la escalinata para decir: «La señora está servida», Julieta le rogaba que se quedara, y ella cedía a veces. Eran cenas familiares animadas con la turbulencia de los niños. El doctor Deberle y Elena parecían unos buenos amigos cuyos temperamentos apacibles, un tanto fríos, simpatizaban. De modo que Julieta exclamaba a menudo:
—¡Oh, qué bien se entenderían ustedes dos! A mí, tanta tranquilidad me desespera.
Todas las tardes, el doctor volvía de sus visitas hacia las seis. Encontraba a las señoras en el jardín y se sentaba junto a ellas. Al principio Elena había hecho ademán de retirarse en seguida para dejar al matrimonio solo. Pero Julieta se había enfadado tanto de esta brusca retirada, que ahora siempre se quedaba. Compartía la vida íntima de aquella familia, que parecía siempre muy unida. Cuando llegaba el doctor, su esposa le ofrecía siempre la mejilla con el mismo gesto afectuoso y él la besaba; después Luciano se encaramaba por sus piernas, él le ayudaba a subir y lo mantenía sobre sus rodillas mientras seguía hablando. El niño le cerraba la boca con las manitas, le tiraba del pelo en medio de una frase, se portaba tan mal, que él acababa por dejarlo en el suelo diciéndole que jugase con Juana. Elena sonreía viendo estos juegos y, apartando por un momento la vista de su labor, envolvía con una mirada tranquila al padre, a la madre y al niño. El beso del marido no la molestaba en absoluto y las travesuras de Luciano la enternecían. Se hubiese dicho que la tranquila paz de aquel matrimonio era para ella como un descanso.