Una página de amor (16 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Esta súbita claridad la deslumbró. Tuvo miedo, no podía volver a penetrar en el salón con aquella emoción que debía traslucirse en su cara. Cruzando el jardín, subió a su casa para tranquilizarse, perseguida por los rumores danzarines del baile.

V

Al encontrarse de nuevo en la dulzura claustral de su cuarto, Elena sintió que se ahogaba. La habitación la sorprendió, tan tranquila, tan bien cerrada, tan adormecida bajo los cortinajes de terciopelo azul, en tanto irrumpía en ella el sofoco ardiente de la emoción que la agitaba. ¿Era ésta su habitación, este rincón muerto en cuya soledad le faltaba el aire? Violentamente abrió una de las ventanas y se acodó en ella, frente a París.

La lluvia había cesado y las nubes huían como un monstruoso rebaño que, a la desbandada, se hundiese entre las brumas del horizonte. Encima de la ciudad había aparecido un agujero azul que iba ensanchándose lentamente. Pero Elena, con los codos temblorosos sobre la barandilla, sin aliento todavía, debido a la rapidez con que había subido, no veía nada, sintiendo solamente su corazón, cuyos fuertes latidos levantaban su pecho. Respiraba profundamente, pareciéndole que aquel inmenso valle, con su río y sus dos millones de vidas, que toda aquella ciudad gigante, con sus cerros lejanos, no contenía aire bastante para devolverle la regularidad y la tranquilidad de su aliento.

Permaneció allí algunos minutos, fuera de sí, como sumida en una crisis que se había apoderado de ella por entero. Era como un gran torrente de pensamientos y sentimientos confusos, cuyo murmullo no le permitía escucharse ni comprenderse a sí misma. Sus oídos zumbaban y sus ojos veían anchas manchas claras que viajaban lentamente. Se sorprendió examinando sus manos enguantadas y recordó que había olvidado coserle un botón al guante de la mano izquierda. Luego habló en voz alta y repitió muchas veces, con voz cada vez más baja: «La quiero… La quiero… ¡Dios mío, cómo la quiero…!».

Con un gesto instintivo, hundió el rostro en sus manos juntas, apoyando la yema de los dedos contra sus párpados cerrados, como queriendo aumentar la oscuridad de la noche en la que se sumía. Un deseo de anularse, de no volver a ver, de encontrarse sola en el fondo de las tinieblas, se apoderaba de ella. Su respiración se calmaba. París le lanzaba al rostro su poderoso aliento; pero ella lo sentía allí y no queriendo mirarlo de ningún modo, le atemorizaba la idea de separarse de la ventana, dejando de tener bajo ella aquella ciudad cuya magnitud la tranquilizaba.

Pronto se olvidó de todo; pero, a pesar suyo, volvía a surgir ante ella la escena de la confesión. Sobre un fondo negro como la tinta, se dibujaba Enrique con una nitidez singular, tan real que llegaba a percibir los pequeños estremecimientos de sus labios nerviosos. Se estaba acercando, se inclinaba. Entonces, alocadamente se echaba atrás; pero, a pesar de todo, seguía sintiendo un fuego que rozaba sus hombros y oía una voz que repetía: «La quiero… La quiero…».

Luego, cuando con un esfuerzo supremo lograba rechazar la visión, la veía repetirse más lejana, agrandándose lentamente, y era de nuevo Enrique persiguiéndola en el comedor, con las mismas palabras: «La quiero… La quiero…», cuya repetición adquiría en ella la sonoridad inagotable de una campana. Sólo oía estas palabras, vibrando con intensidad en todos sus miembros y desgarrándole el corazón. No obstante, intentaba reflexionar, se esforzaba todavía en huir de la imagen de Enrique. Pero él había hablado, y ya jamás se atrevería a mirarle cara a cara. Su brutalidad de hombre había destruido toda ternura. Evocaba las horas en que él la amaba sin tener la crueldad de decírselo, esas horas pasadas en el fondo del jardín, en la serenidad de la naciente primavera. Pero ¡Dios mío!, él había hablado y ese pensamiento se obstinaba, se hacía tan grande y tan pesado, que un rayo destruyendo París ante sus ojos no le habría parecido de igual importancia. Había en su corazón un impulso de protesta indignada, de cólera orgullosa, mezclada a una sorda e invencible voluptuosidad que le subía de las entrañas y la embriagaba. Había hablado y seguiría hablando, surgiendo obstinadamente con esas ardientes palabras: «La quiero… La quiero…», que se llevaban toda su pasada vida de esposa y de madre.

No obstante, dentro de esta evocación, tenía conciencia de las vastas extensiones que se le ocultaban, tras la noche que la cegaba. Un clamor potente subía de esas oleadas vivientes que se ensanchaban y la envolvían. Los ruidos, los olores, incluso la luminosidad, le daban en el rostro, pese a sus manos nerviosamente apretadas. En ciertos instantes, rápidos detalles parecían taladrar sus párpados cerrados, y a través de esos resplandores adivinaba los monumentos, las flechas y las cúpulas que se dibujaban en la luz difusa del ensueño. Entonces separó las manos, abrió los ojos y quedó deslumbrada. El cielo iba despejándose. Enrique había desaparecido.

Sólo se percibía, en el fondo, una barrera de nubes que apretujaban un derrumbamiento de rocas calcáreas. Ahora, por el aire puro de un azul intenso, cruzaba sólo el ligero vuelo de unas nubes blancas, navegando lentamente, como flotillas de velas que hinchara el viento. Al norte, sobre Montmartre, había una red de extremada finura, como de hilos de seda, pálida, tendida allí, en aquel rincón del cielo, como a la espera de una pesca incierta en aquel mar en calma. Pero, al poniente, sobre los cerros de Meudon, que Elena no podía ver, un jirón de la tormenta debía cubrir todavía el sol, pues París, pese a que despejara, permanecía sombrío y mojado, difuso a través del vaho de los techos que iban secándose. Era una ciudad de tono uniforme, de un gris azulado de pizarra, que los árboles manchaban de negro y muy visible no obstante, gracias a sus vivos contornos y a los millares de ventanas de las casas. El Sena tenía el brillo opaco de un viejo lingote de plata. En ambas orillas, los monumentos aparecían embadurnados de hollín: la torre Saint-Jacques, como carcomida por la herrumbre, levantaba su antigualla de museo, mientras el Panteón, por encima del barrio sombrío que dominaba, adquiría un perfil de gigantesco catafalco. Únicamente la cúpula de los Inválidos conservaba el brillo de sus dorados, que parecían lámparas encendidas en pleno día, de una melancolía soñadora en medio de aquel luto crepuscular que revestía la ciudad. Faltaban los planos; París, velado por una nube, se perfilaba en el horizonte como un dibujo al carbón, colosal y delicado, vigorosamente trazado bajo el cielo límpido.

Ante esta ciudad sombría, Elena imaginaba que no conocía a Enrique. Ahora que su imagen había dejado de perseguirla, se sentía más fuerte. Una íntima rebelión le impulsaba a negar esa posesión que, en pocas semanas la había llenado de ese hombre; no, no le conocía: ignoraba todo lo suyo, sus actos, sus pensamientos; ni siquiera podría asegurar que poseyera una gran inteligencia. Puede que le faltara todavía más corazón que mente. Agotaba de ese modo todos los supuestos, llenando su alma con la amargura que encontraba en cada uno de ellos, tropezando siempre con su ignorancia, con ese muro que la separaba de Enrique y que no le permitía conocerle. No sabía nada, nunca sabría nada. Únicamente le imaginaba brutal, soplándole sus ardientes palabras, ocasionándole la única turbación que hasta ese momento había roto el feliz equilibrio de su vida. ¿De dónde procedía, para turbarla de ese modo? De pronto pensó que, sólo seis semanas antes, ella no existía para él, y esta idea le resultó insoportable. ¡Dios mío!, ¡no ser el uno para el otro, cruzarse sin verse, puede que sin encontrarse jamás! Había juntado sus manos desesperadamente y las lágrimas humedecían sus ojos.

Miró entonces Elena fijamente las lejanas torres de Notre-Dame. Un rayo de sol, cruzando como un dardo entre dos nubes, las doraba. Se sentía la cabeza pesada, como demasiado repleta de ideas tumultuosas que chocaban entre sí. Era como una angustia; hubiese querido interesarse por París, encontrar de nuevo la calma paseando sobre el océano de los tejados su mirada tranquila de todos los días. ¡Cuántas veces, a aquella misma hora, lo desconocido de la gran ciudad en la calma de la tarde, la había mecido en un sueño de ternura! Entre tanto, París se iluminaba ante ella con los rayos del sol. Al primer rayo, caído sobre Notre-Dame, habían sucedido otros, aclarando la ciudad. El astro, en su declive, resquebrajaba las nubes. Los barrios se extendieron en un abigarramiento de sombras y luces. Por un momento, toda la ribera izquierda pareció de un gris de plomo, mientras que luces redondas salpicaban la ribera derecha extendiéndose al borde del río como la piel atigrada de un animal gigantesco. Luego, las formas cambiaban y se desplazaban, al impulso del viento que arrastraba las nubes. Había, sobre el tono dorado de los tejados, como negras capas que viajaban todas en el mismo sentido, con el mismo deslizamiento dulce y silencioso. Las había enormes, navegando con el aire majestuoso de un barco almirante, rodeadas de otras más pequeñas que mantenían la simetría de una escuadra en orden de batalla. Una sombra inmensa, alargada, abriendo unas fauces de reptil, cubrió un momento París, al que parecía querer devorar. Y cuando se hubo perdido al fondo del horizonte, reducida al tamaño de un gusano, un rayo de sol compuesto por mil diminutos destellos que salían como lluvia por la grieta de una nube, cayó sobre el hueco vacío que acababa de dejar. Se veía el polvillo dorado deslizándose como arena finísima, ensanchándose en un amplio cono, lloviendo sin descanso sobre el barrio de los Campos Elíseos que iba salpicando con una claridad danzarina. Largo rato esa lluvia de centellas duró con su espolvoreo continuo de fuego de artificio.

Pero la pasión era fatal y Elena ya no se defendía. Sentía que había agotado todas sus fuerzas contra su propio corazón. Enrique podría hacerla suya: ella se entregaba. Entonces, al dejar de luchar, sintió un placer infinito. ¿Por qué seguir resistiendo? ¿Acaso no había esperado bastante? El recuerdo de su vida pasada la llenaba de desprecio y violencia. ¿Cómo había podido vivir en aquella frialdad de la que antes se sentía tan orgullosa? Se recordaba a sí misma, de muchacha, en Marsella, en la calle des Petites-Maries, en aquella casa en la que siempre había estado tiritando; se recordaba casada, helada junto a ese niño grande que besaba sus pies desnudos, refugiándose en la preocupación de los menudos quehaceres de una buena ama de casa; se recordaba a cualquier hora de su existencia, siguiendo con paso igual el mismo camino, sin una emoción que turbara su tranquilidad y, ahora, esa uniformidad, ese sueño del amor en que había estado sumida la exasperaba. ¡Pensar que se había creído dichosa viéndose a sí misma caminar durante treinta años con el corazón mudo, no contando para colmar el vacío de su existencia más que con su orgullo de mujer honrada! ¡Ah, qué farsa esta rigidez, esta escrupulosidad de lo honesto que la mantenía reducida al goce estéril de las beatas! ¡No, no! ¡Ya era bastante: quería vivir! Y una terrible ironía se apoderaba de ella al pensar en su sensatez. ¡Su sensatez! En realidad, le daba pena esta sensatez que durante su ya larga vida no le había proporcionado un placer comparable al que experimentaba desde hacía una hora. Había rechazado la posibilidad de una caída, había tenido la imbécil jactancia de creer que podría seguir así hasta el final, sin que sus pasos tropezaran siquiera con una piedra… ¡Pues no! Ahora era ella la que reclamaba la caída, y la hubiese querido inmediata y profunda. Toda su rebelión terminaba en este deseo imperativo. ¡Oh, fundirse en un abrazo, vivir en un instante cuanto jamás había vivido!

No obstante, en el fondo de sí misma una gran tristeza lloraba. Era una opresión interior que le producía una sensación de vacío y oscuridad. Entonces discutió consigo misma: ¿No era libre acaso? Al querer a Enrique, no engañaba a nadie y disponía a su antojo de su cariño. ¿Acaso no la excusaba todo? ¿Cuál había sido su vida desde hacía dos años? Comprendía que todo la había reblandecido y preparado para la pasión: su viudez, su absoluta libertad, su soledad. La pasión debió incubarse en ella durante las largas veladas pasadas entre sus dos viejos amigos, el sacerdote y su hermano, esos hombres sencillos cuya serenidad la acunaba; se incubaba mientras ella se encerraba tan severamente fuera del mundo, frente a París, que rugía en el horizonte; se incubaba cada vez que se apoyaba en esta ventana, arrebatada por uno de esos ensueños que antes ignoraba y que poco a poco la volvían tan cobarde. Un recuerdo acudió a su mente; el de aquella clara mañana de primavera, con la ciudad blanca y limpia como bajo un cristal, un París de un rubio infantil, que había contemplado tan perezosamente, tendida en su diván, con un libro caído sobre sus rodillas. Aquella mañana despertó el amor apenas con un estremecimiento que no sabía cómo nombrar y contra el cual se sentía muy fuerte. Hoy se encontraba en el mismo lugar, pero la pasión victoriosa la devoraba, mientras ante ella un sol en su ocaso incendiaba la ciudad. Le parecía que un día había bastado, que ésta era la tarde purpúrea de aquella mañana límpida, y le parecía sentir todas aquellas llamas ardiendo en su corazón.

Pero el cielo había cambiado. El sol, descendiendo hacia los cerros de Meudon, acababa de apartar las últimas nubes con su resplandor. Una gloria de llamas inflamaba el azul. En el fondo del horizonte, el derrumbamiento de las rocas calcáreas que ocultaban las lejanías de Charenton y de Choisy-le-Roi acumuló unos bloques de carmín ribeteado de laca viva; la flotilla de nubéculas navegaba lentamente en el azul, por encima de París, cubriéndose de velas purpurinas; mientras que la pequeña red, la redecilla de blanca seda tendida encima de Montmartre, apareció de pronto convertida en un tul de oro, en cuyas mallas regulares iban a prenderse las estrellas desde su aparición. Y bajo esta ardiente bóveda, se extendía la ciudad completamente amarilla, rayada por grandes sombras. Abajo, en la amplia plaza, a lo largo de las avenidas, los coches y los ómnibuses se cruzaban en medio de una polvareda anaranjada, entre la multitud de los transeúntes, cuyo negro hormigueo iba dorándose y aclarándose con gotas de luz. Unos seminaristas, en apretadas hileras seguían por el muelle de Billy, poniendo una cola de sotanas, color ocre, en la claridad difusa. Más allá, los coches y los peatones se perdían, y sólo se adivinaba muy lejos, sobre algún puente, una hilera de carruajes cuyas linternas centelleaban. A la izquierda, las altas chimeneas de la Manutención, rectas y rosadas, soltaban grandes torbellinos de un humo suave, de un tono delicado de carne; mientras que al otro lado del río, los hermosos olmos del muelle de Orsay, formaban una masa sombría, agujereada por los rayos del sol. El Sena, por cuyas riberas se deslizaban los rayos oblicuos discurría con olas danzarinas en las que el azul, el amarillo y el verde se rompían en abigarrados remolinos; pero, río arriba, ese pintarrajeado de mar oriental adquiría un tono único de oro más y más deslumbrador; se diría un lingote surgido en el horizonte de algún crisol invisible, ensanchándose con un revoltijo de colores vivos, a medida que se enfriaba. Sobre esta fundición centelleante, los puentes escalonados, estrechando sus ligeras curvas parecían una barra gris que iba a perderse en un amontonamiento incendiado de casas en cuya cima, las dos torres de Notre-Dame parecían dos rojas antorchas. A derecha e izquierda llameaban los monumentos, las vidrieras del Palacio de la Industria, en medio de la arboleda de los Campos Elíseos, parecían un lecho de tizones ardiendo; más lejos, tras el tejado achatado de la Magdalena, la masa enorme de la «Opéra» parecía un bloque de cobre; y los demás edificios, la cúpula y las torres, la columna Vendôme, San Vicente de Paúl, la torre Saint-Jacques y, más cerca, los pabellones del nuevo Louvre y de las Tullerías, se coronaban de llamas, levantando en cada encrucijada gigantescas hogueras. La cúpula de los Inválidos ardía con un fuego tan chisporroteante que era de temer que de un momento a otro se hundiera, cubriendo todo el barrio con las pavesas de su armazón. Más allá de las torres desiguales de San Sulpicio, el Panteón se destacaba sobre el cielo con un brillo opaco, tal un palacio real incendiado que se consumiera en brasas. Entonces, París entero, a medida que el sol descendía, se iluminó con las llamaradas de sus monumentos. Corrían destellos de luz por las crestas de los tejados, mientras en los valles dormían los negros humos. Todas las fachadas de cara al Trocadero enrojecían, lanzaban el destello de sus vidrios, verdadera lluvia de chispas que subían de la ciudad, como si algún fuelle estuviera activando sin cesar esta fragua inmensa. Llamaradas que renacían sin cesar surgían de los barrios vecinos, donde las calles se cruzaban sombrías y calcinadas. Incluso en las lejanías de la llanura, desde el fondo de un rojo ceniciento que cubría los arrabales destruidos y todavía calientes, brillaban fugaces resplandores, salidos de cualquier hoguera súbitamente reavivada. Pronto fue todo un horno, París ardía. El cielo enrojecía más y más y las nubes sangraban encima de la ciudad inmensa, rojo y oro.

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