—¡Ah, qué amable ha sido usted viniendo! —dijo Juana a la salida con su franqueza de niña—. Habría tenido miedo por estas calles tan oscuras.
Pero Enrique fingió sorpresa. Creía que encontraría a su esposa. Elena dejó que la pequeña respondiese y los seguía sin hablar. Cuando pasaban los tres bajo el pórtico, oyeron una voz plañidera:
—Una limosna… Dios se la pague.
Cada noche, dejaba en la mano de la tía Fétu una moneda de medio franco. Cuando ésta vio al doctor solo con Elena, meneó simplemente su cabeza con un gesto de complicidad, en lugar de prorrumpir, como de costumbre, en ruidosas expresiones de agradecimiento. Como la iglesia ya estaba vacía, se puso a seguirlos arrastrando los pies y mascullando oscuras palabras. En lugar de regresar por la calle de Passy, a veces, cuando la noche era agradable, las damas volvían por la de Raynouard, prolongando así el paseo de cinco o seis minutos. Aquella noche, Elena, tomó la calle Raynouard deseosa de sombra y silencio, cediendo al encanto de esta amplia calzada desierta que los faroles de gas iluminaban de trecho en trecho, sin que la sombra de ningún transeúnte se proyectara sobre el suelo.
A aquella hora, en aquel barrio apartado, Passy dormía ya con la suave respiración de una ciudad provinciana. Junto a las aceras de ambos lados, se alineaban mansiones particulares, pensionados de señoritas, negros y adormecidos, casas de comida cuyas cocinas estaban todavía iluminadas. Ninguna tienda agujereaba la oscuridad con las luces de su escaparate y esta soledad daba una gran satisfacción a Elena y Enrique. Él no se había atrevido a ofrecerle el brazo y Juana caminaba entre ellos, en medio de la calzada enarenada como la avenida de un parque. Al terminar las casas, seguían unos muros por encima de los cuales colgaban mantos de clemátides y manojos de lilas en flor. Grandes jardines separaban las casas, una verja, por un momento, dejaba ver profundidades sombrías de verdor en las que el césped, de un verde más tierno, palidecía entre los árboles, mientras que, en unos jarrones que se adivinaban confusamente, ramilletes de lirios embalsamaban el aire. Los tres acortaban sus pasos, bajo la tibieza de esta noche primaveral que los bañaba en perfumes; y cuando Juana, en un juego de niños, se adelantaba con la cara levantada hacia el cielo, repetía:
—¡Oh mamá, mira cuántas estrellas!
Pero tras ellos los pasos de la tía Fétu parecían el eco de los suyos. Se aproximaba; se oía el final de la frase latina:
Ave Maria, gratia plena
, repetido sin cesar con el mismo farfulleo. La tía Fétu pasaba su rosario volviendo a su casa.
—Me queda una moneda. ¿Y si se la diese? —preguntó Juana a su madre.
Sin aguardar respuesta, se escapó, corrió hacia la vieja que iba a adentrarse por el pasaje des Eaux. La tía Fétu tomó la moneda invocando a todos los santos del paraíso. Pero al mismo tiempo había cogido la mano de la niña y, sin soltarla, con un cambio de voz, dijo:
—¿Es que está enferma la otra señora?
—No —respondió Juana sorprendida.
—¡Ah, que el cielo la guarde!, ¡qué llene de prosperidades a ella y a su marido!… No se me escape, mi buena señorita. Déjeme decir un avemaría a la intención de su mamá y usted contestará «Amén» conmigo… Su mamá se lo permite; ya la alcanzará.
Entretanto, Elena y Enrique se habían quedado temblorosos al encontrarse solos de pronto, bajo la sombra de una fila de grandes castaños que bordeaban la calle. Dieron lentamente algunos pasos. Los castaños habían dejado caer al suelo una lluvia de sus pequeñas flores e iban caminando sobre la alfombra color de rosa. Luego se detuvieron, con el corazón demasiado lleno para ir más lejos.
—Perdóneme —dijo sencillamente Enrique.
—Sí, sí —balbuceó Elena—. Se lo ruego, cállese.
Pero había sentido su mano, que rozaba la suya. Retrocedió. Afortunadamente, Juana volvía corriendo.
—¡Mamá, mamá! —gritó—. Me ha hecho rezar un avemaría para que te traiga suerte.
Y los tres torcieron por la calle de Vineuse, mientras la tía Fétu descendía la escalera del pasaje de des Eaux, terminando su rosario.
Transcurrió el mes. La señora Deberle dos o tres veces más fue a los ejercicios del mes de María. Un domingo, el último, Enrique se atrevió a esperar de nuevo a Elena y a Juana. El regreso fue delicioso. El mes había transcurrido con una suavidad extraordinaria. La pequeña iglesia parecía que hubiese estado allí para calmar y preparar su pasión. Elena, primero, se había tranquilizado, feliz con este refugio de la religión en el cual creía poder amar sin avergonzarse; pero en ella seguía produciéndose una sorda labor, y cuando despertaba de su modorra devota se sentía invadida, atada por unos lazos que le hubiesen arrancado la carne si hubiese intentado romperlos. Enrique permanecía respetuoso. No obstante, ella veía como una llamarada subía de nuevo hasta su rostro. Temía cualquier impulso de loco deseo. Ella misma se daba miedo, trastornada por bruscos accesos de fiebre.
Una tarde, a la vuelta de un paseo con Juana, cogió la calle de l'Annonciation y entró en la iglesia. La pequeña se quejaba de un gran cansancio. Hasta el último día no había querido confesar que la ceremonia de la noche la fatigaba, tan profunda era la satisfacción que encontraba en ella; pero sus mejillas se habían vuelto de una palidez de cera y el doctor aconsejaba que hiciera largas caminatas.
—Ponte ahí —dijo su madre—. Descansarás… No nos quedaremos más que diez minutos.
La había hecho sentar junto a una columna. Ella fue a arrodillarse unas sillas más lejos. Unos obreros, al fondo de la nave, desclavaban tapices, trasladaban los jarrones de flores, pues los ejercicios del mes de María habían terminado la víspera. Elena, con la cara entre las manos, no veía nada, no oía nada, preguntándose con ansiedad si debía confesar al reverendo Jouve la crisis terrible que estaba pasando. Le daría un consejo que tal vez le devolviera la tranquilidad perdida. Pero del fondo de su alma subía una alegría desbordante nacida de su misma angustia. Se complacía en su mal, temblaba pensando que el sacerdote pudiese curarla. Los diez minutos pasaron, transcurrió una hora; se abismaba en la lucha de su corazón.
Cuando, por fin, levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas, vio al reverendo Jouve a su lado mirándola con gesto apesadumbrado. Era él quien dirigía a los obreros, y, al reconocer a Juana, acababa de acercarse.
—¿Qué le pasa a usted, hija mía? —preguntó a Elena, que se ponía de pie secándose las lágrimas.
No supo qué responder, temiendo caer de nuevo de rodillas y estallar en sollozos. Él se acercó más y prosiguió en voz baja:
—No quiero interrogarla, pero ¿por qué no se confía usted a mí, al sacerdote, no al amigo?
—Más tarde —balbuceó ella—, más tarde, se lo prometo.
Juana había esperado con paciencia al principio, entreteniéndose mirando las vidrieras, las estatuas de la puerta principal y las escenas del Viacrucis, representadas en pequeños bajorrelieves a lo largo de las naves laterales.
Poco a poco el fresco de la iglesia había caído sobre ella como un sudario y, con ese cansancio que le impedía incluso pensar, sentía un malestar que procedía del silencio religioso de las capillas, de la prolongación sonora de los menores ruidos, de este lugar sagrado donde le parecía que iba a morir. Pero su mayor disgusto era ver que se llevaban las flores. A medida que los grandes ramos de rosas desaparecían, el altar aparecía frío y desnudo. Estos mármoles la helaban, sin un cirio, sin el humo del incienso. Por un momento, la Virgen, vestida de encajes, osciló, y luego cayó hacia atrás en los brazos de dos obreros. Entonces Juana lanzó un débil grito, abrió los brazos, se puso rígida, víctima de la crisis que la amenazaba desde hacía algunos días.
Cuando Elena, enloquecida, pudo llevársela en un coche de punto, ayudada por el desconsolado sacerdote, se volvió hacia el pórtico con las manos extendidas y temblorosas.
—¡Es esta iglesia! ¡Esta iglesia! —repetía con una violencia en la que había la añoranza y el reproche de un mes de ternura devota que en ella había gozado.
Por la noche, Juana estaba mejor. Pudo levantarse y, para tranquilizar a su madre, se empeñó en ir hasta el comedor, donde se sentó frente a su plato vacío.
—No será nada —dijo tratando de sonreír—. Ya sabes que estoy hecha un cacharro… Tú, come; quiero que comas.
Y ella misma, viendo que su madre miraba cómo palidecía y temblaba sin poder tragar un bocado, acabó simulando un poco de apetito.
Le prometía que iba a tomar un poco de mermelada. Entonces Elena se dio prisa, mientras que la niña, siempre sonriente, con un pequeño temblor nervioso de la cabeza, la contemplaba en actitud de adoración.
Luego, a los postres, quiso mantener su promesa; pero las lágrimas aparecieron al borde de sus párpados.
—Esto no pasa, ¿sabes? —murmuró—; no debes reñirme.
Sentía una terrible fatiga que la aniquilaba. Le parecía que sus piernas estaban muertas y una mano de hierro le oprimía los hombros. Pero se hacía la valiente y se aguantaba los ligeros gritos que le arrancaban unos dolores lancinantes en el cuello. Por un momento se abandonó, con la cabeza demasiado pesada, encogiéndose bajo el dolor. Y su madre, viéndola tan delgada, tan débil y tan adorable, no pudo terminar la pera que se esforzaba en comer. Los sollozos la ahogaban; dejó caer su servilleta y vino a coger a Juana entre sus brazos.
—Hija mía, hija mía… —balbuceaba con el corazón destrozado, viendo este comedor donde la pequeña tan a menudo la había divertido con su glotonería, cuando se encontraba bien.
Juana se irguió, tratando de recobrar su sonrisa.
—No te atormentes; de verdad que esto no será nada. Ahora que ya terminaste, vas a meterme de nuevo en la cama… Quería verte sentada a la mesa porque, si no, ya te conozco, no hubieses tomado ni así de pan.
Elena se la llevó. Acercó su camita junto a la suya en la misma habitación. Cuando Juana estuvo echada, arropada hasta la barbilla, se encontró mucho mejor. Sólo se quejaba de unos dolores sordos detrás de la cabeza. Luego se enterneció; su apasionado afecto parecía aumentar cuando se sentía enferma. Elena tuvo que besarla jurándole que la querría mucho y prometiéndole que volvería a besarla cuando se acostara.
—No importa si duermo —repetía Juana—. Yo te oigo de todos modos.
Cerró los ojos y se durmió. Elena quedó junto a ella, contemplando su sueño. Cuando Rosalía vino de puntillas a preguntarle si podía retirarse, le contestó afirmativamente con un gesto de cabeza. Dieron las once y Elena seguía allí cuando creyó que llamaban ligeramente a la puerta de entrada. Tomó la lámpara y, con gran sorpresa, fue a abrir.
—¿Quién es?
—Soy yo, abra —contestó una voz ahogada.
Era la voz de Enrique. Abrió apresuradamente, pareciéndole natural esta visita. Sin duda el doctor acababa de enterarse de la crisis de Juana y acudía aun cuando ella no le hubiese hecho llamar, presa de cierto pudor de hacerle compartir sus preocupaciones por la salud de su hija. Pero Enrique no le dio tiempo de hablar; la siguió hasta el comedor temblando y con el rostro encendido.
—Se lo ruego, perdóneme —balbuceó cogiéndole la mano—. Hace tres días que no la veo y no he podido resistir la necesidad de verla.
Elena retiró la mano. Él retrocedió con los ojos fijos en ella, prosiguiendo:
—No tema usted nada: la quiero… Me hubiese quedado en la puerta si no me hubiese abierto. ¡Oh!, ya sé que es una locura, pero la amo, la amo…
Ella le escuchaba muy grave, con una muda severidad que le torturaba. Ante esta acogida, se dejó llevar por el impulso de su pasión:
—¡Ah! ¿Por qué seguimos representando esta atroz comedia?… Yo no puedo más, mi corazón estallaría; haría una locura peor que la de esta noche; la cogería delante de todos y me la llevaría,…
Un deseo desenfrenado le hacía tender los brazos. Se había acercado y besaba sus vestidos; y sus febriles manos se extraviaban. Ella, completamente rígida, permanecía helada.
—Entonces, ¿no sabe usted nada? —preguntó.
Y como él había cogido su muñeca desnuda bajo la manga abierta del peinador y la cubría de ávidos besos, hizo al fin un gesto de impaciencia.
—¡Deje esto! ¿No se da usted cuenta de que ni siquiera le escucho? ¡Acaso pienso en estas cosas! —Se calmó y preguntó de nuevo—: Entonces, ¿no sabe usted nada?… Pues bien: mi hija está enferma. Estoy contenta de verle; va usted a tranquilizarme.
Cogiendo la lámpara, pasó la primera; pero bajo el dintel se volvió para decirle duramente, con su clara mirada:
—Le prohíbo que vuelva usted a empezar aquí… ¡Nunca jamás!
Entró tras ella, tembloroso todavía, sin acabar de comprender lo que le estaba diciendo. En la habitación, a estas horas de la noche, entre la ropa interior y los vestidos esparcidos, respiró de nuevo este olor a verbena que tanto le había turbado la primera noche en la que había visto a Elena despeinada y con el chal resbalándole por los hombros. ¡Encontrarse allí de nuevo, arrodillarse, sorber todo aquel perfume de amor que flotaba y esperar así el día en adoración, abandonándose a la posesión de su sueño! Sus sienes estallaban y se apoyó en la camita de hierro de la niña.
—Se ha dormido —dijo Elena en voz baja—. Mírela.
Él no comprendía nada; su pasión no quería enmudecer. Ella se había inclinado delante de él, con lo cual adivinaba su nuca dorada, bajo sus finos cabellos rizados. Cerró los ojos para resistir el deseo de besarla en aquel sitio.
—Doctor, véala, está ardiendo… Diga: ¿es algo grave?
Entonces, pese al deseo loco que golpeaba su cráneo, cediendo a la costumbre profesional, tomó maquinalmente el pulso de Juana… Pero la lucha era demasiado fuerte y permaneció un momento inmóvil, sin que pareciera darse cuenta de que tenía aquella pobre manecita en la suya.
—Dígame: ¿tiene mucha fiebre?
—Mucha fiebre, ¿le parece? —repitió él.
La manecita calentaba la suya. Hubo un nuevo silencio. En él estaba despertando el médico. Contó las pulsaciones. Una llama se apagó en sus ojos. Poco a poco su rostro palideció; se inclinó inquieto mirando a Juana atentamente. Murmuro:
—El acceso es muy violento, tiene usted razón… ¡Dios mío!, pobre criatura…
Su deseo había muerto; no tenía ya más que la pasión de servirla. Recobró toda su sangre fría. Se había sentado e interrogaba a la madre sobre los hechos que habían precedido a la crisis, cuando la pequeña se despertó gimiendo. Se quejaba de un dolor de cabeza espantoso. Los dolores en el cuello y en los hombros se habían hecho tan vivos, que no podía hacer un movimiento sin prorrumpir en un sollozo. Elena arrodillada al otro lado de la cama, la animaba y sonreía con el corazón destrozado al verla sufrir así.