Volvía a acostarse violentamente y, cuando por segunda vez le daban la tisana, la rechazaba porque tenía demasiado azúcar. No querían cuidarla; lo hacían a propósito. Elena, que temía ponerla todavía más nerviosa, no contestaba y la miraba con lágrimas en las mejillas.
Juana, sobre todo, guardaba sus cóleras para las horas en que iba el médico. En cuanto entraba, se hundía en el lecho y bajaba solapadamente la cabeza como esos animales salvajes que no toleran que se les acerque un extraño. Ciertos días se negaba a hablar, le abandonaba el pulso, se dejaba examinar, inerte, con los ojos fijos en el techo. Otros días no quería ni verle y se tapaba los ojos con sus dos manos tan rabiosamente, que habría sido necesario torcerle los brazos para separárselas Una noche, cuando su madre le presentaba la cucharada de medicina, soltó esta cruel frase:
—No; esto me envenena.
Elena quedó impresionada, con el corazón atravesado por un dolor agudo, temiendo ir hasta el fondo de aquella expresión.
—¿Qué estás diciendo, querida? —preguntó—. ¿Sabes lo que estás diciendo?… Los remedios nunca son buenos. Este tienes que tomarlo.
Pero Juana mantuvo su testarudo silencio, volviendo la cabeza para no tomar la medicina. A partir de este día fue caprichosa, tomando o no las medicinas según el humor del momento. Olfateaba las botellas, las examinaba desconfiada encima de su mesita de noche. Cuando había rechazado una la reconocía siempre, y antes se hubiera dejado morir que tomar una sola gota de ella. Sólo a veces el bueno del señor Rambaud lograba decidirla. Le abrumaba ahora con una ternura exagerada, sobre todo cuando el doctor estaba allí y dirigía hacia su madre brillantes miradas para ver si ella sufría de este afecto que testimoniaba a otro.
—¿Ah, eres tú, mi buen amigo? —exclamaba en cuanto le veía aparecer—. Ven a sentarte cerquita de mí… ¿Traes naranjas?
Se incorporaba escudriñando entre risas sus bolsillos, donde siempre había alguna golosina. Después le besaba, representaba toda una comedia apasionada, satisfecha y vengada con el tormento que creía adivinar en la pálida cara de su madre. El señor Rambaud estaba muy orondo de haber hecho así las paces con su querida pequeña. Pero en el recibidor, Elena había ido a su encuentro, advirtiéndole con una rápida frase. Entonces, como de pronto, aparentaba darse cuenta de la porción que había encima de la mesa.
—¡Diantre! ¿Estás tomando jarabe?
La cara de Juana se oscurecía, y decía a media voz:
—No, no, es malo; huele que apesta. ¡Yo no bebo esto!
—¡Cómo! ¡Tú no bebes esto! —replicaba el señor Rambaud con gesto alegre—. Te apuesto a que está muy bueno… ¿Me permites que tome un poco?
Sin esperar el permiso, se echaba una generosa cucharada y la tragaba sin una mueca, simulando una satisfacción golosa.
—¡Oh, exquisito! —murmuraba—. Estás en un error… Espera, sólo un poquito.
Juana, divertida, dejaba de defenderse. Quería de todo lo que el señor Rambaud hubiese probado, seguía con atención sus movimientos, parecía estudiar en su rostro el efecto de la droga. Y el pobre hombre, durante un mes, se harto de productos farmacéuticos. Cuando Elena le daba las gracias, él levantaba los hombros.
—¡Déjelo! ¡Si está bueno! —acababa por decir, convencido, satisfecho de compartir por gusto los medicamentos de la pequeña.
Pasaba las tardes junto a ella. El abate, por su parte, venía cada dos días. Ella los retenía todo el tiempo posible y se enfadaba cuando los veía coger sus sombreros. Ahora temía encontrarse a solas con su madre y el doctor; hubiese querido que siempre hubiese gente allí para separarlos. A menudo llamaba a Rosalía sin motivo. Cuando se quedaban solos sus miradas no los dejaban, los perseguían por todos los rincones del dormitorio. Palidecía en cuanto se tocaban la mano. Si cruzaban una palabra en voz baja, se incorporaba enfadada, queriendo saber. No toleraba siquiera que el traje de su madre, sobre la alfombra, rozara el pie del doctor. No podían acercarse, mirarse, sin que a ella, le acometiera inmediatamente un temblor. Su carne dolorida, su pobre pequeño ser inocente y enfermo, tenía una susceptibilidad extremada que le hacía volverse bruscamente cuando adivinaba que tras ella se habían sonreído. Los días en que más se querían los acertaba ella en el aire que le daban, y estos días estaba más triste, sufría como sufren las mujeres nerviosas cuando se acerca una violenta tempestad.
En torno a Elena, todo el mundo consideraba a Juana como fuera de peligro. Ella misma, poco a poco, había ido compartiendo esta certeza. Por esto acabó por tratar las crisis como antojos de niña mimada, sin importancia. Después de las seis semanas de angustia que acababa de pasar, sentía cierta necesidad de vivir. Su hija, ahora, podía prescindir de sus servicios durante horas y constituía un alivio delicioso, un descanso y una voluptuosidad vivir estas horas para ella, que desde hacía tanto tiempo no sabía siquiera si existía. Hurgaba en sus cajones y encontraba con alegría objetos olvidados, se ocupaba en toda clase de pequeños menesteres para recobrar la marcha feliz de su vida diaria. En esta renovación, aumentaba su amor. Enrique era como la recompensa que se concedía por haber sufrido tanto. En el fondo de esta habitación, se sentían fuera del mundo, perdiendo el recuerdo de todo obstáculo. Nada los separaba, excepto esta niña, sobresaltada por su pasión.
Entonces fue justamente Juana quien acució sus deseos. Siempre entre ellos, con su mirada espiándolos, les obligaba a un recato constante, a una comedia de indiferencia de la que salían más ansiosos. Durante días no podían cruzar una palabra, dándose cuenta de que ella los escuchaba, incluso cuando parecía adormecida. Una noche en que Elena había acompañado a Enrique, en el recibidor, muda, vencida, iba a caer en sus brazos, cuando Juana, tras la puerta cerrada, se puso a gritar: «¡Mamá! ¡mamá!», con una voz furiosa como si el beso ardiente con que el médico rozó los cabellos de su madre hubiese repercutido en ella. Elena tuvo que entrar rápidamente en la habitación, pues acababa de oír que la niña saltaba de la cama. La encontró temblando, desesperada, corriendo en camisa. Juana no quería que la dejasen. A partir de este día, sólo les quedó un apretón de manos a la llegada y a la partida. La señora Deberle, desde hacía un mes, se había ido a los baños de mar con su pequeño Luciano; el doctor, que disponía de todas las horas no podía pasar junto a Elena más allá de diez minutos. Habían terminado sus largas conversaciones, tan dulces, delante de la ventana. Cuando se miraban, una llama cada vez más grande se encendía en sus ojos.
Lo que sobre todo acabó de torturarlos fueron los cambios de humor de Juana. Una mañana se deshizo en llanto cuando el doctor se inclinó sobre ella. Durante todo el día su odio se transformó en ternura febril; quiso que se quedase junto a su cama, llamó a su madre veinte veces como si quisiera verlos uno junto a otro, emocionados y sonrientes. Elena, muy feliz, soñaba ya en una larga serie de días parecidos. Pero al día siguiente, cuando Enrique llegó, la niña le recibió tan duramente, que la madre, con una mirada, le suplicó que se retirara; toda la noche Juana se había agitado con el arrepentimiento indignado de haber sido buena. A cada instante se reproducían escenas parecidas. Después de las horas exquisitas que les concedía la niña en sus momentos de cariños apasionados, llegaban las horas malas como un latigazo que acrecentaba en ellos la necesidad de ser el uno del otro.
Entonces, un sentimiento de rebeldía fue creciendo poco a poco en Elena. Es verdad que hubiera dado la vida por su hija. Pero ¿por qué esta niña mala la torturaba hasta tal punto, ahora que estaba fuera de peligro? Cuando ella se abandonaba dejándose llevar por cualquier sueño vago en el que se veía pasear con Enrique, en un país desconocido y encantador, de pronto, la imagen rígida de Juana surgía, provocando el desgarro de sus entrañas y su corazón. Sufría demasiado en esta lucha entre su maternidad y su amor.
Una noche, pese a la prohibición expresa de Elena, vino el doctor. Desde hacía ocho días no habían podido cruzar una palabra. Ella no quería recibirle; pero él, suavemente, la empujó hacia la habitación, como para tranquilizarla. Allí los dos se creían seguros de sí mismos. Juana dormía profundamente. Se sentaron en sus puestos habituales, junto a la ventana, lejos de la lámpara, y una sombra tranquila los envolvió. Durante dos horas estuvieron hablando, acercando sus caras para hablar más bajo, tan bajo, que apenas su aliento alteraba el silencio de la gran habitación aletargada. De vez en cuando volvían la cabeza, echando una mirada sobre el fino perfil de Juana, cuyas manitas, juntas, descansaban sobre la sábana. Pero acabaron por olvidarla. Su balbuceo crecía. Elena, de pronto separó sus manos, que ardían bajo los besos de Enrique, y sintió el frío horror de la abominación que habían estado a punto de cometer.
—¡Mamá! ¡Mamá! —balbuceó Juana, bruscamente agitada, como atormentada por alguna pesadilla.
Se debatía en su lecho, con los ojos pesados de sueño, intentando sentarse en la cama.
—Escóndete, por favor, escóndete —repetía Elena, apurada—; si te quedas ahí, la matas.
Enrique desapareció rápidamente en el hueco de la ventana, tras una de las cortinas de terciopelo azul. Pero la niña seguía doliéndose.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Oh, cómo sufro!…
—Estoy aquí, junto a ti, querida… ¿Dónde te duele?
—No lo sé… Es por ahí, ¿ves? Es como si me quemara.
Había abierto los ojos y, con la cara contraída, apoyaba sus manitas en el pecho.
—Me ha dado de golpe… Estaba durmiendo y sentí como un gran fuego.
—Pero ya pasó. ¿Ya no sientes nada?
—Sí, sí, igual.
Y con una mirada inquieta recorrió toda la habitación. Ahora estaba completamente despierta; la sombra hosca descendía y hacía palidecer sus mejillas.
—¿Estás sola, mamá?
—¡Claro, querida!
Sacudió la cabeza mirando, oliendo el aire con creciente agitación.
—No, no, estoy segura… Hay alguien… Tengo miedo, mamá, tengo miedo. ¡Oh! Tú me engañas, no estás sola…
Una crisis nerviosa la acometió, se echó en la cama sollozando y escondiéndose debajo del cobertor como para escapar de algún peligro. Elena, trastornada, hizo salir inmediatamente a Enrique. Él quería quedarse para cuidar de la niña, pero ella le empujó hacia fuera. Volvió y cogió a Juana entre sus brazos mientras ésta repetía la queja que resumía siempre sus grandes dolores:
—Tú ya no me quieres… Ya no me quieres…
—Cállate, ángel mío, no digas esto —gritó la madre—. Te quiero más que a nadie en el mundo… ¡Vas a ver cómo te quiero!
La cuidó hasta la mañana, resuelta a darle su corazón, asustada de ver que su amor repercutía tan dolorosamente en esta querida criatura. Su hija vivía su amor. Al día siguiente, exigió una consulta. El doctor Bodin vino como por casualidad y examinó a la enferma, a la que auscultó bromeando. Luego tuvo una larga conversación con el doctor Deberle, que se había quedado en la habitación vecina. Ambos estuvieron de acuerdo en que, por el momento, no se observaba ninguna gravedad; pero, temiendo complicaciones, interrogaron largamente a Elena, sintiéndose ante una de estas neurosis que tienen una historia en la familia y que desconciertan a la ciencia. Entonces ella les dijo lo que, en parte, ya sabían: su abuela encerrada en un manicomio de Tulettes, a algunos kilómetros de Plassans, su madre muerta repentinamente de una tisis galopante, después de una vida de trastornos y crisis nerviosas. Ella era como su padre, al qué se parecía en los rasgos de la cara y del que conservaba el carácter equilibrado
[17]
. Juana, por el contrario, era el vivo retrato de su abuela, pero mucho más delicada; nunca alcanzaría su alta talla ni su fuerte armazón ósea. Los dos médicos repitieron una vez más que necesitaba grandes cuidados. Nunca se tomarían demasiadas precauciones con estas afecciones cloroanémicas, que favorecen el desarrollo de tantas enfermedades crueles.
Enrique había escuchado al viejo doctor Bodin con una deferencia que jamás había tenido por ningún colega. Le consultaba sobre Juana con los aires de un alumno que duda de sí mismo. La verdad es que acababa por temblar ante esta niña; escapaba a su ciencia y temía matarla y perder a la madre. Transcurrió una semana. Elena dejó de recibirle en la habitación de la enferma. Entonces, por propio impulso, herido en el corazón, enfermo, cesó en sus visitas.
Hacia finales de agosto, Juana pudo por fin levantarse y andar por la casa. Se reía, aliviada; en quince días no había tenido ninguna crisis. Su madre, toda para ella, siempre junto a ella, había bastado para curarla. Durante los primeros días, la niña seguía desconfiada, probaba sus besos, se inquietaba de sus movimientos, exigía que le diese la mano para dormirse y quería conservarla durante el sueño. Luego, viendo que ya no subía nadie, que ya no tenía que compartirla con nadie, había recobrado la confianza, feliz de comenzar de nuevo su buena vida de antes, ambas solas, trabajando delante de la ventana. Cada día se ponía más de color de rosa. Rosalía decía que estaba floreciendo a ojos vista.
Ciertas tardes, no obstante, al caer la noche, Elena se abandonaba. Desde la enfermedad de su hija, se había vuelto seria, un poco pálida, con una arruga en la frente que antes no tenía. Y cuando Juana se daba cuenta de uno de estos movimientos de cansancio, en una de estas horas desesperadas y vacías, ella misma se sentía muy desgraciada y le pesaba en el corazón un vago remordimiento. Dulcemente, sin hablar, se colgaba de su cuello. Luego, en voz baja, decía:
—¿Eres feliz, madrecita?
Elena sentía un estremecimiento y se apresuraba a responder:
—¡Claro que sí, querida!
La niña insistía:
—Eres feliz, feliz… ¿Seguro?
—Muy seguro… ¿Cómo quieres que no sea feliz?
Entonces Juana la apretaba estrechamente en sus bracitos como para recompensarla. La quería amar tan fuerte, decía, tan fuerte, que no se pudiese encontrar una madre tan feliz en todo París.
El jardín del doctor Deberle, en agosto, era un verdadero pozo de verdor. Junto a la verja, las lilas y los codesos mezclaban sus ramas, en tanto que las plantas trepadoras, las hiedras, las madreselvas y las clemátides lanzaban por todas partes sus brotes sin fin, que se deslizaban, se anudaban, caían como una lluvia, llegaban hasta los olmos del fondo después de haber corrido a lo largo de las tapias; y allí se hubiese dicho que formaban una tienda, atada de un árbol a otro, en que los olmos se erguían como los pilares sólidos y frondosos de un salón de verdor. Este jardín era tan diminuto, que la menor sombra bastaba para cubrirlo. A mediodía, en el centro, el sol ponía una única mancha amarillenta que dibujaba la redondez del césped, flanqueado por los dos macizos de flores. Junto a la escalinata había un gran rosal de rosas color de té, enormes, que florecían a centenares. Por la tarde, cuando disminuía el calor, el perfume se hacía penetrante, un olor cálido de rosas embalsamaba el ambiente, bajo los olmos. No había nada más encantador que este rincón perdido, tan perfumado, donde no podía penetrar la mirada de los vecinos y que sugería un sueño de selva virgen, mientras los organillos tocaban polcas en la calle de Vineuse.