Una página de amor (26 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Elena, siguiendo el amplio ademán del sacerdote, había paseado sobre París iluminado una amplia mirada. También allí ignoraba el nombre de las estrellas. Hubiese querido preguntar qué era aquella luz resplandeciente que estaba a lo lejos, hacia la izquierda y que miraba todas las noches. También había otras que le interesaban. Las había que le gustaban, mientras que había otras que la dejaban inquieta y enojada.

—Padre —dijo, empleando por primera vez este nombre cariñoso y respetuoso—, déjeme vivir. Es la belleza de esta noche lo que me tiene agitada… Se engaña usted; es imposible que me pueda usted prestar consuelo ahora, puesto que no puede comprenderme.

El sacerdote abrió los brazos y luego los dejó caer con una lentitud resignada. Después de un silencio, le habló en voz baja.

—No cabe duda de que tenía que ser así… Pide usted socorro, pero no quiere que la salven. ¡Qué cantidad de confesiones desesperadas he recibido y qué cantidad de lágrimas no he podido evitar!… Óigame hija mía, prométame una cosa tan sólo: si alguna vez la vida se hace demasiado pesada para usted, piense que hay un hombre que la quiere que la espera… no tendrá usted más que poner su mano en la suya para encontrar de nuevo la tranquilidad.

—Se lo prometo —contestó Elena con gravedad.

Y en el mismo momento en que ella hacía este juramento hubo en la habitación una ligera risa. Era Juana, que acababa de despertarse y miraba su muñeca cancaneando encima del velador. El señor Rambaud, encantado de su reparación, seguía tendiendo las manos, temeroso de algún accidente. Pero la muñeca era sólida; pisaba fuerte con sus taconcitos, y volvía la cabeza soltando a cada paso las mismas palabras con voz de cotorra.

—¡Oh, vaya jugada! —murmuró Juana, todavía medio dormida—. Dime: ¿qué le has hecho? Estaba rota y vuelve a estar viva… Dámela un momento, déjame ver. Eres demasiado amable…

Entre tanto, por encima de París, encendido, descendía una nube luminosa. Hubiérase dicho el rojo hálito de una hoguera. De momento fue tan sólo una amarillez en la noche, un reflejo apenas sensible; luego, poco a poco, a medida que la noche avanzaba, se hizo sangrienta: y suspendida en el aire, inmóvil por encima de la ciudad, formada por todas las llamas y por toda la vida rugiente que se exhalaba de ella, era como una de estas nubes de rayos y de incendios que coronan la boca de los volcanes.

CUARTA PARTE
I

Habían pasado ya los lavafrutas, y las señoras, delicadamente, se secaban los dedos. Hubo un momento de silencio alrededor de la mesa. La señora Deberle paseó su mirada para ver si todo el mundo había terminado; luego se levantó sin decir palabra y todos los invitados la imitaron en medio de un gran zarandeo de sillas. Un señor mayor, que se encontraba a su derecha, se había apresurado a ofrecerle el brazo.

—No, no —murmuró conduciéndole hacia una puerta—. Vamos a tomar el café en el saloncito.

Unas parejas la siguieron. Al final, venían dos damas y dos caballeros, que continuaban una conversación sin pensar en unirse al desfile. Pero, en el saloncito cesaron los miramientos y reapareció la alegría de los postres. El café estaba ya servido sobre un velador en una gran bandeja de laca. La señora Deberle dio una vuelta en derredor, con la gracia de una ama de casa que se preocupa de los distintos gustos de sus invitados. En realidad, era Paulina la que más se afanaba y la que se reservaba el servicio a los caballeros. Era aproximadamente una docena de personas, el número más o menos reglamentario que los Deberle invitaban cada miércoles a partir de diciembre. Por la noche, alrededor de las diez, acudía mucha gente.

—Señor de Guiraud, una taza de café —decía Paulina, que se había detenido ante un hombrecito calvo—. ¡Ah, no! Ya me acuerdo, usted no lo toma… Entonces, ¿una copita de
chartreuse
?

Se embarullaba en su servicio y le trajo un vaso de coñac. Sonriente, cancaneaba alrededor de los invitados, con mucho aplomo, mirándoles a los ojos, circulando con soltura con su larga cola. Llevaba un soberbio vestido blanco de cachemira de la India, guarnecido de cisne, con un escote cuadrado en el pecho. Cuando todos los hombres estuvieron de pie, con su taza en la mano, bebiendo a sorbitos, apartando la barbilla, se dedicó a un joven alto, el joven Tissot, que le parecía muy hermoso.

Elena no había querido café. Se había sentado aparte, con aire cansado. Vestía un traje de terciopelo negro, sin adorno alguno, que la envolvía severamente. Se fumaba en el saloncito y las cajas de cigarros estaban junto a ella, encima de una consola. El doctor se acercó y escogió un cigarro mientras le preguntaba:

—¿Juana está bien?

—Muy bien —contestó ella—. Hoy hemos ido al bosque y ha jugado como una loca… ¡Oh!, a estas horas ya debe de estar durmiendo.

Los dos hablaban amistosamente, con una familiaridad sonriente propia de las personas que se ven todos los días. Pero en aquel momento la señora Deberle levantó la voz.

—Mire: la señora Grandjean puede decírselo. ¿Verdad que volví de Trouville hacia el diez de septiembre? Llovía, la playa se había puesto insoportable.

Tres o cuatro señoras la rodeaban mientras ella hablaba de su estancia junto al mar. Elena tuvo que levantarse y unirse al grupo.

—Nosotros hemos pasado un mes en Dinard
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—contaba la señora de Chermette—. ¡Oh, una región deliciosa y una sociedad encantadora!

—Había un jardín detrás del chalet y una terraza sobre el mar —seguía la señora Deberle—. Ya sabe usted que decidí llevarme mi landó y mi cochero… Es mucho más cómodo para los paseos… Pero la señora Levasseur vino a vernos…

—Sí, un domingo —dijo ésta—. Estábamos en Cabourg
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… ¡Oh!, estaba usted muy bien instalada, pero me pareció que había de resultar algo caro…

—A propósito —interrumpió la señora Berthier, dirigiéndose a Julieta—: ¿no le enseñó a nadar el señor Malignon?

Elena notó en la cara de la señora Deberle cierto embarazo, una súbita contrariedad. Ya, muchas veces, le había parecido que el nombre de Malignon, pronunciado de improviso ante ella, la molestaba; pero la joven ya se había recobrado.

—¡Vaya nadador! —exclamó—. ¡Si alguna vez llega a dar lecciones a alguien!… A mí, el agua fría me da un miedo espantoso. Con sólo ver la gente que se baña, me pongo a tiritar.

Y tuvo un delicioso estremecimiento, subiendo sus hombros rollizos, como un pájaro mojado que se sacude.

—Entonces, ¿se trata de un chisme? —dijo la señora de Guiraud.

—Seguro que lo es. Apuesto que es él mismo quien lo ha inventado. Me odia desde que pasó allí un mes con nosotros.

Comenzaba a llegar gente. Las señoras, con un manojo de flores en el pelo, los brazos redondeados, sonreían con una inclinación de cabeza; los hombres, de frac, con el sombrero en la mano, se inclinaban tratando de encontrar una frase. La señora Deberle, sin dejar de hablar, tendía la punta de los dedos a los habituales de la casa; muchos no decían nada, saludaban y seguían adelante. En este momento acababa de entrar la señorita Aurelia. Al instante se extasió ante el traje de Julieta, un vestido de terciopelo estampado azul marino, adornado con faya. Entonces, las señoras que estaban cerca parecieron descubrir el vestido. ¡Oh, delicioso, verdaderamente delicioso! Salía de la casa Worms. Se habló de él durante cinco minutos. Se había tomado el café y los invitados habían dejado las tazas vacías por todas partes, sobre la bandeja, sobre las consolas: únicamente el señor mayor no acababa de terminar, deteniéndose a cada sorbo para hablar con una dama. Un olor cálido, el aroma del café mezclado a los ligeros perfumes de las señoras, saturaban la atmósfera.

—¿Se da usted cuenta de que no he tomado nada? —dijo el joven Tissot a Paulina, que le estaba hablando de un pintor a cuya casa le había acompañado su padre para que viera sus cuadros.

—¿Cómo? ¿No ha tomado usted nada?… Le traje una taza de café.

—No, señorita, se lo aseguro.

—De verdad que quiero que tome usted algo… ¡Espere, aquí está el
chartreuse
!

La señora Deberle había llamado discretamente a su marido con un ademán de cabeza. El doctor comprendió: abrió él mismo la puerta del gran salón, adonde se pasó, mientras un criado se llevaba la bandeja.

Hacía casi frío en la amplia estancia que seis lámparas y una araña de diez bujías iluminaban con una viva luz blanca. Había ya algunas señoras, sentadas en círculo ante la chimenea: había sólo dos o tres caballeros de pie entre las faldas desplegadas, y por la puerta del saloncito gualda, que había quedado abierta, se oía la voz aguda de Paulina, que se había quedado sola con el joven Tissot.

—Ahora que se lo he servido, tiene usted que bebérselo… ¿Qué quiere usted que haga con él? Pedro se llevó ya la bandeja.

Luego se la vio aparecer, completamente blanca con su vestido adornado con plumas de cisne. Con una sonrisa que dejaba ver sus dientes entre sus labios frescos, anunció:

—Aquí está Malignon el guapo.

Los apretones de manos y los saludos siguieron. El señor Deberle se había situado cerca de la puerta. La señora Deberle, sentada en medio de las señoras en un puf muy bajo, se levantaba a cada instante. Cuando Malignon se presentó, volvió la cabeza afectadamente. Él llegaba muy pinturero, rizado con tenacillas, el cabello separado por una raya que le descendía hasta la nuca. En el umbral, con una ligera mueca «llena de elegancia», como repetía Paulina, había fijado un monóculo en su ojo derecho, y paseó una mirada alrededor del salón. Con cierto abandono estrechó la mano del doctor sin decir nada, y después avanzó hacia la señora Deberle, ante la cual dobló su cintura, ceñida por su negro frac.

—¿Es usted? —dijo ella de manera que pudiese ser oída de todos—. Parece ser que ahora se dedica usted a la natación…

Él no comprendió, pero contestó de todos modos para mostrarse ingenioso:

—Seguro… Un día salvé un terranova que se estaba ahogando.

A las damas esto les pareció muy ocurrente, y la misma señora Deberle se sintió desarmada.

—Le cedo los terranovas —respondió—; pero sabe usted muy bien que en Trouville no me bañé ni una sola vez.

—¡Ah, se trata de la lección que le di a usted! —exclamó—. Bueno, ¿acaso una noche, en su comedor, no le expliqué que había que agitar los pies y las manos?

Todas las señoras se echaron a reír. Era encantador. Julieta levantó los hombros. Con él no había manera de hablar en serio. Se levantó para ir al encuentro de una dama que tenía un gran talento como pianista y que venía por primera vez a la casa. Elena, sentada cerca del fuego con su habitual placidez, miraba y escuchaba. Malignon le interesaba particularmente. Se dio cuenta de que ejecutaba una hábil maniobra para acercarse a la señora Deberle, a la que oía hablar detrás de su butaca. De pronto se mudaron las voces. Ella se reclinó para oír mejor. La voz de Malignon decía
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:

—¿Por qué no vino usted ayer? La estuve esperando hasta las seis.

—Déjeme, está usted loco —murmuró Julieta.

Entonces la voz de Malignon se elevó, un tanto enronquecida.

—De manera que no cree usted la historia del terranova… Incluso me dieron una medalla. Ya se la enseñaré. —Y añadió muy bajito—: Me lo había usted prometido… Recuérdelo…

Llegaba toda una familia. La señora Deberle se deshizo en cumplidos, en tanto que Malignon reaparecía en medio de las damas, con su monóculo en el ojo. Elena se puso pálida por las palabras que acababa de escuchar. Fue como un rayo para ella, algo inesperado y monstruoso. ¿Cómo esta mujer tan dichosa, de rostro tan sereno, con sus mejillas blancas y rosadas, podía traicionar a su marido? Siempre le había parecido que tenía la cabeza a pájaros, pero también que su mismo amable egoísmo había de salvarla de cualquier tontería. ¡Y con un hombre como Malignon! Bruscamente acudieron a su memoria las tardes en el jardín, Julieta sonriente y afectuosa, recibiendo el beso con que el doctor rozaba sus cabellos. Pese a todo, se querían. Entonces, movida por un sentimiento que no podía explicarse, montó en cólera contra Julieta como si fuese ella, personalmente, la engañada. Era una humillación para Enrique; y los celos la enfurecieron tanto, que su agitación podía leerse claramente en su cara. La señorita Aurelia le preguntó :

—¿Qué le pasa a usted? ¿Se siente mal?…

La solterona, viéndola sola, se había sentado a su lado. Le demostraba una sincera amistad, encantada por la forma complaciente con que esta mujer, tan formal y tan hermosa, escuchaba durante horas sus comadreos.

Pero Elena no contestó. Necesitaba ver a Enrique, saber inmediatamente qué estaba haciendo, qué gesto adoptaba. Se levantó, le buscó por el salón y acabó encontrándole. Estaba hablando, de pie, junto a un hombre grueso y pálido, y parecía muy tranquilo y satisfecho con su ligera sonrisa. Le examinó por un momento. Sentía por él una conmiseración que le disminuía un poco, pero que al mismo tiempo hacía que le amase más todavía, con una ternura en la que se mezclaba una vaga sombra de protección. Su idea, un tanto confusa todavía, era que en este momento debía compensarle de la felicidad perdida.

—¡Vaya! —murmuró Aurelia—, vamos a divertirnos si la hermana de la señora Guiraud se pone a cantar… Es la décima vez que oigo
Les Tourterelles
. Este invierno no sabe otra cosa… ¿Sabe usted que está separada del marido? Fíjese en ese señor moreno que está allí, junto a la puerta. Están a partir un piñón, y Julieta tiene que recibirle, pues de lo contrario ella no vendría…

—¡Ah! —dijo Elena.

La señora Deberle pasaba rápidamente de un grupo a otro rogando que guardasen silencio para escuchar a la hermana de la señora Guiraud. El salón estaba lleno; unas treinta señoras ocupaban el centro, sentadas, cuchicheando y riendo; no obstante, había dos que permanecían de pie, hablando más alto, con graciosos movimientos de hombros, mientras que cinco o seis caballeros, muy a sus anchas, parecían encontrarse como en su casa, medio perdidos entre las faldas. Se oyeron algunos «¡Chssst!» discretos y el ruido de las voces disminuyó, los rostros adoptaron una expresión de aburrida inmovilidad y pronto se oyó tan sólo el aletear de los abanicos en el aire cálido.

La hermana de la señora Guiraud cantaba, pero Elena no la escuchaba. Ahora miraba a Malignon, a quien parecían gustarle
Les Tourterelles
, afectando un interés inmoderado por la música. ¡Era posible! ¡Aquel mequetrefe! Sin duda fue en Trouville donde se abandonaron a algún juego peligroso. Las palabras sorprendidas por Elena parecían indicar que Julieta no había cedido todavía, pero la caída parecía próxima. Ante ella, Malignon marcaba el compás con un balanceo encantado; la señora Deberle demostraba una admiración condescendiente, en tanto que el doctor se callaba, paciente y amable, esperando el final de la pieza para reanudar su conversación con el hombre gordo y pálido.

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