Una página de amor (29 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Por fin, la noche llegó. Iban a dar las seis. Elena despertó de la somnolencia inquieta en la que había pasado la tarde y rápidamente se echó un chal sobre sus hombros.

—¿Vas a salir, mamá? —preguntó Juana sorprendida.

—Sí, querida; tengo que hacer un encargo ahí cerca. No tardaré mucho. Sé juiciosa…

Afuera proseguía el deshielo. Un río de lodo corría por la calzada. En la calle de Passy, Elena entró en un almacén de calzado donde ya había estado con la tía Fétu. Luego volvió a la calle Raynouard. El cielo era gris, una neblina se desprendía del pavimento. La calle se hundía ante ella, desierta e inquietante, pese a la hora temprana, con sus escasas luces de gas, las cuales, en el vaho de la humedad, se convertían en manchas amarillas. Apresuraba el paso, rozando las casas, escondiéndose como si se dirigiera a una cita. Pero cuando, de pronto, dio la vuelta al pasadizo des Eaux, se detuvo bajo el arco, presa de verdadero miedo. El pasaje se abría bajo sus pies como un negro agujero. No alcanzaba a ver el fondo, sólo vislumbraba, en aquel pozo tenebroso, la claridad del único reverbero que lo iluminaba. Al fin se decidió. Se cogió a la barandilla de hierro para no caerse. Con la punta de los pies tanteaba los amplios escalones. A derecha e izquierda se iban cerrando los muros, alargados desmesuradamente por la noche, en tanto que las ramas desnudas de los árboles ponían, por encima, vagos perfiles de brazos gigantescos con manos tendidas y crispadas. Temblaba con sólo pensar que la puerta de uno de estos jardines podía abrirse y que un hombre se le echaría encima. No pasaba nadie y ella descendía lo más rápidamente posible. De pronto surgió una sombra en la oscuridad; un estremecimiento la heló, cuando la sombra tosió; era una anciana que subía pesadamente. Entonces se sintió tranquilizada, alzó con mayor cuidado su vestido, cuya cola se arrastraba por el fango. El barro era tan espeso que sus zapatos quedaban como clavados en los peldaños. Cuando estuvo abajo, se volvió con un movimiento instintivo. La humedad de las ramas goteaba en el pasaje, el reverbero desprendía una claridad de lámpara de minero, colgada en la pared de un pozo que las infiltraciones hubiesen hecho peligroso.

Elena subió directamente al desván donde había venido tan a menudo, a lo alto de la casa del pasaje. Pero llamó en vano; no notó el menor movimiento. Descendió entonces, muy apurada. La tía Fétu estaba, sin duda, en el departamento del primer piso; pero Elena no se atrevía a presentarse allí. Durante cinco minutos permaneció en el zaguán, iluminado por una lámpara de petróleo. Subió de nuevo, dudó, miró las puertas y ya iba a marcharse cuando la anciana se asomó inclinándose por encima de la barandilla.

—¡Cómo!, está usted en la escalera, mi buena señora… Pero entre usted, no se quede ahí, que puede coger frío… ¡Ah!, es traidor como la misma muerte…

—No, gracias —dijo Elena—. Aquí tiene usted su par de zapatos, tía Fétu…

Y miró hacia la puerta de la tía Fétu, que había dejado abierta tras ella. Se veía el rincón de una cocina.

—Estoy sola, se lo juro —repetía la vieja—. Entre… Por ahí está la cocina. ¡Ah!, por lo menos usted no es nada orgullosa con los pobres. Esto sí que no se puede negar…

Entonces, pese a su repugnancia, avergonzada de lo que estaba haciendo, Elena la siguió.

—Aquí tiene su par de zapatos, tía Fétu…

—¡Dios mío! ¿Cómo podré agradecérselo?… ¡Y que espléndidos zapatos! Espere un instante, que voy a ponérmelos. Completamente a medida, me van como un guante… ¡Bendito sea Dios! Por lo menos, con esto se puede andar; ni que llueva… Usted es mi salvación, usted me alarga la vida en diez años, mi buena señora. No se trata de un cumplido; es lo que pienso; tan de verdad como esta lámpara que nos alumbra. No, no soy aduladora…

Se enternecía hablando, había cogido las manos de Elena y las estaba besando. En una cacerola se calentaba el vino y, sobre la mesa, junto a la lámpara, una botella de burdeos medio vacía alargaba su estrecho cuello. Por otra parte, no había más que cuatro platos, un vaso, dos cazuelas de barro y una olla. Se veía que la tía Fétu utilizaba esta cocina de soltero de la que no encendía la lumbre más que para ella. Viendo que los ojos de Elena se fijaban en la cacerola, tosió y se hizo la enferma.

—Ahora vuelve a dolerme en el vientre —gimió—. El médico dirá lo que quiera, pero debo de tener un gusano… En fin, una pizca de vino me reconforta… Estoy muy afligida, mi buena señora. No le deseo mal a nadie, esto no estaría bien… En fin, me mimo un poco, ahora. Cuando una se las ha visto de todos los colores, tiene derecho a mimarse, ¿verdad? He tenido la fortuna de tropezar con un señorito muy amable. ¡Qué el cielo le bendiga!

Echó dos grandes terrones de azúcar en el vino. Estaba engordando y sus ojillos desaparecían en el abotagamiento de la cara. Una dicha beatífica hacía más lentos sus movimientos. Por fin, parecía haber dado cumplimiento a la ambición de su vida. Había nacido para esto. Cuando guardó el azúcar, Elena, en el fondo del armario, adivinó algunas golosinas, un bote de mermelada, un paquete de galletas y algunos cigarros robados al señorito.

—Bueno, ¡adiós, tía Fétu!, me voy —dijo Elena.

Pero la vieja, que empujaba la cacerola hacia el fondo del fogón, murmuró:

—¡Deje!, está demasiado caliente; me lo beberé luego… No, no salga por ahí. Le pido que me disculpe por haberla recibido en la cocina… Demos la vuelta.

Había cogido la lámpara y se había metido por un estrecho pasillo. Elena, cuyo corazón palpitaba, siguió tras ella. El pasillo, agrietado y ahumado, rezumaba humedad. Una puerta se abrió y caminó sobre una espesa alfombra. La tía Fétu había avanzado algunos pasos, hasta el centro de una habitación cerrada y silenciosa.

—¿Eh? —dijo levantando la lámpara—; es bonito.

Eran dos habitaciones cuadradas que comunicaban entre sí por una puerta de la que se habían quitado los batientes. Sólo una cortina las separaba. Ambas estaban tapizadas con la misma cretona color de rosa con medallones Luis XV y unos amorcillos mofletudos que jugueteaban entre guirnaldas de flores. En la primera habitación había un velador, dos confortables sillones y unas butacas; la segunda, más pequeña, estaba totalmente ocupada por una inmensa cama. La tía Fétu hizo notar, en el techo, una lamparilla de cristal pendiente de unas cadenas doradas. Para ella, esta lamparilla representaba el colmo de los lujos.

—No puede usted imaginarse sujeto más extravagante. En pleno mediodía, lo enciende todo, y aquí se queda, fumando un cigarro y mirando al techo… Parece que esto divierte al buen hombre… Y mire que le ha de haber costado dinero…

Elena, sin hablar, hacía el recorrido de las dos habitaciones. Las encontraba vulgares; eran demasiado rosa, el lecho era demasiado grande, los muebles demasiado nuevos. Se notaba en ellos un intento de seducción molesta por su fatuidad. Una modistilla sucumbiría en seguida. Pero cierta turbación se iba apoderando de ella mientras la vieja proseguía guiñando los ojos:

—Se hace llamar señor Vincent… A mí me da lo mismo… Puesto que el muchacho paga…

—Hasta la vista, tía Fétu —repitió Elena, que se ahogaba.

Al querer marcharse, abrió una puertecilla tras la cual seguían tres habitaciones de una desnudez y suciedad horribles. El papel de las paredes había sido arrancado y colgaba a trozos, los techos estaban negros, y había pedazos de yeso en las destrozadas baldosas. Rezumaban el hedor de la vieja miseria.

—¡No, por ahí no! —gritó la tía Fétu—. Generalmente, esta puerta está cerrada, pero… Son las habitaciones que no ha mandado arreglar. ¡Diantre!, lo demás le salió bastante caro… Claro que no es tan bonito… Por aquí, mi buena señora, por aquí…

Cuando Elena estuvo de nuevo en el gabinete tapizado de rosa, la detuvo para besarle de nuevo las manos.

—¡Vamos! Yo no soy ingrata… Me acordaré siempre de estos zapatos. Es que me van tan bien y son tan calentitos, que caminaría tres leguas con ellos… ¿Qué puedo pedirle a Nuestro Señor para usted? ¡Dios mío!, escuchadme y haced que ella sea la más feliz de las mujeres. Vos, que leéis en mi corazón, sabéis lo que para ella deseo. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.

Una súbita exaltación religiosa la había acometido y no paraba de trazar el signo de la cruz, repartiendo genuflexiones al gran lecho y a la lamparilla de cristal. Después, al abrir la puerta que daba al descansillo de la escalera, añadió al oído de Elena, mudando su voz:

—Cuando usted lo desee, llame a la cocina: yo estoy siempre.

Elena, aturdida, miraba tras ella como si saliese de un lugar sospechoso; descendió la escalera, subió por el pasaje des Eaux y se encontró en la calle Vineuse, sin darse cuenta del camino recorrido. Únicamente al llegar allí se sorprendió de la última frase de la tía Fétu. Seguro; jamás volvería a poner los pies en aquella casa. No tenía por qué llevarle nuevas limosnas. ¿Para qué, entonces, habría de llamar a la cocina? Ahora se sentía satisfecha: había visto. Y sentía menosprecio contra sí misma y contra los demás. ¡Qué vileza haber ido allí! Las dos habitaciones, con su cretona, reaparecían constantemente ante sus ojos. Con una sola mirada había captado todos los detalles, incluso la disposición de las butacas y los pliegues de las cortinas que adornaban el lecho… Pero siempre las otras tres pequeñas habitaciones, las sucias, vacías y abandonadas, reaparecían. Y esta visión, estos muros leprosos, cubiertos por los amorcillos mofletudos, le producían tanta cólera como asco.

—¡Por fin, la señora! —gritó Rosalía, que estaba oteando por la escalera—. ¡Buena estará la cena! Hace media hora que todo se está quemando.

En la mesa, Juana abrumó a su madre a preguntas. ¿Dónde había estado? ¿Qué había hecho? Como no recibía más que contestaciones evasivas, se puso a jugar sola a las comiditas: había sentado en una silla, junto a ella, a una de las muñecas. Fraternalmente le cedía la mitad de su postre.

—Ante todo, señorita, hay que comer de una manera limpia… Séquese los labios… ¡Oh, mi pequeña chapucera!, ni siquiera sabe sujetarse la servilleta… Así; de esta manera estás guapa… Anda, aquí tienes una galleta. ¿Qué dices? ¿Qué quieres que te eche mermelada encima?… ¡Vaya! Así está mejor, ¿verdad?… Deja que te monde un cuarto de manzana…

Y ponía la parte correspondiente a la muñeca encima de la silla. Pero, cuando su plato estuvo vacío, fue tomando una a una las golosinas y las comió hablando como si fuera ella la muñeca.

—¡Oh, es exquisito!… Jamás comí mejor mermelada. ¿Dónde la compra usted, señora? Diré a mi marido que me traiga un bote… Y estas preciosas manzanas, ¿las coge usted en su huerto, señora?

Se durmió jugando y cayó en su habitación con la muñeca en brazos. Desde por la mañana no había parado. Sus piernecitas no podían más y el cansancio del juego la había fulminado; dormida seguía riéndose, y es que debía de soñar que seguía jugando. Su madre la acostó, inerte, desmadejada, mientras ella, seguramente, seguía jugando con los angelitos.

Quedó Elena sola en la habitación. Se encerró y pasó una velada espantosa junto al fuego, mortecino. No era dueña de su voluntad y unas inconfesables ideas iban haciendo un sordo trabajo en su espíritu. Era como si una mujer mala y sensual, que ella desconocía, le hablase con voz soberana a la que ella no podía desobedecer. Cuando sonó la medianoche, se acostó apesadumbrada. Pero en la cama sus tormentos se hicieron intolerables. Dormía a medias y se revolvía como sobre brasas. Imágenes, agrandadas por el insomnio, la perseguían. Después, un pensamiento se fijó en su cerebro, y aun cuando quería rechazarlo, el pensamiento persistía, le apretaba la garganta, se apoderaba de ella. Hacia las dos se levantó con la rigidez y la pálida resolución de una sonámbula, encendió la lámpara y escribió una carta disfrazando su escritura. Era una denuncia vaga, un billete de tres líneas rogando al doctor Deberle que fuese aquel mismo día a tal lugar y a tal hora, sin ninguna explicación ni firma alguna. Cerró el sobre y puso la carta en la faltriquera de su traje tirado sobre una butaca. Y, cuando se acostó de nuevo, se durmió en seguida, sin aliento, anonadada por un sueño de plomo.

III

Al día siguiente, Rosalía no pudo servir el café con leche hasta las nueve. Elena se había levantado tarde, derrengada y pálida por la pesadilla de la noche. Buscó en la faltriquera de su traje, notó la carta, la hundió más y vino a sentarse ante el velador sin hablar. Juana también sentía su cabeza pesada, tenía un gesto triste e inquieto. Dejó la camita a disgusto y aquella mañana no le apeteció el juego. El cielo era color de hollín y una luz pesada entristecía la habitación, en tanto que unos bruscos chaparrones, de vez en cuando, azotaban los cristales.

—Hoy la señorita está de malas —decía Rosalía, que hablaba sola—. No puede estar alegre dos días seguidos… ¡Esas tenemos por haber saltado tanto ayer!

—¿Te sientes enferma, Juana? —preguntó Elena.

—No, mamá —respondió la pequeña—. Tiene la culpa este cielo tan feo.

Elena volvió a su silencio. Terminó su café y se quedó absorta, con los ojos fijos en la llama. Al levantarse, se dijo que su deber le ordenaba que hablase con Julieta, que la hiciera renunciar a aquella cita de la tarde. ¿Cómo?, lo ignoraba; pero la necesidad de esta gestión le había asaltado de pronto, y en su cabeza no cabía más pensamiento que este intento que se imponía y la obsesionaba. Sonaron las diez y se vistió. Juana la miraba. En cuanto la vio coger el sombrero, apretó las manos como si tuviera frío, mientras la sombra de un pesar descendía sobre su cara.

De ordinario se mostraba muy celosa de las salidas de su madre, sin querer dejarla, y exigiendo que la llevase a todas partes con ella.

—Rosalía —dijo Elena—, dése usted prisa en arreglar la habitación… No salga usted. Vuelvo en seguida.

Se agachó y besó rápidamente a su hija sin notar su pena. En cuanto se hubo marchado, la niña que había cifrado su orgullo en no dolerse, soltó un sollozo.

—¡Esto sí que está feo, señorita! —le dijo la criada por todo consuelo—. No tema, que no van a robar a su mamá. Hay que dejarla que se ocupe de sus asuntos… No va usted a estar siempre colgada de sus faldas.

Mientras, Elena había dado la vuelta a la esquina de la calle de Vineuse, deslizándose a lo largo de las paredes para protegerse del chubasco. Fue Pedro quien le abrió, y pareció un tanto confuso.

—¿Está en casa la señora Deberle?

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