—Buenos días, madrecita —gritó Juana despertándose a su vez.
Desde que se puso buena, dormía de nuevo en la salita. Vino, como todos los días, con los pies descalzos y en camisa, a echarse al cuello de su madre. Luego se marchó corriendo y se metió todavía por un momento en su cama calentita. Esto la divertía y se reía bajo los cobertores. Por segunda vez volvió a gritar, repitiendo el juego:
—Buenos días, madrecita.
Y de nuevo se marchó. Esta vez reía con grandes carcajadas porque se había echado la sábana por encima de la cabeza y desde debajo de ella decía con voz grave y apagada:
—Yo ya no estoy… Ya me he ido…
Pero Elena no compartía su juego como las otras mañanas. Entonces Juana, aburrida, volvió a dormirse. Era todavía demasiado pronto. Hacia las ocho apareció Rosalía y se dispuso a contar su mañana. ¡Menudo tiempo el que hacía! Poco había faltado para que no se le quedasen los zapatos prendidos en el barro cuando fue a por la leche. Tiempo de deshielo naturalmente: y encima, el aire era suave, se ahogaba una. Luego, de pronto, se acordó: la víspera había venido una viejecita preguntando por la señora.
—¡Anda! —exclamó al oír llamar—, juraría que es ella.
Era la tía Fétu, pero muy limpia y peripuesta, con un sombrerito blanco, traje nuevo y un mantón de tartán que le cruzaba el pecho. No obstante, seguía con su voz lacrimosa.
—Soy yo, mi buena señora. Me he atrevido… Se trata de algo que quería pedirle.
Elena la miraba, algo sorprendida de verla tan bien arreglada.
—¿Está usted mejor, tía Fétu?
—Sí, sí; se diría que estoy mejor… Pero sigo sintiendo algo extraño en el vientre; me da golpecitos, pero en fin: estoy mejor. Lo que pasa es que me ha tocado la suerte. Me sorprende, porque ya sabe usted que la suerte y yo… Un joven me ha encargado que le cuide la casa. ¡Oh!, se trata de toda una historia…
Su voz se hacía más calmosa y sus vivarachos ojos daban vueltas en medio de las mil arrugas de su cara. Parecía que esperase que fuera Elena quien le preguntase. Pero ésta, sentada junto al fuego que Rosalía acababa de encender, escuchaba a medias, absorta en sus pensamientos.
—¿Qué va usted a pedirme, tía Fétu? —dijo.
La vieja no respondió en seguida. Examinaba la habitación, los muebles de palisandro, los cortinajes de terciopelo azul. Y, con su voz humilde y aduladora de mendiga, murmuró:
—¡Qué casa más preciosa, señora, y discúlpeme!… Mi señorito tiene una habitación como ésta, pero en rosa… ¡Oh!, es toda una historia. Figúrese que se trata de un hombre joven, de la buena sociedad, que vino a alquilar un departamento en nuestra casa. No es que quiera presumir, pero los departamentos del primero y segundo piso de nuestra casa están muy bien. Y, además, ¡es un lugar tan tranquilo!… No pasa un coche, se diría que está en el campo… Los obreros han trabajado más de quince días y han dejado la habitación hecha una joya… —Se detuvo, al notar que Elena se interesaba—. Dice que la necesita para su trabajo —prosiguió arrastrando las palabras—, para su trabajo… No tenemos portera, ¿sabe usted?, y esto precisamente es lo que le agrada. A este señor no le gustan las porteras… y tiene razón, ¡de verdad! —Se interrumpió de nuevo, como si se le acabase de ocurrir una idea—. ¡Espere! Si a ese señorito usted debe conocerle… Se ve con una de sus amigas…
—¡Ah! —exclamó Elena muy pálida.
—¡Seguro!, la señora de aquí al lado, con la que iba usted a la iglesia… Estuvo hace unos días.
Los ojos de la tía Fétu se empequeñecían al adivinar la emoción de la buena señora. Elena trató entonces de hacer una pregunta con aire tranquilo:
—¿Y subió a la casa?
—No, lo pensó mejor, tal vez había olvidado algo… Yo estaba en la puerta. Ella me preguntó por el señor Vincent: luego se metió de nuevo en su coche de punto y gritó al cochero: «Es demasiado tarde; vuélvase…» ¡Oh, es una señora muy despabilada, muy amable, muy educada! El Señor no ha puesto a muchas en este mundo que sean como ella. Aparte de usted, no hay nadie que se le compare… ¡Qué el cielo los bendiga a todos!
Y siguió desgranando frases inútiles con su maestría de mujer piadosa habituada a pasar su rosario. Por otra parte, el secreto movimiento de las arrugas de su cara no se había interrumpido. Ahora se la veía radiante de satisfacción.
—Lo que ocurre ahora —siguió sin transición— es que quisiera tener un buen par de zapatos. Mi señorito ha sido muy amable conmigo y esto ya no puedo pedírselo… Ya ve usted, voy bien abrigadita; solamente me falta un par de buenos zapatos. Los que llevo están agujereados, mire usted, y con esos tiempos embarrados se coge fácilmente un cólico… De veras, ayer tuve unos cólicos que estuve retorciéndome toda la tarde… Con un buen par de zapatos…
—Le llevaré un par, tía Fétu —dijo Elena, despidiéndola con un ademán.
Luego, cuando vio que la vieja se iba, caminando de espaldas y haciendo reverencias dándole las gracias, le preguntó:
—¿A qué hora puedo encontrarla que esté sola?
—Mi señorito no está nunca después de las seis —contestó—; pero no se tome tanta molestia: yo misma vendré a recogerlos a la portería. Pero, en fin, que sea como a usted le parezca. Es usted un ángel del paraíso. ¡Qué Dios se lo pague!
Todavía se oyeron sus gimoteos en el rellano de la escalera. Elena, sentada, seguía estupefacta por los informes que esta mujer acababa de traerle con tan rara oportunidad. Ahora sabía dónde. ¡Una habitación color de rosa en aquella vieja casa destartalada! Veía de nuevo la escalera rezumando humedad, las amarillas puertas de cada piso, ennegrecidas por las manos grasientas, toda aquella miseria de la que se compadecía el invierno pasado, cuando subía a visitar a la tía Fétu; y trataba de imaginarse la habitación rosa en medio de las fealdades de la miseria.
Pero, mientras permanecía sumida en una especie de sueño, dos manitas tibias se pusieron sobre sus ojos enrojecidos por el insomnio, mientras una voz risueña preguntaba:
—¿Quién soy?… ¿Quién soy?
Era Juana, que acababa de vestirse sólita. La voz de la tía Fétu la había despertado, y viendo que estaba cerrada la puerta del gabinete, se despachó de prisa para sorprender a su madre.
—¿Quién soy?… ¿Quién soy?… —repitió agitada cada vez más por la risa. Luego, viendo que Rosalía entraba trayendo el desayuno—: Tú lo sabes, pero no digas nada… A tí nadie te pregunta.
—¡Termina de una vez, locuela! —dijo Elena—. Ya sé que eres tú.
La niña se dejó resbalar hasta las rodillas de su madre y allí, echada de bruces, se balanceaba feliz de su invención y seguía con gesto convencido:
—Bueno, también podría haber sido otra niña…, ¿no? Una niña que te trajera una carta de su mamá invitándote a comer… Entonces te hubiese tapado los ojos…
—No te hagas la tonta —dijo Elena poniéndola de pie—. ¿Qué te estás inventando? Sírvanos, Rosalía.
Pero la criada examinaba a la pequeña diciéndose que la señorita se había puesto hecha un pingo. En efecto, Juana, con sus prisas, ni se había puesto los zapatos. Estaba en enaguas, unas cortas enaguas de franela por cuya abertura aparecía un faldón de la camisa. Su chambrita de bayeta, desabrochada, mostraba su desnudez de chiquilla, un pecho plano, de una finura exquisita, en el cual unas líneas temblorosas, con unas manchas apenas de color de rosa, insinuaban los nacientes pezones. Con los cabellos enmarañados y las medias puestas al sesgo, resultaba adorable, blanca toda ella, con sus ropitas en desorden.
Se inclinó, se miró, y estalló en risas.
—Mira, mamá, cómo estoy de graciosa… ¿Quieres? Voy a quedarme así… ¡Estoy muy mona!
Elena, reprimiendo un gesto de impaciencia, le hizo la misma pregunta de todos los días:
—¿Ya te lavaste?
—¡Oh mamá! —murmuró la pequeña, enojada de pronto—. ¡Oh mamá! Está lloviendo y hace un tiempo muy feo…
—Entonces, no hay desayuno… Lávele la cara, Rosalía.
Generalmente era ella quien cuidaba de esto; pero sentía un auténtico malestar y se acercó más al fuego, tiritando, pese a que hacía un tiempo muy suave.
Rosalía acababa de acercar a la chimenea el velador, sobre el cual había extendido una servilleta y colocado dos tazones de porcelana blanca. Junto al fuego, borboteaba el café con leche en un calentador de plata, regalo del señor Rambaud. A aquella hora matutina, la habitación por hacer, todavía amodorrada y con el desorden de la noche, daba una sensación de sonriente intimidad.
—¡Mamá, mamá! —gritaba Juana desde el fondo del gabinete—, me restriega demasiado fuerte, me está desollando. ¡Uy, cómo está de fría!
Elena, con los ojos fijos en el calentador, soñaba abstraída. Quería enterarse: iría. La irritaba y turbaba pensar en el misterio de la cita en aquel rincón sórdido de París. Le parecía de un gusto detestable ese misterio y reconocía el ingenio de Malignon, su imaginación novelera, con esa ocurrencia de hacer revivir, por su cuenta, los pequeños reservados de tiempos de la Regencia. Pese a su repugnancia, se sentía febrilmente atraída, con los sentidos llenos del silencio y la penumbra que debía reinar en la habitación rosa.
—Señorita —repetía Rosalía—, si no se deja usted hacer, voy a llamar a la señora.
—¡Anda! Me estás metiendo jabón en los ojos —respondía Juana, cuya voz parecía entrecortada por las lágrimas—. Ya basta, déjame… Las orejas, mañana…
Pero el chorrear del agua continuaba y se oía como la esponja goteaba en la jofaina. Hubo un ruido de lucha. La niña lloró. Casi al mismo tiempo, volvió a aparecer, muy contenta, gritando:
—¡Se acabó, se acabó!
Y se sacudía los cabellos mojados, completamente rosada por efecto del frote, con un frescor que olía a limpio. Con el forcejeo había hecho resbalar la chambrita, sus enaguas se desataban y las medias se caían, mostrando las piernecitas. Vista así, como decía Rosalía, la señorita parecía un Niño Jesús. Pero Juana estaba tan orgullosa de verse limpia, que no quería que la vistieran.
—Mira un poco, mamá; mira mis manos, mi cuello, mis orejas… ¡Ah!, deja que me caliente un poco, que estoy muy bien… No me digas que no me he ganado el desayuno, hoy.
Estaba hecha un ovillo en su butaquita delante del fuego. Entonces Rosalía sirvió el café con leche. Juana cogió su tazón entre las rodillas, mojando gravemente su tostada con los gestos de una persona mayor. Elena, generalmente, no le permitía que comiera así. Pero seguía preocupada. Dejó su tostada y se contentó con sorber su café. Al último bocado, Juana sintió como un remordimiento. Una pena muy grande le llenaba el corazón, dejó el tazón y se echó al cuello de su madre, viéndola tan pálida.
—Mamá, ¿es que ahora eres tú la que está enferma?… Dime: ¿te he hecho enfadar?
—No, querida, al revés; eres muy buena —murmuró Elena besándola—. Estoy un poco cansada. He dormido mal… Juega y no te preocupes.
Pensó que el día sería terriblemente largo. ¿Qué iba a hacer para esperar la noche? Desde hacía algún tiempo no cogía una aguja y todo trabajo se le hacía pesado. Permanecía sentada durante horas, con las manos lacias, ahogándose en la habitación y sintiendo la necesidad de salir a respirar, pero seguía sin moverse. Era esta habitación la que la ponía enferma; la detestaba, la odiaba por los dos años que había vivido en ella; la encontraba odiosa con su terciopelo azul, su inmenso horizonte de gran ciudad, y soñaba con un pequeño departamento en el que se oyera el ruido de la calle que la aturdiría. ¡Dios mío! ¡Cuán lentas pasaban las horas! Cogió un libro, pero la idea fija que latía en su cabeza interponía siempre las mismas imágenes entre sus ojos y la página empezada.
Entre tanto, Rosalía había arreglado la habitación y Juana estaba ya peinada y vestida. Entonces, en medio de los muebles bien dispuestos, en tanto que su madre delante de la ventana se esforzaba en leer, la niña, que estaba en uno de sus días de alegría ruidosa, inició un gran juego. Estaba sola, pero esto no la preocupaba mucho; ella podía representar muy bien tres o cuatro personas, con una seriedad y una convicción muy divertidas. Primero, jugó a la señora que va de visita. Desaparecía en el comedor y luego entraba saludando sonriente, volviendo la cabeza de manera coqueta.
—Buenos días, señora… ¿Cómo está usted, señora?… Hace mucho tiempo que no se la ve a usted. Verdaderamente, parece un milagro… ¡Dios mío!, he estado enferma, señora. Además, he tenido el cólera; es muy desagradable… ¡Oh!, nadie lo diría; está usted más joven, palabra de honor. ¿Y sus pequeños, señora? Yo he tenido tres desde el último verano…
Seguía con sus reverencias ante el velador, el cual, sin duda, representaba a la señora en cuya casa estaba de visita. Luego acercaba las sillas y mantenía una conversación general que duraba una hora, con abundancia de frases verdaderamente extraordinarias.
—No te hagas la tonta, Juana —decía su madre de vez en cuando, si el ruido la impacientaba.
—Pero, mamá, estoy en casa de mi amiga… Ella me habla y tengo que responderle… ¿Verdad que, cuando sirven el té, no hay que meterse los pasteles en los bolsillos? —Y continuaba—: Adiós, señora; su té estaba delicioso… Muchos saludos para su señor marido…
De pronto, fue otra cosa. Salía en coche e iba de compras, a horcajadas en una silla, como un muchacho.
—Juan, no vayas tan de prisa, que me da miedo… Deténgase, que estamos en casa de la modista… Señorita, ¿cuánto cuesta este sombrero? Trescientos francos, no es caro; pero no es bonito. Lo quisiera con un pájaro arriba, un pájaro así de grande… Vámonos, Juan; lléveme a la tienda de ultramarinos. ¿Tiene usted miel? Sí, señora, aquí la tiene usted. ¡Oh, qué buena está! No, no la quiero; déme diez céntimos de azúcar… Pero ¡ponga cuidado Juan! ¡Ya se volcó el coche! Señor guardia, ha sido la carreta, que se nos echó encima… ¿No le ha pasado a usted nada, señora? No, caballero, en absoluto… Juan, Juan, regresemos… ¡Arre! ¡Arre! Espere, voy a encargar unas camisas. Tres docenas de camisas para la señora… Necesito unos botines y un corsé… ¡Arre! ¡Arre! ¡Dios mío, no se acaba nunca!
Se abanicaba, hacía la señora que vuelve a su casa y riñe al servicio. Era la de nunca acabar: una fiebre, una expansión continua de invenciones fantásticas. Todo el torbellino de la vida bullía en su cabeza y salía a borbotones. Por la mañana y por la tarde estuvo dando vueltas, bailando, charlando; cuando se sentía fatigada, un taburete, una sombrilla olvidada en un rincón, un trapo recogido del suelo, bastaban para lanzarla a otro juego, con nuevas ráfagas de inventiva. Lo creaba todo: los personajes, los sitios, las escenas; se divertía como si jugaran con ella una docena de chicos de su edad.