Llamó y preguntó si la señorita Smithson y Luciano habían vuelto de su paseo cotidiano. No, no habían vuelto. Por otra parte, Luciano estaba insoportable; el día antes había hecho llorar a las cinco señoritas Levasseur.
—¿Qué les parece si jugáramos a las adivinanzas? —preguntó Paulina, que estaba medio loca pensando en su próxima boda—. Esto no es cansado.
Pero Juana se negó con un gesto de la cabeza. Lentamente, por entre sus cerradas pestañas, iba mirando a todas las personas que la rodeaban. El doctor acababa de notificar al señor Rambaud que su protegida había sido, por fin, admitida en los Incurables, y éste, muy emocionado, le estrechaba las manos como si acabara de recibir un gran favor personal. Cada uno se arrellenó en su sillón y la conversación derivó hacia una deliciosa intimidad. Las palabras eran lentas y a menudo se producía el silencio. Como la señora Deberle y su hermana hablaban entre ellas, Elena dijo a los dos hombres:
—El doctor Bodin nos ha aconsejado un viaje a Italia.
—¡Ah!, entonces es por esto que Juana me preguntaba —dijo el señor Rambaud—. ¿Te gustaría ir allí?
La niña, sin responder, se llevó las manitas al pecho y su pálido rostro se iluminó. Su mirada se había dirigido hacia el doctor como temiéndole, pues había comprendido que su madre le estaba consultando. Él había sentido un ligero estremecimiento, pero permanecía indiferente. Bruscamente, Julieta se mezcló en la conversación, queriendo, como siempre, intervenir en todos los asuntos.
—¿Cómo dice? Estaban hablando de Italia… ¿No decía usted que pensaba ir a Italia?… ¡Bueno! La casualidad resulta divertida. Precisamente esta mañana yo insistía cerca de Enrique para que me llevase a Nápoles. Todas las primaveras me lo promete, pero luego no cumple su palabra.
—No te he dicho que no quisiera —murmuró el doctor.
—¿Cómo que no lo has dicho?… Te has negado rotundamente, diciendo que no podías dejar a tus enfermos.
Juana escuchaba. Una gran arruga cortaba su pura frente, en tanto que, maquinalmente, se retorcía los dedos uno tras otro.
—¡Oh, mis enfermos!… Por unas semanas podría confiarlos a un compañero… Si ello ha de darte tanto gusto…
—Doctor —interrumpió Elena—, ¿acaso usted también opina que tal viaje sería bueno para Juana?
—Excelente; esto la restablecería del todo… A los niños siempre les prueba un viaje.
—Entonces —exclamó Julieta—, nos llevamos a Luciano y vamos todos juntos… ¿Quieres?
—¡Claro! Yo siempre quiero lo que tú quieras —respondió él con una sonrisa.
Juana, agachando la cabeza, secó dos lágrimas de dolor y de cólera que le quemaban los ojos. Y se dejó escurrir hasta el fondo de su butaca para no oír ni ver más, mientras que la señora Deberle, encantada con esta diversión inesperada que se le presentaba, prorrumpía en bulliciosas palabras. ¡Oh, qué amable era su marido! Le dio un beso para recompensarle y en seguida empezó a hablar de los preparativos.
Se irían la semana próxima. ¡Dios mío!, ni siquiera tendría tiempo para prepararlo todo. En seguida quiso trazar el itinerario: era preciso pasar por tal sitio; se quedarían ocho días en Roma, se detendrían en un pequeño paraje encantador del que le había hablado la señora Guiraud; y acabó por pelearse con Paulina, que pedía que retrasaran el viaje para que ella pudiese ir con su marido.
—¡Ah, no; ni hablar! —dijo—. Celebraremos la boda a nuestro regreso.
Se olvidaban de Juana, que examinaba fijamente a su madre y al doctor. Seguro que ahora Elena aceptaría este viaje que le acercaría a Enrique. Era delicioso: partir los dos al país del sol, vivir unos días uno al lado del otro, aprovecharse de las horas libres. Una risa de alivio subía a sus labios; tenía tanto miedo de perderle, que la idea de partir con todos sus amores la hacía feliz. Y, mientras Julieta describía las comarcas que cruzarían, los dos imaginaban ya que caminaban por una primavera ideal, y con una mirada decían que se querrían allí, y allí también, y por todas partes donde pasasen juntos.
Entretanto, el señor Rambaud, que se había puesto triste y silencioso, notó el malestar de Juana.
—¿No te encuentras bien, querida? —le preguntó a media voz.
—¡Oh no!, me siento muy mal… Súbeme, por favor.
—Debemos advertir a tu madre.
—No, no; mamá está ocupada, no tiene tiempo… Súbeme, súbeme.
La cogió en brazos y dijo a Elena que la niña se sentía un poco fatigada. Entonces ella le rogó que la esperase arriba, que iba a subir en seguida.
La pequeña, aunque era muy ligera, se le escurría de las manos, por lo que tuvo que detenerse en el segundo piso. Había apoyado la cabecita en su hombro y los dos se miraron con mucha pena. Ningún ruido turbaba el silencio helado de la escalera. El murmuró:
—¿Estás contenta, verdad, de ir a Italia?
Pero ella rompió en sollozos, diciendo que ya no quería, que prefería morirse en su cuarto. ¡Oh!, seguro que no iría: adivinaba que se pondría enferma. A ningún sitio, no iría a ningún sitio. Ya podían dar sus zapatitos a los pobres. Y seguidamente, en medio de su llanto, le habló muy bajo.
—¿Te acuerdas de lo que me pediste una tarde?
—¿Qué fue ello, monada?
—Quedarte siempre con mamá; pero siempre, siempre. Bueno; pues, si todavía lo quieres, yo también.
Las lágrimas acudieron a los ojos del señor Rambaud. La besó tiernamente mientras ella añadía bajando más la voz:
—A lo mejor estás enfadado porque yo me enojé. Yo no sabía, ¿comprendes?… Pero es a ti a quien quiero. ¡Oh!, en seguida, dímelo en seguida… Te quiero más que al otro.
Abajo, en el pabellón, Elena se olvidaba de nuevo. Se seguía hablando del viaje. Sentía una necesidad imperativa de abrir su corazón, de decir a Enrique toda la felicidad que la ahogaba. Entonces, mientras Julieta y Paulina discutían sobre los trajes que habría que llevar, se inclinó hacia él y le dio la cita que una hora antes había rehusado.
—Ven esta noche; te esperaré.
Cuando por fin subió, se cruzó con Rosalía, trastornada, que descendía la escalera corriendo. En cuanto vio a su ama, la criada gritó:
—¡Señora! ¡Señora! ¡Dése prisa!… La señorita no está bien. Está escupiendo sangre…
Al levantarse de la mesa, el doctor habló a su esposa de una señora que estaba de parto y a cuyo lado, sin duda, tendría que pasar la noche. Se marchó a las nueve, descendió hasta la orilla del río y se paseó a lo largo de los muelles desiertos, en la noche oscura. Soplaba un airecillo húmedo y el Sena, hinchado, hacía rodar sus oleajes de tinta negra. Cuando dieron las once, subió la cuesta del Trocadero y vino a rondar alrededor de la casa, cuya gran masa cuadrada parecía un amasijo de tinieblas. Los cristales del comedor lucían todavía. Dio la vuelta y vio que la ventana de la cocina despedía también una viva claridad. Entonces esperó sorprendido y cada vez más inquieto. Cruzaban sombras detrás de las cortinas y se notaba cierta agitación en el departamento. ¿Tal vez el señor Rambaud se había quedado a cenar? Pero nunca el buen señor se demoraba más allá de las diez. No se atrevía a subir. ¿Qué diría si era Rosalía la que salía a abrirle? Por fin, hacia medianoche, loco de impaciencia, olvidando toda precaución, llamó y pasó sin responder ante la portería de la señora Bergeret. Arriba, fue Rosalía quien le abrió.
—Es usted, señor. Entre. Voy a decir que usted ha llegado. La señora debe de esperarle.
No demostraba la menor sorpresa viéndole llegar a aquella hora. Mientras él entraba al comedor sin saber qué decir, ella seguía hablando, trastornada:
—¡Oh!, la señorita está muy mal, señor… ¡Qué noche! No puedo con mi alma.
Le dejó. Maquinalmente, el doctor se sentó. Se olvidaba de que era médico. A lo largo del muelle había soñado con aquella habitación a la que Elena iba a introducirle poniéndose un dedo en los labios para no despertar a Juana, la cual dormiría en la habitación contigua; la lamparilla estaría encendida, el dormitorio, lleno de sombras, y sus besos no harían ningún rumor. Y ahora él estaba allí, como de visita, con el sombrero ante sí, esperando. Tras la puerta, sólo una tos pertinaz desgarraba el gran silencio.
Rosalía reapareció, cruzó rápidamente el comedor, con una jofaina en la mano y le lanzó esta sencilla frase:
—La señora dice que no entre usted.
Permaneció sentado, sin poderse ir. Entonces, la cita, ¿sería para otro día? Aquello le pasmaba como algo imposible. Luego se puso a reflexionar: esta pobre Juana no tenía salud, verdaderamente; con los chicos, todo eran disgustos y preocupaciones. Pero la puerta se abrió de nuevo y apareció el doctor Bodin pidiéndole mil perdones. Durante algunos momentos estuvo hilvanando frases: habían ido a buscarle, pero siempre se sentiría muy honrado consultando a su ilustre colega.
—Sin duda, sin duda —repetía el doctor Deberle, al que le zumbaban los oídos.
El anciano médico, tranquilizado, simuló estar perplejo y dudoso sobre el diagnóstico. Bajando la voz, discutió los síntomas con expresiones técnicas que interrumpía, y terminaba guiñando un ojo. Notaba una tos sin expectoración, un decaimiento muy grande, una fiebre alta. Quizá se trataba de una fiebre tifoidea; no obstante, no osaba pronunciarse; la neurosis cloroanémica, de la que se cuidaba desde hacía tanto tiempo a la enferma, le hacía temer cualquier complicación imprevisible.
—Y, usted, ¿qué opina? —preguntaba después de cada frase.
Poco a poco el doctor Deberle, mientras su colega seguía hablando, fue sintiéndose un tanto avergonzado de encontrarse allí. Contestó con un ademán evasivo. ¿Por qué habría subido?
—Le he puesto dos vejigatorios —siguió diciendo el anciano—. ¿Qué quiere usted? Aguardo… Pero usted va a verla y luego me dirá su parecer.
Le llevó al dormitorio. Enrique entró temeroso. La habitación estaba débilmente iluminada por una lámpara. Recordó otras noches parecidas, el mismo olor cálido, el mismo aire sofocante y recoleto, con profundidades de sombras en que dormían los muebles y los cortinajes. Nadie vino a su encuentro, como otras veces, con las manos tendidas. Elena, de pie ante el lecho, con peinador blanco, ni se volvió; su pálida figura le pareció muy alta. Luego, durante un minuto, examinó a Juana. Su debilidad era tan grande, que no abría los ojos sin fatigarse. Bañada en sudor, seguía postrada, con su pálida cara iluminada como por una llama en los pómulos.
—Es una tisis galopante —murmuró al fin, hablando sin querer en voz alta y sin demostrar ninguna sorpresa, como si ya hubiese previsto el caso desde hacía mucho tiempo.
Elena le oyó y le miró. Estaba completamente fría, con los ojos secos, con una serenidad terrible.
—¿Usted cree? —dijo simplemente el doctor Bodin, bajando la cabeza con el gesto aprobatorio de un hombre que no hubiese querido ser el primero en pronunciarse.
Auscultó a la niña de nuevo. Juana, con los miembros inertes, se prestó al examen sin que pareciera comprender por qué la atormentaban. Los dos médicos cambiaron rápidamente unas palabras. El anciano murmuró «respiración anfórica» y «sonido de vasija agrietada», aparentando dudar todavía, y habló luego de una bronquitis capilar. El doctor Deberle explicó que una causa accidental había determinado la enfermedad, un resfriado sin duda; pero que él había observado ya muchas veces que la cloroanemia favorecía las afecciones del pecho. Elena, de pie detrás de ellos, esperaba.
—Escuche usted mismo —dijo el doctor Bodin cediendo el puesto a Enrique.
Este se inclinó y quiso sostener a Juana. Ella ni había levantado los párpados; se abandonaba, ardiente de fiebre. Su camisa, abierta, dejaba ver un pecho de niña en el que apenas se insinuaban las formas nacientes de mujer; nada podía haber más casto ni más lastimoso que aquella pubertad marcada ya por la muerte. Las manos del viejo doctor no habían provocado ninguna rebeldía; pero, en cuanto los dedos de Enrique la rozaron, se produjo como una sacudida. Un pudor frenético la despertó del anonadamiento en que estaba sumida. Hizo los gestos de una joven sorprendida y forzada, apretó sus dos pobres brazos descarnados sobre el pecho y balbuceó con voz temblorosa:
—Mamá… mamá…
Abrió los ojos. Cuando reconoció al hombre que estaba allí, sintió verdadero terror. Se vio desnuda y sollozó de vergüenza, cubriéndose rápidamente con la sábana. Era como si, de golpe, hubiese envejecido diez años en su agonía y, próxima a la muerte, sus doce años fuesen suficientemente maduros para comprender que este hombre no debía tocarla y encontrar a su madre en ella. Llamó de nuevo, pidiendo socorro:
—Mamá… mamá… Por favor…
Elena, que todavía no había hablado, vino de prisa junto a Enrique. Le miró fijamente con semblante de mármol. Cuando estuvo a punto de tocarle, le dijo esta única palabra con voz ahogada:
—¡Váyase!
El doctor Bodin trataba de calmar a Juana, a la que una crisis de tos sacudía sobre la cama. Le juraba que no la molestarían más, que todos iban a salir para dejarla tranquila.
—Váyase —repitió Elena, con voz baja y profunda, al oído de su amante—. Ya ve usted que nosotros la hemos matado.
Y Enrique, sin encontrar ni una sola palabra que decir, salió de la habitación. Se quedó todavía un momento en el comedor sin saber qué esperaba, algo que tal vez ocurriría. Después, viendo que el doctor Bodin no salía, se marchó, descendiendo la escalera a tientas, sin que Rosalía se tomase la molestia de darle luz. Pensaba en el veloz proceso de la tisis aguda, caso que había estudiado mucho: los tubérculos miliares se multiplicarían con rapidez y el ahogo aumentaría. Juana no duraría más de tres semanas.
Ocho días transcurrieron. El sol se levantaba y se ponía sobre París, en el gran espacio de cielo que recortaba la ventana, sin que Elena tuviera conciencia del tiempo, implacable y rítmico. Sabía a su hija condenada y permanecía como aturdida por el horror del desgarramiento que en ella se producía. Era una espera sin esperanza, con la certeza de que la muerte no perdonaría. Ya no tenía lágrimas; caminaba silenciosamente por la habitación, permaneciendo siempre de pie y cuidando a la enferma con gestos lentos y precisos. A veces, vencida por la fatiga, caía sobre una silla y la miraba durante horas. Juana iba debilitándose; los vómitos, muy dolorosos, la destrozaban; la fiebre ya no desaparecía. Cuando el doctor Bodin venía, la examinaba un momento y dejaba una receta; y su vencida espalda, al retirarse, expresaba una impotencia tal, que la madre ni le acompañaba para interrogarle.