La lluvia se hacía más fina, se producían transparencias a través de la cortina que ocultaba París. Lo primero en reaparecer fue la cúpula de los Inválidos, ligera y estremecida con la vibración reluciente del aguacero. Después emergieron los barrios de la corriente de agua que se retiraba; la ciudad parecía emerger de un diluvio, con sus tejados chorreando, mientras los ríos llenaban todavía las calles con una especie de vapor. De pronto surgió una llama, cayó un rayo de luz en medio del aguacero. Por un instante apareció una sonrisa entre las lágrimas. Había dejado de llover en el distrito de los Campos Elíseos, la lluvia azotaba la orilla izquierda, la Cité, los lejanos suburbios; y se veían caer allí las gotas, como líneas de acero, tenues y apretadas bajo la luz del sol. Hacia la derecha se iluminó el arco iris. A medida que el rayo de sol se ensanchaba, manchas rojas y azules pintarrajeaban el horizonte con los tonos abigarrados de una acuarela infantil. Hubo un resplandor, un descenso de nieve de oro sobre una ciudad de cristal. Y el rayo se extinguió, una nube lo había apagado y la sonrisa se ahogó con las lágrimas. París se escurría con un largo rumor de sollozos, bajo un cielo color de plomo.
Juana, con las mangas empapadas, tuvo un acceso de tos. Pero no notaba el frío que iba penetrándola, ocupada en pensar, ahora, que su madre había descendido hacia París. Había acabado por conocer tres monumentos: los Inválidos, el Panteón y la torre Saint-Jacques; había aprendido sus nombres y los señalaba con el dedo sin imaginar como debían ser cuando se les miraba de cerca. Sin duda su madre se encontraba por allí, y ella la situaba en el Panteón, porque era el que más llamaba su atención, tan enorme, clavado en lo alto como la cimera de la ciudad. Luego se interrogaba, porque París seguía siendo el sitio donde no van los niños. Nunca la llevaban. Hubiese querido saber, para decirse tranquilamente: «Mamá está allí y está haciendo esto y aquello». Pero así le parecía demasiado grande y no podía encontrarse a nadie. Sus miradas saltaban al otro extremo de la llanura. ¿Estaría, tal vez, en este grupo de casas de la izquierda, sobre una colina? ¿O más cerca, bajo los grandes árboles cuyas ramas desnudas se parecían a los hacecillos de leña seca? ¡Si pudiera levantar los tejados! ¿Qué era aquel monumento tan negro?, ¿y aquella calle por la que corría una cosa tan grande?, y todo aquel barrio que le daba tanto miedo, porque seguro que allí se estaban peleando. No se distinguía con claridad; pero, de veras, era algo lo que se movía, algo muy feo que las niñas no debían mirar. Hacía toda clase de suposiciones vagas que le daban ganas de llorar y turbaban su ignorancia de niña. Lo desconocido de París, con sus humos, su rumor incesante, su vida potente, soplaba hacia ella, en aquel tiempo de deshielo, un olor a miseria, a basura y a crimen que le hacía volver su joven cabecita como si se hubiese asomado por encima de estos pozos pestíferos que exhalaban la asfixia de su lodo invisible. Los Inválidos, el Panteón, la torre Saint-Jacques: los contaba y sabía sus nombres; pero, aparte de ellos, no conocía ningún otro monumento y se sentía asustada y avergonzada, con la idea fija de que su madre se encontraba entre aquellas cosas malas, no sabía dónde, allá lejos, en el fondo.
Bruscamente se volvió. Habría jurado que alguien caminaba por la habitación; diría, incluso, que una mano suave le había rozado la espalda. Pero la habitación permanecía vacía en el pesado desorden en que Elena la había dejado; el peinador seguía tendido, sin dejar de llorar, aplastado contra la almohada. Entonces Juana recorrió con una mirada toda la habitación y sintió que su corazón se desgarraba. Estaba sola, sola. ¡Dios mío! Su madre, al marcharse, la había empujado tan fuerte que podía haberla echado al suelo. Volvía a sentir la misma angustia y el dolor de esta brutalidad repercutía en sus muñecas y en sus hombros. ¿Por qué la había maltratado? Era buena y no tenía que reprocharse nada. Generalmente, le hablaban con todo cariño, que aquella corrección la indignaba. Tenía la misma impresión que le producían sus temores infantiles, cuando la amenazaban con el lobo y ella miraba y no lo veía en ninguna parte; pero en la sombra había algo que podía destruirla. Con la carita pálida, sospechaba algo y, poco a poco, iba aumentando en ella una cólera desesperada. De pronto, pensó que su madre debía querer más que a ella a aquellas personas cerca de las cuales había ido, empujándola tan fuerte, y tuvo que llevarse las manos al pecho. Ahora comprendía: su madre la estaba traicionando.
Sobre París gravitaba una gran ansiedad, a la espera de una nueva borrasca. El aire, oscurecido, lanzaba como un murmullo y las espesas nubes se cernían. Juana, en la ventana, tosió violentamente; pero se sentía como vengada al sentir frío y hubiese querido ponerse enferma. Con las manos apretándose el pecho, sentía que su malestar aumentaba. Era una angustia a la que su cuerpo se abandonaba. Tiritaba de miedo y no se atrevía a volverse, temblando de frío con sólo pensar en mirar hacia la habitación. Cuando se es pequeña, no se tiene fuerza. ¿Qué era este nuevo mal cuya crisis la llenaba de vergüenza y de una amarga dulzura? Cuando la hacían rabiar, cuando le hacían cosquillas, pese a sus risas, sentía a veces este estremecimiento exasperado. Esperaba, rígida, en la rebelión de sus miembros inocentes y virginales. Desde el fondo de su ser, de su sexo de mujer despierta, surgió un vivo dolor como si hubiese recibido un golpe desde lejos. Entonces, desfalleciendo, lanzó un grito ahogado: «¡Mamá, mamá!», sin que pudiera saberse si llamaba a su madre en su ayuda o si la acusaba de mandarle aquel mal del cual se sentía morir.
En este momento estalló la tempestad. En el silencio grávido de ansiedad, por encima de la ciudad, que se había puesto negra, aullaba el viento y se oyó el crujido persistente de París, las persianas que golpeaban, las tejas de pizarra que volaban, los tubos de las chimeneas y los canalones de desagüe que rebotaban sobre la calzada de las calles. Hubo unos momentos de silencio; pero de inmediato surgió un nuevo soplo, llenó el horizonte de tan colosal impulso que el océano de tejados estremecido pareció elevarse en un oleaje y desaparecer en un torbellino. Durante un momento fue el caos. Enormes nubes, ensanchándose como manchas de tinta, corrían entre otras más pequeñas, dispersas y flotantes, parecidas a pingajos que el viento desmenuzaba y se llevaba hilo a hilo. Hubo un momento en que dos nubes se embistieron, rompiéndose en pedazos que sembraron el espacio de fragmentos color de cobre. Cada vez que el huracán se desencadenaba de este modo, soplando desde todos los puntos del cielo, había en el aire un chocar de ejércitos, un derrumbamiento inmenso cuyos escombros suspendidos iban a aplastar París. No llovía todavía… De pronto una nube reventó sobre el centro de la ciudad y una tromba de agua remontó por el curso del Sena. La cinta verde del río, acribillada y sucia por el chapoteo de las gotas, se cambió en un torrente de cieno y, uno a uno, tras el chaparrón, los puentes reaparecieron, adelgazados, más ligeros en el vapor de agua, en tanto que, a derecha e izquierda, los muelles desiertos sacudían furiosamente sus árboles a lo largo de las rayas grises de las aceras. Al fondo, sobre Notre-Dame, se partió la nube, lanzando tal torrente de agua que la Cité quedó sumergida; únicamente, por encima del distrito anegado, flotaban las torres, en un claro, como los restos de un naufragio. Pero, por todas partes, se abría el cielo y por tres veces la orilla derecha pareció sumergida. Un primer aguacero asoló los barrios lejanos y, ensanchándose, azotó las puntas de Saint-Vincent-de-Paul y de la torre Saint-Jacques, que se aclaraban bajo el agua. Otros dos, uno tras otro, se volcaron sobre Montmartre y sobre los Campos Elíseos. Por un momento, se distinguieron las vidrieras del Palacio de la Industria, humeando bajo la lluvia. San Agustín, cuya cúpula oscilaba al fondo de la bruma como una luna apagada; la Magdalena, que extendía su tejado plano, semejante a las losas lavadas con grandes baldes de algún atrio en ruina; mientras detrás, la mole enorme y sombría de la «Opéra» hacía pensar en un barco desmantelado, cuya quilla, atrapada entre dos rocas, resistiera los asaltos de la tempestad. Sobre la orilla izquierda, velada por una polvareda de agua, se percibían la cúpula de los Inválidos, las flechas de Santa Clotilde, las torres de San Sulpicio, reblandeciéndose y como fundidas en el aire empapado de humedad. Una nube se dilató y por la columnata del Panteón descargaron torrentes de agua que parecía iban a inundar los barrios bajos. A partir de este momento, las ráfagas de lluvia se abatieron sobre la ciudad por todas partes; se diría que el cielo se abatía sobre la tierra, que las calles se hundían, sumergiéndose hasta el fondo en medio de las sacudidas que, por su violencia, parecían anunciar el fin de la ciudad. Se alzaba un rugido constante, la voz de los arroyos crecidos, el tronar de las aguas vaciándose por los canalones de desagüe. Al mismo tiempo, por encima de aquel París cenagoso que los mismos nubarrones ensuciaban con un igual tono amarillo, las nubes se deshilachaban, adquiriendo una lívida palidez, extendida por igual, sin una resquebradura ni una mancha. La lluvia se hacía más fina, recta y punzante; y cuando todavía soplaba alguna ráfaga, grandes oleadas ponían reflejos en las sombras grises y se oían las gotas oblicuas, casi horizontales, asaeteando los muros con un silbido, hasta que, al cesar el viento, volvían a ser rectas, hiriendo el suelo con un apaciguamiento obstinado, desde la colina de Passy hasta la plácida campiña de Charenton. Entonces, la inmensa ciudad, como destruida y muerta a consecuencia de una suprema convulsión, extendió sus piedras derrumbadas bajo un cielo borroso
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Juana, abatida sobre el repecho de la ventana, había balbuceado de nuevo: «¡Mamá!, mamá!», y una inmensa fatiga la hacía abandonarse totalmente débil frente a aquel París sumergido. En aquella postración, con los cabellos sueltos, el rostro mojado por las gotas de la lluvia, seguía sintiendo el sabor de la amarga dulzura que acababa de estremecerla, en tanto que la añoranza de algo irremediablemente perdido lloraba en su corazón. Le parecía que todo había terminado y comprendía que se estaba volviendo muy vieja. Podían pasar las horas; ni siquiera miraba la habitación. No le importaba saberse olvidada y sola. Llenaba tal desesperación su corazón de niña, que todo era noche a su alrededor. Si la reñían, como otras veces cuando se ponía enferma, sería una injusticia. Aquello la quemaba, le daba dolor de cabeza. Seguro que, hacía un momento, algo le habían roto en algún sitio. No podía evitarlo. Estaba obligada a dejarse hacer lo que quisieran. Después de todo, estaba demasiado cansada. Había anudado sus dos bracitos en la barra del alféizar y la acometía una somnolencia; sólo abría sus grandes ojos de vez en cuando, para ver los chaparrones.
La lluvia caía persistente, sin pausa; el cielo, pálido, se fundía en agua. El último vendaval había pasado y se oía todavía su retumbar monótono. En medio de una solemne inmovilidad, la lluvia, soberana, azotaba sin tregua la ciudad conquistada por ella, silenciosa y desierta. Tras el cristal rayado por aquel diluvio, había tan sólo un París fantasma, de líneas trémulas y borrosas, que producía en Juana una necesidad de dormir, con feos sueños, como si todo cuanto desconocía, el mal que ignoraba, se hubiese exhalado en niebla para penetrarla y hacerla toser. Cada vez que abría los ojos, la sacudían accesos de tos, y después permanecía quieta unos segundos mirando la ciudad; luego, dejando caer la cabeza, se llevaba su imagen, y ésta parecía que se extendía sobre ella y la aplastaba.
La lluvia no cesaba. ¿Qué hora sería ya? Juana no hubiese podido decirlo. Quizá el reloj se había parado. Volverse para mirar le parecía demasiado fatigoso. Hacía por lo menos ocho días que su madre se había marchado. Había dejado de esperarla, resignada ya a no volver a verla. Lo olvidó todo: las malas pasadas que le habían hecho, el extraño mal que acababa de sufrir, incluso el abandono en que todo el mundo la dejaba. Un peso, como el de una fría losa, gravitaba sobre ella. No era más que una desgraciada. ¡Oh!, tan desgraciada como las niñas pobres abandonadas en los portales y a las que ella daba dinero. Esto no cesaría jamás y ella permanecería así durante años… Era demasiado enorme y demasiado duro para una niña pequeña. ¡Dios mío, cómo se tose, cuánto frío se tiene cuando nadie nos quiere! Cerró los pesados párpados, con el vértigo de una modorra febril, y su último pensamiento fue un vago recuerdo de infancia, una visita a un molino donde los pequeñitos granos de trigo, amarillo, caían bajo muelas grandes como casas.
Pasaban horas y horas, y cada minuto era como un siglo. La lluvia caía sin parar con el mismo ritmo tranquilo, como si contara con todo el tiempo, con la misma eternidad, para inundar la llanura. Juana dormía. Junto a ella estaba la muñeca, doblada sobre la barra del antepecho, con las piernas dentro de la habitación y la cabeza fuera, como una ahogada, con la camisa pegada a su piel rosada, sus ojos inmóviles, sus cabellos chorreando agua; estaba tan delgada, que daba ganas de llorar, con su postura cómica y desconsolada de pequeña muerta. Juana, dormida, tosía; pero ya no abría los ojos. Su cabeza se agitaba sobre los brazos cruzados y la tos terminaba con un silbido sin que ella despertara. Ya nada quedaba: dormía en la oscuridad, y ni siquiera retiraba la mano, cuyos dedos, enrojecidos, dejaban resbalar las claras gotas, una a una, hacia el fondo de los vastos espacios que se abrían bajo la ventana. Esto duró horas todavía. En el horizonte, París se había desvanecido como la sombra de una ciudad, mientras el cielo se confundía con el caos borroso de su inmensidad y la lluvia gris seguía cayendo obstinada.
Había oscurecido ya mucho antes cuando regresó Elena. Mientras subía penosamente la escalera, apoyándose en la barandilla, el agua de su paraguas se escurría sobre los peldaños. Ante su puerta, se detuvo unos instantes para respirar, aturdida todavía por el repiqueteo de la lluvia a su alrededor, por los empujones de la gente que corría y por el reflejo de las luces danzando sobre los charcos. Caminaba como en sueños, sorprendida por aquellos besos que acababa de recibir y de dar, y mientras buscaba la llave pensaba que no sentía remordimiento ni satisfacción. Así eran las cosas, y nada podía hacer para que fuesen de otro modo. No encontró la llave: sin duda la había dejado olvidada en otro traje. Esto la contrarió sobremanera y tuvo la impresión de que se había echado a sí misma de su propia casa. No tuvo más remedio que llamar.