—¡Cuántas estrellas! —murmuró el reverendo Jouve—. Lucen por millares.
Acababa de coger una silla y de sentarse junto a ella. Entonces Elena levantó el rostro mirando aquel cielo de verano. Las constelaciones fijaban sus clavos de oro. Un planeta, casi al raso del horizonte, lucía como un carbúnculo, mientras que una polvareda de estrellas casi invisibles enarenaba la bóveda como con un chisporroteo de lentejuelas. El Carro, lentamente, daba la vuelta con la lanza en alto.
—Mire —dijo ella a su vez—: esta estrella azul, en este rincón del cielo, la encuentro todas las noches… Pero se va, retrocede cada noche.
Ahora el sacerdote no la molestaba. Le sentía a su lado como un gaje más de paz. Cruzaban algunas palabras espaciadas de largos silencios. Por dos veces, le interrogó sobre el nombre de las estrellas; la visión del cielo siempre le había atormentado; pero él dudaba, no estaba seguro.
—¿Ve usted —preguntaba— esta bonita estrella que tiene un destello tan puro?
—A la izquierda, ¿no es eso? —decía él—, junto a otra menos grande de un color verdoso… Hay demasiadas, lo he olvidado.
Se callaron, con los ojos siempre levantados, deslumbrados y sobrecogidos por un leve estremecimiento ante este hormigueo de astros que se agrandaba. Tras millares de estrellas aparecían otros millares, y esto sin parar, en las profundidades infinitas del cielo. Era como una continua floración, una brasa atizada de mundos ardiendo con el fuego tranquilo de las pedrerías. La vía láctea blanqueaba ya, mostrando sus átomos de sol, tan innumerables y tan lejanos, que en la redondez del firmamento parecía sólo una cinta de luz.
—Me da miedo —dijo Elena en voz baja.
Bajó la cabeza para no ver más y dirigió sus miradas al vacío abierto en el que París parecía haberse hundido. Allí no había todavía ni una sola luz y la noche completa parecía igualmente extendida: todo era una ceguera de tinieblas. La voz fuerte y profunda había adquirido una más tierna suavidad.
—¿Llora usted? —preguntó el sacerdote, que acababa de oír un sollozo.
—Sí —respondió simplemente Elena.
Ya no se veían. Ella lloraba abundantemente, con un murmullo que agitaba todo su ser. Mientras tanto, tras ellos, Juana descansaba en la calma inocente de su sueño, mientras el señor Rambaud, absorto, inclinaba su cabeza entrecana por encima de la muñeca, a la que había desmontado los miembros. A veces dejaba escapar el ruido seco de los resortes que se soltaban, y los infantiles balbuceos que sus gruesos dedos arrancaban lo más dulcemente posible del mecanismo estropeado. Cuando la muñeca habló demasiado fuerte, paró en seco, inquieto y enojado, mirando si no había despertado a Juana. Luego volvió a su reparación con mayor precaución, no disponiendo de más herramientas que de unas tijeras y un punzón.
—¿Por qué llora usted, hija mía? —replicó el sacerdote—. ¿No puedo procurarle ningún alivio?
—¡Oh, déjeme! —murmuró Elena—; estas lágrimas me hacen bien. Más tarde, más tarde…
Se ahogaba demasiado para poder responder. Ya otra vez, en este mismo sitio, una crisis de llanto la había destrozado; pero estaba sola, había podido sollozar en las tinieblas, desfallecida, esperando que el venero de la emoción que la anegaba se agotase. Sin embargo, no tenía ningún motivo para apenarse: su hija estaba salvada, ella misma había recobrado el ritmo monótono y placentero de su existencia. Pero de pronto le había invadido el sentimiento punzante de un inmenso dolor, de un vacío insondable que no colmaría jamás, de una desesperación sin límites en la que naufragaba con todos aquellos que le eran queridos. No sabría decir qué desgracia la amenazaba de este modo; había perdido la esperanza y solamente podía llorar.
Ya, en la iglesia perfumada con las flores del mes de María, había experimentado enternecimientos parecidos. El vasto horizonte de París, al crepúsculo, la conmovía con una profunda impresión religiosa. La llanura parecía extenderse más y, de estos dos millones de existencias que se desvanecían, parecía nacer algo melancólico. Luego, en plena oscuridad, cuando la ciudad se había desvanecido con sus ruidos apagados, su oprimido corazón estallaba, sus lágrimas se desbordaban ante aquella soberana paz. Habría juntado las manos y balbuceado oraciones. Una necesidad de fe, de amor, de aniquilamiento divino, le causaban un gran estremecimiento. Y era entonces cuando el despuntar de las estrellas la trastornaban con un goce y un terror sagrados.
Al cabo de un largo silencio, el reverendo Jouve insistió:
—Hija mía, tiene usted que confiarse a mí. ¿Por qué duda usted?
Ella lloraba todavía, pero con una dulzura infantil, como fatigada y sin fuerzas.
—La iglesia la asusta —siguió el religioso—. Por un momento creía que Dios la había conquistado. Pero no ha sido así. El cielo tiene sus designios… ¡Bien!, puesto que usted desconfía del sacerdote, ¿por qué rehúsa usted por más tiempo una confidencia al amigo?
—Tiene usted razón —balbuceó ella—; sí, estoy afligida y tengo necesidad de usted… He de confesarle ciertas cosas. Cuando era pequeña, no entraba mucho en las iglesias; ahora no puedo asistir a una ceremonia sin sentirme profundamente turbada… Y ahí tiene usted: hace un momento, lo que me ha hecho sollozar ha sido esta voz de París que se parece al rugir del órgano, esta inmensidad de la noche, esta hermosura del cielo… Ah, ¡cómo quisiera creer! Ayúdeme, enséñeme.
El abate Jouve la tranquilizó poniendo ligeramente una mano sobre las suyas.
—Dígamelo todo —respondió sencillamente.
Ella se debatió un instante, llena de angustia.
—No tengo nada, se lo juro… No le escondo nada… Lloro sin motivo porque me ahogo, porque las lágrimas salen solas… Usted conoce mi vida. A estas horas, no encuentro en ella ni una tristeza, ni una falta, ni un remordimiento… Y yo no sé, no sé…
Su voz se extinguió. Entonces el sacerdote dejó caer lentamente estas palabras:
—Usted ama, hija mía.
Ella se estremeció y no osó protestar. El silencio comenzó de nuevo. En el mar de tinieblas que dormía ante ellos, una chispa había lucido. Había sido a sus pies, en algún sitio de aquel abismo, en un lugar que no habría podido precisar. Y, una a una, otras chispas aparecieron. Nacían en la noche con un brusco sobresalto, de pronto, y quedaban fijas, centelleantes, como estrellas. Parecía como si fuese una nueva aurora de astros, en la superficie de un sombrío lago. Pronto dibujaron una doble línea que partía del Trocadero y se iba hacia París, con ligeros saltos de luces; después, otras líneas de puntos luminosos cortaron ésta, unas curvas se iniciaron, una constelación se ensanchó, extraña y magnífica. Elena seguía sin hablar, recorriendo con su mirada estos resplandores, cuyos fuegos hacían que el cielo continuase por debajo del horizonte. Sintió de nuevo la emoción que la había trastornado unos minutos antes, cuando el Carro se había puesto a dar vueltas lentamente alrededor del eje del polo, con la lanza en alto. París, a medida que se iluminaba, iba extendiéndose melancólico y profundo, aportando los sueños aterradores de un firmamento en el que pululan los mundos.
Mientras tanto, el sacerdote, con esta voz monótona y dulce que le daba la costumbre del confesionario, cuchicheaba largamente en su oído. Ya le había advertido cierta tarde al decirle que la soledad no le convenía. Nadie se aparta impunemente de la vida corriente. Ella se había encerrado demasiado, abriendo así la puerta a las fantasías peligrosas.
—Soy muy viejo, hija mía —murmuró—, y he visto a menudo a las mujeres acudiendo a nosotros con lágrimas, con súplicas, con una necesidad de creer y de hincarse de rodillas… De modo que, hoy día, es difícil que me equivoque. Estas mujeres que parece que busquen a Dios con tanto ardor no son más que pobres corazones turbados por la pasión. Es a un hombre a quien adoran en nuestras iglesias…
—Pues bien, ¡sí!, amo… Esto es todo. Aparte de esto, no sé nada, nada…
Ahora él evitaba interrumpirla. Agitada por la fiebre, hablaba con frases cortas; sentía un placer amargo confesando su amor, compartiendo con aquel anciano este secreto que la ahogaba desde hacía tanto tiempo.
—Le juro que no puedo leer en mí… Esto ha ocurrido sin que yo me diera cuenta, como de golpe, tal vez… No obstante, sólo a lo largo sentí su dulzura… Después de todo, ¿por qué fingirme más fuerte de lo que soy? No intenté escapar porque me hacía demasiado feliz; hoy, todavía tengo menos valor… Vea usted: mi hija ha estado enferma, he estado a punto de perderla; pues bien, mi amor ha sido tan profundo como mi dolor, ha vuelto con todo su poder después de estos días terribles, se ha apoderado de mí y estoy en sus manos. —Tomó aliento, temblorosa—. En fin, ya no me quedan fuerzas… Tenía usted razón, amigo mío: me tranquiliza confiarle estas cosas… Pero, se lo ruego, dígame qué es lo que ocurre en el fondo de mi corazón. Yo estaba tranquila y me sentía feliz. Fue como un flechazo en mi vida. ¿Por qué a mí? ¿Por qué no a otra? Yo no había hecho nada para esto y me creía bien protegida. ¡Si usted supiera! ¡Yo misma no me reconozco!… ¡Ah, ayúdeme, sálveme!
Viendo que se callaba, el sacerdote, maquinalmente, con su acostumbrada libertad de confesor, interrogó:
—Su nombre, dígame su nombre
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…
Elena vacilaba, cuando un ruido particular le hizo volver la cabeza. Era la muñeca, la cual, entre las manos del señor Rambaud, recobraba un poco de su vida mecánica; acababa de dar tres pasos sobre el velador con un chirriar de los engranajes que funcionaban mal todavía; luego se había caído de espaldas y, si no fuera por el bueno del señor Rambaud, hubiera ido a parar al suelo. Pero él la seguía, con las manos extendidas, dispuesto a ayudarla, lleno de una ansiedad paternal. Cuando vio a Elena que se volvía, le dirigió una sonrisa confiada, como prometiéndole que la muñeca acabaría por andar. Y se puso a hurgar de nuevo en el juguete con sus tijeras y su punzón. Juana dormía.
Entonces Elena, tranquilizada por este ambiente de paz, murmuró un nombre al oído del sacerdote. Este no se inmutó. En la sombra no se podía ver su cara. Después de un silencio, habló:
—Ya lo sabía; pero quería recibir su confesión… Hija mía, debe de sufrir usted mucho.
No pronunció ninguna frase trivial sobre los deberes. Elena, aniquilada, triste hasta morir por esta compasión serena del sacerdote, seguía de nuevo las chispas que, como lentejuelas de oro, iban apareciendo en el manto sombrío de París. Se multiplicaban hasta el infinito. Eran como esos fuegos que corren entre las cenizas negras de un papel quemado. Primero, estos puntos luminosos habían partido del Trocadero
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, yendo hacia el corazón de la ciudad. Pronto apareció otro foco hacia la izquierda, hacia Montmartre; después otro a la derecha, tras de los Inválidos, y todavía otro, más atrás, al lado del Panteón. De todos estos focos descendía un vuelo de pequeñas llamas.
—Usted se acordará de nuestra conversación —prosiguió el sacerdote lentamente—; y mi opinión no ha cambiado… Es necesario que se case usted, hija mía.
—¡Yo! —exclamó ella abrumada—. Pero si acabo de confesarle… Usted sabe que no me es posible.
—Tiene usted que casarse —repitió con más fuerza—. Se casará usted con un hombre honrado…
Parecía haber crecido con su vieja sotana. Su gran cabeza ridícula, que se inclinaba ordinariamente sobre uno de sus hombros, con los ojos medio cerrados, se alzaba, y sus miradas eran tan amplias y tan claras, que ella las veía relucir en la noche.
—Se casará usted, hija mía, con un hombre honrado, que será un padre para Juana y que le devolverá a usted toda su lealtad.
—Pero si no le quiero… ¡Dios mío!, no le quiero…
—Le amará usted… Él la quiere y es bueno.
Elena se debatía, bajando la voz, oyendo el ligero ruido que el señor Rambaud hacía tras ellos. Era tan paciente y se sentía tan fuerte en su esperanza, que desde hacía seis meses no la había importunado ni una sola vez hablándole de su amor. Esperaba con una tranquilidad confiada, naturalmente dispuesto a las más heroicas abnegaciones. El sacerdote se movió como si quisiera volverse.
—¿Quiere usted que se lo cuente todo?… Él le tenderá la mano y la salvará. Y usted le colmará de una satisfacción inmensa.
Ella le detuvo, desesperada. Su corazón se rebelaba. Los dos la asustaban; estos hombres tan serenos, tan tiernos, cuyo razonamiento podía mantener su frialdad al lado de la fiebre de la pasión. ¿En qué mundo vivían para poder negar así aquello que tanto la hacía sufrir? El sacerdote, con un amplio ademán de la mano, le mostraba los anchos espacios.
—Hija mía, contemple esta hermosa noche, esta suprema paz, frente a su agitación… ¿Por qué se niega a ser feliz?
París entero estaba iluminado. Las pequeñas llamas danzantes habían acribillado aquel mar de tinieblas de uno a otro extremo del horizonte y ahora, sus millones de estrellas ardían con un fijo resplandor en la serenidad de la noche de verano. Ningún soplo de aire, ningún temblor, azoraba aquellas luces que parecían como suspendidas en el espacio. París, invisible, había retrocedido hasta el fondo del infinito, tan vasto como un firmamento. Sin embargo, en la parte baja de las pendientes del Trocadero, el fulgor rápido de los faroles de un coche o de un ómnibus, cortaba la sombra con el trazo continuo de una estrella fugaz; y allí, en el centelleo de los mecheros de gas que desprendían como un vaho amarillo, se distinguían vagamente unas fachadas confusas, unos macizos de árboles, de un verde crudo de decorado. Sobre el puente de los Inválidos, las estrellas se cruzaban sin parar; mientras que por debajo, a lo largo de una cinta de tinieblas más espesas, se destacaba un prodigio, una banda de cometas cuyas colas de oro se alargaban como una lluvia de centellas; eran, en las aguas negras del Sena, las reverberaciones de los faroles del puente. Pero más allá, comenzaba lo desconocido. La extensa curva del río estaba indicada por un doble cordón de luces de gas al que se unían otros cordones de trecho en trecho; se diría una escala de luz, lanzada a través de París, cuyos dos extremos se apoyaran en las estrellas del cielo. A la izquierda, otra brecha descendía; los Campos Elíseos marcaban un desfile regular de astros, del Arco de Triunfo a la plaza de la Concordia, donde brillaba el chisporroteo de una pléyade; luego, las Tullerías, el Louvre, los grupos de casas al borde del río, el Hôtel-de-Ville al fondo, formaban unos trazos sombríos, separados de vez en cuando por el cuadro luminoso de una gran plaza; y más lejos, en la dispersión de los tejados, las luces se esparcían, sin que se pudiese distinguir otra cosa que el hundimiento de una calle, el recodo de un bulevar, el ensanchamiento de una plazuela incendiada. Sobre la otra orilla, a la derecha, sólo la Explanada se dibujaba claramente, con su rectángulo de llamas, semejante a algún Orión de las noches de invierno que hubiese perdido su tahalí; las largas calles del barrio de Saint-Germain espaciaban sus luces tristes; más lejos, los barrios populosos, braseros encendidos de pequeños fuegos apretados, lucían en una confusión de nebulosa. Hasta en los arrabales y alrededor del horizonte, había como un hormigueo de mecheros de gas y de ventanas iluminadas, que eran como una polvareda luminosa que llenaba las lejanías de la ciudad con esas miríadas de soles, de estos átomos planetarios que el ojo humano no puede descubrir. Por momentos se hubiese podido pensar en una fiesta gigante en un monumento ciclópeo iluminado, con sus escaleras, sus rampas, sus ventanas, sus frontones, sus terrazas, su mundo de piedra, cuyas líneas de farolillos marcaban con sus trazos fosforescentes, la rara y enorme arquitectura. Pero la sensación que dominaba era la de un nacimiento de constelaciones, de un engrandecimiento continuo del cielo.