Una Pizca De Muerte (8 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Una Pizca De Muerte
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Por otra parte, Hadley pensaría que el estar emparentada con la célebre Marie Laveau era genial. Me sorprendí concediendo algo de crédito a Waldo. Pero no podía imaginar de dónde habría sacado Hadley esa información. Por supuesto, tampoco era capaz de verla como lesbiana, pero estaba claro que ése era el
camino
que ella había escogido. Mi prima Hadley, la animadora, se había convertido en una vampira lesbiana afín al vudú. Las vueltas que da la vida.

Me sentía henchida de información que era incapaz de absorber, pero estaba ansiosa por conocer el resto de la historia. Animé al demacrado vampiro para que continuase.

—Pusimos las tres X en la tumba —siguió Waldo—. Es lo que se hace. Los devotos del vudú creen que eso asegura la concesión del deseo. Luego, Hadley se cortó a sí misma y vertió la sangre sobre la lápida mientras pronunciaba las palabras mágicas.

—Abracadabra, por favor y gracias —dije automáticamente, y Waldo me atravesó con la mirada.

—No deberías burlarte —contestó. Salvo algunas notables excepciones, los vampiros no son conocidos por su sentido del humor, y Waldo era definitivamente de los serios. No apartó de mí sus ojos enmarcados en rojo.

—¿De verdad es una tradición, Bill? —pregunté. Ya no me importaba que los dos de Nueva Orleans supieran que no confiaba en ellos.

—Sí —me confirmó Bill—. Nunca lo he intentado personalmente porque creo que hay que dejar a los muertos en paz. Pero lo he visto hacer.

—¿Y funciona? —Estaba asombrada.

—Sí, a veces.

—¿Le funcionó a Hadley? —pregunté a Waldo.

Su mirada seguía sin ser muy amistosa.

—No —siseó—. Sus intenciones no eran lo bastante puras.

—¿Y esos fanáticos estaban escondidos detrás de las tumbas para echarse encima de vosotros, así, sin más?

—Sí —respondió Waldo—, ya te lo he dicho.

—¿Y tú, con tu olfato y oído vampíricos, no sabías que estabais rodeados de gente? —A mi izquierda, Bubba se estremeció. Incluso un vampiro tan corto de luces y apresuradamente convertido como él podía ver el sentido de mi pregunta.

—Puede que supiera que había gente —contestó Waldo altivamente—, pero es bien conocido que esos cementerios se llenan de criminales y prostitutas por la noche. No pude distinguir quiénes hacían qué sonidos.

—Waldo y Hadley eran los favoritos de la reina —explicó el señor Cataliades, tratando de poner orden. Su tono indicaba que cualquiera que fuese favorito de la reina estaba por encima de todo reproche. Pero no era lo que decían sus palabras. Lo observé de forma pensativa, al tiempo que notaba que Bill se deslizaba junto a mí. No éramos almas gemelas, pensaba, ya que nuestra relación no salió bien, pero en los momentos más extraños parecíamos pensar de la misma manera, y ése era uno de ellos. Por una vez, deseé poder leerle la mente; aunque su mejor recomendación como amante fue que no lo hiciese. Las cosas no son fáciles para los telépatas en cuanto al amor. De hecho, el señor Cataliades era el único de la escena cuyo cerebro podía captar, y no era nada humano.

Se me pasó por la cabeza preguntarle qué era, pero me parecía poco adecuado. En vez de ello, le pedí a Bubba que trajese algunas sillas plegables de jardín para que todos pudiésemos sentarnos. Mientras tanto, fui a casa a calentar tres botellas de TrueBlood para los vampiros y puse a enfriar un refresco de limón para el señor Cataliades, que se mostró encantado con la oferta.

Mientras estaba en casa, de pie frente al microondas, contemplándolo como si fuera una especie de oráculo, se me pasó por la cabeza echar los pestillos y dejar que arreglaran sus cosas fuera. Tenía un ominoso sentido del cariz que estaba tomando la noche, y tuve la tentación de dejar que adoptara su curso sin mí. Pero Hadley había sido mi prima. Se me antojó descolgar su foto de la pared y echarle una mirada de cerca.

Todas las fotos que había colgado mi abuela seguían en el mismo sitio; a pesar de su muerte, yo seguía creyendo que la casa era suya. La primera foto era de Hadley a los seis años, con un solo diente presidiéndole la boca. Sostenía un gran dibujo de un dragón. La volví a colgar junto a otra imagen suya a los diez, delgaducha y con trenzas, rodeándonos a Jason y a mí con los brazos. Al lado había otra foto que había tomado el fotógrafo de la parroquia cuando Hadley fue coronada como Miss Bon Temps. A los quince años estaba radiante y feliz con su vestido blanco con lentejuelas, alquilado, la brillante corona sobre la cabeza y las flores en sus brazos. La última la habían sacado durante su penúltimo año universitario. Por aquel entonces, Hadley había empezado a consumir drogas y había adoptado una estética absolutamente gótica: mucho maquillaje en los ojos, pelo negro y labios carmesí. El tío Carey había abandonado a la tía Linda algunos años antes, regresando con su orgullosa familia de Nueva Orleans. Cuando Hadley decidió marcharse también, la tía Linda empezó a sentirse mal. Pocos meses después de su huida, al fin conseguimos que fuese a ver a un médico, y descubrió que tenía cáncer.

En los años que pasaron desde entonces, en más de una ocasión me he preguntado si Hadley supo alguna vez que su madre estaba enferma. Para mí suponía una gran diferencia. No era comparable no venir sabiendo que estaba mala y no hacerlo sin saber nada. Ahora que sabía que había cruzado la línea para convertirse en una muerta en vida, se me dibujaba una nueva opción. Quizá lo sabía, pero sencillamente no le importaba.

Me pregunto quién le diría que quizá descendiera de Marie Laveau. Debía de tratarse de alguien con tiempo para investigar a fondo y sonar convincente, alguien que hubiese estudiado a mi prima lo suficiente como para saber cuánto habría disfrutado con la chispa de saberse emparentada con una mujer tan famosa.

Saqué las bebidas en una bandeja y nos sentamos en círculo sobre mis sillas de jardín. Era una reunión de lo más extraña: el señor Cataliades, una telépata y tres vampiros (aunque uno de ellos era tan corto como podía serlo un vampiro que siguiera llamándose no muerto).

Cuando me senté, el señor Cataliades me pasó un montón de papeles y los hojeé. Las luces exteriores eran ideales para pasar el rastrillo, pero dejaban mucho que desear para la lectura. Los ojos de Bill eran veinte veces más agudos que los míos, así que le pasé los papeles a él.

—Tu prima te ha dejado algo de dinero y el contenido de su apartamento —me informó Bill—. También eres su albacea.

Me encogí de hombros.

—Vale —dije. Sabía que Hadley no podía tener demasiado. Los vampiros son muy buenos amasando huevos en sus nidos, pero Hadley no podía llevar mucho tiempo como vampira.

El señor Cataliades arqueó sus cejas casi invisibles.

—No parece muy emocionada.

—Estoy más interesada en saber cómo le alcanzó la muerte definitiva.

Waldo parecía ofendido.

—Ya he descrito las circunstancias. ¿Quiere un relato de la lucha golpe a golpe? No fue nada agradable, se lo aseguro.

Lo observé durante un instante.

—¿Y a ti qué te pasó? —solté. Era un poco brusco preguntarle a alguien qué demonios le había dejado un aspecto tan extraño, pero el sentido común me decía que había más. Tenía una obligación hacia mi prima, al margen de cualquier herencia que me hubiera legado. Quizá por ello, precisamente, Hadley me había dejado algo en su testamento. Sabía que haría preguntas y que mi hermano, Dios lo cuide, no.

La ira se hizo patente en las facciones de Waldo y luego pareció que se hubiese aplicado un borrador de emociones. Los trazos de su cara se relajaron bajo la piel blanca como el papel. Sus ojos también se calmaron.

—Cuando era humano, era albino —contestó Waldo con sequedad, y sentí cómo me sacudía las rodillas un malestar por haber curioseado en la tara de alguien. Justo cuando iba a disculparme, el señor Cataliades volvió a intervenir.

—Y, por supuesto —dijo el hombretón lisamente—, ha sido castigado por la reina.

Esta vez, Waldo no contuvo su mirada.

—Sí —afirmó finalmente—. La reina me sumergió en un tanque durante varios años.

—¿Un tanque de qué? —Estaba totalmente perdida.

—De solución salina — aclaró Bill con mucha tranquilidad—. He oído hablar de ese castigo. Por eso tiene las arrugas, como puedes ver.

Waldo fingió no oír a Bill, pero Bubba se quedó boquiabierto.

—Sí que tienes arrugas, tío, pero no te preocupes. A las nenas les gustan los tíos diferentes.

Bubba era un vampiro amable y bienintencionado.

Imaginé estar en un tanque lleno de agua de mar durante años. Luego procuré dejar de hacerlo. Me preguntaba qué había hecho para merecer un castigo así.

—¿Y eras uno de sus favoritos? —pregunté.

Waldo asintió con cierta dignidad.

—Tuve ese honor.

Esperaba no recibir nunca un honor así.

—¿Y Hadley también?

La expresión de Waldo permaneció plácida, aunque un músculo se le tensó en la mandíbula.

—Durante un tiempo.

El señor Cataliades intervino:

—La reina estaba complacida con el entusiasmo y el afán, casi infantil, de Hadley. Ella era una más de una serie de favoritos. Con el tiempo, el favor de la reina habría recaído en otra persona, y Hadley habría tenido que buscarse otro lugar en el séquito de la reina.

Waldo parecía complacido por la idea y asintió.

—Así funciona.

No alcanzaba a comprender por qué debería preocuparme, pero Bill hizo un leve movimiento que ahogó de inmediato. Lo vi por el rabillo del ojo y supe que no quería que abriese la boca. Una pena; tampoco pensaba hacerlo.

—Claro que su prima era algo diferente con respecto a sus predecesores, ¿no lo crees, Waldo? —preguntó el señor Cataliades.

—No —respondió Waldo—. Con el tiempo, habría sido como antes. —Me dio la sensación de que se mordía el labio para no seguir hablando; una maniobra poco inteligente en un vampiro. Se le fue formando perezosamente una gota roja—. La reina se habría cansado de ella con el tiempo, lo sé. Era su juventud, el hecho de que fuese una de las nuevas vampiras que nunca habían conocido las sombras. Cuando vuelvas a Nueva Orleans, díselo a nuestra reina, Cataliades. Si no hubieras mantenido subida la mampara durante el viaje, podríamos haberlo discutido mientras conducía. No tienes por qué evitarme como si fuese un leproso.

El señor Cataliades se encogió de hombros.

—No me apetecía contar con tu compañía —dijo—. Ahora ya no sabremos cuánto tiempo habría sido Hadley la favorita de la reina, ¿no crees, Waldo?

Tenía la sensación de que estábamos llegando a alguna parte, y que lo hacíamos guiados por los empujoncitos del compañero de Waldo, el señor Cataliades. Me preguntaba por qué. De momento, me limitaría a seguirle la corriente.

—Hadley era realmente guapa —argumenté—. Quizá la reina le otorgase un puesto permanente.

—Las chicas guapas saturan el mercado —dijo Waldo—. Estúpidos humanos. No saben lo que nuestra reina podría hacer con ellos.

—Si ella quisiera —murmuró Bill—. Si Hadley hubiese tenido la destreza necesaria para satisfacer a la reina y el encanto de Sookie, habría sido una feliz favorita durante años.

—Y supongo que a ti te darían una patada en el trasero, Waldo —añadí prosaicamente—. Así que, dime, ¿de verdad había fanáticos en ese cementerio? ¿O era sólo un fanático delgaducho y lleno de arrugas, celoso y desesperado?

De repente, todos estábamos de pie. Todos, excepto el señor Cataliades, que estaba echando mano de su maletín.

Ante mis ojos, Waldo se convirtió en algo menos humano si cabe. Sus colmillos se estiraron del todo y los ojos se le pusieron rojos. Se volvió incluso más delgado, retorciéndose sobre sí mismo, delante de mí. A mi lado, Bill y Bubba también se transformaron. No quería mirarlos cuando se enfadaban. Ver a los amigos cambiar así es incluso peor que ver cómo lo hacen los enemigos. Su modo de absoluta agresividad era aterrador.

—No puedes acusar a un siervo de la reina —dijo Waldo con un siseo.

Entonces, el señor Cataliades demostró que también contaba con ases en la manga, como si yo lo hubiera dudado. Con un rápido movimiento, se levantó de la silla plegable y echó un lazo de plata a la cabeza de Waldo. Era lo suficientemente ancho para abarcarle los hombros. Con una elegancia que me desconcertó, lo estrechó en el momento más crítico, apresando los brazos de Waldo a ambos lados del tronco.

Pensé que Waldo entraría en frenesí, pero el vampiro me sorprendió permaneciendo quieto.

—Morirás por esto —amenazó Waldo al redondo hombretón, y el señor Cataliades le dedicó una sonrisa.

—No lo creo —dijo—. Tenga, señorita Stackhouse.

Lanzó algo en mi dirección y, con mayor rapidez de la que mis ojos fueron capaces de asimilar, la mano de Bill lo interceptó en el aire. Ambos contemplamos lo que sostenía. Estaba pulida, afilada y era de madera: una sólida estaca.

—¿Qué hago con esto? —le pregunté al señor Cataliades, acercándome a la larga limusina negra.

—Mi querida señorita Stackhouse, la reina insistió en que el placer fuese suyo.

Waldo, que había estado mirando a todo el mundo con gran desafío, pareció desinflarse cuando oyó lo que Cataliades acababa de decir.

—Ella lo sabe —murmuró el vampiro albino, con un tono de voz que sólo podría describirse como «con aliento entrecortado». Me estremecí. Amaba a su reina. La amaba de verdad.

—Sí —confirmó el hombretón, casi con sentimiento—. Envió a Valentine y a Charity al cementerio en cuanto irrumpiste con las noticias. No hallaron rastro de ataque humano en los restos de Hadley. Sólo tu olor, Waldo.

—Me ha mandado aquí contigo —dijo Waldo, casi en un susurro.

—Nuestra reina quería que la familia de Hadley gozara del derecho de ejecución —nos informó el señor Cataliades.

Me acerqué a Waldo hasta donde me fue posible. La plata lo había debilitado, pero imaginaba que tampoco se hubiera resistido de no estar atrapado en una cadena cuyo metal no toleraban los de su especie. Parte de su ardor había desaparecido, si bien estiró el labio superior para mostrar los colmillos cuando apoyé la punta de la estaca en su pecho. Pensé en Hadley y me pregunté si habría hecho lo mismo de estar en mi lugar.

—¿Podrá conducir la limusina, señor Cataliades?

—Sí, señorita, podré.

—¿Y llegar así hasta Nueva Orleans?

—Ésa era mi idea.

Apreté la madera hasta que supe que le hacía daño. Tenía los ojos cerrados. No era la primera vez que empalaba a un vampiro, pero había sido para salvar mi vida y la de Bill. Waldo era una criatura lamentable. No desprendía nada de drama o romanticismo. Era sencillamente depravado. Estaba segura de que era capaz de causar indecibles males si la situación lo demandaba, tanto como que había matado a mi prima Hadley.

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