Una reina en el estrado (9 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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Riche enarca las cejas.

—El Parlamento.

El señor Wriothesley dice:

—Confiemos en que el señor Riche sepa lo que puede hacer el Parlamento.

Fue con las preguntas sobre los poderes del Parlamento, al parecer, como Riche hizo tropezar a Thomas Moro, le hizo tropezar y le empujó y tal vez desenmascaró así su traición. Nadie sabe lo que se dijo en aquella habitación, en aquella celda; Riche había salido, con el rostro encendido, esperando y medio sospechando haber conseguido suficiente y había ido derecho desde la Torre de Londres hasta él, hasta Thomas Cromwell. Que había dicho con calma: «Sí, eso servirá; le tenemos, gracias. Gracias, Bolsa, lo hicisteis bien».

Ahora Richard Cromwell se inclina hacia él:

—Decidnos, mi pequeño amigo Bolsa: ¿puede, en vuestra opinión, el Parlamento poner un heredero en el vientre de la reina?

Riche se ruboriza un poco; tiene ya casi cuarenta años, pero debido a su cutis aún puede ruborizarse.

—Yo nunca dije que el Parlamento pueda hacer lo que no haga Dios. Dije que podría hacer más de lo que admitiría Thomas Moro.

—El mártir Moro —dice él—. En Roma se dice que a él y a Fisher van a hacerlos santos.

El señor Wriothesley se ríe.

—Estoy de acuerdo en que es ridículo —dice él. Lanza una mirada a su sobrino—: basta ya, no digáis nada más sobre la reina, ni sobre su vientre ni sobre ninguna otra parte de ella.

Porque él ha confiado a Richard Cromwell un poco de los acontecimientos de Elvetham, en casa de Edward Seymour. Cuando la comitiva real se desvió de aquel modo inesperado, Edward había dado un paso adelante y los había agasajado espléndidamente. Pero el rey no podía dormir esa noche y envió a Weston a llamarle, sacándolo de la cama. Una llama de vela danzante, en una habitación de forma extraña:

—Dios Santo, ¿qué hora es?

—Las seis —dijo malévolamente Weston—, y llegáis tarde.

En realidad no eran las cuatro, aún estaba oscuro el cielo. El postigo abierto para dejar entrar el aire, Enrique sentado cuchicheando con él, los planetas, sus únicos testigos: se había asegurado de que Weston estaba fuera del campo de audición, se había negado a hablar hasta que se cerró la puerta. Era igual.

—Cromwell… —dijo el rey—, y si yo… ¿Y si yo tuviese que temer…, y si estuviese empezando a sospechar que hay algún fallo en mi matrimonio con Ana, algún impedimento, algo que desagrade a Dios Todopoderoso?

Y había sentido cómo se alejaban los años: él era el cardenal, escuchando la misma conversación: sólo que el nombre de la reina entonces era Catalina.

—Pero ¿qué impedimento? —había dicho, algo cansinamente—. ¿Qué podría ser, señor?

—No sé —había murmurado el rey—. No sé en este momento, pero debo saber. ¿No estaba ella prometida a Harry Percy?

—No, señor. El juró que no, sobre la Biblia. Vos mismo, Majestad, le oísteis jurar.

—Ah, pero vos habíais ido a verle, ¿no es cierto, Cromwell?, ¿no fuisteis hasta una posada de mala nota y le levantasteis de su banco y le aporreasteis la cabeza?

—No, señor. Yo nunca maltrataría así a un par del reino, no digamos ya al conde de Northumberland.

—Ah, bueno. Me tranquiliza oír eso. Debí de entender mal los detalles. Pero ese día el conde dijo lo que creía que yo quería que dijese. Dijo que no hubo ninguna unión con Ana, ninguna promesa de matrimonio, no digamos ya consumación. ¿Y si mintió?

—¿Bajo juramento, señor?

—Pero vos dais mucho miedo, Crumb. Vos haríais olvidar a un hombre sus modales ante el propio Dios. ¿Y si mintió? ¿Y si ella hizo un contrato con Percy equivalente a un matrimonio legítimo? Si fuese así, ella no puede estar casada conmigo.

Él había guardado silencio, pero veía que Enrique seguía cavilando. Y su propio pensamiento se disparaba como un ciervo asustado.

—Y sospecho mucho de ella —había cuchicheando el rey—. Sospecho mucho de ella con Thomas Wyatt.

—No, señor —dijo él, vehemente, incluso antes de que le diese tiempo a pensar. Wyatt es amigo suyo; su padre, sir Henry Wyatt, le había encargado que ayudase al muchacho; Wyatt no era un muchacho ya, pero eso no importaba.

—Vos decís que no. —Enrique se inclinó hacia él—. Pero ¿no abandonó Wyatt el reino y se fue a Italia, porque ella ya no le favorecía, y con su imagen siempre presente ante él ya no podía tener ninguna tranquilidad de espíritu?

—Bueno, en eso tenéis razón. Vos mismo lo decís, Majestad. Ella no le favorecía. Si lo hubiese hecho, es indudable que él se habría quedado.

—Pero no puedo estar seguro —insiste Enrique—. ¿Y si le rechazó entonces pero le favoreció en alguna otra ocasión? Las mujeres son débiles y fáciles de conquistar con halagos. Sobre todo cuando los hombres les escriben versos, y hay algunos que dicen que Wyatt escribe mejores versos que yo, aunque yo sea el rey.

Él le mira parpadeando: cuatro de la madrugada, sin dormir; podrías llamarlo vanidad inofensiva, Dios me ampare, sólo si no fuesen las cuatro.

—Majestad —dice—, sosegad el pensamiento. Si Wyatt hubiese hecho alguna incursión en la castidad inmaculada de esa dama, estoy convencido de que no habría sido capaz de resistir la tentación de ufanarse de ello. En verso o en vulgar prosa.

Enrique sólo gruñe. Pero alza la vista: la sombra bien vestida de Wyatt se desliza sedosa cruzando la ventana, bloquea la fría luz de las estrellas. Sigue tu camino, fantasma: su mente le hace pasar ante él; ¿quién puede entender a Wyatt, quién absolverle? El rey dice:

—Bueno. Quizá. Aunque si ella cedió ante Wyatt, eso no sería ningún impedimento para mi matrimonio, no puede haber ninguna clase de contrato entre ellos porque él por su parte estaba casado desde muchacho y no tenía libertad para prometerle nada a Ana. Pero os aseguro que sería un impedimento para que yo pudiera confiar en ella. Yo no me tomaría a bien que una mujer me engañase, y dijese que venía virgen a mi lecho no siéndolo.

«Wolsey, ¿dónde estáis? Habéis oído todo esto antes. Aconsejadme ahora».

Se levanta. Está poniendo fin a la entrevista.

—¿Queréis que diga que os traigan algo, señor? ¿Algo que os ayude a dormir de nuevo una hora o dos?

—Necesito algo que endulce mis sueños. Ojalá supiese lo que pasó. He consultado al obispo Gardiner sobre este asunto.

El había procurado que su rostro no reflejase la conmoción. Había acudido a Gardiner: ¿a mis espaldas?

—Y Gardiner dijo… —la cara de Enrique era la viva imagen de la desolación—, dijo que no había duda suficiente en este caso, pero que si el matrimonio no fuese válido, si me viese obligado a apartar de mí a Ana, debería volver con Catalina. Y no puedo hacerlo, Cromwell. Eso está decidido, aunque venga contra mí toda la Cristiandad: nunca seré capaz de volver a tocar a esa vieja rancia.

—Bueno —había dicho él; estaba mirando al suelo, a los grandes pies blancos descalzos de Enrique—. Yo creo que podemos hacer algo mejor que eso, señor. No pretendo seguir el razonamiento de Gardiner, porque la verdad es que el obispo sabe más derecho canónico que yo. Pero no creo que se os pueda constreñir ni forzar en ningún asunto, ya que vos sois el dueño de vuestra casa, y de vuestro país y de vuestra iglesia. Tal vez Gardiner quisiese sólo preparar a Vuestra Majestad para los otros obstáculos que pudiesen surgir.

O quizá, pensó él, sólo se proponía haceros sudar y provocaros pesadillas. A Gardiner le gustaba eso. Pero Enrique se había incorporado:

—Puedo hacer lo que me plazca —dijo—. Dios no permitiría que mi placer fuese contrario a sus designios, ni que mis designios quedasen bloqueados por su voluntad. —Y había cruzado su rostro una sombra de astucia—. El propio Gardiner lo dijo.

Enrique bostezó. Era una señal.

—Crumb, no tenéis un aspecto muy digno, haciendo una reverencia con camisa de dormir. ¿Estaréis dispuesto para cabalgar a las siete, o habremos de dejaros atrás y no volver a veros hasta la cena?

Si vais a estar listo vos, yo estaré listo, piensa él, mientras vuelve a su cama. ¿Habréis olvidado que tuvimos esta conversación cuando llegue la aurora? La corte se pondrá en movimiento, los caballos sacudiendo la cabeza y olisqueando el viento. A media mañana nos reuniremos de nuevo con la partida de la reina; Ana estará gorjeando en su caballo de caza; nunca sabrá, a menos que su amiguito Weston se lo cuente, que anoche, en Elvetham, el rey contemplaba a su próxima amante: Jane Seymour, que, ignorando sus miradas suplicantes, comía plácidamente un pollo. Gregory había dicho, abriendo mucho los ojos: «¿No come mucho lady Seymour?».

Y ahora el verano se ha acabado. Wolf Hall, Elvetham se desvanecen en la oscuridad. Él tiene los labios sellados respecto a las dudas y los temores del rey; es otoño, está en Austin Friars; con la cabeza inclinada escucha las noticias de la corte, observa los dedos de Riche, que retuercen la etiqueta de seda de un documento.

—Han estado provocándose mutuamente en las calles —dice su sobrino Richard—. Haciéndose burla, maldiciéndose, echando mano a las dagas.

—Perdón, ¿quién? —dice él.

—La gente de Nicholas Carew. Que andan riñendo con los criados de lord Rochford.

—Mientras mantengan el asunto fuera de la corte… —dice él con viveza. La pena por desenvainar un arma dentro de los recintos de la corte del rey es la amputación de la mano infractora.

—¿Por qué esa disputa? —empieza a preguntar; luego cambia la pregunta—: ¿Cuál es su excusa?

Para evocar la imagen de Carew, uno de los viejos amigos de Enrique, uno de sus gentilhombres de la cámara privada, y devoto de la anterior reina. No hay más que verle, un hombre a la antigua con su cara larga y seria, su aire estudiado de haber salido directamente de un libro de caballerías. Es bastante natural que a sir Nicholas, con su estricto sentido de lo conveniente, le resulte imposible plegarse a las pretensiones de un advenedizo como George Bolena. Sir Nicholas es papista de pies a cabeza, y le ofende hasta los tuétanos el apoyo que George presta a la doctrina reformada. Así que hay entre ellos una cuestión de principios; pero ¿qué acontecimiento trivial ha puesto en marcha esa disputa? ¿Habrían organizado George y sus malas compañías un alboroto al lado de la cámara de sir Nicholas, mientras él se hallaba ocupado en algún asunto serio, como admirarse en el espejo? Reprime una sonrisa.

—Rafe, ten una charla con esos dos gentilhombres. Diles que controlen a sus perros. —Añade—: Has hecho bien en mencionarlo.

Procura siempre estar al tanto de las divisiones entre los cortesanos y de cómo surgen.

Poco después de que su hermana se convirtiese en reina, George Bolena le había llamado y le había aleccionado sobre cómo debía conducirse en su tarea. El joven lucía ostentosamente una cadena de oro enjoyada, que él, Cromwell, pesó mentalmente; mentalmente le quitó también a George la chaqueta, la descosió, enrolló la tela en el rodillo y le puso precio; cuando has estado en el negocio de los paños, nunca pierdes de vista la textura y la calidad de una tela, y si estás encargado de aumentar los ingresos, pronto aprendes a calcular lo que vale un hombre.

El joven Bolena le había hecho permanecer de pie mientras él ocupaba el único asiento de la habitación.

—No olvidéis, Cromwell —empezó—, que, aunque estéis en el consejo del rey, no sois por nacimiento un gentilhombre. Deberíais limitaros a hablar cuando se os pida que lo hagáis y, por lo demás, no intervenir. No os entrometáis en los asuntos de aquellos que están por encima de vos. A Su Majestad le place teneros a menudo en su presencia, pero no debéis olvidar quién os situó donde él pudiese veros.

Es interesante la versión que tiene George Bolena de su vida. Él siempre había supuesto que había sido Wolsey quien le había adiestrado, Wolsey quien le había promocionado: pero George dice que no, que fueron los Bolena. Es evidente que él no ha manifestado la gratitud adecuada. Así que la manifiesta ahora, diciendo sí señor y no señor, y veo que sois un hombre de singular buen juicio para vuestra edad. Y vuestro padre, monseñor el conde de Wiltshire, vuestro tío Thomas Howard, duque de Norfolk, no podrían haberme instruido mejor.

—Sacaré buen provecho de esto, os lo aseguro, señor, y de ahora en adelante me comportaré más humildemente.

George se sintió aplacado.

—Procurad hacerlo.

Sonríe ahora, pensando en ello; vuelve al programa que tiene redactado. Los ojos de su hijo Gregory vagan por la mesa, mientras intenta captar lo que no se dice: ahora el primo Richard Cromwell, ahora Llamadme Risley, ahora su padre, y los otros caballeros que han venido. Richard Riche examina ceñudo sus papeles, Llamadme juguetea con su pluma. Hombres atribulados ambos, piensa él, Wriothesley y Riche, y parecidos en algunos aspectos, moviéndose furtivamente por las periferias de sus propias almas, dando toquecitos en las paredes: oh, ¿de qué es ese sonido a hueco? Pero él tiene que producir para el rey hombres de talento; y ellos son ágiles, son tenaces, son infatigables en sus esfuerzos por la Corona, y por sí mismos.

—Una última cosa —dice— antes de dejarlo. Mi señor el obispo de Winchester ha complacido tanto al rey que, a instancias mías, el rey le ha enviado de nuevo a Francia como embajador. Se cree que su embajada no será breve.

Lentas sonrisas recorren la mesa. Él observa a Llamadme. Fue una vez protegido de Stephen Gardiner. Pero parece tan gozoso como el resto. Richard Riche se ruboriza, se levanta de la mesa y hace un gesto con la mano.

—Que se ponga en camino —dice Rafe— y que se quede lejos. Gardiner tiene en todo dos caras.

—¿Dos? —dice él—. Su lengua es como un tridente de ensartar anguilas. Primero con el papa, luego Enrique, luego, recordad lo que os digo, estará con el papa de nuevo.

—¿Podemos confiar en él en el extranjero? —dice Riche.

—Podemos confiar en que sólo estará donde le convenga. Que es por ahora con el rey. Y podemos vigilarle, poner algunos hombres nuestros en su séquito. Señor Wriothesley, creo que vos podéis ocuparos de eso…

Sólo Gregory parece dudoso.

—¿Winchester embajador? Fitzwilliam me dice que el primer deber de un embajador es no agraviar a nadie.

Él asiente. «Y Stephen no causó más que agravios».

—¿No tiene un embajador que ser un hombre alegre y afable? Eso es lo que me explica Fitzwilliam. Debería ser agradable en cualquier compañía, afable y fácil de trato, y debería hacerse querer por sus anfitriones. Para tener así oportunidades de visitar sus casas, participar en sus reuniones, entablar amistad con sus esposas y sus herederos, y corromper a la gente de la casa para tenerla a su servicio.

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