Él se encoge de hombros. A veces piensa en María; cómo habría sido si él hubiese aceptado sus ofertas. Aquella noche, en Calais, había estado tan cerca que podía saborear su aliento, a dulces y especias, a vino…, pero, por supuesto, aquella noche en Calais cualquier hombre al que le funcionase el aparejo lo habría hecho con María. Suavemente, el deán interrumpe sus pensamientos:
—¿Puedo hacer una sugerencia? Id y hablad con el padre de la reina. Hablad con Wiltshire. Es un hombre razonable, estuvimos juntos en Bilbao en una embajada hace unos años, siempre me pareció razonable. Conseguid que le pida a su hija que se vaya pacíficamente. Que nos ahorre a todos veinte años de dolor.
A por monseñor, pues: tiene a Wriothesley para tomar nota de la reunión. El padre de Ana llega con un folio propio, mientras que el hermano George trae sólo su delicioso yo. Es siempre un espectáculo digno de verse: a George le gusta que su ropa esté llena de trencillas y borlas, de motas y de cintas, y acuchillada. Hoy va de terciopelo blanco sobre seda roja, el escarlata ondulando en las aberturas de las partes acuchilladas. A él le recuerda un cuadro que vio una vez en los Países Bajos, de un santo al que desollaban vivo. La piel de las pantorrillas de aquel hombre estaba doblada sobre los tobillos como unas blandas botas, y en su cara había una expresión de serenidad imperturbable.
Él posa los papeles en la mesa.
—No malgastaré palabras. Conocéis la situación. Han llegado a oídos del rey cosas que, si las hubiese conocido anteriormente, habrían impedido este presunto matrimonio con lady Ana.
—Yo he hablado con el conde de Northumberland. Él se mantiene firme en lo que juró. No hubo ningún precontrato.
—Entonces eso es una desdicha —dice él—. No veo qué voy a poder hacer yo. ¿Podríais vos quizá ayudarme, lord Rochford, con alguna sugerencia propia?
—Os ayudaremos a ir a la Torre —dice George.
—Anotad eso —le dice él a Wriothesley—. Mi señor Wiltshire, ¿me permitís que os recuerde ciertas circunstancias de las que aquí, su hijo, tal vez no tenga conocimiento? En la cuestión de vuestra hija y Harry Percy, el difunto cardenal os llamó para rendir cuentas, advirtiéndoos de que no podría haber ningún enlace entre ellos, por la baja extracción de vuestra familia, y la elevada condición del linaje de Percy. Y vuestra respuesta fue que no erais responsable de lo que hiciese Ana, que no podíais controlar a vuestros propios hijos.
Thomas Bolena cambia de expresión al aflorar cierto fragmento de recuerdo.
—Así que erais vos, Cromwell. Escribiendo en las sombras.
—Nunca lo negué, mi señor. En aquella ocasión conseguisteis mucha simpatía del cardenal. Yo mismo, siendo padre, comprendo cómo son esas cosas. Vos afirmabais, entonces, que vuestra hija y Harry Percy habían ido demasiado lejos en el asunto. Con lo que queríais referiros (tal como gustó de expresarlo el cardenal) a un pajar y una noche cálida. Vinisteis a decir que su enlace se había consumado, y era un matrimonio auténtico.
Bolena ríe con satisfacción.
—Pero, luego, el rey manifestó sus sentimientos hacia mi hija.
—Por lo que vos reconsiderasteis vuestra posición. Como se suele hacer. Estoy pidiéndoos que la reconsideréis una vez más. Sería mejor para vuestra hija si se hubiese casado en realidad con Harry Percy. Entonces su matrimonio con el rey se podría declarar nulo. Y el rey tendría libertad para elegir a otra dama.
Ha sido una década muy positiva para él, desde que su hija le dejó entrever su coño al rey. Ha hecho a Bolena rico y le ha asentado, le ha dado seguridad. Su era se acerca al final, y él, Cromwell, le ve decidido a no luchar. Las mujeres envejecen, a los hombres les gusta la variedad: es una vieja historia, y ni siquiera una reina ungida puede eludirla para escribir su propio final.
—Entonces. Con Ana… ¿qué? —dice su padre. No hay la menor ternura asociada a la pregunta.
Él dice, como hizo Carew:
—¿Un convento?
—Yo esperaría un acuerdo generoso —dice Bolena—. Para la familia, me refiero.
—Un momento —dice George—. Mi señor padre, no lleguéis a acuerdos con este hombre. No sostengáis ninguna discusión.
Wiltshire habla fríamente a su hijo.
—Señor. Calmaos. Las cosas son como son. ¿Y si se la dejase, Cromwell, en posesión de sus bienes como marquesa? ¿Y nosotros, su familia, continuásemos en posesión de los nuestros sin problema?
—Yo creo que el rey preferiría que ella se retirase del mundo. Estoy seguro de que podríamos encontrar alguna casa piadosa, bien gobernada, en consonancia con sus creencias e ideas.
—Yo no estoy de acuerdo —dice George. Se aparta de su padre.
Él dice:
—Tomad nota del desacuerdo de lord Rochford.
La pluma de Wriothesley rasca el papel.
—Pero ¿nuestras tierras? —dice Wiltshire—. ¿Nuestros cargos? Yo podría seguir sirviendo al rey como lord del Sello Privado, sin duda. Y aquí, mi hijo, conservaría sus dignidades y títulos…
—Cromwell quiere echarme. —George se pone bruscamente de pie—. Ésa es la pura verdad. Nunca ha dejado de entrometerse en lo que yo hago en defensa del reino, está escribiendo a Dover, está escribiendo a Sandwich, sus hombres andan por todas partes, mis cartas se remiten a él, mis órdenes chocan con sus contraórdenes…
—Oh, sentaos —dice Wriothesley. Se ríe: tanto de su propia impertinencia, como de la expresión de George—. O, por supuesto, mi señor, seguid de pie, si os place.
Rochford no sabe ya qué hacer. Sólo reafirmar que se ha puesto de pie, hacer aspavientos así; coger su sombrero; decir:
—Me dais pena, señor secretario. Si conseguís obligar a mi hermana a irse, vuestros nuevos amigos darán cuenta de vos en cuanto se haya ido, y si no lo conseguís, y ella y el rey se reconcilian, entonces seré yo quien dé cuenta de vos. Así que de cualquier modo, Cromwell, esta vez os habéis excedido.
Él dice suavemente:
—Yo sólo busqué esta entrevista, mi señor Rochford, porque vos tenéis influencia con vuestra hermana, ningún hombre tiene más. Estoy ofreciéndoos seguridad, a cambio de vuestra amable ayuda.
El Bolena mayor cierra los ojos.
—Hablaré con ella. Hablaré con Ana.
—Y hablad con vuestro hijo también, porque yo no hablaré más con él.
Wiltshire dice:
—Me asombra, George, que no veáis hacia dónde conduce todo esto.
—¿Qué? —dice George—. ¿Qué, qué?
Aún sigue queando mientras su padre le arrastra fuera. En el umbral, el Bolena mayor inclina la cabeza cortésmente.
—Señor secretario. Señor Wriothesley.
Observan cómo se van: padre e hijo.
—Fue interesante —dice Wriothesley—. ¿Y adónde conduce todo esto, señor?
Él remueve sus papeles.
—Yo recuerdo —dice Wriothesley— cierta obra que se representó en la corte después de la caída del cardenal. Me acuerdo de Sexton, el bufón, vestido con ropas de color escarlata, en el personaje del cardenal, y cómo cuatro demonios lo llevaban al Infierno, cogiéndolo cada uno por una extremidad. Iban enmascarados. Y yo me pregunté si sería George…
—Pata delantera derecha —dice él.
—Ah… —dice Llamadme Risley.
—Fui detrás de la pantalla del fondo del salón. Les vi desprenderse de sus cuerpos peludos, y lord Rochford se quitó la máscara. ¿Por qué no me seguisteis? Podríais haberle visto vos mismo.
El señor Wriothesley sonríe.
—No quise ir detrás del escenario. Temía que vos pudieseis confundirme con los actores, y que después estaría manchado para siempre en vuestro pensamiento.
Él lo recuerda: una noche de hedor animal, en que los representantes de la flor de la caballería se convirtieron en perros cazadores, pidiendo sangre a ladridos; toda la corte silbaba y vitoreaba mientras la figura del cardenal era arrastrada y pateada por el suelo. Luego sonó una voz desde el salón: «¡Deberíais avergonzaros!». Le pregunta a Wriothesley:
—¿No fuisteis vos el que habló?
—No —Llamadme no mentirá—. Creo que tal vez fuese Thomas Wyatt.
—Creo que así fue. He pensado en eso muchos años. Mirad, Llamadme, tengo que ir a ver al rey. ¿Tomamos primero un vaso de vino?
El señor Wriothesley se levanta. Busca un criado. Brilla la luz en la curva de la jarra de peltre, chapotea en un vaso vino gascón.
—Le di a Francis Bryan una licencia de importación para este vino —dice él—. Unos tres meses atrás. No tiene paladar, ¿verdad? No sabía que estuviese vendiéndoselo al despensero del rey.
Va a ver a Enrique, apartando guardias, ayudantes, gentilhombres; apenas se anuncia, de manera que Enrique alza la vista, sorprendido, de su libro de música.
—Thomas Bolena se hace cargo de las cosas. Lo único que quiere es conservar su buen nombre con Vuestra Majestad. Pero no consigo ninguna cooperación de su hijo.
—¿Por qué no?
¿Porque es un idiota?
—Yo pienso que cree que Vuestra Majestad puede cambiar de idea.
Enrique se ofende.
—Debería conocerme. George era un chico de diez años cuando llegó a la corte, debería conocerme. Yo no cambio de idea.
Es verdad, lo de que sigue una dirección. El rey, como el cangrejo, avanza de lado hacia su objetivo, pero luego hunde sus pinzas en él. Y las pinzas se han cerrado sobre Jane Seymour.
—Os diré lo que pienso de Rochford —añade Enrique—. Qué es, con treinta y dos años ya, si aún le siguen llamando el hijo de Wiltshire, aún le llaman el hermano de la reina, no siente que se haya convertido en él mismo, y no tiene ningún heredero que le siga, ni siquiera una hija. Yo he hecho lo que he podido por él. Le he mandado al extranjero varias veces para representarme. Y eso cesará, supongo, porque cuando no sea ya mi hermano, nadie hará caso de él. Pero no será un hombre pobre. Puedo seguir favoreciéndole. Aunque no si se entromete. Así que habría que advertirle. ¿Debo hablar con él yo mismo?
Enrique parece irritado. No debería tener que ocuparse él de eso. Es Cromwell el que tiene que ocuparse de ello por él. Despedir a los Bolena, traer a los Seymour. Su tarea es más regia: rezar por el éxito de sus empresas y escribir canciones para Jane.
—Dejémoslo un día o dos, señor, y me entrevistaré con él sin su padre. Creo que en presencia de lord Wiltshire siente la necesidad de pavonearse y lucirse.
—Sí, yo no suelo equivocarme —dice Enrique—. Vanidad, eso es lo que es. Ahora escuchad.
Canta:
La margarita es deleitosa
,
azul y pálida es la violeta
.
Mi voluntad no es veleidosa
…
—¿Os dais cuenta de que lo que estoy intentando reelaborar es una vieja canción?… ¿Qué rima con violeta? ¿Aparte de «discreta»?
Qué más necesitáis, piensa él. Pide licencia. Las galerías están iluminadas con antorchas, de las que se desvanecen figuras. La atmósfera en la corte, esta noche del viernes de abril, le recuerda los baños públicos que tienen en Roma. El aire es denso y pasan a tu lado deslizándose figuras de otros hombres que parece que nadan…, tal vez hombres que conoces, pero no los conoces sin sus ropas. Notas la piel caliente, luego fría, luego otra vez caliente. Las baldosas están resbaladizas bajo los pies. A cada lado tuyo hay puertas entreabiertas, sólo unos centímetros, y fuera de tu línea de visión, pero muy cerca de ti, están produciéndose perversidades, conjugaciones antinaturales de cuerpos, hombres y mujeres, y hombres y hombres. Sientes náuseas, por el calor pegajoso y por lo que conoces de la naturaleza humana, y te preguntas por qué has ido allí. Pero te han dicho que un hombre debe ir a los baños por lo menos una vez en su vida, porque, si no, no lo creerá cuando otra gente le cuente lo que pasa.
—La verdad es —dice Mary Shelton— que yo habría intentado veros, señor secretario, aunque no hubieseis mandado a por mí.
Le tiembla la mano; bebe un sorbo de vino, lanza una mirada profunda al interior de la copa como si estuviese adivinando, alza luego sus ojos elocuentes.
—Rezo por que nunca vuelva a pasar un día como éste. Nan Cobham quiere veros. Majorie Horsman. Todas las mujeres de la cámara del lecho.
—¿Tenéis alguna cosa que decirme? ¿O es sólo que queréis llorar sobre mis papeles y hacer que se corra la tinta?
Ella posa la copa y le da las manos. A él le conmueve el gesto, es como una niña que muestra que sus manos están limpias.
—¿Intentaremos desentrañarlo? —pregunta él gentilmente.
Todo el día, desde las habitaciones de la reina, gritos, portazos, carreras, conversaciones susurradas en voz baja.
—Ojalá no estuviera en la corte —dice Shelton—. Ojalá estuviese en otro sitio. —Aparta las manos—. Debería estar casada. ¿Es eso pedir demasiado, estar casada y tener unos hijos, mientras aún soy joven?
—Vamos, no os compadezcáis de vos misma. Yo creí que ibais a casaros con Harry Norris.
—Así lo creí yo.
—Sé que hubo alguna pelea entre los dos, pero eso fue un año atrás o así, ¿no?
—Supongo que os lo contó lady Rochford. No deberíais hacer caso, ¿sabéis?, ella inventa cosas. Pero sí, fue verdad, me peleé con Harry, o él se peleó conmigo, y fue por causa de que el joven Weston venía a las habitaciones de la reina a tiempo y a destiempo, y Harry pensó que estaba fantaseando conmigo. Y lo mismo pensaba yo. Pero no di alas a Weston, lo juro.
Él se ríe.
—Pero, Mary, vos dais alas a los hombres. Es lo que hacéis. No podéis evitarlo.
—Así dijo Harry Norris, le daré una patada a ese cachorrillo en las costillas que no olvidará. Aunque Harry no es el tipo de hombre que anda por ahí dando patadas a cachorrillos. Y la reina, mi prima, dijo: nada de patadas en mi cámara, por favor. Harry dijo: con vuestro real permiso le sacaré al patio y se las daré allí y… —No puede evitar la risa, aunque es una risa temblona y desdichada—…, y Francis allí parado todo el tiempo, hablaban de él, y era como si no estuviera. Así que fue y dijo: bueno, me gustaría ver cómo me pegáis, porque a vuestra edad avanzada, Norris, creo que vais a perder el equilibrio…
—Señora —dice él—, ¿podéis abreviarlo?
—Pues siguieron así una hora o más, raspando y arañando en busca de favor. Y mi señora la reina nunca se cansa de eso, les incita a seguir. Luego Weston dijo: no os agitéis, gentil Norris, pues yo no vine aquí por la señora Shelton, vive por otra, y ya sabéis quién es. Y Ana dijo: no, decídmelo, no soy capaz de adivinarlo. ¿Es lady Worcester? ¿Es lady Rochford? Venid, contadnos, Francis. Contadnos a quién amáis. Y él dijo: a vos,
madame
.