Una reina en el estrado (35 page)

Read Una reina en el estrado Online

Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
2.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
II

Señor de fantasmas

Londres, abril-mayo de 1536

—Venid y sentaos conmigo un rato.

—¿Por qué? —Lady Worcester está recelosa.

—Porque tengo pasteles.

—Yo soy muy glotona —dice ella con una sonrisa.

—Tengo incluso un camarero para servirlos.

Ella ve a Christophe.

—¿Este chico es un camarero?

—Christophe, primero lady Worcester necesita un cojín.

El cojín estará bien relleno de plumas y bordado con un dibujo de halcones y flores. Ella lo coge con las dos manos, lo acaricia con aire distraído, luego se lo coloca detrás y se apoya en él. «Oh, mucho mejor así», sonríe. Embarazada, apoya una mano serena sobre el vientre, con una madona en un cuadro. En esta pequeña habitación, la ventana abierta al aire suave de primavera, él está poniendo en marcha una investigación. No le importa quién venga a verle, ni quién se fije en cómo vienen y van. ¿Quién no pasaría el rato con un hombre que tiene pasteles? Y el señor secretario es siempre agradable y útil.

—Christophe, dale una servilleta a mi señora, y ve y siéntate a tomar el sol un rato. Cierra la puerta al salir.

Lady Worcester (Elizabeth) observa cómo se cierra la puerta; luego se inclina hacia delante y cuchichea:

—Señor secretario, estoy tan atribulada…

—Y con esto —hace un gesto indicativo—, no puede ser fácil. ¿Está celosa la reina de vuestra condición?

—Bueno, sí, se mantiene muy próxima a mí, y no tiene por qué. Me pregunta todos los días cómo estoy. No podría tener una señora más amable. —Pero su expresión refleja duda—. En algunos sentidos sería mejor si hubiese de irme a casa, al campo. Pero, dadas las circunstancias, tengo que estar aquí en la corte, y todos me señalan.

—¿Pensáis entonces que fue la propia reina la que empezó las murmuraciones contra vos?

—¿Quién, si no?

Corre el rumor en la corte de que el bebé de lady Worcester no es hijo del conde. Tal vez se propagó por maldad; tal vez porque a alguien le pareció un chiste: tal vez porque alguien estaba aburrido. Su gentil hermano, el cortesano Anthony Browne, irrumpió en sus habitaciones para hacerla hablar: «Yo le dije —explica ella—: no te metas conmigo. ¿Por qué yo?» La pequeña torta de cuajada que tiene en la palma de la mano tiembla en su concha de pasta como si compartiese su indignación.

Él frunce el ceño.

—Dejadme que os haga dar un paso atrás. ¿Está acusándoos vuestra familia porque la gente anda hablando de vos, o porque hay algo de verdad en lo que dicen?

Lady Worcester se embadurna los labios. «¿Creéis que voy a confesar sólo por unos pasteles?»

—Dejadme que lime las asperezas para vos. Me gustaría ayudaros si puedo. ¿Tiene vuestro marido algún motivo para estar enfadado?

—Oh, los hombres —dice ella—. Siempre están enfadados. Están tan enfadados que no son capaces de contar con los dedos.

—¿Así que podría ser del conde?

—Si es un muchacho fuerte me atrevo a decir que será suyo. —Los pasteles la están distrayendo—. Ese blanco, ¿es de crema de almendra?

El hermano de lady Worcester, Anthony Browne, es hermanastro de Fitzwilliam. (Toda esta gente está emparentada entre ella. Afortunadamente, el cardenal le dejó un mapa, que él pone al día siempre que hay una boda.) Fitzwilliam y Browne y el conde agraviado han estado conferenciando por los rincones. Y Fitzwilliam le ha dicho a él: «¿Podéis aclarar, Crumb, porque yo estoy seguro de que no puedo, qué demonios está pasando entre las damas que sirven a la reina?».

—Y luego están las deudas —le dice él—. Os halláis en una triste situación, señora mía. Habéis pedido prestado a todo el mundo. ¿Qué comprasteis? Sé que hay dulces jóvenes alrededor del rey, jóvenes de mucho ingenio además, siempre amorosos y dispuestos a escribir una carta a una dama. ¿Pagáis para que os halaguen?

—No. Para que me hagan cumplidos.

—Deberíais conseguir eso gratis.

—Así es el lenguaje galante. —Se lame los dedos—. Pero vos sois un hombre de mundo, señor secretario, y sabéis que si le escribieseis un poema a una mujer adjuntaríais una factura.

Él se ríe.

—Cierto. Conozco el valor de mi tiempo. Pero no pensé que vuestros admiradores fuesen tan tacaños.

—¡Oh, tienen tanto que hacer, esos muchachos! —Elige una violeta confitada, la mordisquea—. No sé por qué hablamos de jóvenes ociosos. Ellos están ocupados día y noche, haciendo carrera. No te incluyen la cuenta. Pero debes comprarles una joya para el sombrero. O unos botones dorados para una manga. Pagar a su sastre, quizá.

Él piensa en Mark Smeaton, en sus galas.

—¿Paga la reina de ese modo?

—Nosotras lo llamamos «patronazgo». No lo llamamos «pagar».

—Acepto vuestra corrección. —Dios Santo, piensa, un hombre podría usar una puta y llamarlo «patronazgo». Lady Worcester ha dejado caer unas uvas en la mesa y él siente el impulso de cogerlas y dárselas en la boca; probablemente a ella le pareciese muy bien—. Y cuando la reina hace de patrona, ¿patrocina siempre en privado?

—¿En privado? ¿Cómo podría saberlo yo?

Él asiente. «Es tenis, piensa. Ese tiro fue demasiado bueno para mí».

—¿Qué es lo que lleva puesto, para patrocinar?

—Yo nunca la he visto desnuda.

—Así que esos aduladores, ¿no creéis que llegue a hacerlo con ellos?

—No, que yo haya visto u oído.

—Pero ¿detrás de una puerta cerrada?

—Las puertas están a menudo cerradas. Es una cosa común.

—Si yo os pidiese que prestaseis testimonio, ¿repetiríais eso bajo juramento?

Ella se sacude una mota de crema.

—¿Que las puertas están a menudo cerradas? Podría. Sí, podría llegar hasta eso.

—¿Y cuáles serían vuestros honorarios por ello? —Él sonríe; la mira a la cara.

—Tengo un poco de miedo de mi marido. Porque he pedido prestado dinero. Él no lo sabe, así que, por favor…, chis.

—Que vuestros acreedores vengan a verme. Y en cuanto al futuro, si necesitáis algún cumplido, contad con el banco de Cromwell. Nos cuidamos de nuestros clientes y nuestras condiciones son generosas. Se nos conoce por ello.

Ella posa la servilleta; coge un último pétalo de prímula del último pastel de queso. Se vuelve en la puerta. La ha asaltado un pensamiento. Se recoge con la mano las faldas.

—El rey quiere una razón para apartarla, ¿no? ¿Y la puerta cerrada será suficiente? No me gustaría que le hiciesen daño.

Ella se hace cargo de la situación, al menos parcialmente. La esposa del César debe hallarse por encima de cualquier reproche. La sospecha destruiría a la reina, una migaja o un pedacito de verdad la destruiría más rápido; no necesitarías una sábana con un rastro de caracol dejado por Francis Weston o algún otro sonetista.

—Apartarla —dice él—. Sí, posiblemente. A menos que esos rumores resulten ser malentendidos. Como estoy convencido de que serán en vuestro caso. Estoy seguro de que vuestro marido se pondrá contento cuando el niño haya nacido.

A ella se le alegra la cara.

—¿Así que le hablaréis? Pero ¿no sobre la deuda? ¿Y hablaréis con mi hermano? ¿Y con William Fitzwilliam? ¿Los convenceréis para que me dejen en paz, por favor? Yo no he hecho nada que no hayan hecho las otras damas.

—¿La señora Shelton? —dice él.

—Eso no sería ninguna novedad.

—La señora Seymour.

—Eso sería una novedad realmente.

—¿Lady Rochford?

Ella vacila.

—A Jane Rochford no le gusta jugar.

—¿Por qué?, ¿acaso lord Rochford es un inepto?

—Inepto… —Ella parece saborear la palabra—. No la he oído describirle así. —Sonríe—. Pero la he oído describirle.

Vuelve Christophe. Ella pasa a su lado, una mujer que se ha desprendido de su carga.

—Oh, mirad eso —dice Christophe—. Ha cogido todo los pétalos de arriba, y ha dejado la miga.

Christophe se sienta a llenarse las fauces con los restos. La miel y el azúcar le vuelven loco. Nunca puedes engañar a un muchacho que ha crecido hambriento. Estamos llegando a la estación dulce del año, cuando el aire es suave y las hojas pálidas y las tartas de limón están sazonadas con lavanda: natillas, poco hechas, con un poquito de albahaca; flores de saúco hervidas a fuego lento en almíbar y vertidas sobre fresas partidas por la mitad.

Día de san Jorge. Dragones de tela y papel se balancean en ruidosa procesión por las calles en toda Inglaterra, seguidos por el matador de dragones con su armadura de lata, aporreando un escudo con una espada vieja y oxidada. Las vírgenes trenzan guirnaldas de hojas y se llevan a las iglesias flores de primavera. En el salón de Austin Friars, Anthony ha colgado de las vigas del techo una bestia con escamas verdes, unos ojos que giran y una lengua que cuelga; resulta lascivo y a él le recuerda algo, pero no consigue recordar qué.

Éste es el día en que los caballeros de la Jarretera celebran su capítulo, en el que eligen un nuevo caballero si ha muerto algún miembro. La Orden de la Jarretera es la orden de caballería más distinguida de toda la Cristiandad: pertenece a ella el rey de Francia, así como el rey de los escoceses. También monseñor, el padre de la reina, y el bastardo del rey, Harry Fitzroy. Este año se celebra la reunión en Greenwich. Los miembros extranjeros no asistirán, al parecer, y sin embargo el capítulo sirve como una reunión de sus nuevos aliados: William Fitzwilliam, Henry Courtenay, marqués de Exeter, Norfolk y Charles Brandon, que parece haberle perdonado a él, a Thomas Cromwell, el que le hubiese dado de empujones en la cámara de presencia; ahora le busca y dice: «Cromwell, hemos tenido nuestras diferencias. Pero yo siempre le dije a Enrique Tudor: tomad nota de Cromwell, no dejéis que caiga con su ingrato señor, porque Wolsey le ha enseñado sus trucos y os puede ser útil».

—¿Eso hicisteis, mi señor? Os estoy muy obligado por esas palabras.

—Sí, bueno, a la vista están las consecuencias, porque ahora sois un hombre rico, ¿verdad? —Ríe entre dientes—. Y también lo es Enrique.

—Y es siempre una alegría para mí poder demostrar mi gratitud a quien corresponde. ¿Puedo preguntaros, mi señor, a quién votaréis en el capítulo de la Jarretera?

Brandon le dirige un trabajoso guiño.

—Depende de mí.

Hay una vacante, debido a la muerte de lord Bergavenny; hay dos hombres que esperan cubrirla. Ana ha estado defendiendo los méritos del hermano George. El otro candidato es Nicholas Carew; y cuando se han hecho sondeos y se han contado los votos es el de sir Nicholas el nombre que lee en voz alta el rey. La gente de George se apresura a limitar el daño, a decir que ellos no esperaban nada: que a Carew le habían prometido la próxima vacante, el propio rey Francisco le había pedido al rey tres años atrás que se la diese. Si la reina está disgustada, no lo muestra, y el rey y George Bolena tienen un proyecto que discutir. Al día siguiente de la fiesta del uno de mayo, una partida real bajará hasta Dover a inspeccionar la nueva obra del puerto, y George irá con ella en su condición de Guardián de las Cinco Puertas: un cargo que desempeña deficientemente, en su opinión, la de Cromwell. También él piensa bajar con el rey. Podría incluso pasar a Calais por un día o dos, y poner las cosas en orden allí; así que lo comunica y el rumor de su llegada sirve para mantener la guarnición en el
qui vive
.

Harry Percy ha bajado desde sus propias tierras para la reunión de la Jarretera, y está ahora en su casa de Stoke Newington. Eso podría ser útil, le dice a su sobrino Richard, podría enviar a alguien a verle y a sondearle, para tantear si estaría dispuesto a volver a declarar sobre ese asunto del precontrato. Ir yo mismo, si es necesario. Pero debemos organizar esta semana hora por hora. Richard Sampson está esperando por él, deán de la real capilla, doctor en derecho canónico (Cambridge, París, Perugia, Siena): el procurador del rey en su primer divorcio.

—Tenemos un pequeño lío —es todo lo que dirá el deán, posando sus folios a su manera precisa. Hay un carro de mulas fuera cargado con más folios, bien envueltos por el clima adverso: los documentos se remontan todos a la primera insatisfacción expresada por el rey con su primera reina. Una época en que, dice él al deán, éramos todos jóvenes. Sampson se ríe; es una risa clerical, como el crujir de un baúl de ropa.

—Yo apenas me acuerdo de cuando era joven, pero supongo que lo fuimos. Y algunos de nosotros, libres de cuidados.

Van a probar con la nulidad, a ver si se puede liberar así a Enrique.

—Tengo entendido que Harry Percy rompe a llorar cuando oye vuestro nombre —dice Sampson.

—Exageran mucho. El conde y yo hemos tenido muchos intercambios corteses estos últimos meses.

Él sigue mirando documentos del primer divorcio, y ve en ellos la letra del cardenal enmendando, sugiriendo, dibujando flechas en el margen.

—A menos —dice— que Ana la reina decidiera hacerse religiosa. Entonces el matrimonio se disolvería por sí solo.

—Estoy seguro de que sería una excelente abadesa —dice Sampson educadamente—. ¿Habéis sondeado ya a mi señor arzobispo?

Cranmer está fuera. Ha estado postergándolo.

—Tengo que mostrarle —le cuenta al deán— que nuestra causa, es decir, la causa de la Biblia inglesa, estará mejor sin ella. Queremos que la palabra viva de Dios suene como música en los oídos del rey, no como el lloriqueo ingrato de Ana.

Dice «nosotros», incluyendo al deán por cortesía. No está nada seguro de que Sampson sea un devoto de la reforma en el fondo de su corazón, pero es la aceptación exterior lo que le interesa, y el deán siempre se muestra cooperativo.

—Ese asuntillo de la hechicería… —Sampson carraspea—. ¿El rey no se propondrá plantearlo en serio? Si se pudiese probar que se utilizaron algunos medios sobrenaturales para atraerlo al matrimonio, entonces, por supuesto, su consentimiento no habría sido libre, y el contrato no tendría ninguna validez; pero supongo que cuando él dice que fue seducido con encantos, con hechizos, está hablando, como si dijésemos, ¿con figuras retóricas? Como podría hablar un poeta de los encantos mágicos de una dama, de sus artimañas, sus seducciones. Oh, por Dios —dice el deán suavemente—. No me miréis de ese modo, Thomas Cromwell. Es un asunto en el que preferiría no inmiscuirme. Preferiría utilizar de nuevo a Harry Percy, y presionarlo entre nosotros hasta conseguir que actúe juiciosamente. Preferiría recurrir al asunto de María Bolena, cuyo nombre, debo decirlo, tenía la esperanza de no volver a oír más.

Other books

Iacobus by Asensi, Matilde
Daughter of the God-King by Anne Cleeland
Crow's Landing by Brad Smith
The Whiskey Sea by Ann Howard Creel
I Saw a Man by Owen Sheers