Pero Mark se ahorrará eso porque ahora alza la vista:
—Señor secretario, ¿me dirá de nuevo cómo debe ser mi confesión? Clara y… ¿qué más? Había cuatro cosas pero ya las he olvidado.
Está atrapado en una espesura de palabras y cuanto más se debate, más profundamente le rasgan la carne las espinas. Si resulta adecuado, se le puede hacer una traducción, aunque su inglés ha sido siempre bastante bueno.
—Pero entendedme, señor, no puedo deciros lo que no sé.
—¿No podéis? Entonces tenéis que ser mi huésped esta noche. Christophe, tú puedes encargarte de eso, creo. Por la mañana, Mark, os sorprenderán vuestros propios poderes. Tendréis la cabeza clara y una memoria perfecta. Comprenderéis que es contrario a vuestros intereses proteger a los gentilhombres que comparten vuestro pecado. Porque si las posiciones se invirtiesen, creedme, ellos no tendrían la menor consideración con vos.
Observa cómo Christophe se lleva a Mark de la mano, como podría llevar uno a un simple. Indica a Richard y a Llamadme con un gesto que pueden ir a cenar. Él se había propuesto unirse a ellos, pero se da cuenta de que no quiere nada, o sólo un plato que comía cuando era un muchacho, una simple ensalada de verdolaga, las hojas cogidas aquella mañana y envueltas durante todo el día en un paño húmedo. Lo comía entonces por falta de algo mejor y no alejaba el hambre. Ahora tiene suficiente con eso. Cuando la caída del cardenal, había encontrado puestos para muchos de sus criados pobres, quedándose él mismo con algunos; si Mark hubiese sido menos insolente, podría haberlo cogido también. Si hubiese sido así, no sería ahora lo que era, un ser destruido. Sus presunciones habrían sido bondadosamente ridiculizadas, hasta que se hiciese más viril. Su pericia habría sido prestada a otras casas y se le habría mostrado de ese modo cómo valorarse y apreciar su tiempo. Se le habría mostrado cómo podría ganar dinero por su cuenta y se le habría puesto en camino hacia una esposa: en vez de perder sus mejores años rezongando y riñendo a la puerta de las habitaciones de la esposa de un rey, que lo cogería del codo y le arrancaría la pluma del sombrero.
A media noche, después de que todos los de la casa se han retirado, lleva un mensaje del rey, para comunicar que ha cancelado la visita a Dover de esa semana. Sin embargo, las justas seguirán adelante. Norris está apuntado, y George Bolena. Están incluidos en equipos opuestos, uno de los atacantes y otro de los defensores: tal vez se hagan daño uno a otro.
No duerme. Sus pensamientos fluyen a la carrera. Piensa: nunca estuve despierto en la cama una noche por amor, aunque los poetas me cuenten que es lo que procede. Ahora estoy despierto en la cama por su contrario. Pero no, no odia a Ana, le es indiferente. Ni siquiera odia a Francis Weston, más de lo que uno puede odiar a un mosquito que le pica; sólo te preguntas por qué fue creado. Le da lástima Mark, pero luego piensa: le tomamos por un muchacho; cuando yo tenía la edad que tiene Mark ahora, había cruzado el mar y las fronteras de Europa. Había estado chillando tirado en una zanja y había conseguido salir de ella y ponerme en camino: no una vez sino dos, una huyendo de mi padre y otra de los españoles en el campo de batalla. Cuando yo tenía la edad que tiene Mark ahora, o Francis Weston, me había distinguido en las casas de los Portinari, los Frescobaldi, y mucho antes de que tuviese la edad de George Bolena había comerciado en su nombre en las casas de cambio de Europa; había echado abajo puertas en Amberes; y había vuelto a casa, a Inglaterra, convertido en un hombre distinto. Había rehecho mi lenguaje, y comprobado con entusiasmo, e inesperadamente, que hablaba mi lengua materna con más fluidez que cuando me había ido; me encomendé al cardenal y, al mismo tiempo, me casé, me ponía a prueba ante los tribunales de justicia, entraba en la sala y sonreía a los jueces y hablaba hábilmente a la espera del día de mi actuación, y los jueces se sentían tan felices de que les sonriera y no les atizara coscorrones, que la mayoría de las veces fallaban el caso a mi favor. Las cosas que piensas que son los desastres de tu vida no son en realidad desastres. Se puede dar la vuelta a casi todo: se puede salir de las zanjas, de los caminos, si te esfuerzas.
Piensa en pleitos en los que hace años que no piensa. Si la sentencia fue buena. Si la habría dictado él contra sí mismo.
Se pregunta si se dormirá alguna vez, y qué soñará. No está en privado más que en sus sueños. Thomas Moro solía decir que uno debería construir un retiro, una ermita, dentro de su casa. Pero eso era Moro: capaz de cerrar la puerta en la cara a todo el mundo. La verdad es que no puede separarlos, su yo público y su yo privado. Moro creía que podías, pero al final arrastró a hombres a los que él llamaba herejes a su casa de Chelsea, para poder perseguirlos allí cómodamente, en el seno de su familia. Puedes insistir en la separación, si debes: ir a tu gabinete y decir: «No me molestéis, quiero leer».
Pero puedes oír respirar y arrastrarse pies fuera de la habitación, cómo va creándose un descontento hirviente, fragor de expectación: él es un hombre público, nos pertenece, ¿cuándo saldrá? No puedes borrarlo, el arrastrar los pies del cuerpo político.
Se da la vuelta en la cama y reza una oración. La profundidad de la noche, oye gritar. Parece más el chillido de un niño que tiene una pesadilla que el grito de dolor de un hombre, y él piensa, medio dormido: ¿no debería una mujer estar haciendo algo para solucionar eso? Luego piensa: debe de ser Mark. ¿Qué le están haciendo? Yo dije que no hicieran nada aún.
Pero no se mueve. No cree que los suyos contravengan sus órdenes. Se pregunta si estarán durmiendo en Greenwich. La armería está demasiado cerca del palacio, y las horas que preceden a una justa suelen estar llenas del estruendo de los martillos. El golpeteo, el ajuste, la soldadura, el pulido, esas operaciones están ya hechas; quedan sólo algunas tareas de última hora, el aceitado y encaje, los ajustes finales para complacer a los nerviosos combatientes.
Se pregunta: ¿por qué dejé a Mark aquel espacio para ufanarse, para destruirse? Podría haber condensado el proceso; podría haberle dicho lo que quería y haberle amenazado. Pero le estimulé; para hacerle cómplice. Si dijo la verdad sobre Ana, es culpable. Si mintió sobre Ana, difícilmente es inocente. Yo estaba dispuesto, en caso necesario, a someterle a castigo. En Francia la tortura es habitual, tan necesaria como la sal para la carne; en Italia, es una diversión para la
piazza
. En Inglaterra, la ley no la ve con buenos ojos. Pero se puede utilizar, con un gesto del rey, una autorización. Es verdad que hay un potro de tortura en la Torre. Nadie aguanta esa prueba. Nadie. Para la mayoría de los hombres, dado que el funcionamiento de la maquinaria es tan obvio, echarle un vistazo es suficiente.
Le contaré eso a Mark, piensa. Le hará sentirse mejor consigo mismo.
Se arrebuja en las sábanas. Al instante siguiente, entra Christophe a despertarle. Parpadea ante la luz. Se incorpora.
—Oh, Jesús. No he dormido en toda la noche. ¿Por qué gritaba Mark?
El muchacho se ríe.
—Le encerramos con Navidad. Lo pensé yo, yo mismo. ¿Recordáis cuando vi por primera vez la estrella con sus mangas? Dije: señor, ¿qué máquina es esa que sólo tiene puntas? Creí que era un aparato para torturar. Bueno, pues allí en Navidad está oscuro. Cayó contra la estrella y le empaló. Luego las alas de pavo real salieron del sudario y le cepillaron la cara con sus dedos. Y él creyó que había un fantasma encerrado con él en la oscuridad.
—Debéis arreglároslas sin mí durante una hora.
—No estáis enfermo, ¿verdad? Dios no lo quiera.
—No, sólo destrozado por la falta de sueño.
—Tapaos la cabeza con los cobertores y quedaos estirado debajo como un muerto —le aconseja Christophe—. Volveré dentro de una hora con pan y cerveza.
Cuando Mark sale dando tumbos de la habitación está pálido de espanto. Tiene plumas adheridas a la ropa, no plumas de pavo real sino pelusa de las alas de serafines parroquiales y dorado sucio de las vestiduras de los Tres Reyes. Los nombres brotan de su boca con tanta fluidez que hay que pararle; las piernas del muchacho amenazan con ceder y debe sostenerle Richard. Nunca se había encontrado con este problema, el problema de tener que asustar tanto a alguien. «Norris», aflora en algún punto del murmullo incoherente, también «Weston», hasta allí muy probable: y luego Mark nombra cortesanos tan deprisa que sus nombres se funden y vuelan; él oye Brereton y dice: «Anotad eso», jura que oye Carew, también Fitzwilliam y el limosnero de Ana y el arzobispo de Canterbury; está allí él mismo, por supuesto, y en determinado momento el chico afirma que Ana ha cometido adulterio con su propio marido. «Thomas Wyatt…», gorjea…
—No, Wyatt no.
Christophe se inclina hacia delante y chasquea los nudillos en un lado de la cabeza del chico. Mark para. Mira alrededor, inquisitivamente, buscando la fuente del dolor. Luego sigue una vez más confesando y confesando. Ha recorrido toda la cámara privada, desde gentilhombres a mozos de establo, y nombrará personas desconocidas, probablemente cocineros y pinches que conoció en su vida anterior, menos encumbrada.
—Llévalo otra vez con el fantasma —dice él, y Mark lanza un grito y luego se queda callado.
—¿Tú lo has hecho con la reina cuántas veces? —le pregunta.
Mark dice:
—Un millar.
Christophe le da un cachete.
—Tres veces o cuatro.
—Gracias.
Mark dice:
—¿Qué me pasará a mí?
—Eso ya lo dirá el tribunal que os juzgue.
—¿Qué le pasará a la reina?
—Eso ya lo dirá el rey.
—Nada bueno —dice Wriothesley, y se ríe.
Él se vuelve.
—Llamadme, habéis venido pronto hoy.
—No podía dormir. Una cosa, señor…
Así que hoy las posiciones están invertidas, es Llamadme, ceñudo, quien quiere decirle algo confidencialmente.
—Tendréis que incluir a Wyatt, señor. Os tomáis demasiado a pecho el encargo que os hizo su padre. Si la cosa sigue adelante, no podréis protegerle. La corte lleva años hablando sobre lo que debe de haber hecho con Ana. Es el primero del que se sospecha.
Él asiente. No es fácil explicar a un joven como Wriothesley por qué valora tanto a Wyatt. Él desea decir: porque, aunque sois buenos muchachos, él no es como vos ni como Richard Riche. Él no habla simplemente para oír su propia voz, ni inicia discusiones sólo para ganarlas. No es como George Bolena: no escribe versos a seis mujeres con la esperanza de coger a una de ellas en un rincón oscuro donde pueda meterle el pijo. Él escribe para advertir y para reprender, y no para confesar su necesidad sino para ocultarla. Él comprende lo que es el honor pero no se ufana del suyo. Está perfectamente equipado como cortesano, pero sabe lo poco que eso vale. Ha estudiado el mundo sin despreciarlo. Lo comprende sin rechazarlo. No tiene ilusiones pero tiene esperanzas. No anda como un sonámbulo por la vida. Tiene los ojos abiertos, y los oídos para sonidos que otros pasan por alto.
Pero decide darle a Wriothesley una explicación que él pueda entender.
—No es Wyatt —dice— quien se interpone en el camino del rey. No es Wyatt el que me aleja de la cámara privada cuando necesito la firma del rey. No es él quien está continuamente dejando caer calumnias contra mí como veneno en los oídos de Enrique.
El señor Wriothesley le mira especulativamente.
—Comprendo. No es tanto quién sea culpable, como la culpa de quien os es útil a vos. —Sonríe—. Os admiro, señor. Sois diestro en estos asuntos y no tenéis falsos remordimientos.
Él no está seguro de querer que Wriothesley le admire. No por esas razones.
—Puede ser —dice— que cualquiera de esos gentilhombres nombrados consiga librarse de sospecha. O, en caso de que persistiese la sospecha, lograr mediante alguna apelación detener la mano del rey. Nosotros no somos sacerdotes, Llamadme. No queremos el tipo de confesión que buscan ellos. Nosotros somos abogados. Queremos la verdad poco a poco y sólo aquellas partes de ella que podamos utilizar.
Wriothesley asiente.
—Pero de todos modos yo digo: incluid a Thomas Wyatt. Si no le detenéis vos, lo harán vuestros nuevos amigos. Y he estado preguntándome, señor, perdonadme que sea tan insistente, pero ¿qué sucederá después con vuestros nuevos amigos? Si los Bolena caen, y parece que deben, los partidarios de la princesa María se llevarán todo el mérito. No os darán las gracias por lo que habéis hecho. Pueden hablaros ahora con buenas palabras, pero nunca os perdonarán lo de Fisher y Moro. Os apartarán del cargo y pueden destruiros. Carew, los Courtenay, esa gente lo tendrá todo para gobernar.
—No. Lo tendrá todo el rey.
—Pero ellos le persuadirán y le seducirán. Me refiero a los hijos de Margaret Pole, las casas de la vieja nobleza… Ellos consideran natural tener el predominio y se proponen tenerlo. Desbaratarán todo lo bueno que habéis hecho vos estos últimos cinco años. Y dicen también que la hermana de Edward Seymour, si él la desposa, le reconciliará de nuevo con Roma.
Él sonríe.
—Bueno, Llamadme, ¿a quién respaldaréis en una lucha, a Thomas Cromwell o a la señora Seymour?
Pero, por supuesto, Llamadme tiene razón. Sus nuevos aliados le menosprecian. Consideran su triunfo algo natural, y él ha de seguirlos y trabajar para ellos, y arrepentirse de todo lo que ha hecho a cambio de una mera promesa de perdón. Él dice: «No pretendo poder predecir el futuro, pero sé una o dos cosas que esa gente ignora».
Nunca se puede estar seguro de qué está informando Wriothesley a Gardiner. Es de esperar que de cosas que hagan que Gardiner se rasque la cabeza con desconcierto y se estremezca con alarma. Le dice:
—¿Qué sabéis de Francia? Tengo entendido que se habla mucho del libro que escribió Winchester, justificando la supremacía del rey. Los franceses creen que lo escribió bajo amenaza. ¿Deja él que la gente crea eso?
—Estoy seguro… —empieza a decir Wriothesley.
Él le corta.
—Da igual. Me gusta la imagen que me evoca eso. Gardiner gimoteando que se le presiona.
Él piensa: veamos si vuelve a surgir eso. Está convencido de que Llamadme se olvida durante semanas seguidas de que está al servicio del obispo. Es un joven nervioso, tenso, y los gritos de Gardiner le ponen malo; Cromwell es un amo agradable y de fácil trato. Él le ha dicho a Rafe: me gusta mucho Llamadme, ¿sabes? Estoy interesado en su carrera. Me gusta observarle. Si alguna vez rompiese con él, Gardiner mandaría otro espía, que podría ser peor.