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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (51 page)

BOOK: Una reina en el estrado
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—Creo que podría.

—Vengo a deciros, mi señor, que estáis casado con Ana Bolena.

—No.

—Vengo a deciros que, más o menos en el año de 1523, hicisteis un contrato de matrimonio secreto con ella, y que por tanto su supuesto matrimonio con el rey es nulo.

—No.

El conde encuentra, en algún lugar, una chispa de su espíritu ancestral, aquel fuego de la frontera que arde en las partes septentrionales del reino y que achicharrará a cualquier escocés que se cruce en su camino.

—Vos me hicisteis sudar, Cromwell. Acudisteis a mí cuando estaba bebiendo en San Marcos y el león y me amenazasteis. Fui llevado a rastras ante el consejo del rey y se me hizo jurar sobre la Biblia que no había celebrado ningún contrato con Ana. Se me hizo ir con el rey y comulgar. Vos me visteis, me oísteis. ¿Cómo puedo volverme atrás ahora? ¿Estáis diciendo que cometí perjurio?

El conde se ha puesto de pie. Él permanece sentado. No se propone ser descortés; piensa más bien que, si se pusiese de pie, podría darle una bofetada al conde, y no recuerda haberle pegado nunca a un hombre enfermo.

—No es perjurio —dice amistosamente—. Lo que yo planteo es que, en aquella ocasión, os falló la memoria.

—¿Estaba casado con Ana, pero lo había olvidado?

Vuelve a sentarse y considera a su adversario.

—Habéis sido siempre un bebedor, mi señor, lo que es el motivo, creo yo, de que os encontréis reducido a vuestra actual condición. En el día en cuestión, yo os encontré, como habéis dicho, en una taberna. ¿Es posible que cuando acudisteis ante el consejo del rey, aún estuvieseis borracho? Y que no tuvieseis del todo claro por ello lo que estabais jurando…

—Estaba sereno.

—Os dolía la cabeza. Teníais náuseas. Teníais miedo de vomitar sobre los reverendos zapatos del arzobispo Warham. Esa posibilidad os turbaba tanto que no podíais pensar en ninguna otra cosa. No estabais atento a las preguntas que se os hacían. Es algo que no se os puede reprochar.

—Pero —dice el conde— yo estaba atento.

—Cualquier consejero comprendería vuestra situación. Todos hemos bebido de más una vez u otra.

—Juro por mi alma que estaba atento.

—Entonces considerad otra posibilidad. Tal vez hubiese algún descuido en la toma de juramento. Alguna irregularidad. El viejo arzobispo estaba enfermo también aquel día. Recuerdo que le temblaban las manos mientras sostenía el santo libro.

—Estaba paralítico. Es frecuente a esa edad. Pero era competente.

—Si hubiese algún defecto en el procedimiento, vuestra conciencia no os atribularía en caso de que repudiaseis ahora vuestro juramento. Es posible que no fuese siquiera una Biblia…

—Estaba encuadernado como una Biblia —dice el conde.

—Yo tengo un libro de contabilidad que se confunde muchas veces con una Biblia.

—Especialmente por vos.

Él sonríe. El conde no tiene el ingenio atrofiado del todo, aún no.

—¿Y qué me decís de la sagrada forma? —dice Percy—. Yo tomé el sacramento para confirmar lo que había jurado, y ¿no era el cuerpo mismo de Dios?

Él calla. Podría daros un argumento sobre eso, piensa, pero no os proporcionaré una oportunidad para que me llaméis hereje.

—No lo haré —dice Percy—. Y no puedo entender por qué habría de hacerlo. Todo lo que yo sé es que Enrique se propone matarla. ¿No es bastante para ella que la maten? Después de que esté muerta, ¿qué importa con quién pudiese haber hecho ella contratos?

—Sí que importa, por una cuestión. Él sospecha sobre la hija que tuvo Ana. Pero no quiere presionar para que se investigue quién es su padre.

—¿Elizabeth? Yo he visto a esa criatura —dice Percy—. Es de él. Eso os lo puedo asegurar.

—Pero aunque fuese…, incluso si lo fuese, él ahora piensa apartarla de la sucesión, porque, si nunca estuvo casado con su madre…, en fin, en ese caso, la cosa se aclara. Queda despejado el camino para los hijos de su próxima esposa.

El conde asiente.

—Eso lo comprendo.

—Así que si queréis ayudar a Ana, ésta es vuestra última oportunidad.

—¿Cómo la ayudaré?, ¿haciendo que su matrimonio quede anulado y su hija se convierta en bastarda?

—Eso podría salvarle la vida. Si la cólera de Enrique se aplaca.

—Vos os aseguraréis de que no se aplaque. Amontonaréis combustible y aplicaréis los fuelles, ¿no es cierto?

Él se encoge de hombros.

—No es cuestión mía. Yo no odio a la reina, eso se lo dejo a otros. Así que si alguna vez habéis sentido algo por ella…

—Yo ya no puedo ayudarla más. Sólo puedo ayudarme a mí. Dios sabe la verdad. Me convertisteis en un mentiroso ante Dios. Ahora queréis convertirme en un imbécil ante los hombres. Debéis buscar otro medio, señor secretario.

—Eso haré —dice tranquilamente; se pone de pie—. Lamento que perdáis una oportunidad de complacer al rey.

En la puerta, se vuelve.

—Sois obstinado —dice—, porque estáis débil.

Harry Percy alza la vista hacia él.

—Estoy peor que débil, Cromwell. Me estoy muriendo.

—Duraréis hasta el juicio, ¿no? Os pondré en el panel de pares. Si no sois el marido de Ana, podéis ser su juez sin problema. El tribunal necesita hombres prudentes y experimentados como vos.

Harry Percy grita tras él, pero él abandona el salón a grandes pasos y hace un gesto negativo a los caballeros que aguardan al otro lado de la puerta.

—Vaya —dice el señor Wriothesley—, yo estaba seguro de que conseguiríais hacerle entrar en razón.

—La razón ha huido.

—Parecéis triste, señor.

—¿Lo parezco, Llamadme? No se me ocurre por qué.

—Aún podemos liberar al rey. Mi señor arzobispo verá el medio. Aunque tengamos que meter en el asunto a María Bolena, y decir que el matrimonio fue ilegal por afinidad.

—El problema es, en el caso de María Bolena, que el rey estaba al tanto de los hechos. Puede que si Ana estaba casada en secreto no lo supiese. Pero siempre supo que era hermana de María.

—¿Habéis hecho vos alguna vez algo así? —pregunta cavilosamente el señor Wriothesley—. ¿Dos hermanas?

—¿Es ésa la clase de problema que os absorbe en este momento?

—Es sólo que uno se pregunta cómo sería. Dicen que María Bolena era una gran puta cuando estaba en la corte francesa. ¿Creéis que el rey Francisco tuvo que ver con las dos?

Él mira a Wriothesley con un nuevo respeto.

—Hay un ángulo que yo podría explorar. Bueno…, como habéis sido un buen muchacho y no habéis atacado a golpes a Harry Percy ni le habéis insultado, sino que habéis esperado pacientemente a la puerta como se os ordenó, os diré algo que os gustará saber. Una vez, cuando se encontraba entre dos patrones, María Bolena me pidió que me casara con ella.

El señor Wriothesley le mira, boquiabierto. Luego emite breves interrogantes. ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué? Sólo cuando están ya a caballo hace un comentario al respecto:

—Dios me ampare. Habríais sido el cuñado del rey.

El día es ventoso y bueno. Vuelven con bastante rapidez a Londres. En otros días, con otra compañía, él habría disfrutado del viaje.

Pero qué compañía sería ésa, se pregunta, al desmontar en Whitehall. ¿La de Bess Seymour?

—Señor Wriothesley —pregunta—, ¿podéis leerme el pensamiento?

—No —dice Llamadme. Parece desconcertado, y un poco afrentado.

—¿Creéis que un obispo podría leerme el pensamiento?

—No, señor.

Él asiente.

—Pienso igual.

Va a verle el embajador imperial, con su gorro de Navidad.

—Especialmente por vos, Thomas —dice—, porque sé que os hace feliz.

Se sienta, hace una señal al criado pidiendo vino. El criado es Christophe.

—¿Utilizáis a este rufián para todo propósito? —pregunta Chapuys—. ¿No es el que torturó a ese chico, Mark?

—En primer lugar, Mark no es un chico, es sólo inmaduro. En segundo, nadie le torturó, o al menos, no que yo lo viese u oyese, ni por mi mandato o sugerencia, ni con mi permiso expreso o implícito.

—Ya veo que os estáis preparando para el juicio —dice Chapuys—. Una cuerda con nudos, ¿no fue eso? Apretada alrededor de la frente, amenazando con saltarle los ojos…

Él se enfada.

—Eso puede ser lo que hacen donde vos os criasteis. Yo nunca he oído hablar de esa práctica.

—¿Así que en vez de eso fue el potro?

—Podéis verle en el juicio. Podéis juzgar vos mismo si muestra daños. Yo he visto hombres que han pasado por el potro. No los he visto aquí. En el extranjero. Tienen que llevarlos en una silla. Mark está tan ágil como en sus tiempos de bailarín.

—Si vos lo decís —Chapuys parece contento de haberle provocado—. ¿Y cómo está ahora vuestra reina herética?

—Brava como un león. Supongo que lamentaréis saberlo.

—Y orgullosa, pero será humillada. No es ningún león, no es más que uno de esos gatos londinenses vuestros que cantan en los tejados.

Él piensa en un gato negro que tenía,
Marllinspike
. Después de unos años de luchar y hurgar en las basuras escapó, como hacen los gatos, a hacer carrera en otra parte.

—Como sabéis —dice Chapuys—, muchas damas y gentilhombres de la corte han ido a ver a la princesa María, para ponerse a su servicio en el futuro inmediato. Pensé que vos mismo podríais ir.

Maldita sea, piensa él, yo ya tengo trabajo de sobra, y más que de sobra; no es pequeña cosa echar abajo a una reina de Inglaterra.

—Confío —dice— en que la princesa perdonará mi ausencia en este momento. Es por su bien.

—Ahora no tenéis ningún problema para llamarla «la princesa» —comenta Chapuys—. Será repuesta, claro, como heredera de Enrique —aguarda—. Ella espera, todos sus leales partidarios esperan, el propio emperador espera…

—La esperanza es una gran virtud. Pero —añade— espero que vos le advirtáis de que no reciba a ninguna persona sin permiso del rey. O mío.

—Ella no puede impedir que vayan a verla. Todos los que antes la servían. Acuden en tropel. Será un nuevo mundo, Thomas.

—El rey estará deseoso, está deseoso, de una reconciliación con ella. Es un buen padre.

—Lástima que no haya tenido más oportunidades de demostrarlo.

—Eustache… —Hace una pausa, indica con un gesto a Christophe que se vaya—. Sé que nunca os habéis casado, pero ¿no tenéis ningún hijo? Parecéis sorprendido. Tengo curiosidad por vuestra vida. Debemos llegar a conocernos mejor.

El embajador se irrita ante el cambio de tema.

—Yo no tengo líos con mujeres. No soy como vos.

—Yo no rechazaría a un hijo. Nadie me ha reclamado nunca por ese motivo. Si lo hiciesen, cumpliría.

—Las damas no desean prolongar el encuentro —sugiere Chapuys.

A él eso le hace reír.

—Es posible que tengáis razón. Venid, mi buen amigo, vayamos a cenar.

—Anhelo muchas más veladas cordiales como ésta —dice el embajador, resplandeciente—. Una vez que la concubina esté muerta e Inglaterra tranquila.

Los hombres de la Torre, aunque lamentan su probable destino, no se quejan tan amargamente como lo hace el rey. De día se pasea como una ilustración del Libro de Job. De noche navega río abajo, acompañado de músicos, a visitar a Jane.

Pese a todas las bellezas de la casa de Nicholas Carew, queda a ocho millas del Támesis y no es por tanto adecuada para los viajes vespertinos, ni siquiera en estas noches claras de principios de verano; el rey quiere estar con Jane hasta que cae la oscuridad. Así que la futura reina tiene que subir hasta Londres, y dejar que la alberguen sus partidarios y amigos. Se reúnen multitudes alrededor de un lugar u otro en el que se rumorea que está, intentando tener un vislumbre de ella, estirando el cuello, abriendo mucho los ojos; los curiosos bloquean las puertas y se aúpan unos a otros en los muros.

Los hermanos de Jane se muestran generosos con los londinenses, con la esperanza de obtener su apoyo. Corre la voz de que se trata de una auténtica inglesa de la nobleza, una de las nuestras; a diferencia de Ana Bolena, que muchos creían que era francesa. Pero las multitudes están desconcertadas, descontentas incluso: ¿no debería el rey casarse con una gran princesa, como Catalina, de un país lejano?

Bess Seymour le cuenta:

—Jane está poniendo dinero a buen recaudo en un cofre cerrado, por si el rey cambia de opinión.

—Así deberíamos hacer todos. Es una buena cosa eso de tener un cofre cerrado.

—Lleva la llave en el pecho —dice Bess.

—No es probable que alguien la busque ahí.

Bess le lanza una mirada alegre, por el rabillo del ojo.

La noticia de la detención de Ana está empezando a difundirse ya por Europa, y aunque Bess no lo sabe, están llegando hora tras hora ofertas para Enrique. El emperador sugiere que al rey podría gustarle su sobrina, la infanta de Portugal, que llegaría con cuatrocientos mil ducados; y el príncipe portugués, Dom Luís, podría casarse con la princesa María. O si el rey no quiere a la infanta, ¿qué le parecería la duquesa de Milán, una joven viuda muy bonita, que aportaría también una buena suma?

Son días de presagios y portentos para los que valoran esas cosas y pueden interpretarlas. Las historias malignas han salido de los libros y se representan por sí solas. Una reina está encerrada en una torre, acusada de incesto. La nación, naturaleza ella misma, está turbada. Se atisban fantasmas en las entradas, apostados junto a las ventanas, apoyados en las paredes, con la esperanza de escuchar los secretos de los vivos. Toca una campana sola, sin ninguna intervención humana. Hay un estallido de conversación donde no hay nadie presente, un silbido en el aire como el sonido que hace un hierro caliente cuando se sumerge en el agua. Una mujer se abre paso entre la multitud a la entrada de su casa, coge las bridas de su caballo. Antes de que los guardias la obliguen a dejarlo, le grita: «¡Dios nos valga, Cromwell, qué clase de hombre es el rey! ¿Cuántas esposas piensa tener?».

Por una vez le colorea las mejillas a Jane Seymour un rubor; o quizá sea un reflejo de su vestido, del rosa claro suave del dulce de membrillo.

Circulan declaraciones, acusaciones, escritos, entre jueces, acusadores, el fiscal general, el despacho del Lord Canciller; cada paso del proceso es claro, lógico y está destinado a crear cadáveres de acuerdo con el procedimiento legal debido. George Rochford será juzgado aparte, como un par del reino; los del común serán juzgados antes. Llega la orden a la Torre: «Traigan los cuerpos». Es decir, traigan a los acusados, llamados Weston, Brereton, Smeaton y Norris, a Westminster Hall para el juicio. Kingston los lleva en barca; es 12 de mayo, un viernes. Guardias armados los conducen a través de una multitud fulminante, que grita la suerte que les aguarda. Los apostadores creen que Weston saldrá libre, es la campaña que ha puesto en marcha su familia. Pero para los demás, están igualadas las posibilidades de que vivan o mueran. Para Mark Smeaton, que lo ha confesado todo, no hay apuestas; pero existe el dilema de si será ahorcado, decapitado, hervido o quemado, o sometido a alguna pena novedosa que invente el rey.

BOOK: Una reina en el estrado
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