Una reina en el estrado (53 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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En el centro del gran salón de la Torre han construido un estrado con bancos para los jueces y los pares, y hay algunos bancos también en las arcadas de los lados, pero la mayor parte de los espectadores estarán de pie, empujándose desde atrás entre ellos hasta que los guardias digan: «Nadie más» y bloqueen las entradas con travesaños. Incluso entonces empujan, y el ruido crece cuando aquellos a los que les han dejado pasar forcejean en el pozo de la sala del juicio, hasta que Norfolk, el bastón de mando en la mano, pide silencio y, ante la expresión feroz de su rostro, hasta el más ignorante de la multitud sabe que habla en serio.

Ahí está el Lord Canciller sentado junto al duque, para suministrarle el mejor asesoramiento legal del reino. Ahí está el conde de Worcester, cuya esposa, podríamos decir, inició todo esto; y el conde le dirige una mirada sucia, él no sabe por qué. Ahí está Charles Brandon, duque de Suffolk, que ha odiado a Ana desde que posó los ojos en ella y lo ha dicho claramente en presencia del rey. Ahí están el conde de Arundel, el conde de Oxford, el conde de Rutland, el conde de Westmorland: él se desplaza suavemente entre ellos, el sencillo Thomas Cromwell, un saludo aquí y una palabra allá, infundiendo tranquilidad: el caso de la Corona está en orden, no se espera ninguna perturbación ni se tolerará, estaremos todos en casa para la cena y dormiremos sin problema en nuestras camas esta noche. Lord Sandys, lord Audley, lord Clinton y muchos lores más son señalados en una lista según van tomando asiento: lord Morley, el suegro de George Bolena, que le coge la mano y dice: por favor, Thomas Cromwell, si me estimáis en algo, no permitáis que este sórdido asunto repercuta en mi pobre hijita Jane.

Ella no es tanto vuestra pobre hijita, piensa él, cuando la entregasteis sin consultarle; pero es lo habitual, no puedes reprochárselo como padre, porque como le dijo una vez el rey con tristeza, sólo los hombres y mujeres muy pobres tienen libertad para elegir a quién amar. Aprieta en correspondencia la mano de lord Morley y le desea valor, le ruega que ocupe su asiento, porque el preso ya está entre nosotros y el tribunal preparado.

Se inclina ante los embajadores extranjeros; pero ¿dónde está Chapuys? Se le comunica la noticia, padece fiebre cuartana. Responde: lamento oír eso, decidle que pida en mi casa cualquier cosa que pueda hacerle sentirse más cómodo. Decidle que la fiebre es alta hoy, el primer día: bajará mañana, el miércoles estará levantado pero débil, y el jueves por la noche caerá de nuevo, pues la fiebre volverá a apretar.

El fiscal general lee la acusación, y eso lleva un tiempo: delitos previstos en la ley humana, delitos contra la ley de Dios. Cuando se levanta él para la acusación piensa: el rey espera un veredicto a media tarde; y mirando hacia el otro lado de la sala del juicio ve a Francis Bryan, aún con su chaqueta de calle, dispuesto para ponerse en marcha por el río con un recado para los Seymour. Calma, Francis, piensa él, esto puede llevar algún tiempo, pueden complicarse las cosas aquí.

Lo básico del caso es tarea de una hora o dos, pero cuando hay noventa y cinco nombres que verificar, de los jueces y de los pares, luego el mero reacomodo y los carraspeos, el sonarse, el ajustar ropajes y fajas (todos esos rituales perturbadores que algunos hombres necesitan antes de hablar en público), teniendo en cuenta todo eso, está claro que llevará todo el día; la reina en sí es una presencia muda, que escucha atentamente desde su asiento la lectura de la lista de sus delitos, el desconcertante catálogo de fechas, horas, lugares, de hombres, sus miembros, sus lenguas: en la boca, fuera de la boca, en diversas hendiduras del cuerpo, en Hampton Court y Richmond Palace, en Greenwich y Westminster, en Middlesex y en Kent; y luego las palabras impropias y las burlas, las disputas celosas y las intenciones aviesas, la declaración, por la reina, de que cuando su marido esté muerto, ella elegirá a alguno de ellos para ser su marido, pero aún no puede decir cuál. «¿Dijisteis eso?». Ella niega con la cabeza. «Debéis contestar en voz alta».

Gélida vocecita: «No».

Es todo lo que ella dirá, no, no y no: y en una ocasión contesta «Sí», cuando le preguntan si le ha dado dinero a Weston, y vacila y lo admite; y hay un grito de la multitud, y Norfolk detiene el proceso y amenaza con hacerlos detener a todos si no guardan silencio. En cualquier país bien organizado, dijo Suffolk ayer, el juicio de una mujer de la nobleza debería celebrarse en una decorosa intimidad; él había elevado los ojos al cielo y había dicho: pero, mi señor, esto es Inglaterra.

Norfolk ha obtenido silencio, una calma susurrante salpicada de toses y cuchicheos; está listo para que se reanude la acusación y dice: «Muy bien, proseguid, ejem…, vos». Le azora, no por primera vez, tener que dirigirse a un hombre del común que no es un mozo de cuadra o un carretero, sino un ministro del rey: el Lord Canciller se inclina hacia delante y susurra, recordándole quizá que el acusador es el primer magistrado de la Cámara. «Proseguid, señoría —dice, más correctamente—. Proceded, por favor».

Ella niega la traición, ése es el asunto: nunca eleva la voz, pero desdeña ampliar, excusar, atenuar: mitigar. Y no hay nadie que lo haga por ella. Él recuerda lo que el anciano padre de Wyatt le había contado una vez, cómo una leona moribunda puede asestarte un zarpazo y dejarte marcado para toda la vida. Pero él no siente ninguna amenaza, ninguna tensión, nada en absoluto. Es un buen orador, conocido por su elocuencia, su estilo y su buena voz, pero hoy no tiene ningún interés en si, además de los jueces, le oye el acusado, ni de si lo que oiga el pueblo se malinterprete: y así su voz parece apagarse en un murmullo soñoliento, la voz de un sacerdote rural canturreando sus oraciones, no más alto que una mosca zumbando en un rincón, golpeando contra el cristal; por el rabillo del ojo ve al fiscal general ocultando un bostezo, y piensa: he hecho lo que creí que nunca podría conseguir, he cogido el adulterio, el incesto, la conspiración y la traición y los he hecho rutina. No necesitamos ninguna excitación falaz. Después de todo, es un tribunal de justicia, no el circo romano.

Los veredictos se demoran: es asunto que lleva tiempo; el tribunal implora brevedad, nada de discursos, por favor, una palabra bastará: noventa y cinco votan culpable y ni uno solo dice no. Cuando Norfolk empieza a leer la sentencia, se alza de nuevo el griterío, y se puede sentir la presión de la gente que está fuera y quiere entrar, así que parece que la sala del juicio se balancea suavemente, como una embarcación en el amarradero. «¡Su propio tío!», chilla alguien, y el duque aporrea en la mesa y dice que hará una escabechina. Eso produce cierta tranquilidad; el apaciguamiento le permite concluir; «… Vuestra pena es ésta: seréis quemada aquí, dentro de la Torre, o se os cortará la cabeza, según sea la voluntad del rey, que él mismo…».

Se oye un grito agudo de uno de los jueces. El hombre está inclinado hacia delante y cuchichea furiosamente; Norfolk parece enfurecido; los abogados se han agrupado todos, los pares estiran el cuello hacia delante para descubrir a qué se debe la dilación. Él se acerca. Norfolk dice:

—Esta gente me dice que no lo he hecho correctamente, que no puedo decir quemada o decapitada, tengo que decir una de las dos cosas, y dicen que debe ser quemada, que es lo que se aplica a una mujer cuando es una traidora.

—Mi señor Norfolk tiene instrucciones del rey. —Su propósito es aplastar las objeciones y lo consigue—. La decisión queda a voluntad del rey y además, nadie puede decirme lo que se puede hacer y lo que no, nunca hemos juzgado antes a una reina.

—Vamos decidiendo sobre la marcha —dice amistosamente el Lord Canciller.

—Concluid lo que estabais diciendo —le dice a Norfolk. Retrocede.

—Creo que ya lo he hecho —dice Norfolk, rascándose la nariz—… Se os cortará la cabeza, según sea la voluntad del rey, que él mismo dará a conocer.

El duque baja la voz y concluye en tono de conversación; así que la reina no llega a oír el final de su sentencia. Capta sin embargo el meollo. Él observa cómo se levanta de su asiento, aún serena, y piensa: no lo cree; ¿por qué no lo cree? Mira enfrente, donde estaba aguardando Francis Bryan, pero el mensajero ya se ha ido.

Hay que proceder ahora con el juicio de Rochford; deben llevarse a Ana, antes de que entre su hermano. La solemnidad de la ocasión se ha disipado. Los miembros de más edad del tribunal tienen que salir a orinar, y los más jóvenes a estirar las piernas y a tener una charla, y enterarse de cómo van las apuestas sobre la absolución de George. Le favorecen de momento, aunque su expresión, cuando le introducen en la sala del juicio, muestra que no se engaña. Para aquellos que insisten en que será absuelto, él, Cromwell, ha dicho: «Si lord Rochford es capaz de satisfacer al tribunal, se le dejará libre. Vamos a ver qué defensa hará».

Él sólo tiene un temor real: que Rochford no es vulnerable a la misma presión que los otros hombres, porque no deja atrás a nadie que le preocupe. Su esposa le ha traicionado, su padre abandonado y su tío presidirá el tribunal que le juzga. Él piensa que George hablará con elocuencia y brío, y acierta. Cuando se le leen las acusaciones, pide que se le digan una a una, cláusula por cláusula: «Porque ¿qué es vuestro tiempo mundano, caballeros, frente a la garantía de eternidad de Dios?». Hay sonrisas: admiración por su suavidad. Bolena se dirige a él, Cromwell, directamente. «Planteádmelas una a una. Las ocasiones, los lugares. Yo os confundiré».

Pero es un combate desigual. Él tiene sus documentos, y si llega el caso, puedo dejarlos sobre la mesa y hacer sus alegaciones sin ellos; tiene su memoria adiestrada, tiene su seguridad en sí mismo habitual, su voz de la sala de juicios, que no crea ninguna tensión en su garganta, la corrección de sus modales, que no crea ninguna tensión en sus emociones; y si George cree que a él se le quebrará la voz al leer los detalles de las caricias administradas y recibidas, entonces es que no sabe de qué lugar procede, los tiempos, los modales, en que se ha forjado el señor secretario. Lord Rochford no tardará en empezar a parecer un muchacho bisoño y lacrimoso; está luchando por su vida, y por ello en condiciones desiguales frente a un hombre que parece tan indiferente al desenlace; que el tribunal absuelva si quiere, habrá otro tribunal, o un proceso, más informal, que acabará con George convertido en un cadáver roto. Él piensa, también, que pronto el joven Bolena perderá su temple, demostrará su desprecio por Enrique, y entonces se habrá acabado todo para él. Entrega a Rochford un papel: «Hay aquí escritas ciertas palabras, que se dice que la reina os dijo a vos, y vos por vuestra parte las difundisteis. No necesitáis leerlas en voz alta. Basta que digáis al tribunal si reconocéis esas palabras».

George sonríe desdeñoso. Saborea el momento, se regodea en él: hace una prolongada inspiración; lee las palabras en voz alta. «El rey no puede copular con una mujer, no tiene ni la habilidad ni el vigor».

Lo ha leído porque piensa que a la multitud le gustará. Y así es, aunque la risa sea asombrada, incrédula. Pero entre sus jueces (y son ellos los que importan) hay un siseo audible de desaprobación. George alza la vista. Extiende las manos. «Esas palabras no son mías. No me pertenecen».

Pero él pertenece ya a ellas. En un momento de bravuconería, para conseguir el aplauso de la multitud, ha impugnado la sucesión, menospreciado a los herederos del rey, aunque se le había advertido de que no lo hiciera. Él, Cromwell, asiente. «Hemos oído que vos propagasteis rumores de que la princesa Elizabeth no es hija del rey. Parece ser que lo hacéis. Lo acabáis de hacer incluso aquí, en esta sala».

George no dice nada.

Él se encoge de hombros y se retira. Es duro para George el que no pueda siquiera mencionar las acusaciones contra él sin convertirse en culpable de ellas. Él, como acusador, preferiría que no se hubiese mencionado el problema del rey; sin embargo no es mayor vergüenza para Enrique el que se haya proclamado en el juicio que el que se haya dicho en la calle, y en las tabernas donde andan cantando la balada del rey Pijicorto y su esposa la bruja. En tales circunstancias, el hombre culpa, en general, a la mujer. Algo que ella ha hecho, algo que ha dicho, la mirada sombría que le lanzó cuando él falló, la expresión despectiva de su rostro. Enrique tiene miedo de Ana, piensa él. Pero será potente con su nueva esposa.

Se prepara, prepara sus documentos; los jueces quieren conferenciar. Las pruebas contra George son bastante endebles en realidad, pero si se rechazan las acusaciones, Enrique le acusará de alguna otra cosa, y será duro para la familia, no sólo para los Bolena sino también para los Howard: él cree que, por esa razón, el tío Norfolk no le dejará escapar. Y nadie ha proclamado que las acusaciones sean increíbles, en este juicio ni en los juicios que le precedieron. Se ha convertido en algo que uno puede creer, el que estos hombres conspiraban contra el rey y copulaban con la reina: Weston porque es temerario, Brereton porque es veterano en el pecado, Mark porque es ambicioso, Henry Norris porque por su familiaridad, su proximidad, ha confundido su propia persona con la persona del rey; y George Bolena, no a pesar de ser el hermano de ella, sino por serlo. Es algo sabido por todos que los Bolena harán lo que haya que hacer para mandar; si Ana Bolena se aposentó en el trono, pasando por encima de los cadáveres de los caídos, ¿acaso no puede colocar un bastardo Bolena allí también?

Alza la vista hacia Norfolk, que le dirige un cabeceo de asentimiento. El veredicto es indudable, pues, y la sentencia. La única sorpresa es Harry Percy. El conde se levanta de su sitio. Se queda de pie allí, la boca un poco abierta, y se hace un silencio que no es el remedo susurrante y cuchicheante de silencio que el tribunal ha soportado hasta ahora, sino un silencio callado y expectante. Él piensa en Gregory: ¿quieres oírme pronunciar un discurso? Luego el conde bascula hacia delante, emite un gruñido, se encoge y se desploma con estrépito en el suelo. Los guardias retiran inmediatamente su cuerpo postrado y se alza un gran clamor: «Harry Percy ha muerto».

Improbable, piensa él. Le reanimarán. Es media tarde ya, hace calor y no corre el aire, y las pruebas presentadas ante los jueces, las declaraciones sólo, harían desmayarse a un hombre sano. Hay una extensión de tela azul sobre las tablas nuevas del estrado en el que se sientan los jueces, y él observa cómo los guardias la arrancan del suelo e improvisan una manta en la que transportar al conde; y le aguijonea un recuerdo: Italia, calor, sangre, levantando y girando y zarandeando a un agonizante para hacerse con las ropas, las prendas que se arrebatan a los muertos, se le arrastra a la sombra del muro (¿de qué?, ¿una iglesia, una granja?), sólo para que unos minutos después pueda morir, maldiciendo, intentando volver a meterse las tripas en la herida de la que se estaban derramando, como si quisiese dejar el mundo limpio.

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