Se encuentra mal, y se sienta al lado del fiscal general. Los guardias se llevan fuera al conde, la cabeza colgando, los ojos cerrados, los pies balanceándose. Su vecino dice: «He ahí otro hombre al que la reina ha destruido. Supongo que tardaremos años en conocerlos a todos».
Es verdad. El juicio es un arreglo provisional, un instrumento para que Ana se vaya, para que venga Jane. Sus efectos aún no han sido probados, no se han apreciado aún las resonancias; pero él espera un estremecimiento en el corazón del cuerpo político, un vuelco en el estómago de la nación. Se levanta y va a urgir a Norfolk para que se ponga en marcha de nuevo el juicio. George Bolena (suspendido como está entre juicio y condena) parece como si pudiera desplomarse también y se ha echado a llorar. «Ayudad a lord Rochford a sentarse —dice él—. Dadle algo de beber». Es un traidor, pero sigue siendo un conde; puede oír su sentencia de muerte sentado.
Al día siguiente, 16 de mayo, está en la Torre, con Kingston, en los alojamientos del propio condestable. Kingston está nervioso porque no sabe qué clase de patíbulo preparar para la reina: pesa sobre ella una sentencia dudosa, a la espera de que hable el rey. Cranmer la acompaña en sus aposentos, ha venido a oír su confesión, y podrá insinuarle, delicadamente, que su cooperación ahora le ahorrará dolor. Que el rey aún puede ser clemente.
Un guardia a la puerta que se dirige al condestable: «Hay un visitante. No quiere verle a usted, señor, sino al señor Cromwell. Es un gentilhombre extranjero».
Es Jean de Dinteville, que estuvo aquí en una embajada durante el tiempo de la coronación de Ana. Jean está parado en la puerta:
—Dijeron que debía buscaros aquí, como hay poco tiempo…
—Mi querido amigo. —Se abrazan—. Ni siquiera sabía que estabais en Londres.
—Vengo directamente del barco.
—Sí, se os nota.
—No soy ningún marinero.
El embajador se encoge de hombros; o al menos, su grueso almohadillado se mueve, y se inmoviliza de nuevo; en esta mañana balsámica, está envuelto en capas desconcertantes, parece un hombre que se hubiese vestido para enfrentarse al mes de noviembre.
—De todos modos, parecía mejor venir aquí y localizaros antes de que volvieseis a idos a jugar a los bolos, cosa que creo que hacéis en general cuando deberíais estar recibiendo a nuestros representantes. Se me envía para hablar con vos sobre el joven Weston.
Dios Santo, piensa él, ¿ha conseguido sir Richard Weston sobornar al rey de Francia?
—Llegáis justo a tiempo. Está condenado a morir mañana. ¿Qué queréis de él?
—Se siente uno inquieto —dice el embajador— si ha de ser castigada la galantería. El joven debe ser culpable sólo de un poema o dos…, de hacer cumplidos y de gastar bromas. Tal vez el rey pudiese perdonarle la vida. Se entiende que durante un año o dos fuese aconsejable mantenerse alejado de la corte…, viajando, tal vez…
—Tiene una esposa y un hijo pequeño,
monsieur
. Aunque no creo que el pensar en ellos haya constreñido nunca su conducta.
—Tanto peor, si el rey ratifica la condena. ¿No estima en nada Enrique su reputación como un príncipe clemente?
—Oh, sí. Habla mucho de ello.
Monsieur
, mi consejo es que os olvidéis de Weston. Por mucho que mi señor reverencie y respete al vuestro, no se lo tomará bondadosamente si el rey de Francia quisiese interferir en algo que es, después de todo, una cuestión de familia, algo que él considera muy próximo a su propia persona.
Esto a Dinteville le divierte.
—Se le podría llamar «una cuestión de familia», sí.
—Veo que no pedís clemencia para lord Rochford. Ha sido embajador, parecería lógico que el rey de Francia se interesase más por él.
—Oh, bueno —dice el embajador—. George Bolena. Uno comprende que hay un cambio de régimen y lo que eso entraña. Toda la corte francesa tiene la esperanza, claro está, de que a monseñor no le pase nada.
—¿Wiltshire? Ha servido bien a los franceses, veo que le echáis de menos. No corre ningún peligro en este momento. Por supuesto, no podéis pretender que su influencia sea ya la que era. Un cambio de régimen, como decís.
—¿Puedo decir… —el embajador se interrumpe para beber un trago de vino, para mordisquear un barquillo que los criados de Kingston han traído— que a nosotros, en Francia, todo este asunto nos parece incomprensible? Porque si Enrique desea librarse de su concubina puede hacerlo sin duda discretamente…
Los franceses no entienden lo que son los tribunales de justicia ni los parlamentos. Para ellos, las mejores actuaciones son las encubiertas.
—Y si debe mostrar su vergüenza al mundo, con uno o dos adulterios es sin duda suficiente, ¿no? Sin embargo, Cremuel —el embajador le recorre con la mirada—, podemos hablar de hombre a hombre, ¿no? La gran cuestión es: ¿puede Enrique hacerlo? Porque lo que oímos es que él se prepara y entonces su dama va y le lanza cierta mirada y las esperanzas de él se desmoronan. Eso a nosotros nos parece brujería, pues las brujas es común que vuelvan a los hombres impotentes. Pero —añade, con una mirada de desdén escéptico—, no puedo imaginar que semejante aflicción pudiese aquejar a un francés.
—Debéis haceros cargo —dice él— de que, aunque Enrique es en todos los aspectos un hombre, es un gentilhombre y no un rufián que gruñe en el arroyo con…, bueno, no digo nada sobre los gustos de vuestro propio rey en cuanto a mujeres. Estos últimos meses —se interrumpe para respirar hondo—, estas últimas semanas en particular, han sido un gran periodo de prueba y de aflicción para mi señor. Ahora busca la felicidad. No os quepa duda alguna de que su nuevo matrimonio afianzará su reinado y promoverá el bienestar de Inglaterra.
Habla como si estuviese escribiendo; está ya preparando su versión en los despachos.
—Oh, sí —dice el embajador—, esa personilla. No se oyen grandes alabanzas ni de su belleza ni de su ingenio. ¿No se casará realmente con ella, con otra mujer insignificante? Cuando el emperador le ofrece enlaces tan lucrativos…, o eso se oye. Nosotros lo entendemos todo, Cremuel. El rey y su concubina han de tener, como hombre y mujer, sus disputas, pero en el mundo hay algo más que ellos dos, no estamos en el jardín del Edén. En realidad, es la nueva política lo que no encaja. La antigua reina era, en cierto modo, la protectora de la concubina, y desde que murió, Enrique ha estado investigando cómo puede convertirse de nuevo en un hombre respetable. Así que debe casarse con la primera mujer honrada que vea, y la verdad es que no importa en realidad si es pariente del emperador o no, porque, desaparecidos los Bolena, Cremuel está en la cúspide, y él se asegurará de llenar el consejo del rey de buenos partidarios del Imperio. —Frunce los labios; podría ser una sonrisa—. Cremuel, me gustaría que dijeseis cuánto os paga el emperador Carlos. Estoy seguro de que podríamos igualarlo.
Él se ríe.
—Vuestro señor está sentado sobre espinas. Sabe que a mi rey le está entrando dinero. Teme que pueda hacer una visita a Francia, armado.
—Vos sabéis lo que le debéis al rey Francisco. —El embajador está enojado—. Sólo nuestras negociaciones, las negociaciones más sagaces y sutiles, impidieron al papa borrar vuestro país de la lista de naciones cristianas. Creo que hemos sido leales con vos, representando vuestra causa mejor de lo que vos podéis hacer.
Él asiente.
—Es siempre gozoso para mí oír a los franceses alabarse a sí mismos. ¿Estaréis conmigo más tarde esta semana? ¿Después de que esto acabe? ¿Y se haya aplacado vuestra desazón?
El embajador inclina la cabeza. La enseña de su gorro brilla y hace guiños: es una calavera de plata.
—Informaré a mi señor de que tristemente lo he intentado y he fracasado en el asunto de Weston.
—Decid que llegasteis demasiado tarde. Que la marea os fue contraria.
—No, diré que me fue contrario Cremuel. Por cierto, sabéis lo que ha hecho Enrique, ¿no? —Parece divertirle—. Envió la semana pasada a por un verdugo francés. No uno de nuestras propias ciudades, sino el hombre que corta cabezas en Calais. Parece que no hay ningún inglés en el que confíe para decapitar a su esposa. Me asombra que no la coja él mismo y la estrangule en plena calle.
Él vuelve a Kingston. El condestable es ya un hombre mayor, y aunque estuvo en Francia por asuntos del rey quince años atrás no ha utilizado gran cosa la lengua desde entonces; el consejo del cardenal era: habla inglés y grita fuerte.
—¿Os habéis enterado? —pregunta—. Enrique ha enviado a por el decapitador de Calais.
—Dios del cielo —dice Kingston—. ¿Lo hizo antes del juicio?
—Eso me cuenta
monsieur
el embajador.
—Me alegro de la noticia —dice Kingston, fuerte y despacio—. Sí, señor. Es un gran alivio. —Se da una palmada en la cabeza—. Tengo entendido que utiliza una… —Hace un movimiento cortante en el aire.
—Sí, una espada —dice Dinteville en inglés—. Debéis esperar una elegante actuación. —Se toca el sombrero—.
Au revoir
, señor secretario.
Le mira marcharse. Es toda una actuación; sus criados necesitan reforzarle con más envoltorios. Cuando estuvo aquí en su última misión, se pasó el tiempo sudando bajo los edredones, intentando librarse así de una fiebre contraída por el influjo del aire inglés, de la humedad y el frío punzante.
—El pequeño Jeannot —dice él, mirando cómo se aleja el embajador—. Aún teme al verano inglés. Y al rey… Cuando tuvo su primera audiencia con Enrique, no podía parar de temblar de terror. Tuvimos que sostenerle, Norfolk y yo.
—¿Entendí mal yo —dice el condestable—, o dijo que Weston era culpable de escribir poemas?
—Algo así. —Ana era, al parecer, un libro dejado abierto en un escritorio para que cualquiera escribiese en sus páginas, donde sólo debería escribir su marido.
—De todos modos, hay una cosa que me obsesiona —dice el condestable—. ¿Habéis visto alguna vez quemar a una mujer? Es algo que yo no quiero ver jamás, válgame Dios.
Cuando Cranmer llega a verle la noche del 16 de mayo, el arzobispo parece enfermo, le corren surcos sombreados desde la nariz a la barbilla. ¿Estaban ahí hace un mes?
—Estoy deseando que acabe todo esto —dice— y volver a Kent.
—¿Dejasteis allí a Grete? —dice él cariñosamente.
Cranmer asiente. Casi no parece capaz de decir el nombre de su esposa. Le entra el pánico cada vez que el rey menciona el matrimonio, y por supuesto últimamente el rey casi no habla de otra cosa.
—Ella tiene miedo a que, con su próxima reina, el rey vuelva a Roma, y nos veamos obligados a separarnos. Yo le digo: no, conozco la voluntad firme del rey. Pero en cuanto a lo de si cambiará de forma de pensar, y que un sacerdote pueda vivir abiertamente con su esposa… Si yo pensase que no había ninguna esperanza de eso, entonces creo que debería dejarla irse a su país, antes de que no quede allí nada para ella. Ya sabéis cómo son esas cosas, en unos cuantos años la gente se muere, te olvidan, tú olvidas tu propio idioma, o eso imagino yo.
—No hay ninguna razón para desesperar —responde él con firmeza—. Y decidle que, dentro de pocos meses, en el nuevo Parlamento, yo habré barrido todos los restos de Roma de los códigos de leyes. Y entonces, sabéis —sonríe—, una vez que se obtengan los bienes… En fin, una vez que pasen a encauzarse hacia los bolsillos de los ingleses, no volverán a ir nunca más a los bolsillos del papa. —Y añade—: ¿Cómo encontrasteis a la reina?, ¿se confesó con vos?
—No. Aún no es la hora. Se confesará. Al final. Si es que llega.
Está contento por Cranmer. ¿Qué sería peor en este momento? ¿Oír a una mujer culpable admitirlo todo u oír a una mujer inocente suplicar? Y verse obligado a guardar silencio, de un modo u otro… Tal vez Ana espere hasta que no haya ninguna esperanza de un indulto, preservando su secreto hasta entonces. Él lo comprende. Él haría lo mismo.
—Le expliqué todo lo que se ha dispuesto —dice Cranmer— para la audiencia de anulación. Le expliqué que será en Lambeth, será mañana. Ella dijo: ¿estará el rey allí? Yo dije: no,
madame
, él envía a sus procuradores. Ella dijo: está ocupado con Seymour, y luego se reprochó eso ella misma, diciendo: no debería decir nada contra Enrique, ¿verdad? Yo dije: sería imprudente. Ella me dijo: ¿puedo yo ir allí a Lambeth, a hablar por mí misma? Yo dije: no, no hay ninguna necesidad, se han nombrado procuradores para vos también. Eso pareció entristecerla. Pero luego dijo: decidme lo que quiere el rey que firme. Cualquier cosa que el rey quiera, yo estaré de acuerdo. Debe permitirme marchar a Francia, a un convento. ¿Quiere que diga que estuve casada con Harry Percy? Yo le dije:
madame
, el conde lo niega. Y ella se echó a reír.
Él parece dudoso. Incluso la revelación más plena, incluso una admisión completa y detallada de culpabilidad, no la ayudaría nada, ya no, aunque podría haberla ayudado antes del juicio. El rey no quiere pensar en los amantes de ella, pasados o presentes. Los ha borrado de su mente. Y también a ella. Ella no sería capaz de creer hasta qué punto Enrique la ha borrado. Ayer mismo dijo: «Espero que estos brazos míos reciban pronto a Jane».
Cranmer dice:
—Ella no puede entender que el rey la haya abandonado. Aún no hace un mes que hizo inclinarse ante ella al embajador del emperador.
—Yo creo que hizo eso por razones propias. No por ella.
—No sé —dice Cranmer—. Yo creía que él la amaba. Creía que no había ningún distanciamiento entre ellos, lo creí hasta al final. No tengo más remedio que pensar que no sé nada. Sobre los hombres. Ni sobre las mujeres. Ni sobre mi fe, ni sobre la fe de los demás. Ella me dijo: «¿Iré al Cielo? Porque yo he hecho muchas cosas buenas en mi tiempo».
Ella ha hecho la misma pregunta a Kingston. Quizá se lo esté preguntando a todo el mundo.
—Ella habla de obras. —Cranmer mueve la cabeza—. No dice nada de fe. Y yo tenía la esperanza de que comprendiese, como yo comprendo ahora, que somos salvados no por nuestras obras sino sólo por el sacrificio de Cristo, por sus méritos, no por los nuestros.
—Bueno, yo no creo que tengáis por qué llegar a la conclusión de que haya sido una papista todo este tiempo. ¿De qué le habría valido eso?
—Lo siento por vos —dice Cranmer—. Por que os correspondiese la responsabilidad de descubrirlo todo.
—Yo no sabía lo que iban a contar, cuando empecé. Ésa es la única razón de que pudiese hacerlo, porque cada poco me llevaba una sorpresa.