—No me atraparéis de ese modo. Nombréis al hombre que nombréis, no diré nada contra él y nada a su favor. No tengo ninguna opinión sobre George Bolena.
—Cómo, ¿no tenéis ninguna opinión sobre el incesto? Si lo tomáis con tanta tranquilidad y sin ninguna objeción, me veo obligado a suponer que puede haber verdad en ello.
—Y si yo dijese: creo que podría haber culpabilidad en ese caso, vos me diríais: «¡Cómo, Norris! ¡Incesto!». ¿Cómo podéis creer algo tan abominable? ¿Es una treta para desviarme de vuestra propia culpabilidad?
Él mira a Norris con admiración.
—Se nota que me conocéis desde hace veinte años, Harry.
—Oh, os he estudiado —dice Norris—. Lo mismo que estudié a vuestro señor Wolsey antes que a vos.
—Eso fue muy diplomático por vuestra parte. Un tan gran servidor del Estado.
—Y un traidor tan grande al final.
—Debo haceros volver atrás. No os pido que recordéis los numerosos favores que recibisteis de manos del cardenal. Sólo os pido que recordéis un pasatiempo, una pequeña representación que se celebró en la corte. Se trató de una obra en la que el difunto cardenal era apresado por demonios y conducido al Infierno.
Ve que Norris mueve los ojos, al surgir la escena ante él: la luz del fuego, el calor, los espectadores aullando. Él mismo y Bolena asiendo las manos de la víctima, Brereton y Weston cogiéndola por los pies. Los cuatro zarandeando a la figura púrpura, derribándola y pateándola. Cuatro hombres, que, para burlarse, convirtieron al cardenal en una bestia; que le privaron de su ingenio, su bondad y su gracia, le convirtieron en un animal aullante, arrastrándolo por las tablas y tirando de sus patas.
No era de verdad el cardenal, por supuesto. Era el bufón Sexton vestido con un ropón púrpura. Pero el público abucheaba como si fuese real, gritaban y agitaban los puños, juraban y se mofaban. Detrás de una pantalla los cuatro demonios se quitaron las máscaras y las peludas almillas, entre risas y maldiciones. Vieron a Thomas Cromwell apoyado en la pared, silencioso, envuelto en una túnica de negro luto.
Norris le mira boquiabierto:
—¿Y ésa es la razón? Era una representación teatral. Era una diversión, como vos dijisteis. El cardenal estaba muerto, no podía saberlo. Y aunque estuviese vivo, ¿acaso no fui bueno con él en su desdicha? ¿No cabalgué tras él, cuando estaba desterrado de la corte, y le entregué en Putney Heath un regalo de la propia mano del rey?
Él asiente.
—Admito que otros se portaron peor. Pero, sabéis, ninguno se comportó como un cristiano. Os comportasteis como salvajes, en realidad, lanzándoos sobre sus tierras y posesiones.
Se da cuenta de que no necesita continuar. En la cara de Norris sustituye a la cólera una expresión de terror desnudo. Al menos, piensa él, tiene el ingenio suficiente para ver de qué se trata: no de un agravio o dos de un año, sino un grueso extracto del libro del dolor, guardado desde que el cardenal cayó.
—La vida os paga, Norris —le dice—. ¿No os parece? Y —añade suavemente— no es sólo por lo del cardenal, además. No querría que pensaseis que no tengo motivos propios.
Norris alza la cara.
—¿Qué os ha hecho Mark Smeaton?
—¿Mark? —Se ríe—. No me gusta cómo me mira.
¿Lo entendería Norris si se lo explicase? Necesita culpables. Así que ha buscado hombres que son culpables. Aunque no quizá de las acusaciones que se les hacen.
Se hace un silencio. Él sigue sentado, espera, los ojos fijos en el moribundo. Está pensando ya lo que hará con los cargos de Norris, las concesiones que le ha otorgado la Corona. Procurará que los humildes solicitantes le queden obligados, como el hombre de los catorce hijos, que quiere la administración de un parque en Windsor y un puesto en la administración del castillo. Los cargos de Norris en Gales pueden pasar al joven Richmond, y eso los devolverá en la práctica al rey, y quedarán bajo su propia supervisión. Y Rafe podría disponer de la finca de Norris en Greenwich, podría albergar allí a Helen y a los niños cuando tenga que estar en la corte. Y Edward Seymour ha mencionado que le gustaría la casa que Norris tiene en Kew.
Harry Norris dice:
—Supongo que no os limitaréis a conducirnos al patíbulo. Habrá un proceso, un juicio, ¿no? Espero que sea rápido. Supongo que lo será. El cardenal solía decir: Cromwell hará en una semana lo que a otro le llevaría un año, y no vale la pena intentar bloquearle u oponerse a él. Cuando intentéis cogerle ya no estará allí, habrá recorrido veinte millas mientras estéis poniéndoos las botas. —Alza la vista—. Si os proponéis matarme en público, y preparáis un espectáculo, daos prisa. Puedo morir de dolor solo en esta habitación.
Él niega con la cabeza.
—Viviréis.
Él también pensó una vez que podría morir de dolor: por su esposa, sus hijas, sus hermanas, su padre y maestro, el cardenal. Pero el pulso, obstinado, mantiene su ritmo. Crees que no puedes seguir respirando, pero el costillar tiene otra opinión, sube y baja, emite suspiros. Debes vivir a pesar de ti mismo; y para que lo hagas, Dios te arranca el corazón de carne y te da un corazón de piedra.
Norris se toca las costillas.
—El dolor es aquí. Lo sentí anoche. Me incorporé, sin aliento. No me atreví a echarme de nuevo.
—El cardenal dijo lo mismo cuando fue derribado. El dolor era como una piedra de afilar, dijo. Una piedra de afilar, y el cuchillo pasaba sobre ella. Y siguió haciéndolo, hasta que se murió.
Se levanta, recoge sus papeles, inclina la cabeza y se va. Henry Norris: pata delantera izquierda.
William Brereton. Gentilhombre de Cheshire. Servidor en Gales del joven duque de Richmond, y un mal servidor, además. Un hombre turbulento, arrogante, duro como las uñas, de una estirpe turbulenta.
—Volvamos atrás —dice él—, volvamos a la época del cardenal, porque yo recuerdo que alguien de vuestra casa mató a un hombre en una partida de bolos.
—Esas partidas pueden calentarse mucho —dice Brereton—. Vos lo sabéis bien. Vos jugáis, según tengo entendido.
—Y el cardenal pensó: es hora de un ajuste de cuentas; y vuestra familia fue multada porque impidieron la investigación. Me pregunto: ¿ha cambiado algo desde entonces? Pensáis que podéis hacer lo que os plazca porque estáis al servicio del duque de Richmond y porque Norfolk os favorece…
—El propio rey me favorece.
Él enarca las cejas.
—¿De veras? Entonces deberíais quejaros a él. Porque estáis mal alojado, ¿no es así? Tristemente para vos, el rey no está aquí, así que debéis arreglároslas conmigo y mi larga memoria. Pero no vayamos atrás para buscar ejemplos. Consideremos sin ir más lejos el caso del gentilhombre de Flintshire, John ap Eyton. Eso es tan reciente que no lo habréis olvidado.
—Así que estáis aquí por eso —dice Brereton.
—No exclusivamente, pero dejad a un lado ahora vuestro adulterio con la reina y concentraos en Eyton. Los hechos del caso son conocidos por vos. Hay una disputa, se intercambian golpes, uno de vuestra casa acaba muerto, pero el hombre de Eyton es juzgado en la debida forma ante un jurado de Londres y es absuelto. Ahora bien, sin respeto alguno por la ley o la justicia, vos y los vuestros jurasteis venganza. Os apoderasteis del galés. Vuestros sirvientes lo ahorcaron inmediatamente, todo esto, no me interrumpáis, todo esto con vuestro permiso y vuestra colaboración. Lo menciono sólo como un ejemplo. Vos pensáis que se trata de un hombre nada más y que no importa, pero ya veis que importa. Pensáis que ha pasado un año o más y que nadie se acuerda, pero yo me acuerdo. Creéis que la ley debería ser lo que a vos os gustaría que fuese, y es de acuerdo con ese principio como os comportáis en vuestras posesiones de las fronteras de Gales, donde la justicia del rey y el nombre del rey se menosprecian a diario. El lugar es un baluarte de ladrones.
—¿Me llamáis ladrón?
—Digo que os asociáis con ellos. Pero vuestras artimañas concluyen aquí.
—Vos sois juez y jurado y verdugo, ¿verdad?
—Es mejor justicia que la que tuvo Eyton.
Y Brereton dice:
—Eso lo acepto.
Qué caída ésta. Hace sólo unos días, estaba pidiendo al señor secretario despojos, cuando tenían que repartirse las tierras de la abadía de Cheshire. Ahora pasan sin duda las palabras por su cabeza, las palabras que utilizó con el señor secretario cuando se quejó de sus modales prepotentes: debo aleccionaros en realidades, había dicho fríamente. No somos criaturas de algún cónclave de abogados de Gray’s Inn. En mi país, mi familia sostiene la ley, y la ley es lo que nosotros queremos sostener.
Ahora él, el señor secretario, pregunta:
—¿Creéis vos que Weston ha tenido que ver con la reina?
—Quizá. —Da la impresión de que apenas le interesa, de todos modos—. Le conozco muy poco. Es joven y necio y bien parecido, verdad, y a las mujeres esas cosas las atraen. Y ella puede ser una reina pero es sólo una mujer, ¿quién sabe de lo que se la podría persuadir?
—¿Vos creéis que las mujeres son más necias que los hombres?
—En general, sí. Y más débiles. En cuestiones de amor.
—Anoto vuestra opinión.
—¿Y Wyatt, Cromwell? ¿Dónde está él en esto?
—Vos no os halláis en situación —dice él— de hacerme preguntas.
William Brereton, pata trasera izquierda.
George Bolena pasa bastante de los treinta, pero tiene aún ese brillo que admiramos en la juventud, la chispa y la mirada clara. Resulta difícil asociar su agradable persona con el género de apetito bestial del que su esposa le acusa, y por un momento él piensa en George y se pregunta si es posible que sea culpable de algún agravio, salvo de cierto orgullo y exaltación. Con las gracias de su persona y su entendimiento, podría haber flotado y revoloteado por encima de la corte y sus sórdidas maquinaciones, un hombre refinado que se desplaza en su propia esfera: encargando traducciones de los poetas antiguos y haciendo que se publiquen en ediciones exquisitas. Podría haber montado bonitos caballos que corveteasen e hiciesen reverencias a las damas. Desgraciadamente, le gustaban la disputa y la bravuconería, la intriga y el menosprecio. Cuando le encontramos ahora, en su clara estancia circular de la Torre de Martin, está paseando, ávido de conflicto; nos preguntamos: ¿sabe por qué está aquí? ¿O aún ha de llegar esa sorpresa?
—Tal vez no se os pueda acusar de mucho —dice él, cuando toma asiento: él, Thomas Cromwell—. Sentaos conmigo en esta mesa —ordena—. Se oye hablar de presos que llegan a hacer un camino en la piedra, pero yo no creo que eso pueda pasar de verdad. Harían falta quizá trescientos años.
Bolena dice:
—Estáis acusándome de algún tipo de conspiración, encubrimiento, mala conducta oculta junto con mi hermana, pero esa acusación no se sostendrá, porque no hubo mala conducta alguna.
—No, mi señor, ésa no es la acusación.
—¿Cuál es entonces?
—De eso no es de lo que estáis acusado. Sir Francis Bryan, que es un hombre de grandes dotes imaginativas…
—¡Bryan! —Bolena parece horrorizado—. Pero sabéis que es un enemigo mío. —Sus palabras se atropellan unas a otras—. ¿Qué ha dicho él?, ¿cómo podéis dar crédito a algo que él diga?
—Sir Francis me lo ha explicado todo. Y yo empiezo a verlo. Cómo un hombre puede apenas conocer a su hermana y encontrarse luego con ella luego cuando es una mujer adulta. Es como él, y sin embargo no. Es familiar, pero despierta su interés. Un día su abrazo fraterno es un poco más prolongado de lo habitual. El asunto avanza desde ahí. Tal vez ninguno de los dos piense que está haciendo algo malo, hasta que se cruza una frontera. Pero yo por mi parte tengo demasiada poca imaginación para imaginar lo que esa frontera podría ser. —Hace una pausa—. ¿Empezó antes del matrimonio o después?
Bolena empieza a temblar. Está desconcertado; apenas puede hablar.
—Me niego a contestar a eso.
—Mi señor, yo estoy acostumbrado a tratar con aquellos que se niegan a contestar.
—¿Estáis amenazándome con el potro?
—Bueno, vamos a ver, yo no tuve que someter al potro a Thomas Moro, ¿verdad? Me senté en una habitación con él. Una habitación de aquí, de la Torre, como esta que ocupáis vos. Escuché los murmullos que había en su silencio. Se puede interpretar el silencio. Se interpretará.
George dice:
—Enrique mató a los consejeros de su padre. Mató al duque de Buckingham. Destruyó al cardenal y lo empujó a la muerte, y le cortó la cabeza a uno de los grandes sabios de Europa. Ahora piensa matar a su esposa y a la familia de ella, y a Norris, que ha sido su más íntimo amigo. ¿Qué os hace pensar que en vuestro caso será diferente, que no sois igual que cualquiera de esos otros hombres?
Él dice:
—No está bien que alguien de vuestra familia evoque el nombre del cardenal. Ni el de Thomas Moro, en realidad. Vuestra hermana ardía en deseos de venganza. Me decía: qué, ¿aún no está muerto Thomas Moro?
—¿Quién inició esta calumnia contra mí? No Francis Bryan, ciertamente. ¿Mi esposa? Sí. Debería haberlo supuesto.
—Sois vos el que lo suponéis. Yo no lo confirmo. Debéis tener una conciencia culpable con ella si creéis que tiene motivos para odiaros así.
—¿Y vos vais a creer algo tan monstruoso? —suplica George—. ¿Por la palabra de una mujer?
—Hay otras mujeres que han sido objeto de vuestra galantería. No las llevaré ante un tribunal si puedo evitarlo, es cuanto puedo hacer para protegeros. Siempre habéis considerado a las mujeres desechables, mi señor, y no podéis quejaros si ellas acaban pensando lo mismo de vos.
—¿Así que voy a ser juzgado por galantería? Sí, están celosos de mí, todos estáis celosos, porque he tenido cierto éxito con las mujeres.
—¿Aún lo llamáis éxito? Debéis pensarlo mejor.
—Nunca oí que fuese un delito pasar el tiempo con una amante dispuesta.
—Sería mejor que no dijeseis eso en vuestra defensa. Si una de vuestras amantes es vuestra hermana…, al tribunal le parecería, como lo diremos…, insolente y descarado. Carente de gravedad. Lo que os salvaría ahora, quiero decir, lo que podría libraros de la muerte, sería una declaración completa de todo lo que sabéis de las relaciones de vuestra hermana con otros hombres. Hay quien sugiere que existen relaciones que eclipsarían la vuestra, por antinatural que pueda ser.
—¿Sois un cristiano y me preguntáis eso? ¿Que dé testimonio para matar a mi hermana?