—Puede daros una forma completamente distinta a base de martillazos —dice Audley—. Podéis despertaros duque y a mediodía haber sido transformado en un mozo de cuadra.
—Puede fundiros —dice Fitzwilliam—. Empezáis como duque y acabáis como una gota de plomo.
—Podéis pasaros el resto de la vida convertido en unas trébedes —dice Richard—. O en una bisagra.
Él piensa: debéis reíros, Thomas Howard, debéis reír o estallar en llamas: ¿qué será? Si os combustionáis podemos al menos tiraros agua encima. El duque, con un espasmo, con un temblor, les da la espalda para controlarse.
—Decidle a Enrique —dice—, decidle que renuncio a la moza. Decidle que no la considero ya sobrina mía.
Él, Cromwell, dice:
—Tendréis la oportunidad de demostrar vuestra lealtad. Si se celebra un juicio, presidiréis vos el tribunal.
—Al menos, creemos que es el procedimiento —interviene Riche—. Nunca ha comparecido antes una reina en un juicio. ¿Qué dice el Lord Canciller?
—Yo no digo nada. —Audley alza las palmas de las manos—. Vos y Wriothesley y el señor secretario lo habéis preparado todo entre vosotros, como soléis hacer. Sólo que… Cromwell, ¿no incluiréis al conde de Wiltshire entre los jueces?
Él sonríe:
—¿A su padre? No. Yo no haría eso.
—¿Cómo acusaremos a lord Rochford? —pregunta Fitzwilliam—. Si es que en realidad se le va a acusar…
Norfolk dice:
—¿Van a ser juzgados los tres? ¿Norris, Rochford y el músico?
—Oh, no, mi señor —dice él tranquilamente.
—¿Hay más? ¡Dios del cielo!
—¿Cuántos amantes tenía ella? —dice Audley, con un entusiasmo apenas contenido.
Riche dice:
—Lord Canciller, ¿habéis visto al rey? Yo le he visto. Está pálido y enfermo de la tensión. Eso, en realidad, es por sí solo traición, si algún mal le sucediese a su cuerpo regio. De hecho, yo creo que debemos decir que el mal se ha producido ya.
Si los perros pudiesen olfatear la traición, Riche sería un sabueso, el príncipe de los buscadores de trufas.
Él dice:
—No pongo ninguna objeción a cómo sean acusados esos gentilhombres, si por ocultar una traición o por la ofensa en sí. Si ellos afirman ser sólo testigos de los delitos de otros, deben decir quiénes son esos otros, deben decirnos cumplida y francamente lo que saben; pero si retienen nombres, debemos sospechar que figuran ellos mismos entre los culpables.
El estruendo del cañón los coge desprevenidos, temblando a través del agua; sienten la sacudida en los huesos.
Esa noche llega un mensaje para él de Kingston desde la Torre. Anotad todo lo que ella dice y todo lo que hace, le había dicho él al condestable, y se podía confiar en que Kingston (un hombre cumplidor, cortés y prudente, aunque algo obtuso) lo hiciese. Cuando los consejeros salían hacia la barca, Ana le preguntó: «Señor Kingston, ¿iré a una mazmorra?». No,
madame
, le había asegurado él, tendréis las habitaciones en que estuvisteis antes de vuestra coronación.
Ante esto, informa él, ella cayó en un acceso de llanto. «Es demasiado bueno para mí. Jesús, tened piedad de mí». Luego se arrodilló en las piedras y rezó y lloró, decía el condestable: luego, lo más extraño, o así le pareció a él, se echó a reír.
Le pasa la carta sin ningún comentario a Wriothesley. Éste alza la vista de ella y cuando habla su tono es susurrante.
—¿Qué es lo que ha hecho ella, señor secretario? Tal vez algo que nosotros aún no hemos imaginado.
Él le mira, exasperado.
—¿No iréis a empezar con ese asunto de la brujería?
—No. Pero… si ella dice que no es digna, está diciendo que es culpable. O eso me parece a mí. Pero no sé, culpable de qué.
—Recordadme lo que dije yo. ¿Qué clase de verdad queremos? ¿Dije yo acaso la verdad?
—Vos dijisteis que sólo la verdad que podamos utilizar.
—Reitero eso. Pero sabéis, Llamadme, no debería tener que hacerlo. Vos sois rápido para entender. Con una vez debería bastar.
Es un anochecer cálido, y él está sentado junto a una ventana abierta, con su sobrino Richard como compañía. Richard sabe cuándo guardar silencio y cuándo hablar; es un rasgo de familia, supone él. Rafe Sadler es la única otra compañía que le habría gustado, y Rafe está con el rey.
Richard alza la vista.
—Tuve carta de Gregory.
—¿Ah, sí?
—Ya conocéis las cartas de Gregory.
—«Brilla el sol. La cacería ha sido buena y nos hemos divertido mucho. Yo estoy bien, ¿cómo estáis vos? Y bueno, nada más porque no tengo tiempo».
Richard asiente.
—Gregory no cambia. Aunque lo hace, supongo. Quiere venir aquí, con vos. Él piensa que debería estar con vos.
—Yo estaba intentando ahorrárselo.
—Lo sé. Pero tal vez debieseis dejarle. No podéis mantenerle siempre como si fuera un niño.
Él cavila. Si su hijo ha de acostumbrarse al servicio del rey, tal vez debería saber lo que eso entraña. «Puedes dejarme solo —le dice a Richard—. Podría escribirle».
Richard se detiene a impedir la entrada del aire de la noche. Al otro lado de la puerta se oye su voz, dando órdenes amablemente: «Traed la túnica de piel de mi tío, puede necesitarla, y llevadle más luces». A veces se sorprende al darse cuenta de que alguien se cuida de él lo suficiente para pensar en su confort corporal, salvo por sus criados, a los que se paga por hacerlo. Se pregunta cómo se encontrará la reina, en medio de su nuevo servicio en la Torre. Lady Kingston ha sido incluida entre sus acompañantes y aunque ha colocado mujeres de la familia Bolena en torno a ella, podrían no ser las que hubiese elegido ella misma. Son mujeres con experiencia, que sabrán en qué dirección va la marea. Escucharán atentamente el llanto y la risa y palabras como: «Es demasiado bueno para mí».
Él cree que entiende a Ana, mientras que Wriothesley no. Cuando dijo que las habitaciones de la reina eran demasiado buenas para ella, no quiso decir que admitiese su culpa, sino decir esta verdad: no soy digna, y no soy digna porque he fallado. Había una cosa que tenía que hacer, desde este lado de la salvación: conseguir a Enrique y conservarle. Lo ha perdido frente a Jane Seymour, y ningún tribunal de justicia la juzgará con más dureza de lo que se juzga ella misma. Desde que Enrique se fue de su lado ayer, ella ha sido una impostora, como una niña o un bufón de la corte, vestida con prendas de reina y ahora conducida a vivir en las habitaciones de la reina. Ella sabe que el adulterio es un pecado y la traición un delito, pero estar en el bando perdedor es una falta mayor.
Richard asoma de nuevo la cabeza y dice:
—Vuestra carta, ¿queréis que la escriba por vos? ¿Queréis descansar la vista?
Él dice:
—Ana está muerta para sí misma. Ya no tendremos ningún problema con ella.
Ha pedido al rey que no salga de su cámara privada, que admita al menor número de personas posible. Ha dado instrucciones estrictas a los guardias de que rechacen a los solicitantes, sean hombres o mujeres. No quiere el juicio del rey contaminado, como podría estarlo por la última persona con la que hable; no quiere que lo persuadan o seduzcan con halagos o lo desvíen de su curso. Y el rey parece inclinado a obedecerle. Estos últimos años ha tendido a retirarse de la vista del público: al principio porque quería estar con su concubina Ana, y luego porque quería estar sin ella. Detrás de su cámara privada tiene sus alojamientos secretos; y a veces, después de haberse metido en su gran lecho y el lecho ha sido bendecido, después de que se han apagado las velas, retira la colcha de damasco, se desliza fuera de la cama y se va a una cámara secreta, donde se mete en otra cama no oficial y duerme como un hombre natural, desnudo y solo.
Así que es en el silencio apagado de estas habitaciones secretas, en las que cuelgan tapices de la Caída del Hombre, donde el rey le dice: «Cranmer ha enviado una carta desde Lambeth. Leédmela, Cromwell. La he leído una vez, pero leedla vos de nuevo».
Él coge el papel. Puedes sentir a Cranmer encogiéndose cuando escribe, con la esperanza de que la tinta se corra y se emborronen las palabras. La reina Ana le ha favorecido, Ana le ha escuchado y ha apoyado la causa del Evangelio; Ana le ha utilizado a él también, pero Cranmer nunca es capaz de ver eso.
—«
Estoy tan perplejo
—escribe—
que el desconcierto paraliza mi mente; pues nunca tuve mejor opinión de una mujer que la que tenía de ella
».
Enrique le interrumpe.
—¿Veis cómo estábamos todos engañados?
—«…
lo que me hace pensar
—lee—
que ella no debería ser culpable. Y luego pienso que Vuestra Alteza no habría ido tan lejos si ella no hubiese sido con toda certeza culpable
».
—Esperad a que se entere de todo —dice Enrique—. No habrá oído jamás algo parecido. Al menos, espero que sea así. No creo que haya habido jamás un caso como éste en el mundo.
—«
Creo que Vuestra Alteza sabía mejor que nadie que, aparte de vos, no había ninguna otra criatura viviente a la que estuviese yo tan obligado como a ella
…»
Enrique interrumpe de nuevo.
—Pero veréis que continúa diciendo que, si ella es culpable, debería ser castigada sin compasión, y debería servir de ejemplo. Viendo cómo la elevé yo desde la nada. Y dice, además, que nadie que ame el Evangelio la apoyará, más bien la aborrecerá.
Cranmer añade: «
Confío por tanto en que Vuestra Alteza no dejará por ello de favorecer la verdad del Evangelio tanto como ha hecho hasta el presente, pues ese apoyo al Evangelio no se debía al afecto que sentíais por ella sino a vuestro celo en defensa de la verdad
».
Cromwell posa la carta. Parece cubrirlo todo. Ella no puede ser culpable. Pero sin embargo debe ser culpable. Nosotros, sus hermanos, la repudiamos.
—Señor —dice—, si queréis a Cranmer enviad por él. Podríais confortaros mutuamente, y tal vez intentar entender todo esto entre los dos. Diré a vuestra gente que lo dejé pasar. Parecéis necesitar aire fresco. Bajad la escalera hasta el jardín privado. Nadie os molestará.
—Pero no he visto a Jane —dice Enrique—. Quiero verla. ¿Podemos traerla aquí?
—Aún no, señor. Esperad hasta que esté más adelantado el asunto. Hay rumores en las calles, y multitudes que quieren verla, y se han hecho baladas, denigrándola.
—¿Baladas? —Enrique está asombrado—. Buscad a los autores. Deben ser rigurosamente castigados. No, tenéis razón, no debemos traer a Jane aquí hasta que el aire esté puro. Así que iréis a verla, Cromwell. Quiero que le llevéis cierto regalo.
Saca de entre sus papeles un librito enjoyado: de esos que una mujer lleva en la faja, colgando de una cadena de oro.
—Era de mi esposa —dice; luego se contiene y desvía la vista, avergonzado—. Quería decir, de Catalina.
No quiere tomarse el tiempo necesario para bajar hasta Surrey, a casa de Carew, pero parece ser que debe hacerlo. Es una casa bien proporcionada de hace unos treinta años, con un gran salón particularmente espléndido y muy copiado por gentilhombres que se construyeron casas propias. Ha estado allí antes, con el cardenal, en su época. Da la impresión de que desde entonces Carew ha traído italianos para arreglar los jardines. Los jardineros se quitan los sombreros de paja a su paso. Los caminos están entrando en su temprana gloria estival. Gorjean pájaros de un aviario. La hierba está cortada tan al ras que parece una extensión de terciopelo. Le observan ninfas de ojos de piedra.
Ahora que el asunto tiende hacia un lado y sólo hacia uno, los Seymour han empezado a enseñar a Jane cómo ser una reina.
—Ese asunto que tenéis con las puertas —dice Edward Seymour. Jane le mira parpadeando—. Esa costumbre que tenéis de sostener la puerta y deslizaros bordeándola.
—Vos me decís que sea discreta. —Jane baja los ojos, para mostrarle lo que significa la discreción.
—Vamos a ver. Salid de la habitación —dice Edward—. Volved a entrar. Como una reina, Jane.
Jane se desliza fuera. La puerta cruje tras ella. En el hiato, se miran entre ellos. Se abre la puerta. Hay una larga pausa…, como podría ser una pausa regia. La entrada sigue vacía. Luego aparece Jane, despacito, por el rincón.
—¿Así mejor?
—¿Saben lo que pienso? —dice él—. Creo que a partir de ahora Jane no se abrirá la puerta ella, así que no importa.
—Lo que yo creo —dice Edward— es que esta modestia podría aburrir. Alzad la vista y miradme, Jane. Quiero ver vuestra expresión.
—Pero ¿qué os hace pensar —murmura Jane— que yo quiero ver la vuestra?
Toda la familia está reunida en la galería. Los dos hermanos, Edward el prudente y Tom el precipitado. El digno sir John, el viejo cabrito. Lady Margery, la gran belleza de su época, sobre la que John Skelton escribió una vez un verso: «benigna, cortés y mansa», la llamó. La mansedumbre no es evidente hoy: parece agriamente triunfal, como una mujer que ha exprimido el éxito de la vida, aunque haya tardado en hacerlo casi sesenta años.
Entra Bess Seymour, la hermana que ha enviudado. Lleva en la mano un paquete envuelto en lino.
—Señor secretario —dice, con una reverencia. A su hermano le dice—: Tomad, Tom, sostened esto. Sentaos, hermana.
Jane se sienta en un taburete. Esperas que alguien le dé una pizarra y empiece a enseñarle A, B, C.
—Bueno —dice Bess—. Fuera con esto.
Por un momento parece como si estuviese agrediendo a su hermana: con un vigoroso tirón de ambas manos, arranca su tocado capilar de media luna, le retira el velo y lo deposita todo en las manos de su madre, que esperan.
Jane, con su gorro blanco, parece desnuda y dolorida, la cara tan pequeña y pálida como un rostro en un lecho de enfermo. «El gorro también fuera, y a empezar de nuevo», ordena Bess. Tira de la cinta anudada que su hermana tiene bajo la barbilla. «¿Qué has hecho con esto, Jane? Parece como si hubieras estado chupándolo». Lady Margery saca un par de ornamentadas tijeras. Un chasquido y Jane queda libre. Su hermana le quita el gorro, y su cabello pálido, una cinta fina de luz, cae sobre el hombro. Sir John carraspea y aparta la vista, el viejo hipócrita: como si hubiese visto algo que quedase fuera de la jurisdicción masculina. El cabello goza de un momento de libertad hasta que lady Margery lo alza y se lo enrolla en la mano, tan insensible como si se tratase de una madeja de lana; Jane arruga el ceño mientras es alzado desde la nunca, enrollado y embutido debajo de otro gorro más tieso y más nuevo.