Una reina en el estrado (46 page)

Read Una reina en el estrado Online

Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
6.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y pensasteis entonces que era vuestro padre?

—No —dice el chico; abre las manos para mostrar su desvalida condición, la condición en que se hallaba cuando era un niño pequeño—. No. Tuvieron que explicármelo. No se lo digáis a él, por favor. No lo entendería.

De todas las sorpresas desagradables que el rey ha recibido, podría ser la mayor, saber que su hijo no le reconoció.

—¿Tiene él muchos más hijos? —pregunta Richmond. Habla ahora con la autoridad de un hombre de mundo—. Supongo que debe de tenerlos.

—Que yo sepa, no tiene más hijo que pudiese invalidar vuestro derecho. Dijeron que el hijo de María Bolena era suyo, pero estaba casada por entonces y el chico recibió el apellido de su marido.

—Pero supongo que ahora él se casará con la señora Seymour, cuando este matrimonio —el muchacho se aturulla con las palabras—, cuando lo que tenga que suceder, cuando suceda. Y ella tendrá un hijo, quizá, porque los Seymour son una estirpe fértil.

—Si eso ocurre —dice él amablemente—, debéis estar preparado, ser el primero en felicitar al rey. Y debéis estar dispuesto toda vuestra vida a poneros al servicio de ese pequeño príncipe. Pero respecto a un asunto más inmediato, si me permitís que…, en caso de que la convivencia con vuestra esposa se dilatase aún más, es mejor que busquéis una mujer joven, buena y limpia, y hagáis un acuerdo con ella. Luego, cuando la dejéis, debéis pagarle alguna pequeña cantidad para que no hable de vos.

—¿Es eso lo que haríais vos, señor secretario? —La pregunta es ingenua, pero por un instante piensa si el muchacho no estará espiando para alguien.

—Se trata de una cuestión que es mejor no mencionar entre gentilhombres —dice él—. Y emulad a vuestro padre, el rey, que, cuando habla de mujeres, nunca es grosero —violento, tal vez, piensa, pero grosero nunca—. Sed prudente y no tratéis con putas. No debéis arriesgaros a coger una enfermedad, como el rey francés. Luego, también, si vuestra joven os da un hijo, debéis cuidaros de él y educarle, y saber que no es de otro hombre.

—Pero no puedes estar seguro… —Richmond se interrumpe; las realidades del mundo están irrumpiendo deprisa en este joven—. Si se puede engañar al rey, se debe poder engañar sin duda a cualquier hombre. Si las damas casadas son falsas, cualquier gentilhombre podría estar criando al hijo de otro.

Él sonríe. «Pero otro caballero estaría criando al suyo».

Tiene pensado iniciar, cuando tenga tiempo para planearlo, alguna forma de registro, de documentación que registre los bautismos para poder así contar los súbditos del rey y saber quiénes son, o al menos, de quién dicen sus madres que son: apellido y paternidad son dos cosas distintas, pero hay que empezar por algún sitio. Cuando recorre la ciudad escruta los rostros de los londinenses y piensa en calles de otras ciudades donde ha vivido o por las que ha pasado, y se pregunta. Podría tener más hijos, piensa. Ha sido moderado en su vida en la medida en que resulta razonable para un hombre serlo, pero el cardenal solía inventar escándalos sobre él y sus muchas concubinas. Siempre que se llevaba a la horca a algún joven y fornido felón, el cardenal decía: «Mirad, Thomas, ése debe de ser uno de los tuyos».

El muchacho bosteza:

—Estoy tan cansado —dice—. Aunque no he ido de caza hoy. Así que no sé por qué.

Los criados de Richmond están aguardando: su enseña, un león rampante demediado; su librea en azul y amarillo, desvaída a la luz vacilante. Como niñeras apartando a un niño de los charcos cenagosos, quieren apartar al joven duque de lo que pueda estar maquinando Cromwell. Hay una atmósfera de miedo y la ha creado él. Nadie sabe durante cuánto tiempo continuarán las detenciones y a quién más se va a detener. Hasta él piensa que no sabe, y él está al cargo del asunto. George Bolena está encerrado en la Torre. A Weston y a Brereton se les ha concedido dormir una última noche en el mundo, unas cuantas horas de gracia para arreglar sus asuntos; mañana a esta hora habrá girado la llave para ellos: podrían escapar, pero ¿adónde? Ninguno de los detenidos salvo Mark ha sido interrogado apropiadamente, es decir, interrogado por él. Pero se ha iniciado la pelea por los despojos. Norris no llevaba ni siquiera un día bajo custodia y ya llegó la primera carta, solicitando una parte de sus cargos y privilegios, de un hombre que alegaba que tenía catorce hijos. Catorce bocas hambrientas, por no mencionar sus propias necesidades, y los dientes castañeteantes de su señora esposa.

Al día siguiente, temprano, le dice a William Fitzwilliam: «Venid conmigo a la Torre a hablar con Norris».

Fitz dice: «No, id vos. Yo no soy capaz de hacerlo por segunda vez. Le conozco de toda la vida. La otra visita casi acaba conmigo».

El gentil Norris: el limpiaculos jefe del rey, hilador de hilos de seda, araña máxima, negro centro de una red vasta y goteante de padrinazgo cortesano: qué hombre tan lleno de vida y tan amable, más de cuarenta años pero los lleva con tanta ligereza. Norris es un hombre siempre en equilibrio, una ilustración viva del arte de la
sprezzatura
. Nadie lo ha visto jamás despeinado. Tiene el aire de un hombre que, más que haber alcanzado el éxito, ha llegado a resignarse a él. Es tan cortés con una lechera como con un duque; al menos, mientras hay una audiencia. Un maestro en el campo de la lid, rompe una lanza con aire de disculpa, y cuando cuenta las monedas del reino se lava las manos después, con agua de primavera perfumada con pétalos de rosa.

Sin embargo, Harry se ha hecho rico, porque los que rodean al rey no pueden evitar hacerse ricos, por muy modestamente que se esfuercen por ello; cuando Harry elimina algún requisito previo, es como si él, vuestro obediente servidor, os hubiese apartado de la vista algo desagradable. Y cuando se presenta voluntario para algún cargo lucrativo, es como si estuviese haciéndolo por un sentido del deber, y por evitar ese problema a hombres de inferior condición.

¡Pero mirad al gentil Norris ahora! Es una cosa triste ver llorar a un hombre fuerte. Él lo dice así, cuando se sienta, y le pregunta por el trato que recibe, si le gusta la comida que le sirven y cómo ha dormido. Su actitud es benigna y tranquila.

—Durante los días de la Navidad pasada, señor Norris, vos os disfrazasteis de moro y William Brereton se exhibió medio desnudo a guisa de cazador o de hombre salvaje de los bosques, encaminándose así a la cámara de la reina.

—Por amor de Dios, Cromwell —replica Norris, resoplando—. ¿Habláis en serio? ¿Estáis preguntándome en serio sobre lo que hicimos cuando estábamos disfrazados para una mascarada?

—Yo le aconsejé a William Brereton que no se exhibiera de aquel modo. Vuestra respuesta fue que la reina le había visto así más de una vez.

Norris enrojece: igual que en la fecha en cuestión.

—Me entendisteis mal a propósito. Sabéis que quería decir que ella es una mujer casada y por ello el…, el instrumento de un hombre no es para ella una cosa extraña.

—Vos sabéis lo que quisisteis decir. Yo sólo sé lo que dijisteis. Debéis admitir que un comentario de ese género no sonaría como algo inocente a los oídos del rey. Precisamente cuando estábamos conversando vimos a Francis Weston, disfrazado. Y vos comentasteis que iba a ver a la reina.

—Al menos él no estaba desnudo —dice Norris—. Llevaba un disfraz de dragón, ¿no?

—No estaba desnudo cuando le vimos, estoy de acuerdo. Pero ¿qué dijisteis a continuación? Me hablasteis de que la reina se sentía atraída por él. Estabais celoso, Harry. Y no lo negasteis. Decidme lo que sepáis de Weston. Será más fácil para vos después.

Norris se ha repuesto, se suena.

—Todo lo que alegáis son unas cuantas palabras sueltas que se pueden interpretar de muchos modos. Si lo que buscáis son pruebas de adulterio, Cromwell, tendréis que hacer algo mejor que eso.

—Bueno, no sé. Dada la naturaleza del asunto, raras veces hay un testigo del acto. Pero consideramos circunstancias y oportunidades y deseos expresos, consideramos probabilidades sólidas, y consideramos confesiones.

—No tendréis ninguna confesión de mí ni de Brereton.

—No sé, no sé.

—No podréis someter a un gentilhombre a la tortura, el rey no lo permitiría.

—No tienen por qué ser las cosas habituales. —Se ha puesto de pie, golpea con fuerza en la mesa con la palma de la mano—. Podría poneros los pulgares en los ojos, y entonces cantaríais «Verde crece el acebo» si yo os lo pidiese. —Se sienta, vuelve a su tranquilo tono anterior—. Poneos en mi lugar. La gente dirá de todos modos que os he torturado. Dirán que he torturado a Mark, ya andan diciéndolo. Aunque no se ha tocado ni un pelo de él, lo juro. Tengo la confesión libre y voluntaria de Mark. Me ha dado nombres. Algunos de ellos me sorprendieron. Pero me he controlado.

—Estáis mintiendo. —Norris aparta la vista—. Estáis intentando engañarnos para que nos traicionemos unos a otros.

—El rey sabe lo que tiene que pensar. No pide testigos oculares. Sabe de vuestra traición y la de la reina.

—Preguntaos vos mismo —dice Norris— lo probable que es que yo olvidase mi honor hasta el punto de traicionar al rey, que ha sido tan bueno conmigo, e hiciese correr un peligro tan terrible a una dama a la que reverencio. Mi familia ha servido al rey de Inglaterra desde tiempo inmemorial. Mi bisabuelo sirvió al rey Enrique VI, aquel santo varón, al que Dios tenga en su gloria. Mi abuelo sirvió al rey Eduardo, y habría servido a su hijo si hubiese vivido para reinar, y después fue expulsado del reino por el escorpión Ricardo Plantagenet, sirvió a Enrique Tudor en el exilio y lo siguió sirviendo cuando fue coronado rey. Yo he estado al lado de Enrique desde que era un muchacho. Lo quiero como a un hermano. ¿Vos tenéis un hermano, Cromwell?

—Ninguno vivo. —Mira a Norris, exasperado. Parece pensar que con elocuencia, con sinceridad, con franqueza, puede cambiar lo que está sucediendo. Toda la corte le ha visto babeando sobre la reina. ¿Cómo podía esperar ir a comprar con la vista y manosear sin duda las mercancías y no tener que pagar una cuenta al final?

Él se levanta, se va, vuelve, mueve la cabeza: suspira.

—Ay, por amor de Dios, Harry Norris. ¿Tengo que escribirlo yo en la pared por vos? El rey tiene que librarse de ella. No puede darle un hijo y él ya no la quiere. Quiere a otra dama y no puede unirse a ella a menos que se aparte a Ana. Decidme, ¿es eso lo suficientemente simple para vuestros simples gustos? Ana no se irá tranquilamente, me lo advirtió una vez; dijo que si alguna vez Enrique la dejaba de lado, sería la guerra. Así que si ella no se va, habrá que empujarla para que lo haga, y debo empujarla yo, ¿quién, si no? ¿Os hacéis cargo de la situación? ¿Reflexionaréis? En cualquier caso, mi antiguo señor Wolsey no pudo satisfacer al rey, y entonces ¿qué? Cayó en desgracia y se le empujó a la muerte. Pero yo me propongo aprender de él, y me propongo que el rey quede satisfecho en todos los aspectos. Ahora es un desdichado cornudo, pero lo olvidará en cuanto vuelva a ser un recién casado, y eso no tardará mucho.

—Supongo que los Seymour tienen ya preparado el banquete de boda.

Él sonríe.

—Y Tom Seymour está rizándose el pelo. Y en ese día de la boda, el rey será feliz, yo seré feliz, toda Inglaterra será feliz, salvo Norris, porque me temo que estará muerto. No veo modo de evitarlo, a menos que confeséis y solicitéis la clemencia del rey. Él ha prometido ser clemente. Y cumple sus promesas. Por lo general.

—Cabalgué con él desde Greenwich —dice Norris—, desde el palenque, todo ese largo camino. Me acosó con sus palabras sin tregua, qué habéis hecho, confesad. Os diré lo que le dije, que soy un hombre inocente. Y lo que es peor —y ahora está perdiendo la compostura, está airado—, lo que es peor es que vos y él, ambos, lo sabéis. Decidme una cosa, ¿por qué yo? ¿Por qué no Wyatt? Todo el mundo sospecha de él con Ana, y ¿lo ha desmentido él alguna vez rotundamente? Wyatt la conocía de antes. La conoció en Kent. La conoció desde que era una muchacha.

—¿Y qué? La conoció cuando era sólo una jovencita. Si tuvo algo que ver con ella, ¿qué? Puede ser vergonzoso pero no es ninguna traición. No es como cuando se trata de la esposa del rey, la reina de Inglaterra.

—Yo no estoy avergonzado de ninguna relación que haya tenido con Ana.

—¿Estáis avergonzado de vuestros pensamientos sobre ella, tal vez? Eso le contasteis a Fitzwilliam.

—¿Hice eso? —dice Norris sombríamente—. ¿Es eso lo que retuvo de lo que yo le dije? ¿Que estoy avergonzado? Y si lo estuviese, Cromwell, incluso en ese caso… vos no podéis convertir mis pensamientos en un delito.

Él extiende las palmas de las manos.

—Si los pensamientos son intenciones, si las intenciones son perversas…, si no la tuvisteis a ella ilícitamente, y decís que no, ¿os propusisteis tenerla legalmente, después de la muerte del rey? Va a hacer ya seis años que vuestra esposa murió, ¿por qué no os habéis vuelto a casar?

—¿Por qué no lo habéis hecho vos?

Él asiente.

—Una buena pregunta. Yo mismo me la hago. Pero yo no he estado prometido a una joven y he roto luego mi promesa como vos. Mary Shelton ha perdido su honor por vos…

Norris se ríe.

—¿Por mí? Por el rey, más bien.

—Pero el rey no estaba en posición de casarse con ella, y vos sí, y ella tenía vuestra promesa y vos fuisteis dándole largas. ¿Pensasteis que el rey moriría y que podríais casaros con Ana? ¿O esperabais que ella deshonrase sus votos matrimoniales durante la vida del rey y se convirtiese en concubina vuestra? Es una cosa u otra.

—Si digo cualquiera de las dos cosas, me condenaréis. Y me condenaréis si no digo nada en absoluto, considerando mi silencio aceptación.

—Francis Weston piensa que sois culpable.

—Lo de que Francis piense algo es una novedad. ¿Por qué habría él de…? —Norris se interrumpe—. Pero ¿está aquí él? ¿En la Torre?

—Está bajo custodia.

Norris mueve la cabeza.

—Es un muchacho. ¿Cómo podéis hacerles eso a los suyos? Admito que es un muchacho despreocupado y testarudo, y es sabido que no es ningún favorito mío, es sabido que hemos tenido enfrentamientos…

—Y también rivalidades en el amor —dice él, llevándose la mano al corazón.

—En absoluto.

Ah, Harry se descompone ahora: ha enrojecido lúgubremente, está temblando de cólera y de miedo.

—¿Y qué pensáis del hermano, George? —le pregunta—. Es posible que os sorprendiese encontraros con un rival por ese lado. Espero que os sorprendiese. Aunque la moral de los gentilhombres me asombra.

Other books

Through the Veil by Shiloh Walker
Consigned to Death by Jane K. Cleland
The Beast by Barry Hutchison
Silent Stalker by C. E. Lawrence
Grub by Blackwell, Elise
Saving Grace by Elle Wylder