—Es bonito.
—Le agradezco el cumplido, señorita Teresa, pero no es verdad. Que tuviera todo lo necesario para pintar no significa que pudiera pintar. Es un lienzo malo. Más allá de la perspectiva, de la composición, la elección de los colores es totalmente desafortunada. No funciona.
—Entonces, ¿por qué lo guarda?, si no le gusta…
Le miré de pie cómo volvía a fruncir el ceño y constataba mi fijación por tener respuesta de todo. Pero él, con esa misma vitalidad que desprendía con el pincel corrigiéndonos los trazos zigzagueando entre los caballetes, me dijo:
—Hay que saber esperar, hay que saber esperar, saber esperar… —repitió como un mantra mientras se giraba hacia el ventanal buscando un punto de fuga para seguir su discurso—. Le diré que yo también tenía prisa, siempre tenía prisa para todo, para correr, para comer, prisa para conducir, para crecer, ¡para cumplir años! Esto es lo más absurdo de todo, ¿verdad?, y la prisa, señorita Teresa, se lo aseguro con la desagradable madurez que me han dado los años, no vale de nada. Hay que saber esperar…
—Ya… —cerré con un monosílabo en mi manía por pronunciar siempre la última palabra tal y como me decían mis padres. Calculé que, a ese ritmo, tardaría años en poder pintar un lienzo de colores. No conocía bien al viejo pintor. De hecho, poca gente en el barrio le conocía realmente. Quizá por eso deseaba hablar tanto con él. Es más, hablaba mucho con él, más que con nadie. Había llegado a un nivel de charla, sin rozar lo personal, totalmente aceptable.
El cuadro era un pequeño paisaje con dos cimas de montaña y una casa desproporcionada que tenía los colores de Van Gogh y las líneas sencillas y tirantes de un dibujo de Fabrés. El profesor era un señor complejo, a lo mejor de aspecto rudo, pero ablandaba los estados de ánimo mejor que té caliente en soledad. Sacó su reloj del bolsillo, uno con la correa de piel cuarteada, y miró la hora acercándoselo hasta la nariz. Lo hacía muy a menudo, sobre todo para marcar espacios. Le ayudaba a parar el tiempo aliviando alguna incomodidad. Lo guardó de nuevo y me dijo:
—El color llega en su inmensidad. Primero tiene que dominar el blanco y negro y no sentirse asustada por su lobreguez, lo que debe es saber encontrar la luz del blanco en medio de la penumbra, juegue con las sombras, haga que el espacio blanco sea todavía más luminoso de lo que podría ser un amarillo, un naranja, un azul cielo. El día que se sienta cómoda con todos estos carboncillos será que ha llegado el momento de llenarlo todo de color.
—¡Me cansa pintar con negro! —exclamé algo irritada.
Pensaba en el negro azabache, el negro de las cucarachas, el piano de casa…
—Deje espacios.
Me aclaré la voz carraspeando y comenté como si quisiera desfogarme con él:
—Pero me crea ansiedad verlo todo así. Tan triste. Las frutas no parecen frutas, las figuras parecen muertas, los paisajes son fúnebres… Mire mis dibujos, son densos, los pájaros no vuelan, son mazacotes ennegrecidos.
El viejo pintor estaba escuchando todo con gesto tenso.
—Escúcheme —espetó, con una autoridad más cercana a la de un sacerdote que a la de un profesor—. Deberíamos ser mucho más ambiciosos con nosotros mismos, pero fundamentalmente debería escucharse menos a usted misma y dejarse llevar por la pintura. Ahora estamos en una fase que puede resultar larga y pesada, estamos jugando con la bruma del negro. Todo lo que vemos a nuestro alrededor tiene color, lo ve, todo está compuesto de color; fíjese conmigo, señorita Teresa. Mire allá, al fondo de la ventana…
Era una tarde con mucha luz y los tejados y terrazas de Madrid estaban iluminadas con fuerza. Se sucedían los edificios que obedecían a una estructura ordenada y firme, los balcones negros de forja con curvas y rosetones y las balaustradas macizas de las fachadas más espectaculares que amarilleaban en la distancia con las plantas. Abajo los portales de doble hoja, carteles anunciadores, las tiendas con los toldos de rayas, las gentes, las ropas, los zapatos, las aceras de bordillos brillantes. De abajo arriba se establecía todo un universo de color en que las edificaciones destelladas por la tarde eran vitales.
—Los ladrillos están naranjas —dije.
—Me sorprende, Teresa —aseveró observando en la misma dirección que yo—, sea capaz de mirar más allá. Solo quiero que mire el cielo.
—Azul.
—¿Qué le pasa, señorita Teresa? Mire bien… Azul es lo primero que vemos, también aparece el blanco, se acaricia un turquesa, aprecie el añil, el rosa, amarillo, un violeta, algo de rojo, otro azul, más fuerte, más delicado, marino cuando choca con las chimeneas, cerúleo allá, un índigo clarísimo al pegarse con el fondo, el violeta otra vez…
Miré al viejo pintor cómo tamizaba cuidadosamente el cielo. Él resopló.
—Aguante, señorita Teresa —objetó, mirándome—, no se relaje. Es difícil verlo pero a veces lo tenemos todo mucho más a la vista de lo que nos parece. ¿Qué podemos hacer? —dijo con disposición—. Debe aprender a mirar. La gente no sabe mirar, va por la calle cruzándose unos con otros, sorteando farolas, mesas, baldosas mal encajadas. Los toldos se despliegan sobre nosotros, hacen sombras en el suelo cuando quema el sol, a veces son sutiles, incluso forman dibujos las hojas de los árboles en los que apoyan papeleras, son marrones, beis, tostados, vainillas… El asfalto no es negro, tiene un tono siena a veces, otras gris azulado, ceniza incluso. Mírelo. Los portales crean universos dentro y fuera, el rojo de su abrigo es magenta a veces, otras ciruela, tono cereza, melocotón maduro…, va variando, los colores van cambiando aquí y allí, cuando nos movemos todo se modifica. Los colores constituyen una rareza en sí mismos. El gris y el negro que detesta también. El color llegará. Pero debe tener la vista preparada, sabrá mirar…
—¿Cómo lo sabe? —pregunté con voz tímida.
—Dicen por ahí —apuntó en voz más baja— que los viejos sabemos más por viejos. El diablo sabe más por viejo que por diablo, ¿no? Sé que su vida está rodeada de blanco y negro, sé que está cansada del negro, que la fatiga la tiene anestesiada, pero creo que se debe a que se ha instalado en él, vive en el gris. Espere. Debe aprender a esperar. Ahora aprenda a ver la luz en la mancha de esas negruras que pintamos aquí con carboncillo. El color llegará. No tenga prisa.
«El color llegará…».
El último resplandor de la tarde brilló entre los edificios a través del ventanal y tiñó de colores ocres sus palabras. Él, sin apreciar que yo me había quedado boquiabierta mirando al infinito, se balanceó con su bastón hacia la cómoda de los óleos. Cuando los rayos de sol tímidamente se apagaron me giré para coger mis cosas. El viejo profesor estaba encendiendo su pipa y el fuego del tabaco me pareció una pequeña puesta de sol.
—Sea paciente —repitió con el ceño fruncido para aspirar el humo—. De eso se trata.
La sacudida estaba a punto de llegar. Era el día señalado y andaba cómoda, sin trastos bajo el brazo. Salí del estudio de pintura liberada y con algo de tiempo, así que pude dejarme llevar por las calles en un paseo errabundo antes de llegar a casa de mi tía. Como de costumbre desde hace años compré una caja de moscovitas, su único dulce soportable que servía para cambiar un segundo el rictus amargo de aquella mujer en mi intento desesperado de pretender endulzarla de alguna manera. Tomaba las chocolatinas con una paciencia irritante y alargaba la merienda obligándome a tocar un rato el piano para entretenerla estoicamente.
Me encontraba justo a la altura de la casa de mi tía a punto de la visita de rutina cuando recibí su llamada.
—Hija, voy a estar toda la tarde en la Fundación.
Respiré. Me vino bien. Me puse a caminar. Pasé por Santa Bárbara a modo de liturgia y me colé después hasta el bar en el que Tomás, el camarero, me traía —otro tipo de ceremonia— un
gin-tonic
de alguna ginebra nueva hasta mi mesa y me daba conversación. Esperé junto a la ventana de pequeños cristales donde mi vida se quedaba cuadriculada en un caleidoscopio. No estaba esa tarde y salí a la calle.
Una señora venía caminando frente a mí y andaba lenta tirando de un perro jadeante por la vejez y cargada de bolsas. Cada dos pasos, paraba. Abrí la caja de las moscovitas de mi tía y se las eché al perro. Aproveché para cruzar la calle y cambiar de acera. Después de detenerme un breve momento en la tienda de plantas para oler el perfume que salía del interior, noté todos mis sentidos alerta. Qué extraño.
Fue entonces cuando pasé por la puerta de una galería improvisada en la que, entre millones de cosas, estaba a la venta un cartel de madera muy antiguo:
Aux tissus des Vosges, Alice
HUMBERT
, nouveautés
.
Me colé.
El anticuario casual de Fernando VI tenía al alcance todo un surtido de muebles que parecían sacados de viejos parques parisinos: esas sillas de tijera que siempre cojean blancas, ahora oxidadas, junto a unos bancos de madera desconchados, que proyectaban un escenario de película decadente. Había mesas gigantes de patas torneadas que costaban un potosí dispuestas con decenas de jarrones de cristal llenos de rosas de tallo alto frescas. Cada centímetro de la exposición y venta estaba salpicado de objetos, más o menos valiosos, pero mi pulso se aceleraba aguijoneado por la poderosa influencia del cartel que se veía desde la puerta… allá al fondo.
Las dos grandes lámparas de araña que presidían la zona de los relojes tintineaban con el aire que entraba desde la calle; bajo ellas, una gigantesca cama dorada en la que daban ganas de saltar como una cría enloquecida en su noche de Reyes y dos o tres cunas de níquel que, a mí particularmente, me daban escalofríos. Es algo que arrastro. Siempre que veo objetos de niño siento una repulsión irreflexiva, estoy hablando de objetos como muñecas de cerámica y juguetes de latón de los que también había allí. Concretamente una estantería patinada por los años llena de muñecas despiertas que hacían huir hacia la parte de objetos de cocina inservibles pero deliciosos. Había candelabros y lámparas de sobremesa, pequeñas cajitas de nácar abiertas con viejas joyas que también se vendían y un piano que, mellado de teclas, servía de mesa para colecciones de partituras que ahora los decoradores usan para empapelar paredes de pasillos o habitaciones.
El tiempo estaba detenido en aquel anticuario. Sonaba música clásica imposible de adivinar porque se mezclaba con el murmullo de los clientes que hurgaban entre los cajones y en unos imponentes baúles de los que surgían paraguas, de refinados mangos, como esqueletos. Había muchos asientos acolchados, poltronas y descalzadoras de terciopelo desgastado y brillante que estaban cotizadísimos a juzgar por el número de gente que los rodeaba. Necesité un rato para poder llegar hasta el cartel, mi cartel, fascinada por su simetría y sus letras. Me quedé así, paralizada delante del madero pintado, incapaz de elegir otro objeto.
En ese momento algo había cambiado mi rutina, algo tan absurdo como un viejo cartel de una tienda de París.
Eran «Tejidos de los Vosgos. Novedades». La propietaria que anunciaba el cartel tenía un nombre precioso, Alice Humbert. Me recordé de niña recortando trozos de mis vestidos a espaldas de mi tía para guardarlos en mi maleta. El letrero era de madera envejecida y había sido reforzado por tablillas nuevas en la parte posterior de las traviesas en las que venía montada la tabla; me aseguraron en el almacén que el cartel era de principios del siglo
XX
, sin poder precisarme año concreto, y aun así los colores todavía eran apreciables, un fondo gris azulado muy clarito, azul turquesa en la primera y última línea y las letras de la tal Alice en minúsculas en rosa o un rojo fresa gastado por los años pero totalmente definido en su grafía, y el apellido, Humbert, en mayúsculas. Suficientemente grande para que yo lo viera desde la puerta del local en el que me paré abstraída y curiosa por la buganvilla seca que cubría el portal.
Me quedé en silencio mirando el cartel.
Pagué doscientos euros en efectivo. Dejé el dinero sobre la mesa y levanté la mirada hacia el joven que me atendió amablemente. Le regalé una sonrisa porque tenía la excitación extraña de que me llevaba algo más que un simple letrero de madera. Me repitió varias veces, insistiendo en los adjetivos, que era un «cartel parisino original» y raro por su estado de conservación y por lo «excepcional del color» habiendo estado años colgado al aire libre y «bajo las lluvias y los fríos intensos de París», y blablablá, seguía diciendo mientras me lo envolvía cuidadosamente en papel de estraza y plástico de burbujas de aire para «no dañar la pintura de las letras», según sus precisas palabras. Se sopló el flequillo antes de seguir hablando.
—Todas estas cosas las traemos de París, son de viejos almacenes que acumulan…
—… historias —me apresuré a decir cuando ató con cuerda el paquete.
—Muchas historias, sí. Seguramente. La verdad es que se lleva el objeto más bonito. Si quiere que le reservemos algo más de lo que haya visto, nos lo dice. Estamos hasta el domingo, esta es una exposición de muebles y objetos muy especial.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintitrés. ¿Por qué lo pregunta?
—Nada, por saber.
Le vi cómo ató fuerte la cuerda con varios nudos simples mientras disimulaba su curiosidad ante mi pregunta y cómo repasaba con la mano las arrugas del papel en las esquinas donde añadió celo y unos cartoncitos para fortalecerlo ante posibles golpes en el trayecto hasta mi casa.
Le interrumpí.
—Pones mucho cuidado en las cosas.
Esta vez enmudeció. Yo seguí.
—No hace falta tanto, vivo muy cerca.
—No se preocupe, es mi obligación. Así queda bien protegido.
El chico me contó la historia del anticuario intentando evadir mi conversación y se ofreció a buscar a alguien para que me lo llevaran a casa, «pesa bastante para usted, si quiere le gestiono el porte», intentó ayudarme.
—El domingo estaré abriendo el regalo —le mentí para entretenerle.
—¿Cómo? —me miró sorprendido el muchacho.
—Es un regalo. Este es mi regalo —maticé.
—Pues muchísimas felicidades —añadió cortésmente separando las sílabas—. Y que le guste a…
Volví a cortarle.
—A mí. Me debe gustar a mí.
Me había especializado en enredar con los dependientes, oficinistas, porteros, taxistas, acomodadores… porque, si no, no hablaba con casi nadie. Lo hacía sin que se notara, niñeando con las palabras y brincando de frase en frase, unas veces les cortaba y les confundía con otra opinión, a veces escuchaba y liaba su argumento y, otras, las más, me mezclaba con sus palabras para pasar el tiempo charlando y alargando el momento de conversación aunque solo me estuvieran envolviendo un regalo que yo misma había de abrir.