Miró a su hijo de nuevo y alargó la frase:
—… que seáis felices como yo lo fui mucho, mucho tiempo, con tu madre. Le he dedicado mi vida a ella, a todas esas mujeres en blanco y negro que colecciono, porque es la única manera de que me perdone mi mujer. Cuidándolas a ellas, recuperando su belleza y devolviéndoles el lugar que merecen.
Laurent rompió a llorar.
—Alice Humbert, su Alice, ha jugado con el destino. A veces hace falta un golpe de locura.
Laurent me miró fijamente. Correspondí con un guiño mientras, nerviosa, agarré entre mis dedos el estuche. La vieja y estropeada caja de cartón de dibujos chinescos que durante lustros había guardado la maravillosa y perentoria gargantilla de esmeraldas.
—Es suya. Los objetos nos eligen. ¿No lo dijo?
La cabeza me empezó a dar vueltas.
Mathieu esbozó una sonrisa melancólica.
—Para usted —repitió.
El instinto me llevó directamente al cuadro del Museo de Arte Moderno, era el collar de Alice que me había llevado hasta París. Temblé. Y todo tembló en mi cerebro: el cartel del anticuario, la buganvilla seca, la canción que sonaba, la dirección de los talleres, las fotografías de Alice Humbert en el bajo, las fiestas en Le Dôme, las risas de aquellas chicas desnudas en las fotos, los pintores, el baile, mi comida en La Tour d’Argent, la casualidad, el sótano oscuro, la mirada iluminada de Alice, la foto. La última foto. Claro. La última foto.
Sentí un cosquilleo que me condujo hasta aquella otra imagen, ¿cómo no me di cuenta? La más hermosa y personal de todas las que había encontrado, aquella que por instinto había dejado colgada en mi tienda: un abrazo en el que la joven Alice Humbert vestida de blanco se fundía con un desconocido, besándole el cuello, acariciando con los dedos una apenas perceptible cicatriz en el desgastado papel en blanco y negro. Se casó.
Las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
—Nunca le respondí, querida Teresa, a una de sus preguntas —comentó mientras se incorporaba en brazos de su hijo—. Alice Humbert sí fue feliz. Y quiso que todas las mujeres de su familia lo fueran. Me lo preguntó muchísimas veces. Lo buscó. Inmensamente feliz. Buscó su felicidad.
La exposición póstuma de Mathieu Ardisson en el Ayuntamiento de París fue un éxito. Todas las mujeres parisinas desde principios de siglo bajo un maravilloso título: «La felicidad del blanco y negro».
Laurent y yo nos mudamos al ático de Pont Louis-Philippe, donde yo vivía demasiado sola. En un arranque de vitalidad trajo a todos sus amigos para improvisar la mudanza de sus cosas, que colocamos entre las mías. Tan mezcladas que desde aquel día empecé a disfrutar del caos y la despreocupación. París había sido una fiesta y empezaba a serlo otra vez; no eran los felices años veinte, pero para nosotros, sí. Convirtió el taller de su padre en un estudio de pintura para buscar su felicidad en lo que más le gustaba, pintar. Yo la encontré en la tienda de regalos. A muchos kilómetros de donde tía Brígida construyó una correcta infancia en la que nunca se pudo improvisar, correr, mancharse, cantar, reír a carcajadas, andar descalza, caminar desnuda… Reuní todos los trozos de tela que había ido guardando desde niña en aquella maleta, todos aquellos vestidos que llevé y que fingieron una especie de bienestar, para coser con ellos un edredón en el que abrigarnos del frío Laurent y yo. Un mapa de colores que hablaba de mí y de las cosas que hay que destrozar para volver a ser de una pieza.
París había despertado a la primavera con uno de esos días llenos de sol, como si hubiera luz por todos los rincones de la vieja ciudad. Anduvimos hasta el muelle de la isla, desde donde el Sena empieza a escaparse con fuerza hacia el mar entre las dos orillas. Preparé un tentempié para los dos y compramos una botella de vino tinto en uno de los puestos del camino para aprovechar el buen tiempo.
«Prométeme que nunca más te vas a ir sin avisar», le dije hundiendo mi cabeza en sus brazos. Sentí que había roto todos los maleficios de mi vida, que por fin se había ahogado en las profundidades del río todo lo que me sobraba, incluso más, que se había evaporado mi miedo a empezar de nuevo. Aligerada de peso familiar y aliviada de ansiedades, me hice pequeña y, como si volviera a esperar a que mi madre entrara en la habitación, me mordí el cuello de la blusa… «No tengas miedo», parecí escuchar su voz entre el rumor del agua.
—¿Tienes frío? —me preguntó Laurent apretándome.
—Dime que no te vas a morir otra vez —contesté sin sentido.
Esbozó una sonrisa y me besó.
En un arrebato de ternura escribió mi nombre y el suyo en el corcho de la botella y lo lanzó a lo lejos, al agua.
—Flotará —dijo volviendo el rostro hacia mí—. El amor de verdad siempre flota.
En ese momento en el que el Sena empezó a ponerse dorado y todos los colores de las fachadas de las dos orillas comenzaron a teñirse en un juego de espejos relucientes, me acordé del viejo pintor. Cogí mi móvil del bolso, marqué su teléfono y esperé a escuchar su voz. Después de varias llamadas me temí lo peor, el cielo estaba jugando con un montón de azules, rojos y dorados, una infinita mezcla de tonalidades que iban «más allá del azul». Como en la canción, las nubes forman también parte del paisaje.
Se activó el contestador, sonreí al saber que mi dibujo ya estaba acabado, que había empezado de nuevo una hoja en blanco, y sin dudar en ninguna de mis palabras dije, convencida como si volviera a estar otra vez en aquel mirador de cristales y pinturas al óleo: «Profesor, he encontrado el color».
Al levantarnos para volver a casa, mi vestido se quedó enganchado en una de las piedras del muelle, Laurent tiró de mí y la falda se desgarró. Junto a un pequeño clavo oxidado invisible entre el moho del pedernal se había quedado pinzado un trozo de tela del tamaño de aquellos que recortaba de niña para esconderlos en mi maleta. Me agaché para cogerlo y al soltarlo del suelo la brisa que viajaba corriente abajo se lo llevó volando como si fuera buscando a Alice…
FIN
BIBLIOGRAFÍATodos los lugares de esta novela existen, la tienda también. «Mi Amor» está situada en el número 10 de la rue Pont Louis-Philippe en París. La he visitado muchas veces y siento un cosquilleo al imaginar a Alice Humbert. No solo eso. Cuando acabé de escribir esta novela, también hice como Teresa: lanzar un corcho con tu nombre para que flote el amor…
B
OUVET
, Vincent y Gérard D
UROZOI
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Paris Between the Wars. Art, Style and Glamour in the Crazy Years
, Thames & Hudson, Londres, 2010.
C
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-R
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, Edmonde,
Descubriendo a Coco
, Lumen, Barcelona, 2009.
D
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La parisienne dans l’Art
, Citadelles et Mazenod, París, 2011.
K
LÜVER
, Billy y Julie M
ARTIN
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El París de Kiki. Artista y amantes, 1900-1930
, Tusquets Editores, Barcelona, 1990.
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París. Eugène Atget
, Taschen, Colonia, 2008.
VV. AA.,
Man Ray. Despreocupado pero no indiferente
, La Fábrica, Madrid, 2009.
Z
OLA
, Émile,
El vientre de París
, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
MÀXIM HUERTA
, (Utiel, Valencia, 1971) es periodista. Tras licenciarse en Ciencias de la Información por la Universidad CEU San Pablo de Valencia, inicia su trayectoria profesional en radio y medios escritos de su tierra natal. Su salto a la televisión se produce en 1997, año en el que se incorpora a Canal 9. Comienza a trabajar en Telecinco en 1999, al frente del informativo regional de la cadena para la Comunidad Valenciana.Ese mismo verano pasa a la emisión nacional al convertirse en uno de los rostros de
Informativos Telecinco
, en los que permanece cinco años presentando distintas ediciones. Durante ese período presenta
La noche temática de los juegos de rol
y forma parte del equipo informativo de elecciones y grandes acontecimientos, como la guerra de Irak, de Afganistán o la boda real. En 2005 da un giro a su carrera profesional —hasta ese momento siempre vinculada a los espacios informativos— y se incorpora al equipo de presentadores de
El programa de Ana Rosa
, un magacín conducido por la popular periodista Ana Rosa Quintana. Formó parte también del equipo de
Queremos hablar
, en Punto Radio. Màxim Huerta es miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión y colabora en
Vanidad
y
Divinity
.
Una tienda en París
es su tercera novela. Anteriormente había publicado
Que sea la última vez
… y
El susurro de la caracola
, todo un éxito de ventas y crítica.
[1]
«No sé quién puedes ser, no sé quién esperas ser, sigo buscando conocerte y tu silencio perturba mi silencio…».
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[2]
Nota del autor: Así lo cuenta Thora Dardel.
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[3]
¡Qué perra!
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