Cerré los ojos, me palpé y estaba liberada. No era un animal perdido arrastrando la cuerda, era un animal que decidía su ruta. Tal vez extraviada, abandonada, pero redimida en mi nuevo lugar.
Había previsto una estancia en París mucho más agitada, en la distancia se había convertido en una isla llena de sueños y de nueva vida. Sin embargo, la reforma de mi tienda estaba siendo un quebradero de cabeza de carpinteros y obreros para llegar a puntos en común. Unos querían tirar abajo las escaleras, «por viejas», yo quería mantener casi todo. Ellos, en cambio, se empeñaban en hacer una limpieza general y empezar de cero. A mí me espantaba la idea de perder la esencia de aquel pequeño lugar. Si tenía magia era precisamente por todas esas imperfecciones de desniveles y rincones añejos. No había previsto que mi empresa se eternizaría en esos detalles. El carpintero había venido expresamente recomendado por la dueña de al lado, la de Orphée, Hélène. En nuestra primera conversación sobre mis pensamientos para mi tienda con aquellos franceses supuestamente expertos en restauraciones parecía que todo había quedado claro. Les anticipé un treinta por ciento de los gastos, tal como dijeron, pero ni con esas. El día a día era un tormento de tiras y aflojas. No es que tuviera mucha idea de electricidad, maderas apolilladas y ajustes de vigas, pero… tampoco lo ponían fácil.
Estoy convencida de que me estaban cobrando el doble por todo. Así se lo decía a Hélène y esta se me reía, «no titubees con ellos o la cagamos, hay que ir por delante de sus decisiones».
Buff.
La tienda iba lentamente, pero iba. Estaban manteniendo las vigas estrechas del suelo de la entreplanta, pintadas en blanco. Y las verticales de la pared derecha, en madera original, barnizadas ligeramente tras un tratamiento para depurarlas y darles vida. La escalera empinada era incómoda y demasiado vertical pero a mí me gustaba, por suerte, la dejaron tal cual. Bajo ella picaron la pared y dejaron, como dijo uno de ellos, la piedra vista. La luz quedó toda al aire, con unos funcionales halógenos que disimulaban bien y no molestaban visualmente. Tampoco era tan difícil, solo quería dejar el sabor original.
—No se lo oculto, señora: es un trabajo largo y duro, tardaremos más.
—Salvo que mantengan la pared tal como les digo.
—Tendríamos que habernos puesto a ello mucho antes.
—Es el plan que les dije la primera semana.
—No, eso es imposible…
—No, no es imposible.
—Hay muchas dificultades en llevarlo a cabo tal como está.
—Por supuesto, lo imagino. Así habíamos quedado.
—No es eso lo que quiero decir. Así no es nuestro método de trabajo. No trabajamos así, lo siento.
—Bueno, a ver qué pasa.
Así eran las conversaciones entre obreros, electricistas y yo. Una especie de suerte y órdagos. A veces me sentía ansiosa, luego confiada, después creía que perdía la razón con ellos y sobre todo el aguante.
—Paciencia, que no se te note —decía Hélène—, son como los elefantes, huelen la tragedia.
Hubo que decidir de qué color pintar el escaparate, que se mantuvo tal cual, la columna de hierro y la lámpara vieja del techo, un colgante de latón. En esos momentos de tortura y duda me ponía en la piel de Alice, ¿qué habría hecho ella?, ¿de qué color?
—No van a tardar en traernos el pedido de pintura. Solo falta usted.
—Espere un poco —les decía en tono amable.
—Todo lo que tarde ya no es problema nuestro.
Me mordía la lengua. Ardía de impaciencia con ellos y viceversa.
—Azul. Lo quiero azul.
—Ah, muy bien, madame. Pero qué tipo de azul.
Pensé en Alice y respondí estirando el brazo hacia el cielo que tenía en ese momento París.
—¡Aquel!
Quería el cielo de París. El obrero jefe sacó un papel del bolsillo de su cazadora y después de estar en un punto de ensimismamiento, mitad rechazo y mitad reto profesional, miró al cielo durante un largo minuto y anotó algo. Quería demostrarme que no hacían falta más preguntas, que su credibilidad como experto no tenía ningún género de dudas, aun así noté cómo disimulaba sus dudas.
Yo me moví por el impulso de Alice. Quería creer en ella, pero tenía tanto miedo a equivocarme…
La cafetería del chaflán de George V, la que estaba abierta y abarrotada de gente, fue mi refugio en esa mañana tan desapacible en la que había quedado con Ardisson para ver el Museo de Arte Moderno. Pedí un café y pregunté si ya estaba cerca de mi lugar de destino.
El café estaba hirviendo. La leche también. El camarero me trajo un vasito de agua por si no tenía bastante con la que estaba cayendo. Me lo tomé y salí de nuevo a la calle.
Así, tiritando, llegué a la plaza cercana al museo alrededor del mediodía. Quería ventilar mi cerebro y oxigenar las ganas de ver el cuadro de Alice Humbert. Sin embargo, la lluvia y el terrible viento de la tormenta arruinaron mi paseo. Tuve que echar a correr por la acera saltando charcos.
La tranquilidad de los parisinos con la lluvia me enervaba, tan calmados, tan acostumbrados al mal tiempo y, sobre todo, a ignorarlo con ese sosiego tan francés. Me repetía mentalmente «camina como ellos, sin agitación». Me detuve un segundo frente a la llama dorada del Pont de l’Alma que se yergue sobre el túnel en el que perdió la vida la princesa de Gales y después levanté la mirada a las ventanas de esos edificios tan imponentes del distrito 8. De vez en cuando, algunos truenos cambiaban la cantinela permanente del tráfico en el barrio.
Al principio me quedé esperando en la puerta, junto a la columnata de la entrada, próxima al mostrador de tickets de grupos, pero como la multitud también empezaba a aprovechar para resguardarse de la lluvia en el mismo sitio que yo, opté por comprar un ticket y pasar a la sala. Mi ya amigo Mathieu Ardisson me había dicho por SMS que no tardaría mucho.
—No sabe lo que cuesta encontrar un taxi en París.
Era Ardisson quien hablaba. Venía resoplando y dejando un reguero de agua con el paraguas chorreante.
—Ya me he dado cuenta, es imposible. Qué diferencia con Madrid, no se lo puede ni imaginar.
—Oh, pequeña turista. ¡Veo que lo echa de menos!
—No, no. Me refiero a la cantidad de taxis, en Madrid es tan fácil encontrar uno en verde que ahora aquí llego tarde a todos los sitios. Estoy mal acostumbrada.
—Es lógico. Aquí lo que debe hacer es memorizar bien el plano del metro.
Me pareció mejor obviar la verdad por lo pueril del asunto, así que no quise decirle que no soportaba meterme en las catacumbas de los túneles por una claustrofobia infantil que arrastraba desde que jugaba al escondite.
—Bueno, si quiere, lo mejor es que pasemos. La voy a acompañar al lugar.
—Bueno, yo había pensado pasear un poco por el museo primero, pero… si quiere…
—La noto nerviosa.
—Mucho —respondí, desamparada.
—Es solo un cuadro.
—Tal vez es solo un cuadro, pero para mí esto se está convirtiendo en algo más emocional. No querría parecer una asustadiza, en absoluto. Pero desde hace un tiempo doy vueltas en mi cabeza a todas las posibilidades, y ninguna me lleva a alguna conclusión sensata.
—Pero ¿acaso tiene ganas de ser sensata? ¡Uno no viene a la vida a ser sensato! El miedo es lo que más nos paraliza y lo que nos hace infelices.
—Ahora estoy siendo feliz.
—Lo dice muy tímidamente. Cuando la vi en mi casa por primera vez noté que estaba ante una aventurera que quería derrochar su vida.
—Empezar mi vida, diría yo.
—Se sentó con miedo, ¿se lo recuerdo? Decidida a explicarme sus cuitas con ese cartel de madera y ese nombre. Me levanté y me fui hacia el ventanal, lo hice para que se relajara. Así le daba espacio.
—Creo que todavía estoy nerviosa por aquel momento. Pensé que me iba a tomar por loca.
—¡Todos estamos locos! A algunos se les nota, a otros no.
—No tengo ninguna duda.
Me hizo sonreír mientras seguíamos caminando hacia la sala en cuestión.
—¿Cómo quiere que sea su vida en París?
—No sé qué decirle.
Dudé.
—Nueva. Quiero que sea nueva. Yo debía ser… —volví a dudar y contesté pausadamente— feliz.
—¿Qué se lo impide ahora? —preguntó con voz franca.
—Supongo que yo misma.
—Insisto en lo del miedo, nos paraliza y no nos hace ser felices. Usted lo tiene todo para ser feliz. Vive incluso en la ciudad en la que quiere vivir.
—Sí.
—¿Entonces?
—No lo sé. Supongo que soy yo misma la que no consigo ver lo que hay a mi alrededor. ¿Quiere que le diga lo que me decía mi profesor de pintura?
Mathieu asintió y me cogió del brazo para girar hacia un amplio pasillo. Íbamos caminando hacia la sala en cuestión.
—… me decía que debía aprender a empezar de nuevo, a saber dar carpetazo y arrancar el papel para iniciar otro dibujo. Sin miedo al error. Yo me envenenaba disimulando los fallos para que no se vieran y él me inyectaba un ímpetu tremendo para romper el folio y empezar.
—Pintar es bueno para distraerse, ¿por qué no lo hace también aquí, en París?
—No sé. Aquí no lo necesito. Allí era para gastar las horas en otras cosas. Por distraerme.
—Cuando conozca París a fondo también necesitará volver a distraerse. Las ciudades no cambian si no cambiamos nosotros.
Me sentí absolutamente desconcertada. ¿Qué podía responderle? Definitivamente, Ardisson era de ese tipo de personas que mezclan lucidez y sutileza analítica. Solo que a mí, en ese momento, me daba igual, evidente. Soy realista: estaba en la ciudad donde quería estar, haciendo lo que quería hacer, algo totalmente distinto. Buscando la ilusión que se había perdido con los años. Y cambiar de lugar había sido incuestionable para mi bienestar.
—¿Ha estado enamorada? —espetó de golpe.
—Pero… ¿y esto? ¡Parece periodista!
Ante mi manifiesta incomodidad, me sondeó frunciendo el ceño.
—No lo olvide, a pesar de la edad sigo siendo periodista.
—Bueno, pero prefiero contestarle como a un amigo.
—La respuesta será la misma, imagino.
—Bueno…
Levanté la mirada hacia él, no sabía si quería responder. Me acordaba perfectamente de en qué momento había sido feliz. Clavó entonces en mis ojos su gesto de hombre tranquilo y volvió a preguntarme sin titubear. Sostuve su mirada sin responder. Callada.
Fuera del museo se escuchaba el aguacero y cómo los relámpagos de la tormenta hacían temblar los cristales y mi tranquilidad.
—Bien, entonces hablemos de su tienda mientras llegamos.
—Creo que estará lista en pocas semanas.
—¿Ya? Oh, bien.
—Creo que es imposible, está siendo tan complicada la restauración… Pero al final todo va a salir bien. Lo sé.
—Todo saldrá bien, yo también lo sé.
Se me paró el corazón. La sala del museo adonde nos dirigíamos estaba al girar el pasillo.
—Estamos ya —me dijo.
—Es raro estar aquí.
—Es interesante.
Se sentó en uno de los bancos y exhaló fuerte reconociendo su cansancio.
—Este es su lugar —dijo entonces pausadamente, con voz profunda—. El cuadro que venimos buscando está aquí.
—Cómo quiere que esté tranquila si me lo dice así de golpe.
—Y cómo quiere que se lo diga. No es la cripta del Santo Grial.
Clavó entonces en mis ojos una mirada arrogante.
—Teresa…
Sostuve su mirada cuando se iba haciendo más paternal.
—… la he traído hasta aquí porque posiblemente este sea el lugar que tanto ha buscado estos meses. La respuesta a quién fue esa mujer o a quién es usted.
Sentí que me flaqueaban las piernas. ¿Qué iba a conseguir de allí?, nada. ¿Ver un cuadro? ¿Sentir la complicidad con una pintura de principios de siglo? Lo más sabio que podía hacer era mirar, tomar un café y salir de allí con Ardisson. Tal vez había llegado demasiado lejos. Mis anhelos de sentirme unida a una mujer que debió de tener una vida diferente a la mía estaban sumidos en la fantasía de una adolescente. Y sin embargo, algo me había llevado hasta allí. Algo irracional.
—Mire, ahí está.
—¿Quién?
—Mi hijo, le he dicho que viniera. Él ha estado buscando fotos en los archivos, le apasiona la fotografía, la pintura…
—Ah, muy bien. Perfecto.
—¡Estamos aquí! ¡Aquí! —gritó Ardisson.
Apareció de entre la multitud de turistas como una visión a contraluz con su chaquetón, su sombrero y una volada bufanda violeta que se batía al caminar. Me quedé sobrecogida por la sorpresa y la alucinación. Efectivamente, estaba en manos del destino y aquel era el lugar al que debí haber llegado hacía años. El chico que venía deshaciéndose de los guantes y sonriendo en medio de los turistas era… Laurent. Mi querido Laurent…
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, no podía ser cierto, no, aquello debía de ser producto de la tensión. Laurent, Laurent… Nos quedamos inmóviles. Callados durante largos segundos, mirándonos a los ojos. Parecía tan aterrado como yo.
—¿Teresa…?
—Hola…
—Teresa.
—Laurent…
Sentí que me desmayaba. No estaba muerto. Su perfume, el mismo de años atrás, volvía a llenar la atmósfera de felicidad, tal como cuando noté su aliento en mi espalda aquel día de la exposición. «¿Te gusta?» El tren de los sentimientos arrolló todos y cada uno de los días del calendario que habían pasado desde que me abandonó en aquel apartamento abuhardillado de Madrid y me quedé huérfana de amor. De su amor. Vi el estupor en su mirada de igual manera que él debía de estar viéndolo en mí. En ese momento éramos un espejo de sentimientos incapaces de reaccionar. Me desperté de un letargo de años cuando vi que en sus ojos también estaban aflorando las lágrimas, como escocidos por la sal.
No dijo nada. Yo tampoco. Ardisson nos miró tan aturdido que solo quebró el silencio para preguntar, como un relámpago más de los que sonaban en el exterior del museo.
—¿Os conocéis?…
Di un paso hacia él para romper el hielo, pero solo pude abrazarle sin decir nada. Así estuvimos un larguísimo rato, sin hablar. Noté cómo su corazón palpitaba con la misma fuerza que el mío por él, por mí, por aquel adiós, por el insoportable dolor que me había provocado su marcha.
Hacía días que le daba vueltas a la cabeza con la imagen de mi madre en la calle aterida y envuelta en una manta. No había ninguna manera de volver atrás, ya me había alejado de ella tanto como de mi vida. No solo había rechazado su mirada, también había ignorado su presencia cuando él me preguntó si conocía de algo a «esa señora de la manta que te mira». Me di miedo cuando titubeante negué con la cabeza. Cuanto más avanzaba, más repulsa me daba ver la mujer en la que me estaba convirtiendo.