—Yo hice lo que tenía que hacer.
«Hice lo que tenía que hacer». No sé qué acababa de decir. Porque lo que tenía que hacer era vivir después de tanto malvivir. Ella sabía que la vida era esto, yo lo estaba aprendiendo a marchas forzadas.
—Y lo que tenías que hacer era haberte ido con él.
—Debería contestarte pero no lo voy a hacer. Eres una fresca. Y él, un señor.
—Uuuuuyyyy, resulta que la pequeña Alice es una romántica a estas alturas de siglo…
Paró de hablar y me miró a los ojos con la sobriedad de un borracho seguro de sus palabras.
—No vayas a enamorarte de un señor. Esos no se enamoran de nosotras —dijo agarrándome por los hombros.
Callé.
—Creo que me has entendido. De nosotras no.
Seguí callada. Lo dijo tan pausadamente que me dio miedo. «De-no-so-tras-no». La vida acababa de aparecerse de lleno ante mí en pocas semanas, había ido de cero a cien. Todo eso que estaba dormido en algún lugar de París había estallado en mi cara como un frasco de perfume. Yo no tenía marcha atrás, yo estaba subida en un tren que me había colocado en un asiento con ventanilla, estaba en el viaje más alucinante de mi vida. ¿Qué podía pedir una chica de un barrio humilde invitada en medio de un gran baile? Bailar. Mirar. Vivir. Dejarse llevar. De niña había visto cómo las señoras armadas de pamelas y flores prendidas en la cabeza danzaban dando vueltas con señores de traje en el baile del 14 de julio delante del Panteón. Para mí era la verbena más emocionante del año, todas con sus mejores galas, pelos recogidos con agujas de brillos, moviendo sus faldas enredadas en los pantalones de ellos. La calle era una fiesta. París era una fiesta. Yo miraba desde la acera sorprendida y emocionada. Quería ser una de esas mujeres. Movía mis zapatos de los domingos estrechos y gastados al ritmo de aquellas canciones. Mi madre me apretaba la mano. Mi padre la sacaba a bailar en alguna esquina para no mezclarse con los señores. Yo quería ser una de las del centro, suspiraba por ser una de ellas, una con la falda de seda brillante, una con zapatos nuevos, con moño grande, pendientes, colorete y carmín rojo. Todo eso era lo máximo. No había más. Solo tendría diez años. Ahora podía convertirme en una de ellas…
—¿Me has entendido?
—Sí.
—Ellos son hombres. Un día seremos como ellos. Pero no lo somos.
Pasaron dos minutos de silencio mientras me echaba café en una de las tazas. Kiki fue a lavarse la cara, perfumarse y taparse con un
déshabillé
azul celeste.
—Tocan el timbre.
—Voy yo.
Un chico de pocos años nos entregó un sobre lacrado que venía escrito con una letra elegantísima y llena de curvas que hacían difícil ver la letra. Estiró la mano con la palma arriba y Kiki le dio una moneda. Al coger la carta abrió los ojos exageradamente. El ron de la noche le había hecho un efecto excesivo y ella ya era excesiva. El sobre era abultado. Por un segundo pensó que la carta era para ella. Suspiró coqueta. La olió y la llevó hacia la zona luminosa del salón. No tenía remite pero sí destinatario. Le dio un vuelco muy teatral. Bajó el cuello y lo hundió entre los hombros bromeando con el sobre en la mano. Se puso más teatral y carraspeó para hablar. Leyó en voz alta: «Mademoiselle Alice Humbert».
—¡Oiga usted! ¡Es para la señorita Humbert!
—¿Me la puedes dar?
—La leemos juntas.
—¿De quién es?
Giró el sobre.
—¡No me digas que tienes al mismísimo Ërno Hessel comiendo de tu mano un día después!
—¿Quién?
—Ërno Hessel.
—¿En serio, Kiki?
—En serio, mujer. Tiene toda la pinta de ser de él.
Admirada Alice:
Solo un inicio así podía desembocar en algo todavía más íntimo y emocionante. No podía tener mejor comienzo. Era la primera carta que recibía en mi vida.
CAPÍTULO 18Nos conocimos ayer en la inauguración de la exposición de la galería Taitbout. Pude averiguar que se está quedando a vivir junto a mademoiselle Kiki, toda una estrella de este París que parece va a acabarse o a estallar. Nuestra querida amiga Thora Dardel ha sido tan amable como siempre, ante mi insistencia, de indicarme la dirección donde usted se aloja.
Sé que puede ser una sorpresa y admito que para mí también lo es. Me ha costado mucho escribirle, pero después de contemplar su cuadro ya en mi salón, no he tenido más opciones que arrojarme a este papel para dirigirme a usted. Tengo que confesarle algo que no pude verbalizar anoche entre tanta gente: la obra de Kisling no le hace justicia. Usted es inmensamente bella. Pero con el gran lienzo en mi poder debo decir que me recuerda a nuestro encuentro y que deseo volverla a ver.
Sé que estas palabras, sinceras, son demasiado atrevidas y probablemente se me escapa que usted pueda ser una mujer comprometida o que yo no sea de su agrado. Sea como sea, entenderé que me rechace y no quiera aceptar mi propuesta. Sé que es una locura, pero para qué está la vida. Me gustaría verla. Solo verla, ver cómo brillan sus ojos de nuevo o cómo llena el ambiente de su belleza. Hoy he partido de viaje fuera de París, mi trabajo me requiere estar en Clermont-Ferrand, pero a la vuelta desearía que llenara mi felicidad.
Entenderé que no me conteste y que quiera dedicar su vida al arte y a posar ante grandes artistas. Si está de acuerdo en que nos veamos, la espero para comer la próxima semana, viernes, en la mesa de la ventana de La Tour d’Argent. Un coche a mi nombre la esperará en la puerta para acompañarla hasta allí.
Por Dios, haga que el cuadro que ahora llena mi salón llene también mi vida.
Con toda mi admiración,
Ërno Hessel
13.00 horas. Empujé la puerta de La Tour d’Argent con mi móvil en la mano. Me pellizqué sin querer y decidí guardarlo en mi bolso. Llevaba días pensando en llamar a la Fundación para excusarme por mi ausencia en el funeral de mi tía. Confieso que estaba todavía bajo los efectos del
shock
, pero llegué a la conclusión de que ya estaba anestesiada al dolor. En el fondo ahora sí que estaba sola en el mundo, completamente. A mí se me moría todo sin aviso. De qué me podía enfadar. Al contrario, esto significaba la completa libertad o la más dolorosa soledad. Opté por lo primero.
—Una mesa a nombre de Teresa Espinosa.
—La están esperando. Venga conmigo.
Un camarero con cierto aire de militar me abrió la puerta y crucé el pasillo. Parecía que estaba entrando en el pasado de una vida que no era mía y que se me hacía familiar. Es como si una legión de fantasmas se hubieran puesto de acuerdo para comunicarme ese día una noticia. El pasillo por el que me condujo el espigado joven erguido de afectación estaba abarrotado de fotografías de personalidades para impresionar, presidentes de gobierno, reyes, generales, coreógrafos, el Aga Kan, estrellas del cine, de la música, de la moda…
Mi sensación fue casi infantil. En los vuelos siempre paseaba por las nubes de forma imaginaria fantaseando con que salía de la ventanilla para hacer un recorrido mullido, esponjoso. Me di cuenta de que para andar por las nubes tampoco hacía falta imaginación. Al contrario, iba hundiendo mis tacones en la moqueta del suelo, esponjosa y exquisita, cosas de la memoria, hasta llegar a un ascensor que me condujo al gran salón. Al abrirse la puerta vi de frente un gran ventanal, tal como aparecía en las fotos, que se abría de lleno a todo Notre Dame e incluso a la torre Eiffel. Enmudecí del impacto. El tiempo y el lujo se habían detenido en un lugar determinado del mundo, todo era excelso, rico, aparatoso y recargado hasta el límite de la sofisticación y el buen gusto francés. Los camareros me saludaban a mi paso como si la vida se hubiera puesto de acuerdo para hacerme feliz. El suelo, apreté los dedos, eran nubes blanditas. Flotaba. Las mesas estaban ocupadas por señores de pelo gris con sus esposas, algunas parejas de turistas enamorados que se miraban en su mundo, ajenos a mi paso; hombres de negocios departiendo en voz baja alrededor de una botella de vino y, al fondo, en la mejor mesa del local, Ardisson. El periodista sonrió al verme y levantó su copa de champán para hacerme un gesto de bienvenida. Fui hasta el ventanal con una sensación de timidez y falsa seguridad que era una pérdida de tiempo porque mi zozobra se hacía evidente en mi temblor de manos y en el frío gélido de mis tobillos. Había asistido a decenas de recepciones en la Fundación desde niña, pero mi currículum diplomático no daba ninguna ventaja en aquel momento, en aquellos metros cuadrados. Estar en París era estar allí.
Llegué frente a la mesa de Ardisson y se levantó a darme dos besos.
—Ya está aquí la bella española —me dijo. Mi mirada nerviosa iba de la mesa a los vasos dorados, a la fachada de la catedral, a la luz del Sena, a la mesa otra vez; y, de pronto, mi incertidumbre ante la posible noticia se sacudió al ver unos papeles con el nombre de «Alice» sobre la mesa. Eso debía bastar para hacerme temblar de emoción.
—¿Y bien?
El camarero apareció por la espalda de forma espontánea y silenciosa.
—¿Han decidido el vino?
Ardisson sonrió.
—Entiendo que «el de siempre».
—Efectivamente.
—Gracias.
El muchacho miró mi escote sin querer, noté que se le escapó en vertical la mirada desde su altura, erguido a mi lado, entre mis pechos. No me molestó, me sentí halagada. Él, en cambio, estuvo a punto de decir «disculpe» cuando coincidí con su mirada impúdica.
—Está bien. Es un vino maravilloso —dijo el chico atropelladamente queriendo decir otra cosa.
Le vi los ojos. Me sentí femenina en su reflejo. Aquella mañana me había despertado coqueta y llevaba un escote digno de un tobogán del deseo, un vestido verde que estrenaba ese día. Algo absurdo para quedar con el jubilado Ardisson, pero me apetecía sentirme femenina en París. En el fondo era un hombre. Era mi mejor terapia en aquellos momentos, semanas antes de abrir mi tienda.
—Si me permite una sugerencia —empezó a hablar el periodista—, le recomiendo que nos vayamos hasta el inicio de los siglos de este restaurante. Pediremos el pato. Es la estrella de La Tour.
—Eso me ha parecido al entrar —dije para romper el hielo a tanta pompa—. Los he visto parpar en la entrada.
Al decirlo, me sentí boba, pero a Ardisson se le iluminó la cara ante mi estupidez. Rio y se puso a toser.
—¿Tiene usted familia? —me preguntó mientras carraspeaba.
—No. Ya no. Mi única conexión al apellido se fue hace poco, mi tía. La hermana de mi madre. Me he criado con ella.
—Vaya, lo siento. No quería importunarla.
—No importa. De hecho, es un alivio —confesé—. Como venir aquí.
Me entendió como si fuera un padre.
—¿Y usted? ¿Tiene familia?
—Pues no sé qué decir…
—Mejor entonces le enseño esta foto y cambiamos de tema.
Saqué una copia que había hecho de mi cartel de madera para que lo viera. Quise insistir en mi compra y en el impulso que tuve a la hora de quedármelo.
—Es una percepción que va más allá de lo racional —le expliqué.
—Dice que uno siente cosas cuando coge objetos antiguos. ¿Está hablando de algo negativo?
—No, no. A veces negativo, a veces bueno. Hablo de sensaciones. No sé si me explico bien, es que esto es algo muy de impresiones y me cuesta…
—… definirlo —terminó él.
—Sí. El recuerdo se queda con los objetos. Por ejemplo, yo llevo este colgante de mi madre, no tiene ningún valor comercial porque no lleva más que un bañito de oro. Pero tiene mucho valor sentimental. Es tocarlo —hice el gesto de apretarlo con la mano— y sentir que ella está conmigo. Una presencia que me dice «tranquila, estoy aquí, a tu lado». Me hace tirar para adelante; me aferro a mi colgante y lo aprieto buscando seguridad. Y la encuentro. Es ella. Me acompaña.
—El valor entonces es grande —me dijo.
—Lo importante es que es de ella. Hasta puedo sentir su olor si me lo acerco. Ya sé que no huele, me ducho con él, no me lo quito nunca…, pero me viene el olor de su piel, su temperatura, el beso que me daba. Le puede parecer una tontería.
—No me lo parece. No me lo parece en absoluto…
—Lo que es seguro es que las cosas que quieren quedarse se quedan. Lo decía siempre mi madre. Si yo ahora llevo su collarcito es porque necesité que se quedara a mi lado, más que una protección es una necesidad. Si me lo quito y no lo encuentro, puedo volverme loca. Tal vez me aferro a cosas que son inanimadas.
—Eso es absurdo. Las cosas, como usted dice, también nos dan vida.
—¿A dónde quiere llegar?
—Me refiero a que lo que usted presiente con el collarcito de su madre o con la compra de ese cartel de madera va más allá. Los objetos nos eligen y se quedan.
Me quedé muda, sugestionada con su frase: «Los objetos nos eligen, los objetos nos eligen, los objetos…».
Temblé mientras me desnudaba ante Ardisson. Estaba cansada de muertes, me había pasado la vida despidiéndome de todo. Habían muerto mis padres, había muerto mi perro, había muerto el amor. Todo se me moría. Y ahora alguien me hablaba de vida.
—Alice es un nombre precioso —arrancó de nuevo para cambiar de conversación.
—¿Sabe que ya tengo todo pensado para reabrir la tienda? He organizado mi cabeza y creo que lo que me pide el cuerpo es un lugar con pequeños objetos de joyería, anillos, pendientes, obras de arte de orfebrería de poco valor, sencillas, todo muy accesible. Ya me he puesto en contacto con varias artesanas de sombreros y broches, todos hechos a mano, que tienen algo especial. Ah, por supuesto, pañuelos. Pañuelos de colores, fulares.
—Por lo que veo, le fascina el color.
—Necesitaba el color. No sabe cuánto.
—La entiendo. La vida ya se encarga de poner el gris. ¿No se ha dado cuenta de que esta ciudad es gris?
—Pues a mí me parece que París está lleno de color.
—Es que somos unos ingenuos. El color no se busca, aparece.
—Aquí me siento mejor.
—Porque está feliz. Por eso ve el color.
—Me alegra oírlo.
Me recordó a las palabras del viejo pintor. Los dos tenían razón, el color aparece si has abandonado los grises, mientras quedan restos de tristeza no hay manera de colorear la vida. Y aunque una se empeñe en tapar y tapar, cubrir de color, vestirse de rojos, de naranjas, de verdes…, la mirada sigue sombría cuando todo sigue sombrío. Solo cuando todo está blanco puede una empezar a pintar. Los niños felices lo pintan todo de color, y en el dolor todo se vuelve apagado, pardo, mate. No puedes ser feliz en el borrón, debes limpiar el lienzo.