Lo intentó al menos cuatro veces.
Mi madre observaba cómo mi feminidad se convertía en un regalo a la vista de los hombres, nunca decía nada, pero sentía como yo que las miradas se me clavaban penetrándome sin reparo. Así era como estaba creciendo.
Unas semanas después de estar yendo al taller de Kisling, era domingo, veníamos de la comida habitual de los Fresnault, hizo un ademán de saber más sobre mi función en aquel estudio de pintores de Campagne Première. Volvíamos a casa a pie cogidas del brazo. La noté contrariada, me miró y dijo:
—Cuida de tu corazón, Alice. Y sobre todo, cuida de tu cuerpo.
Me hubiera gustado parecerme a ella, tan sensata, tan maternal, tan guapa siempre con su pelo recogido en un moño hueco y recta como una dama de esas de las que paseaban por la Ópera. Yo, en cambio, había heredado los ojos verdes de mi padre, su pelo rubio y su vanidad.
Aquella noche, junto a la chimenea, cuando mis hermanos se habían dormido, mientras mi madre zurcía los manguitos blancos de la maternidad fue presuponiendo que mi dedicación al arte estaba desembocando en otros caminos. Por más que explicaba que mi labor era únicamente posar, no entendía que con los francos que me pagaban pudiera haberme comprado aquel vestido de rayas verdes y azules. No tuvo más remedio que sentarse a mi lado, más cerca que antes, dejar un silencio en el que se oyó crepitar la leña de la chimenea y hablar con los labios fruncidos de indignación y vergüenza.
—Alice, ¿podemos hablar?
—Sí, mamá.
—¿Estás bien, hija?
—Sí, mamá, claro.
—Es muy difícil para una madre tener que sacar una casa adelante.
—Lo sé, mamá. Sabes que somos fuertes.
—Hago lo que puedo, Alice.
Aunque estábamos a oscuras junto a la chimenea, su mirada iluminaba la sala más allá de las llamas.
—Solo quiero saber que estás bien.
—Estoy bien, mamá.
—Pasas muchas horas fuera, en ese taller.
—Son horas en las que me pagan por no hacer nada, mamá.
—Eso quiero saber…
—De verdad, mamá, no sufras.
El semblante de mi madre cambiaba de expresión igual que se consumía la leña. No era capaz de evitar su zozobra ni sacando una sonrisa para que viera que todo andaba bien. Me mantuve callada un rato.
—Ya sé que no estamos en condiciones, que papá se ha ido, que a lo mejor no podemos con todo…, que nos hace falta dinero. Los Fresnault han prometido darnos algo de su huerta. Sé que tú has buscado para ayudar en casa, que te has metido en ese taller de artistas, pero no hace falta que…
—¿Qué?
—Podemos salir adelante.
—Lo sé. Intento ayudar.
—Yo intento explicarme.
—Mamá…
—… no quiero que… te eches a perder.
—Oh, no —le contesté—. Es solo posar. Es un trabajo mal pagado, pero no tengo que hacer nada.
—¿Nada?
Enmudecimos las dos. Los ojos de mi madre no se calmaron con mi respuesta, el fuego siguió crepitando fuerte en la chimenea. Cogí el hierro y sacudí la leña. Mi madre estaba curvada hacia el calor abrazándose como una plegaria, pensando en mí; volví a notar su mirada eclesiástica. No hacía falta dar muchas vueltas en torno a qué estaría pensando mi madre. Pero no tardó.
—Alice, no estarás yendo a Maubert…
En el distrito 5, en el corazón del Barrio Latino, en la orilla izquierda del Sena, se concentraban los diez mil sin techo de París. Pero sobre todo, en uno de esos lugares, se encontraba una antigua casa de prostitutas que frecuentaban todo tipo de hombres. Un burdel para vagabundos parecido al de la rue de Fourcy, donde se encontraban fotógrafos y pintores.
Yo miraba boquiabierta y no podía hablar porque en parte, y sin tener nada que ver, me sentía descubierta. Evidentemente, besé a mi madre, apreté con fuerza su mano y dije que «no». Cuando volví a la cocina me puse a llorar.
Kisling acabó lo que empezó. Sacó su dinero y lo exhibió obscenamente, comentó que las modelos de los grandes pintores no eran mujeres, eran inspiración. Así que me dejé hacer. Empezó acariciándome los pechos de una manera que casi era humillante, apretando y palpando como si fuera a quedarse con ellos. Después de unos minutos, no sé cuánto rato porque miré la cara de todas esas mujeres desnudas de la habitación, Kisling bajó su mano a mi sexo. La introdujo firme como quien encaja un libro en la estantería después de arrastrarla por mi muslo. Era una mano seca, áspera y rugosa como los sarmientos de una viña. Aquella habitación fría en la que dormía con mis hermanos pequeños, la sopa de cebolla, el calor en agosto, la enfermedad de mi padre, los dolores de espalda de mi madre fregando suelos, cosiendo delantales, la prometida huerta de los Fresnault, la mierda, el hambre, mis hermanos pequeños, el dolor… Todo eso me venía a la cabeza mientras agitaba su mano entre mis piernas y mordía mi oreja llena de saliva. Balbuceaba palabras que no puedo recordar porque no quiero ni puedo. Me apretaba, se curvaba sobre mí y la flacidez de su boca estaba pegada a mi cuello. Se arrodilló, se paró en seco encima, se tambaleó, exploró en mi sexo hasta que cayó rendido. Pasó. Por supuesto, no abrí la boca. Ni para sonreír. Recogí el dinero. Aquella casa en la que vivíamos no tenía más que una ventana estrecha y alta, respirábamos la leña del vecino y, cuando salí del taller, me di cuenta de que jamás había visto ropa de hombre tan cara tirada en el suelo.
—Alice, ¿puedes abrir las cortinas?
Le miré cómo se subía los pantalones. Inconscientemente me tapé con las manos al caminar hacia el ventanal. Era la primera vez que veía a un hombre desnudo y yo, semanas posando en cueros ante los pintores que medían todas mis curvas, no me había sentido tan desnuda en la vida. Se vistió todavía jadeante y yo me fui al espejo a ver si tenía alguna marca en el cuello que me delatara en casa. Peor, el olor a hombre que se había quedado en el cuerpo me asustó. Pensé que todos sabrían que me había acostado con el señor Kisling. Hundí mi mano en el frasco de aguarrás y me impregné las rodillas antes de colocarme las medias y los botines. Apestaba. El rato en que los dos nos estábamos vistiendo se me hizo interminable, el sexo no tenía nada que ver con las historias que contaban por los tugurios de París. Desde luego, no podía decir que tenía ganas de seguir haciéndolo con él a pesar de que su mirada agitada presagió que volvería a pasar. Así que me recompuse, me abrigué con el pañuelo y hundí su dinero en mi bolsillo. Él quiso besarme pero me eché hacia atrás, resistiéndome.
—Aprovecha para comprarte perfume, te sentará bien. A las mujeres perfumadas se las pinta mejor. Así que gasta parte de esos francos en tu belleza, no habrá quien te tosa cuando sepas que eres bella.
Me miró. Aguanté la respiración. Traté de agradecérselo con una sonrisa, pero me decidí por salir de allí cuanto antes.
—Deberías disfrutar.
Le observé mientras daba forma a las sílabas. Dis-fru-tar. Su voz se hizo eco.
Dos de la mañana. No conseguía dormirme. Tres de la mañana. Seguía despierta. A ratos me sentía ansiosa, luego preocupada, después empezaban las dudas. Las fotos del sótano continuaban esparcidas sobre la colcha de mi nueva cama parisina. Me asaltaban sentimientos contradictorios: el deseo de descubrir el porqué de estas fotos de Alice (sobre la que estaba convencida de que estaba dirigiendo mi vida desde que salí de Madrid), y, por otra parte, el miedo de penetrar en una vida que no era la mía.
París a esas horas de quietud es el lugar perfecto para la melancolía. Me quedé por tanto en mi cama, desvelada, esforzándome por poner movimiento a todas esas imágenes. Las fotos invitaban a seguir sus pasos. A bailar, a brindar, a desnudarse. Yo, que había sido tan recta, tan mansa, tan ordenada con mi agenda y tan torpe para amar… Por desamparo más que por ganas, la verdad. Decidí levantarme de la cama para salir al salón a recostarme en el sofá del ventanal que daba al río, vivir en París y no mirar al Sena es un delito, aquella noche estaba tan hermoso que hipnotizaba, pero luego cambié de opinión: la tranquilidad que me daban las sábanas calientes acabó por vencerme. A las siete de la mañana me levanté y me vestí y desvestí varias veces para hacer tiempo. A las ocho bajé a la calle, no eran horas. Había previsto volver a casa de Mathieu Ardisson para sacar información de aquellas fotos del sótano. Quería saber de qué mujer estábamos hablando, seguramente, si posaba con tanta desenvoltura, aquella tienda tenía más historia de la que yo presentía.
Me planté en casa del periodista sobre las diez de la mañana.
—Señor Ardisson, buenos días.
—¿Quién es?
—Soy… —dudé de cómo explicarme—. Soy una periodista española que ha venido a vivir a París y me han dado su nombre.
—¿Qué es lo que desea?
—Tengo unas fotografías de una mujer de los años veinte. Me han dicho que usted podría estar interesado.
La puerta se abrió. Su interés por mis fotografías fue paralelo a su hospitalidad. La música que sonaba en casa de Mathieu Ardisson era envolvente, algo clásico que no supe distinguir a pesar de mis obligadas clases de solfeo desde los diez años.
—
L’art du violon
, Pierre Baillot.
Me había quedado callada al escuchar las notas.
—Sí… —respondí atenta a la música.
—Pase, señorita…
—Teresa, Teresa Espinosa.
—Siéntese. La escucho. Empecemos desde el principio. De modo que sabe usted que colecciono fotografías de principios de siglo…
Había podido averiguarlo al buscar su nombre en Google, él era un historiador que había hecho verdaderos milagros recopilando y ordenando gran cantidad de material fotográfico de archivos, bibliotecas y coleccionistas particulares, además había organizado varias exposiciones importantes y recorría diariamente antiguas galerías de arte, la mayoría cerradas al público, para sumar fotografías a su colección.
—Si hay algo que me gusta de París es pasear por las orillas del Sena, me gusta mucho mirar a los
bouquinistes
—arranqué a hablar para romper el hielo—, fundamentalmente a los que exhiben fotos de época…
—Sin embargo, esas imágenes son la mayoría copias, no son buenas. Las pequeñas tiendas del Sena son un lugar ciertamente hermoso, pueden encontrarse pequeñas joyas, normalmente revistas de moda o libritos con anotaciones curiosas. Pero le aseguro, créame, que lo demás es puro turismo, coquetería hecha para los que buscan el París de la torre Eiffel o la
Amélie
del cine. Creen que todos cocinamos crepes o andamos silbando canciones de Gainsbourg. Pero es bonito, sí, es bonito. Las ciudades que conservan su pasado enfocan mejor su futuro. Eso sucede con París.
—He venido muchas veces y esta vez he decidido quedarme a vivir aquí.
—¿Vivir en París?
—Sí, es un sueño que arrastro desde hace años.
—Y ahora lo ha hecho realidad. ¿Cuál es el motivo? —me miró como si me conociera.
—No sé cómo explicarlo… Empezar de nuevo.
—Ah, bien. Eso siempre está bien —contestó Ardisson riéndose—. ¿Por qué?
—¿Quizá debería buscar otro argumento? —dije ante su mirada ladina.
—No, no. Suena bien. Ustedes los españoles y sus sueños de París…
Me agarré las manos nerviosa.
—Ha dicho que era periodista, pensaba que habría venido de trabajo…
—No, no. Me quedo. He decidido cambiar de vida, no sé si a mejor o a peor, pero necesitaba cambiar y quiero que sea aquí, no sé qué tiene esta ciudad que…
—La enamora —comentó él usando el tópico.
—… No estoy segura —contesté, totalmente consciente de mi necesidad de encajar en la conversación—. París no es un lugar, es un estado de ánimo.
Levanté la vista y vi a Mathieu Ardisson de pie junto al gran ventanal. Había descorrido las cortinas, era una inmensa cristalera que cubría toda la pared, desde ahí se podía ver a la conserje empujando los cubos de basura hacia la calle.
—Hábleme de sus fotografías.
Esperé unos instantes mientras se acercaba hacia las butacas marrones donde me había invitado a sentarme. Extendí tres de ellas sobre la mesa. Me miró fijamente sin disimular su interés.
—¿De dónde las ha sacado?
—De mi casa.
—¿Qué me está contando? —farfulló atropelladamente, los ojos se le iluminaron al acercarse a mirarlas de cerca.
—Sí, estaban en mi casa.
Su rostro se encendió. Me tomé mi tiempo y le observé como cogía una de las imágenes con absoluto mimo.
Pasamos varios minutos en silencio. Mathieu Ardisson había sacado una llamativa lupa cuadrada de su buró y repasaba ensimismado cada detalle de aquellas mujeres en blanco y negro que le había traído hasta su casa. No me miraba, pero yo disfrutaba viendo cómo no quitaba ojos de lo que calificó en voz baja como «pequeñas obras de arte».
Se sentó. Había estado ensimismado paseando con ellas en la mano por entre los muebles del salón. La música seguía sonando, los violines de Baillot. Rompí a hablar.
—Señor Ardisson… Estas fotografías han aparecido en mi sótano, debo contarle que he comprado un local que pretendo convertir, si Dios quiere, en una tienda; todavía no sé de qué, pero estoy decidida a reabrirla tal y como era. Me gustaría mantener la idea original. Estoy pensando en una restauración minuciosa para recuperar todo lo que se pueda y, no sé por qué, tengo la sensación de que esa mujer, la que aparece más veces en las fotografías, la tal Alice, es la que me ha traído hasta aquí. Como ve, todas tienen la dirección donde usted vive marcada al agua, fíjese bien… —le acerqué una hacia su mano.
Él asintió atusándose el bigote.
—Además aparecen esos nombres de mujer, Kiki, Treize y Alice… y su vida, por lo que puedo adivinar en las fotos, debió de ser fascinante. ¿No le parece? ¿Quiénes fueron? Es algo que no me quito de la cabeza, a lo mejor es porque me sobra tiempo y tengo esas manías de soltera independiente, ociosa y llena de horas libres, pero…
El señor Ardisson intentó arrancar a hablar pero desistió al verme empujada por las ganas de explicarme.
—Quiero decirle que yo antes era una mujer que cargaba con unos días de desánimo y otros de mal humor y ahora… es todo muy raro. No sé por qué le cuento esto. Me veo impulsada a más. Ya sé. Es una bobada, son solo fotos. Bueno…, no son solo fotos. Puede echarse a reír, pero por eso he venido hasta aquí. Llevo años queriendo ser feliz. Creerá que estoy desequilibrada.