—Es el tema favorito de Kisling —dijo uno de bigote cuando me volví hacia una pared saturada de chicas despojadas de ropa con los pechos blancos y las caderas anchas.
Se oyó una voz soberbia.
—Una chica hermosa desnuda me llena de alegría, me da deseos de amar, de ser feliz, y espero que incluso la tela del fondo donde pose exprese esta alegría. Quiero que la vida sea hermosa, y que los deseos y la vida de las mujeres deseables estén llenos de colorido. Soy un afortunado. Me gustan los coches, me gusta cantar, me gusta la vida, me gustan las mujeres. Se lo repito: soy un afortunado. Ustedes vienen aquí y yo las pinto.
Era la voz de Kisling, que había permanecido de espaldas hasta que soltó su discurso con la vista puesta en las ventanas. Se giró para verme con una parsimonia de artista arrogante.
—¿Quién es esta nueva puta? —soltó.
Esas fueron sus palabras al clavar sus ojos en mí. Fue a bocajarro, sin transición entre su perorata sobre la belleza femenina, y dirigiéndose a uno de los pintores sin mirarme a la cara. A mí me empezó a temblar todo, su ladrido tratándome de furcia y de lagarta sifilítica era obsceno, cruel. Era orgulloso, soberbio, fatuo, animal, gordo. No tenía más intención que hacer constar que yo era un buen trozo de carne expuesto en el escaparate de una carnicería. Yo estaba callada, y, humillada, empecé a desnudarme.
—¿De dónde ha salido? —dijo aproximándose lento hasta casi tener la nariz en mi nuca.
—El lunes la cogí en el mercado, le he prometido un contrato de tres meses —respondió el del bigote que me había abierto la puerta.
—¿Ella no sabe hablar? —inquirió Kisling al joven al tiempo que me examinaba.
—Sí, maestro. Disculpe. Es una chica hermosa, le dije que viniera. Intuía que le iba a gustar.
El señor Kisling asintió. Me comía con la vista mientras yo, ajena a todas sus voces insolentes, empezaba a desvestirme para no alargar el mal trago. Estaba abochornada.
Fui dejando mi ropa en una de las sillas que estaban junto a los caballetes sin levantar los ojos del suelo de madera sucia. ¿Qué podía hacer?
Los lunes por la mañana había un «mercado de modelos». En el bulevar de Montparnasse a primera hora se concentraban familias enteras deambulando en grupo por la rue de la Grande Chaumière con la esperanza de convertirse durante una semana en madonas, querubines, héroes mitológicos o diosas clásicas. Lo normal es que contrataran chicas para una semana, eso me habían dicho. «Cada siete días cambian de modelo», es lo que comentaban. «Y no pagan mal». A veces, si la chica lo merecía, podían ofrecerle hasta tres meses de trabajo posando en los talleres. Ofrecían sopa caliente, café y, en ocasiones, las albergaban en hoteles cercanos. Con estar callada y posar desnuda te podías ganar la vida, sobrevivir y alimentar. Si eras del gusto del artista, los primeros francos empezaban a correr a otro ritmo y se convertían en un sueldo superior porque otros artistas también querían a la misma modelo. Con la Primera Guerra Mundial, el gobierno francés había declarado «extranjeras sin profesión» a todas las antiguas modelos italianas y las había extraditado en masa. Las parisinas humildes encontramos la forma de ganarnos la vida.
—Está tardando en quitarse la ropa, las he visto más rápidas —dijo jactándose de tenerme allí en sus manos.
—Tiene una gran suerte de ser hermosa —interrumpió otro.
—Ya no se llevan las chicas tímidas —apuntó uno de barba cuando ya me estaba despojando de la falda.
—Mamá os debería haber recordado que ya estamos en la modernidad. Has perdido la brújula, ¡la vida no ha hecho más que comenzar! ¡El siglo ha empezado ahora!
Todos esos hombres hablaban a la vez.
El más joven se encogió de hombros y, según avanzaba hacia mí, donde habían dispuesto una peana para que me subiera desnuda, me inspeccionó como si fuera material de pintura.
—Eres bella, tienes luz —me dijo—. Vas a tener suerte, y esa suerte puede ser tu habilidad para convertirte en lo que quieras, una diosa o una fabulosa ninfa del bosque. Con Kisling puedes acabar en los museos.
Me preguntó mi nombre sin mirarme a la cara y con un movimiento de barbilla me animó a que me fuera quitando lo que me quedaba encima: la ropa interior.
—Quiero verla desnuda. Ya, ahora. Y ellos también —sentenció Kisling.
Era el último paso.
Me quité todo. Me subí a la peana. Todos miraron…
Los pezones se me erizaron y me cubrí el sexo con las manos congeladas.
—Relaje los hombros, suelte los brazos a lo largo del cuerpo, deben estar relajados, los codos libres —añadió mecánicamente—. Si tiene frío, acérquese a la estufa.
No había ni un gesto de cariño, todos tenían un rictus seco. Podría decir que disimulaban como si no les importara que hubiera una mujer de dieciocho años frente a ellos, o que en su mundo el precio del arte también conllevaba hacer ademanes de hombres presuntuosos.
Habían puesto una silla sobre el pedestal para que me sentara y no me temblaran las piernas, «a las nuevas siempre os tiritan los muslos y no hay manera de pintar hasta que os relajáis».
—Este primer ensayo será así, señorita, luego ya tendrá que hacer más poses como las de esas exquisitas mujeres que pueblan la pared. Ya ve que no es nada del otro mundo. Estamos hartos de ver belleza. Por ahora quédese sentada y entrelace los dedos como si estuviera esperando la noche.
Me quedé inmóvil y me puse a explorar la sala con la mirada, había un montón de cuadros de mujeres sugerentes, como un jardín de estatuas, yo era una más; un ejército de chicas parecidas que llevaban, algunas, túnicas tapándose medio cuerpo, otras envueltas en telas, atadas a un tronco, la mayoría con los senos violentamente expuestos a la luz. Una de las modelos se repetía bastantes veces, una chica muy guapa de sonrisa excesiva y ojos pintados. Todas esas mujeres anónimas de piel blanca y pubis manifiesto parecían contemplar la sesión de pintura en la que yo me estaba estrenando. Kisling empezó a dirigir la clase y hablaban entre ellos con frases muy circunspectas, un tono grave que bien mirado me alejaba de ellos y me hacía olvidarlos. Quiso ofrecerme alcohol pero me negué. Había oído mil cosas de esas horas de trabajo con pintores y quería ser cautelosa. No podía olvidar que estaba desnuda.
Tosían cuando me recolocaba nerviosa o perdía la verticalidad de mi espalda y volvía cuanto antes a mi pose. En algún momento se dirigían a mí para que enderezara el cuello. El jefe llegó a preguntarme si me había alimentado bien antes de venir, «son muchas horas aunque sea en varios turnos». Le dije que sí, pero era mentira, porque llevaba días con una comida al día gracias a Chez Rosalie. Acepté un café y seguí expuesta a ellos.
No se inmutaron lo más mínimo y me recordaron que podía descansar cada veinte minutos para que no se me durmieran las articulaciones. Procuraba darme ligeros golpecitos en las piernas para que no se me quedaran agarrotadas por el cansancio. Bien es cierto que no se me podían dormir mucho porque estaba aterrada, avergonzada, temblando delante de los pintores, que me miraban entornando los ojos y abriéndolos con fuerza. A mí me parecía que estaban locos. Así estuve yendo varios días. Cuanto más avanzaban las sesiones, más me sacudía ese miedo (¿debería decir liberaba?). Al entrar me quitaba la ropa y me tomaba el café desnuda entre ellos, observando cómo progresaban con sus pinceladas. Todos eran expertos de la condición femenina. No me costaba tanto desnudarme y podía incluso aguantar la mirada en sus ojos. Ya no los evitaba. En vez de sentir mi cuerpo estremecido entre el dolor y la vergüenza, sentía que estaba siendo deseada. Había empezado a sentirme sugerente y a tomar conciencia de mi atractivo. Una tarde me ofrecieron un vaso de agua y sentí cómo me resbalaba por la boca hasta mi cuello. Me secó uno de los pintores para que no perdiera el equilibrio en el pedestal. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, posando, contemplada por los hombres que fumaban y elevaban la vista por encima de sus lienzos? «Eres una mujer y necesitas el dinero», me recordaba a mí misma. El señor Kisling acercaba su nariz a mi ombligo, cerca de mi sexo, me retocaba la postura de las manos, balanceaba un poco mi cadera para que arqueara la pierna y volvía satisfecho a su lugar después de haber olido mi piel. El resto de los hombres era más tímido. Él no. De la misma manera que me había evaporado cuando me desnudé, en esos momentos —habían pasado varios días— empecé a sentirme la estrella del taller. Pasaba el día desnuda y la vergüenza se había escondido entre los francos que iba acumulando en mi bolsillo. Era la dueña de lo que ellos necesitaban y la respiración, agitada al principio, fue convirtiéndose en una compañía que me acunaba como una nana.
Sería por los efectos de la pintura, pero lo cierto es que a la semana siguiente los ojos de Kisling me parecían interesantes. Su cuerpo era un horror, gordo, blando, pero masculino y provocador en el trato. Era evidente que no era el hombre con el que me hubiera querido estrenar como mujer. Pero llegó el día. Por unas cosas o por otras, siempre me quedaba sola con él cuando se iban todos, sacaba su dinero del bolsillo y me lo daba cuando empezaba a vestirme. Me lavé la cara, todavía desnuda, cogí la ropa fingiendo que tenía prisa. Me dio la impresión de que se estaba acercando hacia mí en mi condición de presa.
—Hola —articulé.
—¿Se va usted ya? —dijo buscando lentamente los francos en el bolsillo de su pantalón—. ¿Adónde va?
—A casa.
—Vive cerca, supongo.
—No mucho, por Mouffetard.
—Ah. Bonita zona.
—Mi casa no es lo que se dice bonita…, ojalá.
Me dio la impresión de que se estaba dejando querer, avanzaba lo más delicadamente que podía hacia mí y comprobé cómo al acercarse su mano se movía ajustándose el miembro en el pantalón. Sabía que lo ideal en ese momento era salir de allí, pero me quedé en mi sitio. Cuanto antes pasara, mejor. Tampoco quería perder mi trabajo. Estaba acostumbrada a que los hombres imploraran mi compañía y ese era uno más.
Todos los domingos, mi padre, mi madre, mis hermanos y yo nos reuníamos en casa de los Fresnault para comer sopa de cebolla; ellos le ponían mucho queso y eran las únicas calorías fuertes que nos entraban en toda la semana. Era una pareja de ancianos que tenía un terreno más allá del Bois de Boulogne, donde, a pesar de la edad, todavía cultivaban todo lo que cocinaban. Mi padre esperaba que de tanto visitarlos, aquel terreno, cuidado con mimo y dedicación por Antoine, sería de nuestra propiedad, por lo que cada domingo nos recalcaba antes de salir de casa que fuéramos muy amables, que besáramos a la señora Madeleine y que le recitáramos alguna canción de la calle con delicadeza. «Como si fuera un poema», decía. El señor y la señora Fresnault eran los únicos amigos de la familia porque con la guerra nuestros vecinos de verdad se alistaron en el ejército al grito de «¡a Berlín!». Había una euforia para vengar la derrota anterior que no era justificable —esto lo decía mi madre—, todos querían ser militares y paseaban con uniforme por las calles como si fuera un baile de disfraces. Pero la euforia inicial fue diluyéndose cuando la lucha empezó a cobrarse víctimas. Solo llegaban noticias de muertes, de jóvenes amputados, de enfermos, de ojos vaciados por esquirlas de metralla, de intoxicaciones por gas, de horror. Los alrededores del Hospital Militar de París eran el lugar más triste y dramático de la ciudad. Mi padre también se ofreció como voluntario, pero le rechazaron por motivos de salud. Ese delicado estado le llevó a la tumba un mes antes de terminar la guerra. Pobre, ni se enteró. Mi madre nos habló escogiendo las palabras para no hacernos daño: «Vuestro padre nunca ha tenido suerte y nosotros tenemos que darle la vuelta a la providencia», dijo con voz agotada, de quien sabe que la desgracia ha caído como una losa en su casa y que va a tardar en irse. Nos abrazó, nos besó y no nos enteramos del luto. La caridad no era suficiente para nosotros, y esto hizo que mi madre se viera a obligada a trabajar. Encontró un puesto de limpieza en la Maternidad Baudelocque.
Así pasaron los meses y nosotros seguíamos comiendo todos los domingos en casa de los Fresnault. Un día regresaba corriendo de la maternidad por las serpenteantes calles de nuestro barrio y me crucé con el doctor Bellver, que me paró para preguntar por el estado de nuestra familia. Era un hombre del que hablaba mi madre porque era un dictador que siempre les gritaba en el hospital, ya fueran enfermeras, matronas o limpiadoras. El doctor me agarró del brazo, aquel día iba engalanado con un traje entallado y un pañuelo colorido en el bolsillo. Después de dar una calada a su cigarrillo me sonrió para complacerme. Me sorprendí temerosa de su mirada, yo no tenía miedo a nada, pero aquel hombre imponía. Un grupo de soldados pasó por una bocacalle y tuve intención de pedirles ayuda, sin embargo, habrían entendido que estaba loca, una chiquilla que estaba charlando con el jefe de su madre en plena calle y a la luz del día. Un respetable doctor. Se desprendió del tabaco, lo pisó con fuerza y me obligó a que le mirara directamente a los ojos mientras me preguntaba por mamá. Aquellos ojos sucios me impedían pronunciar nada, ni una palabra. Así que noté cómo me tocaba disimuladamente los pechos por encima de la blusa, sin importarle que yo ahogara mi respiración para chillar. El doctor hundía su mano en mi pecho al tiempo que, riéndose de mí, me preguntaba bobadas para mantenerme quieta en aquella callejuela.
—Eres muy guapa, vas a ser una mujer bellísima, tienes madera…, como tu madre.
La turbiedad de aquellos ojos al decir esto último y la forma en la que se humedecía la boca como un lobo a punto de comerse a su presa me envenenó para siempre. La presencia de aquel hombre empezó a hacerse habitual, como la de una hiedra que va apoderándose de la fachada hasta dejarla invisible. Él acabó encontrándome siempre en la calle. Un día, otro día, otro más. Por lo pronto utilizaba el nombre de mi madre en su saludo, amenazante, para que yo creyera que a ella iba a pasarle algo. Nadie se percataba en la calle de nada. Él aparecía con ese aspecto de baboso, adueñándose de mí. Sonreía antes de saludarme para que pareciera que estaba interesado por cómo nos iba la vida después de la muerte de mi padre y yo me ahogaba en sus modales de general de bata blanca. Un buen día, nos encontramos en otra zona de París; su presencia fue fantasmal, apareció al girar una esquina y me tropecé con él. De bruces. Estábamos en la puerta de su casa, sin mediar palabra quiso arrastrarme arriba, pero, como una brisa, apareció un amigo suyo que le saludó: «¡Doctor Bellver, qué bueno verle!». Yo pude zafarme y él sonrió mostrando su dentadura amarilla.