No pude reprimir una lágrima.
—¿Qué te pasa, Alice?
—Es este maldito humo, detesto los cigarrillos.
—Acabarás fumando. Suele pasar.
Respiré hondo para parar el estallido de nostalgia y Ërno me secó la lágrima con su pañuelo.
—He visto cómo has conquistado a Coco. Chanel es una casa de modas maravillosa. No he podido evitar emocionarme cuando ha hablado de ti. ¿Por qué sospecho que no me he equivocado contigo? ¿Es lo que te gustaría?
—Querría tener una tienda de telas, tejidos para vestidos, estanterías repletas de rollos de telas, ¿sabes cómo la imagino?
Me tocó la mejilla con el revés de la palma de la mano a modo de respuesta y me preguntó casi en voz baja:
—¿De verdad ese es tu sueño? ¿Una tienda?
—Una tienda en París —respondí.
Recorrimos las escaleras hacia la puerta y varios coches nos llevaron a todos hacia Chez Maxim’s. En el asiento de piel, sentados detrás, Ërno puso su mano sobre la mía haciendo circular la sangre por los dos cuerpos a la velocidad de unos caballos de carreras. Cuando la entrelazó y apretó con fuerza me vino a la cabeza la forma en la que Kisling hurgó en mis senos. Contemplé mi reflejo en la ventanilla del coche con aversión y solté su mano con miedo. No tenía miedo al sexo, lo había utilizado para sobrevivir en el taller y salir de la miseria, tenía miedo a enamorarme. Ërno era un hombre y yo quería disfrutar de ser mujer.
Las semanas que siguieron a aquella noche estuvieron llenas de esperanza, cuanto más me acercaba a él, más me alejaba de mi vida. Con Kiki y las chicas recorría los antros de Montparnasse, las fiestas de The Jockey, las locuras. Con Ërno desfilé por los teatros, los restaurantes y las tiendas más caras de París. La ciudad era la misma, pero yo no. Esto no es un matiz, era una realidad. Por primera vez en mi vida era una mujer admirada que todo el mundo conocía y con amistades de reconocido prestigio. La sociedad parisina me había acogido con los brazos abiertos. Por otra parte, había descubierto los modales y las normas del buen gusto que tantas puertas abrían más allá de Montparnasse. Las señoras me veían como la novia perfecta para Ërno, la dulce Alice; los hombres suspiraban al imaginarme como amante porque corría la voz de mi procedencia y mi
savoir faire
. «Sé mujer y hazles creer que puede volver a suceder, eso les hará estar siempre al borde del desespero por ti», decía Kiki. Así, había adaptado mi físico a las oportunidades que se presentaban en cada lugar. Sabía exactamente cuándo estar callada hasta la obsesión y cuándo convertirme en una descarada. La aventura era la nueva mujer que había despertado en mí. Totalmente frívola y feliz.
Ërno era perfecto. Tenía siempre gente que venía a saludarle y que reclamaba su atención para pedirle opinión sobre este u otro tema. Había buscado diseñadores y me había presentado a fotógrafos interesados por mi belleza para que, al mismo tiempo que tenía un entretenimiento, me ganara unos buenos francos con los que sentirme segura, aunque él pagaba todo. Me recogían, me llevaban, me esperaban en las puertas de las tiendas, me reconocían los conserjes, me recomendaban qué llevar, me pedían opinión como si se la reclamaran al mismo Ërno Hessel. Todo era así. Tanto que me estaba acostumbrando suficientemente.
Me había instalado en un precioso apartamento frente a la isla de Saint-Louis, muy cerca del Hôtel de Ville, entre la rue des Barres y la rue du Pont Louis-Philippe, que pagaba con los posados semanales que me hacían para varias revistas de moda y todos esos nuevos fotógrafos amanerados que había conocido gracias a las amigas de Coco y Thora y que me vestían para catálogos de novedades. De ahí que vestir se hubiera convertido casi en una ocupación bajo las miradas asesinas de modistas y sastres que luchaban por hacerme aparentar la mujer más bella de París.
Cuando tomábamos un ron en las aceras de Le Dôme o La Rotonde, Hessel insistía en que fuera llamativamente bella. «Sé un faro que ilumine el lugar», eran sus palabras. No pretendía engañarme, Ërno había insistido en que no posara para los pintores, esos «locos» como les llamaba quitándoles importancia. Yo era consciente de que entre tanto humo y gentío ebrio por agotar las noches y apurar la vida, la mejor forma de verme o vigilarme era yendo vestida de fiesta. Efectivamente, era un faro en medio de la noche. Él tampoco pretendía engañarme, conocía bien ese mundo, tanto como el del lujo de la otra orilla. Lo que no le apetecía era ver cómo me hacían, una y otra vez, propuestas para desnudarme en los talleres con la excusa de una nueva exposición.
—Tengo amistad con muchos de ellos, pero… ya sabes cómo son.
—Descuida, entonces lo tuve que hacer por necesidad.
—Lo sé.
La visión de mi cuerpo a la vista de aprendices y pintores era lo que le atormentaba; se quedaba parado con un semblante serio. En ese momento yo intentaba ser dulce.
—Hazme caso. No quiero que pongas esa cara. Y tampoco deberías rechazarlo como si fuera negativo, a fin de cuentas, fue gracias a eso por lo que estamos aquí.
—No quiero ni imaginar qué sería mi vida ahora sin ti.
—Repítelo.
—No quiero ni imaginar lo que sería mi vida sin ti.
En aquel momento, después de casi un minuto mirándonos, remató la frase con una caricia. Aunque Ërno, vestido impecable, atractivo como pocos, sobrio a la hora de hablar, con aplomo en todas las conversaciones, quisiese aparentar seguridad, noté que le temblaba la voz como una alerta de desasosiego. Los dos miramos al suelo en una pausa adolescente y levantamos la cabeza a la vez. Justo cuando yo iba a arrancar a hablar para romper el ángel de silencio, él, cohibido, con un extraño malestar, se lanzó a mis brazos y apretó mi cara contra su pecho.
—Lo que me espanta es imaginarte desnuda frente a ellos.
Cuando dijo «desnuda» me di cuenta de que todavía no lo había estado para él. Era curioso, pero no había sucedido nada todavía. Era un hombre sensible que se pasaba los días intentando hacerme feliz y tenerme cerca. Yo no tenía nadie con quien competir.
Esa noche, al salir de Le Dôme, Kiki nos dijo que nos quedáramos para ir a una fiesta «grandiosa» que habían preparado en Le Boeuf.
—Alice, ¿no te apetece? ¿Otro ron? —preguntó la fabulosa Kiki de Montparnasse haciendo aspavientos con los brazos en las puertas del local—. Os va a encantar, ¡convence a Hessel! ¡Ah!, Hessel, yo no soy la misma si no bailo con mi amiga.
—No, gracias, no. Es tarde.
—¿Tarde en esta orilla de París? ¿Cuándo es tarde en Montparnasse? Pero si está Fujita, ¡ya sabes! Y Toutain, Moysès, Wiener, Doucet…, todos a Le Boeuf.
Ërno me miró para que yo decidiera.
—Hessel tiene razón, Kiki, es tarde. Prefiero que me lleve a casa.
—Oh, ¡no! ¡Alice! Tú sabes cómo divertirte… ¡Oh, perdón, monsieur! Quiero decir, que ella sabe cómo… Yo me entiendo. Bueno, chicos, viene todo el mundo. No se hable más.
Efectivamente, 10 de enero, un frío terrible y allí estaba todo el mundo. Los alrededores de Le Boeuf sur le Toit estaban abarrotados de coches y gente intentando entrar. Los poetas, los músicos, hombres de negocios, editores… se habían acercado hasta Boyssy d’Anglas para ver a los dueños, Cocteau y Moysès. El sonido del jazz era estruendoso y apenas podían verse las mesas. Estaba claro que Hessel tenía fuerza hasta en los antros más ruidosos de París. Kiki, con el escote más grande de todo el lugar y acompañada de la adorable Treize, nos señaló una mesa que estaba reservada por casualidad para nosotros.
—Sabía que vendríais.
—Sabes siempre demasiado, Kiki —dije recriminándola mientras ella me hacía burla con la lengua.
—Mira, ese de ahí es Jean, le conozco por Max Jacob. Es encantador, brillante y enamoradizo…, que sabe sacar partido de lo mejor de cada persona. Vive con su madre.
—Pero ¿tú no estás enamorada del fotógrafo ese? —pregunté sorprendida.
—Sí. Pero es de noche, de noche todo es posible. Algunas de las fotografías del fondo son suyas, las que hay al lado del cuadro aquel…
—Bueno, veo que nos falta bebida —dijo Ërno mientras llamaba a uno de los camareros—. ¿Os apetece champán?
—¡Oh!, perfecto. Nos apetece, ¿verdad, Alice?
—Verdad, Kiki.
Hessel fue tan rápido de pensamiento como el camarero en descorcharnos una botella de champán y acercarla a nuestra mesa. Delante de nosotros estaba Leopold, que también había sido invitado a la fiesta y que conocía a uno de los patronos, Moysès.
—¿Has visto qué locura?, esto supera al pequeño local de Charleville, se había quedado pequeño. Brindemos, mi querido Hessel, por… ¡las mujeres! —Ërno fue cortante con su amigo porque se dio cuenta de la compañía de modelos de la que se había rodeado. No era el único.
—Mira, ese de la barra es Pascin —señaló Kiki a Treize—. Y esas que tiene alrededor también son modelos, bueno…, modelos. Siempre suele aparecer así, rodeado de amigos y chicas. No falla. Aquí o allí. Siempre igual.
—Conozco a Pascin.
—¿Sí? Es como Jean, les falta dar dos gritos, levantar la copa para brindar y se hacen los dueños del local.
—Pero ¿quiénes son los dueños? —preguntó Ërno interesado.
—Antes todo esto estaba en el local de un barman, el tal Charleville, amigo de un pianista amigo mío…
—Jean Wiener —apostilló Treize.
—Justamente él. Precisamente Wiener le dijo no hace mucho a Moysès que el local de la Gaya de la rue Duphot se les estaba quedando pequeño. Yo creo que desde el día de la apertura se citó allí todo París, como Le Dôme. Llamó a Milhaud y a Cocteau y arreglaron un cambio de sitio. Pero solo ayudaron, aunque parecen los dueños.
—Entiendo.
A mí, tanto relumbrón seguía haciéndome parecer una torpe social porque realzaba mis inseguridades, al contario que a Kiki.
—Jean es maravilloso. Ha venido a veces a escucharme cantar y una noche me regaló un collar digno de una reina.
—Lo que no consigas tú… —contestó Treize dando un trago largo a la copa.
—¿Aquellos de allí no son Thora y Nils Dardel?
—Son ellos. Está todo el mundo, la verdad.
—No te extrañe, son amigos de Marie Laucencin e Irène Lagut, que trabajan con el grupo. Están siempre aquí de chismorreo intelectual.
—… y lo que no es intelectual.
—Bueno, supongo que les gusta estar rodeados de mujeres.
—No lo dudes.
—Claro, claro. Por cierto, voy a saludar a Nils —Kiki dio un respingo y se fue directa a las mesas en las que estaban algunos de sus conocidos.
—Bueno, yo creo que os vamos a dejar.
Me levanté con Ërno de la mesa y empezamos a despedirnos de las chicas, aquel antro nuevo estaba tan lleno de gente que apenas hacía falta decirse adiós para huir. El jazz sonaba rebotando en las paredes y haciendo vibrar las tulipas de las lamparitas que colgaban del techo. Tuvimos que serpentear entre las sillas para encontrar hueco y salir hacia la puerta, donde esperaba el chófer.
—¡Hablamos mañana, Alice! —gritó Kiki poseída por el espíritu de la noche. Había empezado a bailar y cantar subida en una de las mesas mientras todos la vitoreaban: «¡Kiki! ¡Kiki! ¡Kiki!».
Ërno me sonrió entre agotado y pasmado por aquel espectáculo. Yo volvía como siempre la mirada hacia él, como si esperase su aprobación para compartir la complicidad. No tardamos ni un segundo. Empezamos a reírnos a carcajadas, a pesar del frío que corría, nada más pisar la calle.
—¡Ah, Kiki! —dijo suspirando—. No cambiará nunca. Es pura dinamita.
—Pero… —dije excusándola— no es mala, es así. Vital.
Hizo un ademán con la mano y se acercó el coche a la puerta desde el otro lado de la calle. Se sentía poderoso y protector a mi lado. Y yo, ¿cómo me sentía yo? Era una mujer nueva. Incapaz de recordar a la anterior. Miré a Ërno y no necesité más preguntas.
—¿Pasa algo?
—No, nada… Tengo frío únicamente —le contesté mientras se acercaba el vehículo.
Y era verdad. Era de lo único que me podía quejar.
—Bueno, cúbrete con esto.
Tuvo un gesto que me quitó de lleno todo el frío del cuerpo, no solo el físico; puso su abrigo sobre mis hombros y levantó las solapas para que me sintiera resguardada del hielo que soplaba en esa noche de enero. Cogió sus manos y las frotó con las mías para entrar en calor. La vida se comporta a veces como si lo fuera, solo que en ocasiones tarda mucho. El coche frenó frente a nosotros y al levantar la vista para colarme en él miré sin querer hacia la otra acera. En ese instante sentí que me desmayaba.
Era mi madre.
Estaba envuelta en una manta como los días en que nos faltaba la leña y debíamos cubrirnos por completo para que el frío que entraba por las rendijas del ventanuco no nos acabara matando. Apenas podía vérsele la cara y unos ojos encendidos de tristeza bajo la tela que la ocultaba. Nadie se dio cuenta de ella. Solo yo. Estaba temblando, y era la mujer que en esas noches de frío se había acostado conmigo para que entrara en calor. Ahora yo era incapaz de hacer lo mismo por ella.
—El coche nos está esperando, sube —dijo Hessel empujándome a entrar.
Mi madre esperaba al otro lado, agarrotada. Mirándome yerta y aterida por ese silbido que escupe el frío cuando corta el aire. Hice todo lo que no debí haber hecho. Vacilante, indecisa, como abrumada por la situación y bajo el peso de su mirada desarropada de ira, pero cargada de compasión…, entré. Me colé en el coche buscando el calor y me sentí la mujer más entumecida del mundo. La dejé allí, al otro lado de la acera. Entré en el coche y me dejé caer sobre el asiento.
—¿Tienes frío?
—No sabes cuánto.
Llovía como hacía tiempo que no había llovido. Llegué al Museo de Arte Moderno empapada y con las manos agarrotadas a pesar del paraguas, los guantes y la gabardina. No hay nada peor que cuando llueve con viento, acabas hecha una bolsa de té. Era una tormenta de esas que rasgan el cielo con relámpagos. Sin embargo, llegaba dispuesta a todo y con la mirada receptiva del que espera una señal que aclare sus días. «Algo» que cambiara este exhaustivo argumento de búsqueda en círculo; no encontraba justificación y me preocupaba cada día más la idea de volver a mi casa para arrojarme a las garras de la incertidumbre. El guión de estos meses en París estaba siendo una secuencia llena de preguntas, posibilidades, imaginación y sirope de chocolate. Un día y otro me lo pasaba probando la carta de la crêperie de Saint-André des Arts, incluso los domingos. Creo que había engordado dos kilos no ya tanto por el dulce, sino por la tranquilidad que me daba la ciudad. Y por fortuna ya no tenía a nadie que me humillara con «estás más ancha» desde lo alto de las escaleras. Mi tía había muerto para dejarme la herencia más importante: la libertad. La de comer, la de hablar, la de vestir… Me amenazaba con la mano abierta, llena de huesos, y yo me sentía cada vez más inútil, como un animal perdido. Un chasquido de sus dedos diciéndome que dejara de comer y me desintegraba; así crecí.