Se me hizo un nudo en la garganta después de hablar.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Nada. Que tengo ganas de llorar.
—¡Pero dime que es de felicidad!
—¡Claro!
—Cada vez que estés a mi lado, cada noche que pasemos juntos, cada vez que me preguntes si te quiero, te diré que sí; cada vez que me esperes de un viaje, que cuentes horas, días, semanas…, estaré a punto de llegar. Quiero ser tu único pensamiento porque tú ya te has convertido en mi único destino. Tú. La culpa de todo esto la tienes tú, no soy más que el que hace realidad tu deseo…
—No sé qué decir.
—Era tu ilusión, ¿verdad?
—Sí —dije mordiéndome el labio.
—Entonces no hace falta que digas nada —dijo él sonriendo—. ¿Quieres que volvamos a casa?
—¿Estás orgulloso de mí? —deslicé vacilante después de que sus palabras resonaran en la tienda.
Se llevó las manos al pecho y suspiró. Entre sus manos latía un corazón sereno, un hombre que se juraba a sí mismo quererme para siempre, sin pretextos, sin excusas, y que seguramente era consciente de que yo latía a otra velocidad.
—Cuando llegué a tu mundo venía de quitarme la ropa —me disculpé, incapaz de evitar la emoción que asomaba por mis mejillas—. Ahora quiero ser la que vista a todas las mujeres de París.
Él me observó, entendió la expresión de mi cara. Sabía que yo me seguía sintiendo avergonzada de aquellos días.
—No voy a negar que he olvidado ese tiempo, querida Alice, pero te quiero demasiado para imaginarlo. No soportaría que volvieras a desnudarte como entonces.
Incliné la cabeza, como si me dispusiera a besarle para que fabricara otros pensamientos.
—¿No?
—Nunca —repuse con los labios temblorosos—. Por ti y por mí.
—Solo tú y yo.
—… solo tú y yo —repetí.
La chica que andaba por el taller de la primera planta bajó al escuchar la puerta, apagó las luces, se despidió de nosotros y salió en otra dirección mientras nos subíamos al coche.
—¿Y bien, cómo estás?
—Estoy pensando en venir mañana a ver si sigue aquí la tienda.
Ërno empezó a reírse y me apretó la mano en su muslo.
—Por desgracia, señorita Alice, esta tienda es suya y seguirá aquí mañana esperando sus gestiones —contestó bromeando para sacarme una sonrisa.
—Calla, Ërno, no digas eso.
—Pues entonces quedémonos en la tienda, tonta, no vaya a ser que mañana haya un café en lugar de tus telas.
—¡Te aseguro que podría quedarme a esperar el día para abrir al público!
—Evidentemente…, te creo —suspiró profundamente antes de proponerme algo—. ¿Qué te parece si vamos a por Leopold?, está con el grupo en Le Dôme. Creo que iban a tomar algo. Esta es noche de sueños, debemos hacer que sea larga.
—Pero si estarás agotado…
—Quizá, pero no creo en el cansancio si estoy contigo.
—Pues entonces vamos. No perdamos la noche.
Ërno le indicó al chófer dónde debíamos ir y me apretó contra su pecho. París estaba alegre; yo decía entonces que cuando fantaseas con la felicidad la ciudad parece más hermosa, hasta tú te sientes más bella. Así me lo parecía en ese momento: perfecta. La noche era un reflejo de mis deseos, tanto que la ciudad se me hacía irreal al mirar por la ventanilla, ya no por despreocupación, sino por extraña. Sobre todo porque había empezado, otra vez, a olvidarme de mí. La mayor parte de mi felicidad coincidía cuando dejaba de ser yo.
La superficie del Sena se me hizo en cambio muy oscura cuando cruzamos uno de los puentes en dirección a Montparnasse. Esos detalles que me recordaban que los viajes tienen un destino siempre. Miré por la ventanilla buscando los reflejos plateados de otros días. El agua se agitaba demasiado oscura.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Ërno acercándose a mí.
—Nada, miraba por la ventanilla, nada más.
—No hay luna, ¿verdad?
—No me he dado cuenta… —mentí—. Creo que no.
—A ver —replicó asomándose a mirar. Fue en ese momento cuando me quedé mirándole un largo rato.
—Es cierto —continuó—. La noche está más densa que de costumbre.
Me agité al recordar las noches sin luna, nerviosa. Era el único farol para mi barrio cuando desaparecía el día y se instalaba la oscuridad en aquellas correderas llenas de recovecos y humedad. Había tenido una revelación en mitad del trayecto, en el momento en que miré buscando en el cielo recordé cuánto había necesitado a mamá muchas de aquellas noches en vela en las que tardaba en llegar de la maternidad cargada de ropa vieja en medio de las calles oscuras sin luna, aquel tipo que me acosaba al verme aprovechando el despiste de la gente, las horas de espera pegada a la leña, con los Fresnault, la muerte de papá poco antes de terminar la guerra… Todo sucedía en noches sin luna. La inquietud cayó sobre mí como un mazo y de repente me sentí vacía, sin fuerzas para llegar a la fiesta. Me acurruqué en los brazos de Ërno fingiendo sueño, pero él estaba tan feliz que no se dio cuenta de mi desasosiego. La falta de luna volvía una y otra vez a mi mente, agobiante, mientras llegábamos al local.
—¿De verdad estás cansada?
—Ha sido un día muy largo…
—¿Me esperabas?
Unos segundos más tarde, después de mirar embobada hacia el cielo oscuro de París, respondí.
—Claro, Ërno, ¡qué cosas dices!
—Parece que te has quedado callada…
—Calla tú, diablos —le dije alegrando mi gesto—. Miraba la noche, estaba absorta. Estoy aquí, contigo, ¿no lo ves?
—Evidentemente —suspiró—. Y me gusta sentirte de nuevo.
Mientras volvíamos a besarnos para asegurarnos de que los dos estábamos allí, juntos, felices, enajenados de una noche sin luna, el chófer habló:
—Señores, hemos llegado.
Ërno se ajustó el chaleco, el cuello de la chaqueta y salió del coche para abrirme la puerta. En las vidrieras de Le Dôme se mezclaba humo con vapor y mucho movimiento de brazos como si todos estuvieran bailando la misma canción. Me agarré fuerte a él y pasamos dentro. No hubo tiempo para saludar a nadie, todos se abalanzaron en corro hacia nosotros, venían ebrios de ron y oliendo a tabaco, entre los primeros, Kiki y Man, que, beodos, pidieron vasos para nosotros. Mientras nos acercábamos a la zona en la que tenían dispuesto un círculo de mesas y sillas, Hessel fue saludando a todos y explicando sin más que había sido un viaje muy provechoso, que había hecho grandes negocios y que iban a ser años de mucho dividendo. Yo me dirigí con Treize hacia una de las sillas que tenían amontonadas contra las ventanas, donde una borracha estaba echando vapor y dibujando corazones en medio de las risas de un grupo de marineros que abarrotaban la zona. Luego me di cuenta de que era una amiga de Fujita, Marie. Saludé a Kurt, a Marcel, a Jean. Todos azorados, pasándose las botellas de ron y las chicas. Kiki se había puesto a cantar con dos gemelos acróbatas del circo Medrano subida en una de las mesas y bailaba alocadamente subiéndose la falda hasta más arriba de las rodillas con el peligro que todos conocíamos.
—Podíamos ir al Bal Bullier —gritó desde encima de la mesa—. Todos tenemos ganas de fiesta, han venido nuestros amigos…, los futuros señores Hessel, ¡Alice y Ërno!
—Y bien, ¿os parece? —dijo Pascin animado por la artista.
—Hay amigos en The Jockey —apuntó Treize—. Podemos apuntarnos.
—¡Fantástico!
—Se han juntado los artistas, hoy han inaugurado algo nuevo en la galería de Moïse.
—Pues adelante.
—¿Ya?
—La noche no es eterna. ¿Qué quieres? ¿Que amanezca?
Intenté agarrarme a Ërno cuando todos salíamos en comparsa al olor de la fiesta, pero iba explicándole sus asuntos económicos a Jean, se le notaba abiertamente feliz y colmado de ímpetu; noté que había conquistado al hombre más seguro de sí mismo del mundo. Respiré profundamente el frío de aquella noche sin luna y me dejé llevar por las chicas, agarradas del brazo, zurcidas a una amistad que nada podía romper.
Cuando entramos en la galería en tropel disimulé que conocía el lugar a donde estaba accediendo, la turba y el alboroto de los artistas y amigos sumió la sala en una fiesta improvisada con ganas de probar todos los bocados de la vida. La mayor parte de la banda había venido con una botella en la mano, así que no hizo falta más que poner música para que todo el gentío estallara. Busqué con la mirada a Ërno entre la multitud, pero me resultó imposible; sin embargo, al recorrer todas las caras me encontré con una que traté de evitar: Moïse Kisling. Agarrado a una modelo de pelo corto, se agitaba en el océano de cabezas bailando con delirio. Me vio y vino hacia mí. Me sobresalté.
—¿Por qué no me invitas a una copa? —preguntó en su excitación.
—Perdona, estoy ocupada. He venido acompañada.
—Yo estaba pensando en otra cosa…
—Pues yo no.
—Eres la única de la fiesta que consigue sacarme de mis casillas —replicó mientras se bajaba la mano hacia el pantalón.
—Por favor, Moïse, por favor.
—He esperado que volvieras estos días a casa.
—Yo no. Déjame, voy a buscar a Ërno.
—Como a todas, lo que más os gusta es que os aprieten bien, ¿eh?
—Suéltame la mano.
—No soy yo quien se quita la ropa.
—¿De qué me ha servido?
—No sé, dime tú.
—Sabes cómo aprovecharte de la debilidad, primero cuando buscaba dinero, la última vez porque iba destrozada.
—Si mal no recuerdo, eras tú la que buscaba abrigo.
—¡Esa noche no sé ni quién era yo! ¡Estaba muerta!
—No lo parecías.
—Moïse, por favor. Soy una mujer feliz, tengo a un hombre feliz a mi lado, quiero borrar toda mi vida, quiero que desaparezca hasta de mis pesadillas, no soporto nada de lo que representas, no quiero nada de ti. ¡No quiero nada de ti! ¿Sabes?
—En cambio, yo lo quiero todo —dijo dando un trago a la botella que le pasaban unos amigos—. ¿Quieres?
Me arrimó el ron a la boca.
—¡No!
—Alice, hay cosas que tenemos que concluir…
—¿A qué te refieres?
—A aquello… —dijo señalando hacia una de las paredes.
Aquello era yo. En la pared colgaba un cuadro a punto de terminar en el que se veía a una mujer desnuda, de mirada triste y con unas esmeraldas únicamente cubriéndole el pecho. Se me llenaron los ojos de lágrimas, incapaz de volverme loca.
—¿Tienes la más mínima idea de lo que acabas de hacer? ¿Estás orgulloso de ti?
Kisling ni se inmutó.
En ese mismo momento supe por qué Ërno había desaparecido de la galería. Era imposible que me hubiera dejado sola aquella noche sin luna. Lo perdí. Quiero decir que lo perdí para siempre. Me sentí aislada del mundo de repente, muy sola, con una sensación de angustia creciendo dentro de mí. Salí caminando hacia la puerta, sin ninguna prisa porque ya nada me estaba esperando, tropezándome con los que bailaban violentos, borrachos, hasta la calle.
Ërno Hessel estaba allí. A punto de entrar en su coche. Me miró callado como si ya no me conociera. Me paralicé a cuatro metros de él, tan fría y muerta como debió de estar mi madre al otro lado de la acera. Me ignoró de la misma manera que yo lo hice con ella.
—Te dije que no era un
playboy
. ¿Por qué has hecho esto? —acertó a decir.
—Te vas, ¿verdad? —dije temblando.
—A lo mejor nunca debí volver.
El coche en marcha me anunció que allí se terminaba todo, que yo no estaba invitada a ese viaje y que mi vida, seguramente, empezaba y acababa ahí.
—Ërno…, perdóname.
—Alice, no hace falta.
Rebuscó en su bolsillo interior un pañuelo y me lo alargó para que me secara las lágrimas.
—Quédate con él —me dijo.
Lo cogí y lo apreté entre mis dedos.
—Quédate también con tu collar, con tu tienda en París. Yo… —dijo mientras cerraba su puerta y bajaba la ventanilla—. Yo me quedaré con los recuerdos. Tampoco son muchos, pero me bastan.
Los faros iluminaban la calle oscura como un túnel infinito. Me acerqué a la ventanilla. Toda la fiesta se reflejaba para mi desgracia en el cristal en el que apenas podía verle ya la cara. Pegué mi mano en el vidrio gélido y entendí en sus labios lo que me decía desde dentro: «Adiós, Alice».
El coche desapareció al final de la calle al torcer la esquina que conducía a la avenida en la que busqué trabajo por primera vez. El dolor acumulado cayó sobre mí como un mazo y de repente me sentí vacía, sin vida. Levanté la mirada al cielo, buscando una estrella que iluminara mi tormento, una señal; pero la penumbra allí arriba era todavía más fuerte que la que quedaba en mi corazón.
—¡Alice! ¡Estamos de fiesta! —gritó Kiki—. ¡Pasa dentro, hace mucho frío fuera!
—Mucho frío… —murmuré incapaz de ocultar mi dolor—. Mucho frío.
—Debes curar las heridas.
Laurent me miraba como si no entendiera su viejo dolor.
—Mi padre y yo no nos hemos entendido nunca, Teresa. Nunca.
—Pero así no devolverás la felicidad que no tuvo tu madre.
Esta vez fue Laurent quien se encogió de hombros. Aunque, según pude advertir, sus manos habían dejado de tener esa tensión que albergaban cada vez que nombraba a su padre, Mathieu Ardisson.
—Abrígate —me dijo—, está empezando a hacer frío.
Querido Ërno:
A medida que han pasado los días, las semanas, he reunido fuerzas para escribirte esta carta. No quiero que entiendas que pretendo disculparme por lo que hice, ni por haber roto nuestro compromiso, ni siquiera para suplicarte ningún tipo de respuesta ni perdón; solo escribo para desearte la mayor felicidad del mundo y para darte las gracias por todos los días que pasé junto a ti. Todavía no me he quitado ni tus zapatos… Kiki me ha informado que has buscado nuevos rumbos en Nueva York y que después de tu viaje no han hecho más que lloverte los negocios de ultramar. Sospecho que acabarás o que estarás viviendo ya al otro lado del océano. Recuerdo tu cara cuando llegaste ilusionado y, no hace falta ser muy lista, sé que ese será tu lugar en el mundo. Lo noté en tus ojos confiados de volver.
La tienda va muy bien, mis hermanos forman parte del negocio. Pensé que también los había perdido a ellos; he conseguido que las chicas hagan publicidad de mis tejidos incluso en las revistas de moda y no hay día que falte un encargo o un pedido para el pequeño taller que he montado en el primer piso. Ni te imaginas cómo lo he organizado todo… Ha sido una hazaña enorme, agotadora incluso, pero el regusto que deja la satisfacción es la mejor sensación del día. Me paso las horas ordenando las telas, buscando cómo sacar el mayor provecho a los diseños que yo misma hago y hacer de tu regalo el lugar más maravilloso de París. Sé que, a pesar de todo, estarás orgulloso de mí.
La mayoría de los días se me hace de noche aquí y he habilitado también el sótano para quedarme a vivir en la tienda. El cielo no se ve desde mi cama, ya sabes cuánto me gustaba buscar la luna llena desde la ventana, pero cuando todo se calma y cierro el negocio, salgo al puente a mirar, esperanzada de que siempre me ilumine la cara… Debe de ser la misma que tú ves desde Nueva York. He conseguido ser feliz a mi manera. Y así quiero que seas tú, inmensamente feliz allí donde estés.
Me gustaría decirte un montón de cosas, pero me veo incapacitada moralmente para robarte ni un minuto de tu vida. Al final, tenías razón, este era mi sueño.
Alice