Unos asesinatos muy reales (19 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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Convenía ser cordial con Gifford. No serlo daba un poco de miedo.

No tenía la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida, pero vestía como un capo de la droga de Corrupción en Miami, con su ropa llamativa y su melena marrón cuidadosamente peinada. No me habría sorprendido encontrarle una pistolera bajo la chaqueta.

A lo mejor sí que era un capo de la droga.

Y aquí venía, deslizándose hasta el mostrador de préstamos. Miré alrededor. La dinámica pareja compuesta por Melanie Clark y Bankston Waites había llegado minutos antes, muy abrazados y sonrientes. Bankston estaba en el piso de arriba, en la sección de biografías, mientras Melanie hojeaba un ejemplar de La buena ama de casa, en la zona de revistas de la planta baja. Seguramente estaba buscando una nueva receta de pastel de carne. Bendita sea; estaba a tiro de llamada.

Gifford estaba justo al otro lado del mostrador, frente a mí, y aferré lo primero que tenía a mano, que resultó ser la grapadora. Un elemento disuasorio de lo más eficaz, me dije con amargura. Le acompañaba su sombra, Reynaldo, que se había quedado al otro lado de las puertas dobles de cristal, paseando envuelto en la semioscuridad del aparcamiento. Atravesó una bolsa de luz de una de las lámparas de arco que, en teoría, aportaban cierta seguridad al aparcamiento y se desvaneció en la penumbra para reaparecer al cabo de los segundos.

—¿Cómo te va, Roe? —me preguntó Gifford con desgana.

—Eh…, bien.

—Escucha, he oído que tú y el escritor habéis encontrado hoy el arma homicida de los Buckley.

¿El caso Buckley? Tuve una repentina visión de una antología de relatos de los asesinatos más famosos de la década en la que vi incluida la matanza de los padres de Lizanne. La gente leería sobre sus muertes y especularía, del mismo modo que yo lo había hecho con otros casos. ¿Podría haber sido su hija? ¿O el policía que también formaba parte de su club? Me di cuenta de que esos asesinatos acabarían en un libro…, quizá escrito por Joe McGuinniss, Joan Barthel o el propio Robin si recuperaba el gusto por el relato. Y yo figuraría en él por el tema de los bombones. Puede que justo «cuando los bombones llegaron a la casa de Aurora, la hija de la señora Teagarden».

Por un momento me sentí muy confusa. ¿Acaso me encontraba en un libro sobre viejos asesinatos o me estaba pasando realmente? Sería maravilloso contar con la distancia que aportan los libros con respecto a los hechos. Pero el solitario pendiente de Gifford era demasiado real, y el deambular felino de Reynaldo (¡en el prosaico aparcamiento de una biblioteca!) también rezumaba toneladas de «aquí y ahora».

—Háblame del hacha —me decía Gifford.

—Era más bien una hachuela, Gifford. Un hacha normal no habría cabido en el maletín. —De repente me enfadé conmigo misma por contradecir a un tipo tan aterrador como Gifford, pero entonces reparé en lo que mi subconsciente no había notado. Gifford Doakes era un hombre con una misión, y le importaban un bledo los detalles secundarios.

—¿Así de larga? —indicó con las manos.

—Sí, más o menos. —Era de un tamaño estándar.

—¿Con el mango de madera y envuelto en cinta aislante negra?

—Sí —convine. Había olvidado la cinta aislante hasta que la mencionó.

—Joder —siseó antes de murmurar algo más entre dientes. Sus ojos parpadearon a toda velocidad. Gifford Doakes era un hombre asustado a la par que furioso. Yo también estaba asustada, no solo por el asesino, sino por la reacción de Gifford. Puede que él fuese el asesino.

Apreté aún más la grapadora y me sentí como una estúpida, planeando enfrentarme a un loco con una herramienta de oficina que, según recordé súbitamente, ni siquiera estaba cargada de grapas. Bueno, una línea de defensa menos.

—Tengo que ir a la comisaría —dijo Gifford inesperadamente—. La hachuela es mía, estoy seguro. Reynaldo descubrió que había desaparecido ayer.

Dejé la grapadora sobre el escritorio con mucha suavidad, alcé la vista y vi que Bankston observaba desde la planta superior, asomado por el pretil. Arqueó una ceja en muda interrogación. Meneé la cabeza. No creía que fuese a necesitar su ayuda. Pensé que Gifford estaba simplemente tan nervioso como todos los demás, y por una buena razón. En ese momento, el tipo cuyo peinado y ropa no pegaban ni con cola se mordía la uña del pulgar como un crío de cinco años que afrontaba las dificultades del mundo.

—Será mejor que vayas a la policía ya —le dije con delicadeza. Salió por la puerta antes de que pudiera recuperar el aliento.

El hacha de Gifford y el maletín de Robin. Los que no encajaban en el papel de víctimas entraban en el de asesinos, para mayor diversión del verdadero asesino.

Me pregunté en qué categoría entraba yo. Me sobraba con ser la que encontraba los cadáveres.

Aún le daba vueltas a ese y otros pensamientos de- sagradables media hora más tarde, cuando entró Perry Allison. Apenas podía creer mi suerte de ver a Gifford y a Perry en la misma noche. Dos tipos grandes. Al menos, mientras Gifford estuvo, hubo otras personas alrededor, pero en la siguiente media hora Bankston y Melanie, junto a otros dos clientes, ya se habían ido.

En esta ocasión abrí discretamente el cajón y cogí unas tijeras. Comprobé el reloj; solo quedaba un cuarto de hora para el cierre.

—¡Roe! —balbuceó— ¿Qué pasa?
[13]
—Puso sobre el mostrador una mano con un tatuaje digno de un maníaco.

Sentí un punzante temor. Este ni siquiera era el habitual y desagradable Perry, que quizá se había saltado alguna de las medicaciones prescritas. Perry estaba colocado con alguna droga que ningún médico le había dado. El concepto de «drogas recreativas» me había eludido por completo, pero es que yo era muy ingenua para esas cosas.

—Poca cosa, Perry —respondí cautelosamente.

—¿Cómo puedes decir eso? Aquí las cosas flipan —me dijo, arqueando las cejas hasta acaparar casi todo su estrecho rostro—. Casi un asesinato al día. Tu novio, el poli, vino a casa esta tarde. Me hizo preguntas. Insinuaciones. ¡Sobre mí! ¡Si no sería capaz de matar una mosca!

Se echó a reír y rodeó el mostrador en unos pocos pasos.

—¿Tijeras? —saltó—. ¿Tijeeeeraaaas? —expresó con un siseo. Estaba tan aturdida con la rapidez de sus movimientos y agitaciones de cabeza, tan impropios del Perry con el que solía trabajar, que me pilló desprevenida cuando me agarró de la muñeca del brazo que sostenía las tijeras. La aferró con fuerza maníaca.

—Me haces daño, Perry —le espeté—. Suéltame.

Pero Perry no paraba de reír, sin relajar la presa un solo momento. Sabía que acabaría soltando las tijeras, y no podía imaginar lo que ocurriría después.

De repente montó en ira.

—Ibas a apuñalarme —restalló con furia—. ¡Ninguno de vosotros quiere que me recupere! ¡Ninguno de vosotros sabe cómo era el hospital!

Tenía razón, y en otras circunstancias le habría escuchado con cierta simpatía, pero me estaba haciendo daño y estaba aterrorizada.

Lo único que sentía era el frágil tacto de las tijeras en mis dedos, cada vez más entumecidos.

En un día repleto de extraños incidentes, un loco no dejaba de vociferarme, proyectando sobre mí su intensidad emocional en medio de un edificio sinónimo de tranquilidad y civismo, donde la gente iba a llevarse libros igualmente tranquilos y cívicos.

Entonces empezó a zarandearme para que lo escuchara, agarrándome del hombro con la otra mano con la fuerza de un torno. No paraba de hablar, enfadado, triste, lleno de dolor y autocompasión.

Sentí que empezaba a enfadarme yo misma, y de repente algo chasqueó en mi interior. Levanté un pie y le di un pisotón en el empeine con cada gramo de fuerza que pude aunar. Con un aullido de dolor, me soltó y, en ese instante, me giré para correr hacia la entrada.

Tropecé con Sally Allison.

—Oh, Dios mío —dijo con voz ronca—. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño? —Sin aguardar una respuesta, gritó a su hijo por encima de mi cabeza—. Perry, ¿qué diablos te ha dado, por el amor de Dios?

—Oh, mamá —contestó, desesperado, y se echó a llorar.

—Está drogado, Sally —señalé con un jirón de voz. Me apartó un poco y me escrutó en busca de heridas, dejando ver su alivio al comprobar que no había sangre. Vio que aún llevaba las tijeras y se horrorizó—. No ibas a hacerle daño, ¿verdad? —preguntó, incrédula.

—Sally, solo una madre podría decir eso —respondí—. Llévatelo ahora mismo a casa.

—Escúchame, por favor, Roe —rogó Sally. Aún estaba asustada, pero también me sentía sumamente incómoda. Jamás nadie me había rogado nada, y ahí tenía a Sally, quien indudablemente lo estaba haciendo—. Escucha, no se ha tomado la medicación de hoy. Está muy bien cuando se la toma, en serio. Sabes que puede venir y hacer su trabajo, nadie se ha quejado nunca, ¿verdad? Así que, por favor, no se lo cuentes a nadie.

—¿Contar el qué? —preguntó una tranquila voz de hombre sobre mi cabeza, y supe que Robin había llegado con mucho sigilo. Levanté la mirada hacia su escarpado rostro, su ahora seria boca arrugada y me alegré tanto de verlo que hubiera podido llorar—. He venido a ver cómo estabas —me dijo—. Señora Allison, creo que nos conocimos en la reunión del club.

—Sí —dijo Sally, esforzándose por recomponerse—. ¡Perry! ¡Vámonos!

Perry caminó hacia ella, su pálido rostro inexpresivo y cansado, los hombros caídos.

—Vámonos a casa —le sugirió su madre—. Tenemos que hablar de nuestro acuerdo, sobre la promesa que me hiciste.

Sin mirarme o decir una palabra, Perry siguió a su madre por la puerta. Me derrumbé en los brazos de Robin y sollocé con las tijeras aún en mi poder. Su enorme mano acarició mi pelo. Cuando lo peor había pasado, dije:

—Tengo que cerrar, es la hora. Me importa un bledo que Santa Claus vaya a venir para llevarse un libro. Esta biblioteca está cerrada.

—¿Me vas a contar lo que ha pasado?

—Puedes apostar por ello, pero primero quiero salir de este sitio. —Detesté tener que separarme de su reconfortante torso y acogedores brazos; fue agradable sentirse protegida por un hombre grande y fuerte como él durante unos segundos. Pero deseaba salir de ese edificio e ir a casa más que cualquier otra cosa y, con suerte, podríamos repetir la escena en mi casa con más comodidades a mano.

Capítulo 15

—Puede ser —especuló Robin entre bocados de galleta salada— que haya más de un asesino.

Si íbamos a pasar una noche juntos, no sería esa. El momento había pasado.

—¡Oh, Robin! Eso no me lo puedo creer. ¡Es imposible que haya dos personas tan horribles a la vez en Lawrenceton haciendo lo mismo! —Con una bastaba. Dos nos incluirían en los libros de historia, eso seguro.

Me señaló con la galleta salada enfáticamente.

—¿Por qué no, Roe? Un asesino imitador. Por ejemplo, quizá alguien quería a los Buckley fuera de la circulación por algún motivo, y cuando ocurrió lo de Mamie, vio su oportunidad. O a lo mejor alguien quería deshacerse de Pettigrue, y mató a Mamie y a los Buckley para ocultarlo.

Había bastantes precedentes de eso, pero más en las novelas de misterio que en la vida real, pensé.

—Supongo que es posible —concedí—. Pero, Robin, es que me niego a creerlo.

—Entonces quizá haya más de un asesino. Quiero decir, un equipo de asesinos.

—Jane Engle dijo lo mismo —recordé tardíamente—. ¿Dos personas? ¿Cómo podrías mirar a nadie que supiera que has hecho algo así, Robin? —Me costaba imaginarme diciéndole a nadie: «Eh, colega, ¿has visto cómo me he cepillado a Mamie?». Casi sentí náuseas. Me espantaba que dos personas fuesen capaces de idear un plan así y llevarlo a cabo…

—Los estranguladores de Hillside —me recordó Robin—. Burke y Hare.

—Pero los estranguladores de Hillside eran asesinos sexuales —objeté—. Y Burke y Hare querían vender los cuerpos a facultades de Medicina.

—Bueno, es verdad. Estos asesinatos probablemente no sean más que una diversión. Una broma pesada.

Pensé en Gifford y su hachuela. El asesino se reía de nosotros de más de una manera.

—¡Espera a oír esto! —exclamé.

Robin se sintió mejor cuando le dije que él, Melanie y Arthur podían incluir a alguien más en la categoría de inocente implicado.

—Aunque sería inteligente por parte de ese Gifford —alertó Robin— usar su propia hachuela y luego declarar que se la habían robado para reivindicar su inocencia.

—Me pregunto si Gifford tiene tantas luces —dudé—. Es un tipo artero, pero creo que tiene una imaginación bastante limitada.

—¿Hasta qué punto lo conoces? —me preguntó Robin con un leve retintín en la voz.

—No demasiado —admití—. Solo de verlo en Real Murders. Hace un año que viene, creo. Y siempre se trae a su amigo Reynaldo, quien, al parecer, no tiene apellido.

Sonó el teléfono y fui a cogerlo, sorprendida por recibir una llamada tan tarde. La gente de Lawrenceton no suele hacer llamadas pasadas las diez de la noche. Al menos no la gente que yo conozco. Robin tuvo el tacto de aprovechar la ocasión para ir al cuarto de baño.

—Oh, Dios, acabo de mirar el reloj. ¿Estabas acostada? —preguntó Arthur.

—No —respondí, sintiéndome extrañamente rara al tener a Robin en casa mientras hablaba con él. ¿Por qué debería estarlo?, me pregunté. Podía verme con dos hombres alternamente si era mi deseo.

—Termino de trabajar y me voy para casa. ¿Te apetecería pasarte?

La idea me provocó un leve calambre en la columna, pero todas las condiciones que había aplicado con Robin seguían siendo válidas. Además, Robin no daba ninguna señal de querer irse. De hecho, había ido a la nevera para servirse otra bebida.

—Mañana tengo que trabajar —dije con neutralidad.

—Oh, vale. Pillo la indirecta. Solo patinar.

Dios. Casi se me había olvidado. Bueno, tenía bastante buenas razones para no pensar en una cita para el sábado por la noche.

—¿Estás bien? —pregunté cautelosamente.

—Sobreviviré. Tengo noticias increíbles que contarte. ¿Estás sentada?

Arthur sonaba extraño. Era como si intentase estar emocionado y contento pero no acabase de conseguirlo. Y no había mencionado el descubrimiento del maletín y el hacha.

—Sí, estoy sentada. ¿De qué se trata?

—Benjamin Greer ha confesado ser el autor de todos los asesinatos.

—¿Qué? ¿Que ha hecho qué?

—Ha confesado haber matado a Mamie Wright, a Morrison Pettigrue y a los Buckley.

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