Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—No debí verlos así —susurró.
—No.
Y luego se sumergió en otro silencio.
Tenía que llamar a la policía.
Me incorporé como una anciana (me sentía como una anciana). Me volví para mirar la puerta que Lizanne acababa de cerrar y extendí la mano, como presa de un trance, para abrirla.
Había sangre por todas partes, rociada a salpicones por la pared. Lizanne tenía razón: sangre en las paredes. Y en el techo, y en el televisor.
Podía ver a Arnie Buckley desde mi posición, que quedaba justo frente al comedor. Suponía que era Arnie. Era de un tamaño similar y yacía en su casa, bueno, en su sillón. Le habían desintegrado la cara.
Quise gritar hasta que alguien me noqueara. Nada en el mundo haría que pusiera otro pie en esa casa. Lo que más deseaba en el mundo era retroceder hacia la calle, meterme en mi coche y salir corriendo sin mirar atrás. Al parecer tenía una horrible facilidad para abrir puertas y encontrarme muertos, mutilados y apaleados al otro lado. Conseguí cerrar la puerta, esa puerta tan blanca y residencial con aldaba de bronce. Mientras trataba de avanzar por el césped de los Buckley en busca de ayuda, no pude dejar de mirar mi Chevette con anhelo.
No sé si llamé yo, ni lo que le dije a la señora de la puerta de al lado. Solo sé que volví tambaleándome para sentarme en un peldaño, junto a Lizanne.
Habló una vez, preguntándome, para mi desconcierto, por qué habían asesinado a sus padres. Le dije honestamente que los había matado la misma persona que asesinó a Mamie Wright. Deseaba que no me preguntase por qué tenía que tocarles a sus padres. Los habían escogido porque ella se llamaba Elizabeth, porque no estaba casada y porque su madre no lo era realmente. Eran los rasgos de la vida de Lizanne que encajaban remotamente con los asesinatos de Fall River, Massachussetts, cometidos en 1893, en un sórdido y tenso hogar de un barrio de clase media, seguramente a manos de la hija menor del señor Andrew Borden, llamada Lizzie.
Pero no creía que Lizanne hubiese oído hablar jamás de ese caso, y me alegraba. Mantuve mi brazo sobre su hombro para que no dejara de notar un poco de calor humano, pero el olor seguía provocándome náuseas. Seguí así porque era todo lo que podía hacer.
Jack Burns salió del coche patrulla que apareció en el jardín privado. Le acompañaba un médico, un cirujano local, y más tarde descubrí que estaban almorzando juntos cuando recibió la llamada. El médico miró a Lizanne, luego a mí y titubeó, pero Jack Burns nos rodeó e hizo un gesto a su amigo hacia la casa. El sargento de detectives echó un vistazo al interior y luego me miró con ojos encendidos. Yo no era el objeto de su mirada, sino un mero obstáculo. Sin embargo, fue a mí a quien calcinó la furia de su mirada.
—¡No toques nada! ¡Cuidado por donde caminas! —le indicó al médico.
—Bueno, está claro que está muerto, pero si quieres que lo certifique, no tengo inconveniente —dijo la voz del médico.
—¿Alguien más? —me espetó Burns. Supongo que vio que Lizanne era incapaz de responder.
—Me ha dicho que su madrastra está muerta en la planta de arriba —le dije con mucha tranquilidad, aunque no creo que Lizanne me hubiese oído aunque hubiese gritado.
—¡Sube a ver! —ordenó.
Es probable que el médico subiese corriendo, pero yo no los habría acompañado aunque me hubiesen apuntado en la sien con un arma.
—Aquí hay otro cadáver —indicó el médico desde arriba.
—Entonces baja echando leches, hay que recoger muestras —dijo Burns bruscamente.
El médico salió a paso ligero por la puerta y, tras meditar un instante, simplemente enfiló calle abajo. No estaba por la labor de pedirle a Jack Burns que le acercara de regreso al restaurante. Burns entró, pero no lo oí caminar por el suelo de madera. Debió de quedarse quieto, observando. Al menos dejó la puerta entrecerrada tras de sí para que hubiese algo entre nosotras y el horror.
Los coches de policía empezaron a amontonarse detrás del de Burns y la rutina estaba a punto de empezar. Lynn Liggett salió del primero. Enseguida se puso a repartir órdenes entre los agentes uniformados que salieron del siguiente coche.
—¿Qué hacías aquí? —inquirió Lynn saltándose los preliminares.
—¿Alguien ha llamado una ambulancia para Lizanne? —pregunté. Empezaba a sacudirme el letargo, la extraña ensoñación en la que me había sumido.
—Sí, hay una de camino.
—Vale. Yo iba de camino al trabajo. Ella salió por la puerta así. Me dijo algo y luego abrí la puerta para mirar dentro. Entonces llamé a la policía desde la casa de la vecina.
Lynn Liggett abrió la puerta y echó un vistazo. Yo me obligué a mantener los ojos hacia el frente. Su piel adquirió un tono verdoso y tenía los labios tan apretados que se transformaron en dos líneas blanquecinas.
La ambulancia llegó enseguida, y me alegré de verla, ya que el rostro de Lizanne palidecía por momentos y sus manos estaban perdiendo la coordinación. Su respiración parecía irregular y superficial. Cuando el auxiliar subió las escaleras para ponerse junto a nosotras, ella había dejado caer todo su peso sobre mí. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia del personal de la ambulancia. La cargaron en la camilla con rápida eficacia. Caminé junto a ella por la calle, cogiéndole de la mano, pero ella no sabía que estaba allí. Cuando el camillero la metió en la ambulancia, parecía haber perdido el conocimiento.
Contemplé cómo se alejaba la ambulancia blanca y naranja desde el bordillo. No creía que pudiese irme. Me apoyé en el capó del coche de Lynn durante lo que me pareció una eternidad, a la deriva, procurando pensar lo menos posible. Al cabo de un momento, me di cuenta de que Lynn Liggett estaba junto a mí.
—Lizanne no es sospechosa, ¿verdad? —pregunté finalmente. Esperaba sinceramente que la detective me soltara una impertinencia en relación a que no era asunto mío, pero algo había ablandado a esa mujer desde la última vez que la vi. Había compartido conmigo algo terrible.
—No —dijo—. La vecina afirma que oyó a Lizanne llamar a la puerta de atrás y que luego la vio rodear la casa para entrar por delante, algo tan poco habitual que ya sopesó llamarnos ella misma. Habrían hecho falta más de siete minutos para hacer eso y limpiarlo todo. Y salta a la vista que sus padres ya llevaban muertos una hora cuando llegó.
—El señor Buckley tenía que entrar a trabajar en la biblioteca a las dos, y mañana íbamos a compartir el turno de noche —dije.
—Sí, está apuntado en el calendario colgado de la nevera.
Por alguna razón, eso me provocó un escalofrío. El trabajo de esa mujer incluía registrar los calendarios de los muertos mientras aún yacían en el suelo sobre un charco de sangre. Citas a las que nunca acudirían. En ese momento, reconsideré mi actitud hacia Lynn Liggett.
—Ya sabes a qué se parece.
—Al caso Borden.
Moví la cabeza bruscamente para mirarla, sorprendida.
—Arthur está dentro —explicó—. Me lo ha dicho él.
Arthur salió de la casa en ese momento, con el mismo tono pálido verdoso que había aquejado a Lynn con anterioridad. Me saludó con un gesto de la cabeza, dando mi presencia por sentado.
—¿John Queensland, de Real Murders? —dije. Arthur asintió—. Bueno, es un experto sobre el caso Borden.
—Ya me acordaba. Me pondré en contacto con él esta tarde.
Pensé en la dulce pareja de ancianos que vi pasárselo bien en el restaurante justo la noche anterior. Pensé en tener que decirle a los Crandall que sus mejores amigos habían sido apaleados hasta morir. Entonces me di cuenta de que tenía que contarles a los detectives dónde había visto a los Buckley por última vez, por si era un dato importante. Tras relatárselo, y que Lynn apuntara los nombres de los Crandall y la hora a la que los había visto, sentí ganas de acercarme a Arthur, de darle una palmada o un abrazo, de establecer un contacto cálido y humano. Pero no podía.
—Es lo peor que espero ver en la vida. Lo cierto es que ya no parecen personas —dijo Arthur de repente, hundiendo las manos en los bolsillos. Me di cuenta de que sus compañeros detectives tendrían que echarle una mano con el caso. Me había librado de ese mal rato y, a decir verdad, lo agradecía.
Se me pasaron muchas cosas que decir, pero eran todas fútiles. Había llegado el momento de marcharme. Me metí en mi coche y, sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, puse rumbo al trabajo. Fui a decirle al señor Clerrick que nuestro voluntario ya no vendría esa tarde.
El resto de la jornada pasó sin pena ni gloria. Más tarde no recordaría una sola de las cosas que hice al volver a mi puesto. Sí recordaba haberme sentido bien al levantarme esa mañana, y no podía creérmelo. Solo deseaba que transcurriese un día sin incidentes, ni buenos ni malos. Sin emociones fuertes. Simplemente un día monótono y normal, como los que había vivido hasta hacía muy poco.
Casi a la hora del cierre, vi que entraba uno de los detectives que no conocía personalmente. Se dirigió hacia el despacho de Sam Clerrick, en la planta baja, y salió en cuestión de segundos para enfilar directamente a Lillian, que estaba detrás del mostrador de préstamo. El detective le formuló un par de preguntas, a las que ella dio entusiasmada respuesta. Él apuntó algunas cosas en su libreta y se marchó tras despedirse de ella con un gesto de la cabeza.
Lillian alzó la vista hacia la segunda planta, donde me encontraba yo recolocando libros una vez más, y nuestras miradas se encontraron. Parecía excitada, y más que eso. Apartó la mirada. Al poco, cuando otra compañera estuvo a tiro de conversación, Lillian la llamó. Juntaron las cabezas, tras lo cual la compañera corrió hacia la sección de publicaciones periódicas, donde había otra compañera más. Si la policía seguía presentándose haciendo preguntas sobre mí, pensé con un repentino retortijón, el señor Clerrick podría dejarme marchar. Por mucho que me dijera que no había hecho nada, supe de repente que no supondría diferencia alguna. Aquello no me estaba pasando, hube de recordarme. Seguramente otros socios de Real Murders estaban sufriendo los mismos inconvenientes por todo Lawrenceton, por no hablar de todos aquellos cuyas vidas habían sido trastocadas por el asesino, por muy tangencialmente que fuese.
Era el típico efecto de ondas cuando tiras un guijarro en un estanque. Pero, en vez de guijarros, estaban arrojando cadáveres al estanque comunitario, y las consiguientes ondas de sufrimiento, temor y suspicacia alcanzarían a más y más personas hasta que los crímenes tocasen a su fin.
Aunque no lo supe hasta que salí del trabajo, había sido una tarde ajetreada para los medios informativos y la policía.
La muerte de Mamie no había suscitado demasiado interés en la capital, a pesar de ocupar las portadas de Lawrenceton. La caja de bombones había dado para un par de párrafos del interior de una publicación local y había pasado completamente desapercibida en los medios de la capital. Pero el asesinato de Morrison Pettigrue sí era noticia, el asesinato extraño de un tipo extraño y excéntrico, salpimentado con la carga de asesinato político de Benjamin. Cabía la posibilidad de que Benjamin fuese el carnicero local en obvia busca de atención, por cualquier medio y de la peor manera, pero merecía el título de «director de campaña» como se le tildaba. Los dos corresponsales locales de los periódicos de la capital disfrutaron de un par de días de importancia sin precedentes.
Tal como nos había dicho Sally de forma tan indignada en la última reunión celebrada en casa, la policía le había pedido que mantuviese las especulaciones relativas a Julia Wallace fuera de su publicación. El relato del asesinato de Julia Wallace sería poco atractivo para los lectores de periódico estadounidenses del siglo XX, les había dicho la policía a Julia y a su jefe. Y, aparte, interferiría en su investigación. Sally estaba siguiendo la pista del asesinato Wright, no cabía duda, al formar parte del club y además estaba presente cuando encontré el cuerpo, así que le sentó muy mal que se excluyera su exclusivo conocimiento de los hechos. Pero su jefe, Macon Turner, se plegó a las demandas del jefe de la policía local y guardó el caso en el cajón «durante unos días». Sería de manos de Macon Turner como juntaría todos estos retazos de información más tarde; había estado rondando a mi madre durante unos meses antes de que John Queensland le ganara la mano y nos habíamos hecho amigos.
Sally se puso frenética tras el asesinato de Pettigrue; en cuanto supo de sus fuentes policiales que había un periódico diseminado por la superficie del agua de la bañera y que lo habían colocado allí después de matarlo, repasó mentalmente los asesinatos de radicales y no tardó en caer en el apuñalamiento de Charlotte Corday a Paul Marat en la Francia revolucionaria. Charlotte había conseguido entrar en la casa de Marat afirmando que llevaba una lista de los traidores de su provincia. Entonces lo mató mientras tomaba un baño para aliviar su enfermedad de la piel.
En cuanto lo tuvo claro, Sally irrumpió en el despacho de Macon Turner y exigió contar toda la historia. Sabía que sería el reportaje más importante de su carrera. Turner, que era amigo del jefe de policía, dudó durante un par de fatales días, durante los cuales los Buckley fueron asesinados. Tras llegar a una inmediata y obvia conclusión, Sally preparó su reportaje con una completa exposición de la teoría «paralela», como acabó llamándose.
Turner ya no podía resistirse al mayor y más importante reportaje que le había estallado entre las manos desde que compró el Sentinel de Lawrenceton. Por fortuna, ninguno de los dos reporteros a tiempo parcial conocía a ninguno de los socios de Real Murders, quienes no hablaban mucho del asesinato de Mamie Wright, especialmente desde la última reunión dominical en mi casa. Por ejemplo, LeMaster Cane me dijo más tarde que, antes de la propia reunión, había llegado a la conclusión de que los asesinatos se parecían demasiado a casos antiguos como para considerarlos una coincidencia. Pero, como afroamericano, tenía miedo a que lo implicaran si daba un paso al frente para compartir su teoría. Para entonces también había descubierto que su martillo —con sus iniciales impresas en el mango— había desaparecido. Imaginó que lo habían usado para matar a Mamie.
La misma tarde que se halló muertos a los Buckley, el laboratorio forense estatal llamó a la policía local para decir que, a pesar de que el informe estaba enviado, querían que Arthur y Lynn supieran que los bombones que recibimos mi madre y yo contenían matarratas. Si mi madre hubiese tomado uno de ellos con la suerte de notar el sabor y escupirlo, lo habría pasado muy mal. Si por alguna razón sus papilas gustativas hubiesen estado atrofiadas como para comerse tres bombones, podría haber muerto. Pero los matarratas suelen tener un olor y un sabor muy fuertes, precisamente para impedir su ingesta accidental, así que cabía concluir que el intento de envenenamiento había sido poco entusiasta y de corte aficionado.